12
Eleanor
Libertad.
Eso fue lo que sentí cuando llegué a Italia, específicamente a Verona.
Solo me tomó un mes arreglar todo lo que necesitaba para poder irme, entre eso comprar ropa, los vuelos, dónde me quedaría, y por cuánto tiempo.
Estaba viviendo mi sueño, al fin.
Mi madre, cuando era más joven, viajó por algunas partes de Europa en compañía de alguien de quien nunca supe, y cuando le preguntaba quién había sido, solo me decía: "alguien a quien amé mucho pero no lo volví a ver".
Antes de irme de casa, le pregunté sobre eso; quería que me contara esa pequeña aventura que me mencionó y lo hizo. Gracias a eso, me duplicó las ganas de ir a Italia.
Carlo.
¿Quién era?
El hombre al que mi mamá amó realmente.
Eso no me ponía mal; sabía que ella había amado a mi padre, pero era algo distinto y no tan fuerte y apasionado como fue con Carlo.
Él vivía en un pueblo cerca de Verona, al menos así era en los años 80. Venía de una familia algo adinerada, dueña de uno de los mejores viñedos de toda Italia y, claro, sus vinos eran los más reconocidos. Mi madre dijo que él fue el único hombre que pudo llegar a conocerla realmente, que había sido capaz de conocer su lado más oscuro y aún seguirla amando. Pero todo terminó mal cuando tuvo que regresar después de terminar sus estudios, y él nunca la buscó.
Ni una carta, llamada, nada.
Años después, ella se enteró de que se casó.
Y eso fue todo.
Ella supuso que fue un amor de verano, aunque duró más que eso.
No le quise preguntar nada más porque la había comenzado a notar algo cabizbaja; creo que aún le dolía.
Yo crecí escuchando sobre Italia, sobre su cultura, su comida, las personas, y supongo que por eso es que me empezó a gustar. Dicen que los veranos en este país son los mejores; eso ya lo veremos.
Por otro lado, en ese mes que estuve preparándome, Evan nunca apareció. Creí que al menos me diría algo que me tranquilizara, no sé, como un "volveré", pero no.
Absoluto silencio.
Eso solo me dio muchas más ganas de irme, olvidarme de todo ese drama y concentrarme en las vistas que tendría.
Así que sí, este era mi primer día en Verona.
¿Sabía italiano? Algo.
Había tomado cursos de niña.
¿Lo puse en práctica? No.
En mi defensa, eran los nervios. Mi mente se había puesto en blanco y los seis meses de clases de italiano se encontraban en la mierda. La idea era tomar un taxi que me llevara hasta mi pequeño apartamento, porque sí, había alquilado uno. No era muy lujoso ni tan terrible, según las fotos; era muy... al estilo antiguo italiano. Las típicas ventanas grandes y largas, la cocina algo estrecha y pintoresca con plantas alrededor.
Tomé valor y me acerqué a un taxi que, por lo que vi, estaba libre.
—Ehhh... ciao, questo taxi è disponibile?—le pregunté al conductor si estaba libre, y el señor que leía un pequeño libro verde se volteó al verme y su rostro cambió a uno suave y feliz. Después, con una sonrisa en su rostro, habló.
—¡Bella donna, il taxi è tutto tuo se vuoi!—exclamó casi gritando. Yo solo me reí y a la vez hice una expresión de confusión porque no le había entendido, cosa que él captó.
—Mi scusi, signore, il mio italiano è un po' arrugginito e non ho capito —avergonzada, le pedí disculpas por mi italiano averiado y le dije que casi no entendía.
—No se preocupe, bella signorina, hablo español—dijo amablemente el conductor, y yo solté el aire que había contenido.
—Gracias al cielo— me tranquilicé.
El señor se bajó del taxi para ayudarme con mis maletas, pero antes me extendió su mano.
—Un gusto conocerla, signorina —era algo bajo, su cabello era oscuro y crespo. Iba bien vestido, traía puesto un pantalón de lino verde oscuro y una camisa blanca, simple pero bonita.
Sin dudarlo, le tomé la mano y se la apreté suavemente mientras él la sacudía.
—Igualmente, señor...?—alcé una ceja.
—Francesco, sin el señor, no estoy tan viejo—rió mientras hacía una sentadilla para demostrarlo, o casi, ya que se quedó agachado tratando de pararse.
Mierda.
Solté las maletas, tomé su brazo y lo ayudé a pararse.
—¿Se encuentra bien?—inquirí preocupada.
—Sí, sí. No se preocupe...?—quiso saber mi nombre.
—Eleanor, pero dígame Leah— le sonreí de manera dulce.
—Va bene. Bienvenida a Verona, signorina Eleanor.
──── ∗ ⋅◈⋅ ∗ ────
Cuando Francesco me llevó a mi apartamento, antes de irse, me dio su tarjeta por si necesitaba algo o quería recorrer la ciudad.
Me agradó, para ser sincera. Era respetuoso y bastante divertido.
Acepté la tarjeta amablemente porque sabía que en unos días la necesitaría.
Lo que sería mi hogar era bastante bonito.
Le entraba mucha luz por sus grandes ventanas, ya estaba amueblado y todo era pintoresco. Había ciertos cuadros de paisajes y algo de arte abstracto. No era muy moderno, pero para mí, las cosas viejas o antiguas tenían su encanto y su historia.
Llevé todas las maletas a mi habitación y me senté en la orilla de la cama, suspiré a la vez que observaba todo a mi alrededor. De verdad lo había hecho, estaba en Italia.
Totalmente sola.
Aunque había invitado a mamá a venir conmigo, pero no quiso. Dijo que su corazón tal vez no hubiera podido resistir los tantos recuerdos que se hallaban en esa ciudad. Y era entendible, ella también huía de las memorias de ese amor imposible.
Yo hacía lo mismo.
Básicamente, no podía juzgarla.
¿Qué haría en Verona por tanto tiempo indefinido?
Tenía claro que quería ir a la casa de Julieta, comer, tomar mucho vino, conocer toda la ciudad y quién sabe, tal vez visitar algunos pueblos alrededor y sus viñedos.
Por supuesto que también iba a escribir.
Tenía mucho material para mi libro.
Pero hoy solo me iba a quedar descansando y prepararme mentalmente para lo que se aproximaba.
Los primeros días fueron bastante tranquilos.
Solo salía a caminar tratando de aprenderme las calles y visitando algunos restaurantes que mi madre me había recomendado. Amaba cómo hablaban en italiano; ese acento era simplemente exquisito de escuchar.
Por supuesto, mi cámara me acompañaba.
Disfrutaba esos momentos de estar caminado una tarde por la Plaza Bra. La arquitectura era preciosa, el sol del atardecer le daba un efecto divino, me sentía tan maravillada con lo que veía.
Había muchas personas tomando fotos, comiendo helado, parejas que estaban tomadas de las manos y niños jugando. Personas siendo ellas mismas, sin miedo al qué dirán, riendo y soñando.
Sintiéndolo todo.
Por un momento, solo por un momento, pensé en Evan.
Quería compartir esto con él.
Quería tenerlo conmigo para que viéramos todo el mundo que nos esperaba, pero solo estaba yo ahí para verlo sola. Nosotros durante la adolescencia habíamos planeado dónde queríamos viajar, dónde queríamos vivir por unos meses y claro, también trabajar, estudiar, pero siempre juntos.
Tan solo imaginarme su cara al ver lo que yo estaba presenciando hacía que mi corazón latiera más rápido y sintiera algo de tristeza. Me llevé la mano al pecho tratando de hallar el pequeño collar que traía puesto; era un dije en forma de media luna.
Era un regalo suyo.
Me lo dio la noche en que nos besamos por primera vez. Estábamos tan ebrios ese día; había sido su cumpleaños y bueno, digamos que sus amigos querían celebrar con él, llevaron alcohol, yo quería participar también, hubo juegos de quién encestaba una pelota en un balde de pintura y el que perdiera debía beber.
Adivinen quién no tiene puntería.
Así es, yo.
Fui la primera en emborracharme y fue horrible.
Luego que todos ellos se fueran, Evan se pasó el resto de la noche cuidándome aunque él también estuviera algo ebrio, no le importó. Dijo que no quería que me ahogara con mi vómito mientras dormía. Así que me entretuvo toda la noche haciendo estupideces, después, por alguna razón que desconozco, nos reíamos.
Reíamos mucho.
La situación era que estábamos tan cerca, y creo que el alcohol produjo en mí una necesidad de querer besarlo como desde hace unos años quería.
Y lo hice.
Él, sorprendentemente, me siguió, pero luego reaccioné y me alejé mientras me tapaba la cara. Recuerdo haberle dicho que siempre había querido hacer eso y que lo borrara de su memoria.
Él solo me dijo:
"Créeme que jamás lo olvidaré"
Y así fue.
El maldito nunca lo olvidó porque eso fue lo primero que me recordó cuando lo vi después de tanto tiempo.
Se suponía que debía darle su regalo de cumpleaños, pero no, fue al contrario. Teníamos esta rara costumbre de que en nuestro día le daríamos un regalo al otro porque para nosotros era más emocionante regalar que recibir.
Así que él me dio ese collar dorado con una media luna. Me lo puso en el cuello tan delicadamente que aún tengo la sensación de sus dedos recorriendo mi piel.
Nunca entendí por qué una media luna; si algún día volvía a verlo, se lo preguntaría.
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