⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀042.
—Nada de planes, Annabeth.
—¿Qu-qué?
—No necesitamos un plan. ¡Sígueme!
El gigante blandió su martillo, pero lo esquivaron fácilmente. Règine saltó hacia delante y le disparó una flecha detrás de la rodilla. Mientras el gigante rugía indignado, Règine metió a Annabeth en el túnel más cercano. Enseguida las engulló una oscuridad absoluta.
—¡Idiotas! —gritó el gigante detrás de ellas—. ¡Os habéis equivocado de camino!
—No te detengas —Règine agarró fuerte la mano de Annabeth—. Está bien.
Vamos.
No podía ver nada. El brillo de su arco había desaparecido, como si se le hubiera acabado una batería inexistente. Avanzó rápidamente de todas formas, confiando en sus emociones. Por el eco de sus pisadas, el espacio que las rodeaba parecía ser una enorme caverna, pero no podía estar segura. Simplemente siguió en la dirección que agudizaba su miedo.
—Es como la Casa de la Noche que me contaste, Règine —dijo Annabeth—. Deberíamos cerrar los ojos.
—¡No! —negó Règine—. Esta es distinta, lo sé. Manten los ojos abiertos. No podemos tratar de escondernos.
La voz del gigante provenía de algún lugar delante de ellas.
—Perdidas para siempre. Tragadas por la oscuridad.
Annabeth se quedó paralizada y obligó Règine a detenerse también.
—¿Por qué nos hemos metido aquí? —preguntó Annabeth—. Estamos perdidas. ¡Hemos hecho lo que él quería! Deberíamos haber esperado el momento adecuado, hablado con el enemigo y pensado un plan. ¡Siempre funciona!
—Annabeth, nunca desobedezco tus consejos —Règine mantuvo un tono de voz tranquilizador—. Pero esta vez tengo que hacerlo. No podemos salir de este sitio usando la razón. No puedes escapar de las emociones pensando.
La risa del gigante resonó como una carga de profundidad al detonar.
—¡Abandona toda esperanza, Règine Tanaka! Soy Mimas, nacido para matar a Hefesto. Soy el que desbarata los planes, el que destruye las máquinas bien engrasadas. Nada sale bien en mi presencia. Los mapas se leen mal. Los aparatos se estropean. Los datos se pierden. ¡Las mentes más brillantes se hacen papilla!
—¡Yo… yo me he enfrentado a enemigos peores que tú! —gritó Annabeth.
—¡Oh, ya veo! —el gigante sonaba ya mucho más cerca—. ¿No tienes miedo?
—¡Jamás!
—Claro que tenemos miedo —la corrigió Règine—. ¡Tenemos pavor!
El aire se movió. Annabeth empujó a Règine a un lado justo a tiempo.
¡ZAS!
De repente estaban otra vez en la sala circular; la luz tenue esa vez era casi cegadora. El gigante estaba cerca, tratando de extraer el martillo del suelo donde lo había incrustado. Règine colocó una flecha en su arco y la disparó justo en el muslo.
—¡Ayyy!
Mimas soltó el martillo y arqueó la espalda.
Règine y Annabeth se escondieron detrás de la estatua encadenada de Ares, que todavía palpitaba emitiendo unos latidos metálicos: « pom, pom, pom» .
El gigante Mimas se volvió hacia ellas. La herida de su pierna se estaba cerrando.
—No podéis vencerme —gruñó—. En la última guerra hicieron falta dos dioses para derribarme. Nací para matar a Hefesto, ¡y lo habría hecho si Ares no se hubiera unido en mi contra! Deberíais haber seguido paralizadas de miedo.
Vuestra muerte habría sido más rápida.
Règine recolectó valentía, contó hasta diez antes de poner su vida en riesgo —más de lo que ya se encontraba—. Se situó delante de la estatua y se enfrentó al gigante, aunque su parte racional le gritaba: « ¡HUYE, IDIOTA!» .
—Este templo —dijo—. Los espartanos no encadenaron a Ares porque quisieran que su espíritu siguiera en la ciudad.
—¿Eso crees?
Los ojos del gigante brillaban de diversión. Rodeó la almádena con las manos y la sacó del suelo.
—Este es el templo de mis hermanos: Deimos y Fobos. Los espartanos venían aquí a prepararse para la batalla, a enfrentarse a sus miedos. Ares fue encadenado para recordarles que la guerra tiene sus consecuencias. Su poder (los espíritus de la batalla) no debe ser desatado a menos que uno sea consciente de lo terribles que son los espíritus de guerra, a menos que uno haya sentido miedo.
Mimas se rió.
—Una hija de la diosa del amor me da lecciones sobre la guerra. ¿Qué sabrás tú de los espíritus de guerra?
Règine sonrió de manera sarcástica al momento que le respondía: —Ya lo verás.
Tiró una de sus flechas hacia una pared.
—¡Ja! Fallaste. —dijo Mimas, ahora era él que se reía.
—¿Eso crees? Volteate.
La flecha no se había incrustado en la pared como la haría cualquier otra. Mimas al ver la flecha dentada que iba hacia él, abrió mucho los ojos, tropezó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra la pared. Una fisura irregular se abrió serpenteando por las piedras. Cayó polvo del techo.
—¡Règine, este sitio no es estable! —advirtió Annabeth—. Si no nos marchamos…
Règine ignoró a Annabeth y corrió hacia la cuerda que colgaba del techo. Saltó lo más alto que pudo y la cortó.
—¿Te has vuelto loca, Règine?
« Probablemente» , pensó. Pero Règine sabía que era la única forma de sobrevivir. Tenía que obrar en contra de la razón, obedecer a la emoción y mantener al gigante desprevenido.
—¡Eso ha dolido! —Mimas se frotó la cabeza—. ¡Debes saber que no me puedes matar sin la ayuda de un dios, y Ares no está aquí! La próxima vez que me enfrente a ese idiota fanfarrón lo haré pedazos. No tendría que luchar contra él si ese necio cobarde de Damasén hubiera hecho su trabajo…
Los ojos de Règine brillaron de ira al escuchar el nombre de su salvador.
—¡No insultes a Damasén!
Sacó de su carcaj una espada de bronce celestial y precipitó sobre Mimas, que consiguió parar a duras penas el golpe con el mango de su martillo. Trató de agarrar a Règine, pero Annabeth le propinó un tajo al gigante en un lado de la cara.
—¡AaaH!
Mimas se tambaleó.
Un montón de rastas cortadas cayeron al suelo acompañadas de algo más: un gran objeto carnoso en medio de un charco de icor dorado.
—¡Mi oreja! —gritó Mimas gimiendo.
Antes de que pudiera recuperarse, Annabeth agarró a Règine del brazo y se lanzaron juntas a la segunda puerta.
—¡Derribaré esta cámara! —rugió el gigante—. ¡La Madre Tierra me salvará, pero vosotras moriréis aplastadas!
El suelo tembló. Un sonido de piedras partiéndose resonó a su alrededor.
—Para, Règine—le rogó Annabeth—. ¿Cómo… cómo puedes con esto? El miedo, la ira…
—No intentes controlarlo. Fue lo único bueno que aprendí estando en el Tártaro, tuve que aprender a controlar el miedo y usarlo a mi favor. También me di cuenta que esa es la finalidad de este templo. Tienes que aceptar el miedo, adaptarte a él, dejarte llevar como en los rápidos de un río.
—¿Cómo sabes eso?
—No lo sé. Solo lo siento.
En algún lugar cercano, una pared se desplomó con un ruido digno de una explosión de artillería.
—Has cortado la cuerda —dijo Annabeth—. ¡Vamos a morir aquí abajo!
Règine ahuecó las manos en torno a la cara de su amiga. Tiró de Annabeth hacia delante hasta que sus frentes se tocaron. A través de las puntas de sus dedos, Règine podía notar el pulso acelerado de Annabeth.
—No se puede razonar con el miedo. Ni con el odio. Son como el amor. Son emociones casi idénticas. Por eso Ares y mi madre se gustan. Sus hijos gemelos (el Miedo y el Pánico) nacieron de la guerra y del amor.
—Pero yo no… No tiene sentido.
—No —convino Règine—. Deja de pensar en ello. Limítate a sentirlo.
—No lo soporto.
—Lo sé. No puedes planificar las emociones. Lo mismo pasa con el futuro, no puedes controlar siempre los imprevistos. Debes que dejar que todo fluya y dejarte llevar por los instintos.
Annabeth negó con la cabeza.
—No sé si podré.
—Sé que puedes, Annabeth. Yo confío en ti. También sé que quieres dejarte llevar por ese instinto y te está costando por ser hija de la diosa de la estrategia pero, habrá momentos que la ilógica te pueda salvar el pellejo.
Hubo un momento de silencio.
—Lo haré.
—Fantástico, porque necesito tu ayuda. Vamos a salir corriendo juntas.
—Y luego, ¿qué?
—No tengo ni idea.
—Dioses, no soporto cuando tú diriges.
Règine se rió, cosa que le sorprendió incluso a ella. Verdaderamente, miedo y el amor estaban emparentados. En ese momento se aferraba al amor que sentía por su amiga.
—¡Vamos!
Corrieron sin seguir ninguna dirección concreta y se encontraron otra vez en la sala del santuario, justo detrás del gigante Mimas. Cada una le cortó una pierna y le hicieron caer de rodillas.
El gigante aulló. Más pedazos de piedra se desplomaron del techo.
—¡Débiles mortales! —Mimas se esforzó por levantarse—. ¡Ninguno de vuestros planes podrá vencerme!
—Eso está bien —dijo Règine—. Porque no tengo ningún plan y, si lo tuviera, créeme que ya estuviéramos muertos.
Corrió hacia la estatua de Ares.
—¡Annabeth, mantén a nuestro amigo ocupado, porfis!
—¡Oh, ya está ocupado!
—¡AaaaaaH!
Règine se quedó mirando el cruel rostro de bronce del dios de la guerra. La estatua vibraba emitiendo una grave pulsación metálica.
« Los espíritus de la batalla —escuchó un susurro—. Están dentro, esperando a ser liberados. Demuestra tu valor si quieres liberarlos.» .
Pero no le correspondía a ella desatarlos… hasta que hubiera demostrado su valor y ella sabía cómo hacerlo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top