⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀051.

Règine observó horrorizada cómo el rey de los gigantes se levantaba cuan largo era: casi tan alto como las columnas del templo. Su cara era verde como la bilis, con una sonrisa torcida de desprecio y el pelo de color alga trenzado con espadas y hachas robadas a semidioses muertos.

Se alzó amenazante por encima de los cautivos, observando cómo se retorcían.

—¡Han llegado tal como predijiste, Encélado! ¡Bien hecho!

El nombrado agachó la cabeza, y los huesos trenzados en sus rastas hicieron ruido.

—Ha sido fácil, mi rey.

Los grabados de llamas de su armadura relucían. En su lanza ardía un fuego morado. Solo necesitaba una mano para sujetar a su cautivo. A pesar del poder de Percy Jackson, a pesar de todas las cosas a las que había sobrevivido, al final no podía hacer nada frente a la fuerza bruta del gigante... y la inevitabilidad de la profecía.

Règine se percató que su media hermana no se encontraba en el centro, eso daba a entender que Piper no había sido capturaba. Comenzó a buscarla con la mirada pero lo único que encontró fue a otro gigante viéndola sin disimulo, al parecer sospechaba de ella. 

—Gran sacrificio. Viva madre tierra. —dijo con la voz aspera que portaban aquellos monstruos y alzando su mano derecha en puño alto. 

Esperaba que le haya creído porque con ese comentario que dijo debió de aumentar las sospechas. 

—Sabía que estos dos dirigirían el ataque —continuó Encélado—. Sé cómo piensan. ¡Atenea y Poseidón eran iguales que estos críos! Los dos han venido creyendo que iban a reclamar esta ciudad. ¡Su arrogancia ha acabado con ellos!

Por encima del rugido del gentío, Règine apenas podía oír sus pensamientos, pero repitió mentalmente las palabras de Encélado: « Estos dos dirigirían el ataque» . El corazón se le aceleró.

Los gigantes habían esperado a Percy y a Annabeth. No la esperaban a ella ni a Piper.

Por una vez, ser Règine Tanaka, la hija de Afrodita, a quien nadie tomaba en serio, podía jugar a su favor.

Annabeth trató de decir algo, pero la giganta Peribea la sacudió por el cuello.

—¡Cállate! ¡No quiero que me engatuses con tu pico de oro!

La princesa desenvainó un cuchillo de caza, largo como la espada de su media hermana.

—¡Déjame hacer los honores, padre!

—Espera, hija —el rey dio un paso atrás—. El sacrificio debe hacerse bien.

¡Toante, destructor de las Moiras, preséntate!

El gigante gris y arrugado apareció arrastrando los pies y sosteniendo un enorme cuchillo de carnicero. Clavó sus ojos lechosos en Annabeth.

Percy gritó. En el otro extremo de la Acrópolis, a cien metros de distancia, un géiser de agua salió disparado.

El rey Porfirio se rió.

—Tendrás que hacerlo mejor, hijo de Poseidón. La tierra es demasiado poderosa aquí. Incluso tu padre solo pudo hacer brotar una fuente salada. Pero descuida. ¡El único líquido que necesitamos de ti es tu sangre!

Règine escudriñó desesperadamente el cielo. ¿Dónde estaba el Argo II?

Miró su mano y se dio cuenta la niebla se comenzaba a disipar por lo que no dudó en salir entre la multitud y esconderse detrás de un árbol. Al hacerlo la niebla se fue completamente dejando a la vista nuevamente su cuerpo humano. Regresó su mirada hacia los andamios donde su corazón se estrujó al ver a Percy y a Annabeth apunto de ser sacrificados.

Toante se arrodilló y tocó reverentemente la tierra con la hoja de su cuchillo de carnicero.

—Madre Gaia… —su voz era tan increíblemente grave que sacudió las ruinas e hizo que los andamios metálicos resonaran bajo los pies de Règine—. En la Antigüedad, la sangre se mezcló con tu suelo para crear vida. Deja que ahora estos semidioses te devuelvan el favor. Te despertamos del todo. ¡Te saludamos como nuestra señora eterna!

Un gigante saltó de los andamios. Voló por encima de las cabezas de los cíclopes y ogros, cayó en el centro del patio y se abrió paso a empujones hasta el corro de gigantes. Cuando Toante se levantó para usar su cuchillo, blandió su espada y, de un tajo hacia arriba, le cortó la mano por la muñeca.

El viejo gigante se quejó. El cuchillo de carnicero y la mano cortada cayeron a los pies del gigante. Notó que el disfraz con que la Niebla la había cubierto se iba consumiendo hasta que volvió a ser Piper: una chica en medio de un ejército de gigantes, cuya espada de bronce era como un mondadientes comparada con las enormes armas de los otros.

—¿QUÉ ES ESTO? —rugió Porfirio—. ¿Cómo osa interrumpirnos esta criatura débil e inútil?

Piper atacó.





Las ventajas de Piper: era pequeña, era rápida y estaba como una cabra.
Desenvainó la daga Katoptris y la lanzó a Encélado, esperando no darle a Percy sin querer. Se giró sin ver el resultado pero, a juzgar por el aullido de dolor del gigante, había apuntado bien.

Varios gigantes se abalanzaron sobre ella en el acto. Piper se escabulló entre sus piernas y dejó que se golpearan las cabezas.

Règine comenzó a treparse entre el árbol, pero era pésima trepando árboles así que le costó tiempo y esfuerzo. Sorprendentemente no le importó partirse las uñas y dañarse la ropa, lo único que tenía en mente era ayudar a su hermana y salvar al chico que amaba.

—¡NO! ¡DETENEDLA! —gritó Porfirio—. ¡MATADLA!

Una lanza estuvo a punto de empalarla. Piper se desvió y siguió corriendo.
Una enorme espada le cerró el paso. saltó por encima de la hoja y zigzagueó hacia Annabeth, que seguía dando patadas y retorciéndose entre las garras de Peribea. Piper tenía que liberar a su amiga.

Lamentablemente, la giganta pareció adivinar su plan.

—¡Yo de ti no lo haría, semidiosa! —gritó Peribea—. ¡Esta sangrará!

La giganta levantó su cuchillo.
Piper gritó empleando su embrujahabla.

—¡FALLA!

Al mismo tiempo, Annabeth movió las piernas hacia arriba para convertirse en un blanco más difícil.

El cuchillo de Peribea pasó por debajo de las piernas de Annabeth y se clavó en la palma de la mano de la giganta.

—¡AYYY!

Peribea soltó a Annabeth: viva pero no ilesa. La daga le había hecho un feo corte en la parte trasera del muslo. Cuando Annabeth se apartó rodando por el suelo, su sangre mojó la tierra.

« La sangre del Olimpo» , pensó Règine aterrada.

Pero no podía hacer nada al respecto. Tenía que ayudar a Annabeth.

Justo cuando Peribea estuvo apunto de atacar a Piper, una flecha se incrustó en la cabeza de esta. La giganta se desplomó hacia atrás, blanca, envuelta en vapor y completamente congelada. Peribea cayó al suelo con un ruido sordo.

—¡Hija mía!

El rey Porfirio apuntó con su lanza y atacó.

Pero Percy tenía otras ideas.

Encélado lo había soltado, probablemente porque el gigante estaba ocupado tambaleándose con la daga de Piper clavada en la frente; el icor le chorreaba hasta los ojos.

Percy no tenía ninguna arma (su espada debía de haber sido confiscada o haberse perdido durante el combate), pero no dejó que eso lo detuviera. Mientras el rey de los gigantes corría hacia Piper, Percy agarró la punta de la lanza de Porfirio y empujó hacia abajo hasta clavarla en el suelo. El impulso del gigante lo levantó del suelo en un involuntario salto de pértiga, y Porfirio dio una voltereta y cayó boca arriba.

Mientras tanto, Annabeth se arrastraba sobre la tierra. Piper corrió a su lado.
Se quedó junto a su amiga, blandiendo la espada de un lado al otro para mantener a los gigantes a raya. Un frío vapor azul envolvía la hoja.

Règine bajó del árbol pero justo cuando iba por la mitad, pisó mal una rama y cayó pero agradeció que era una distancia prudente porque no se rompió nada más que una parte de su ropa.

—Espero que nadie haya visto eso. —dijo Règine avergonzaba por su pésima bajada de árbol.

Caminó hacia las chicas matando en el paso a uno que otro gigante.

—Hola, lamento llegar tarde a la función.  Me quedé peleando con un árbol. —dijo la chica con una sonrisa inocente en el rostro.






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