⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀034.


Antes de comenzar, quisiera advertirles que estos últimos capítulos serán un poco largos así que sino tienen tiempo les recomiendo leerlos después. XOXO.












A Règine le comenzaron a temblar las piernas al ver lo que tenía a pocos metros de ella, sentía su corazón en la garganta que palpitaba como si se hubiera tomado la de 35 Speed Max. Las náuseas no faltaron en el momento, nunca ella había sentido tanto terror hacia algo al igual que las ganas de tirarse en el suelo en posición fetal, pedir piedad y rogarle a su madre que la protegiera.

La Niebla de la Muerte se había evaporado ante el impacto que había ocasionado el dios. Se miró las manos temblorosas, no había rastro de la Niebla, ahora miró a  Percy y su disfraz también había desaparecido.

TITANES, dijo la voz despectivamente. SERES RUINES. IMPERFECTOS Y DÉBILES.

El guerrero emitió un sonido como el de una montaña partiéndose por la mitad: un rugido o una risa, la semidiosa no estaba seguro.

—Tartaro. —escuchó decir a Percy.

Esta forma solo es una pequeña manifestación de mi poder, dijo el dios. Pero es suficiente para tratar con vosotros. Y o no intervengo a la ligera, pequeño semidiós. Tratar con mosquitos como tú es indigno de mí.

—Ejem… —al parecer las piernas también le amenazaban con desplomarse —. No…hace falta que se tome la molestia.

Habéis demostrado ser sorprendentemente fuertes, dijo Tártaro. Habéis llegado muy lejos. Y a no puedo mantenerme al margen observando vuestros progresos.

Tártaro extendió los brazos. A través del valle, miles de monstruos gimieron y rugieron, entrechocando sus armas y gritando con júbilo. Las Puertas de la Muerte se sacudieron entre las cadenas.

Debéis sentiros honrados, pequeños semidioses, dijo el dios del foso. Ni siquiera los dioses del Olimpo han sido dignos de mi atención personal. ¡Pero vosotros seréis aniquilados por el mismísimo Tártaro!







El dios del foso flexionó los dedos y se examinó sus pulidas garras negras. No tenía expresión, pero irguió los hombros como si estuviera satisfecho.

Es agradable tener forma, entonó. Con estas manos, podré destriparos.

Su voz sonaba como una grabación hacia atrás, como si las palabras estuvieran siendo absorbidas por el vórtice de su cara en lugar de ser expulsadas.

De hecho, parecía que la cara del dios lo atrajera todo: la luz tenue, las nubes venenosas, la esencia de los monstruos, hasta la frágil fuerza vital de Règine.

Miró a su alrededor y se dio cuenta de que a todos los objetos de la vasta llanura en la que se encontraba les había salido una vaporosa cola de cometa y de que todos apuntaban a Tártaro.

Règine intentaba decir algo pero su mente se encontraba en blanco a causa del pánico y terror que le causaba Tártaro, a decir verdad, ella jamás se imaginó que eso diera tanto miedo. Pero qué estúpida podía ser ella, ¿cómo no iba a dar miedo si era el padre de los monstruos?

A su lado, Percy hizo algo que ella no le había visto hacer nunca. Soltó su espada. El arma cayó de su mano y chocó contra el suelo emitiendo un golpe sordo. La Niebla de la Muerte ya no le envolvía la cara, pero todavía tenía la tez de un cadáver.
Tártaro volvió a susurrar… posiblemente riéndose.

Vuestro miedo huele estupendamente, dijo el dios. Ahora entiendo el atractivo de tener un cuerpo físico con tantos sentidos. Tal vez mi querida Gaia tenga razón al querer despertar de su sueño.

Alargó su enorme mano morada —que por cierto, a perspectiva de Règine tenía cierto parecido con Thanos de EndGame pero el triple de temeroso—, Podría haber arrancado a Percy como una mala hierba, pero Bob le interrumpió.

—¡Fuera de aquí! —el titán apuntó al dios con su lanza—. ¡No tienes ningún derecho a entrometerte!

¿Entrometerme? Tártaro se volvió. Soy el señor de todas las criaturas de la oscuridad, insignificante Jápeto. Puedo hacer lo que me venga en gana.

El ciclón negro de su rostro empezó a girar más rápido. El aullido que emitía era tan horrible que Règine cayó de rodillas y se tapó los oídos. Bob tropezó, y su fuerza vital, etérea como la cola de un cometa, se alargó al ser absorbida por la cara del dios.

Bob rugió desafiante. Atacó y arremetió con su lanza contra el pecho de Tártaro. Antes de que pudiera alcanzarlo, Tártaro lo apartó de un manotazo, como si fuera un molesto insecto. El titán cayó rodando por el suelo.

¿Por qué no te desintegras?, preguntó Tártaro. No eres nada. Eres todavía más débil que Crío e Hiperión.

—Soy Bob —dijo Bob.

Tártaro susurró.

¿Qué es eso? ¿Qué es Bob?

—He elegido ser algo más que Jápeto —dijo el titán—. Tú no me controlas. No soy como mis hermanos.

En el cuello de su mono se formó un bulto. Bob el Pequeño salió de un brinco.

El gatito cayó en el suelo delante de su amo, arqueó el lomo y siseó al señor del abismo.
Mientras Règine observaba, Bob el Pequeño empezó a crecer, y su figura parpadeó hasta que el gatito se convirtió en un tigre dientes de sable de tamaño natural, esquelético y translúcido.

—Diablos, ¿dónde puedo conseguir uno de esos? —susurró la chica.

—Además —anunció Bob—, tengo un buen gato.

Bob el ex Pequeño se abalanzó sobre Tártaro y clavó sus garras en el muslo del dios. El tigre trepó por su pierna y se metió debajo de su falda de malla.

Tártaro se puso a dar patadas y alaridos, al parecer no tan entusiasmado de tener forma física. Mientras tanto, Bob clavó su lanza en el costado del dios, justo por debajo de su coraza.

Tártaro rugió. Trató de aplastar a Bob, pero el titán retrocedió y se situó fuera de su alcance. Bob alargó los dedos. Su lanza se desprendió de la carne del dios y volvió volando a la mano de Bob. Règine tragó saliva, asombrada. Nunca había imaginado que una escoba pudiera tener tantos usos prácticos. Bob el Pequeño se soltó de debajo de la falda de Tártaro. Corrió al lado de su amo, sus colmillos de diente de sable goteando icor dorado.

Tú morirás primero, Jápeto, decidió Tártaro. Después añadiré tu alma a mi armadura, donde se disolverá poco a poco, una y otra vez, en una agonía eterna.

Tártaro golpeó su coraza con el puño.

Rostros blanquecinos se arremolinaron en el metal, gritando en silencio para escapar.
Bob se volvió hacia Percy y Règine. El titán sonrió, un gesto que probablemente no habría sido la reacción de Règine ante una amenaza de agonía eterna.

—Id a las puertas —dijo Bob—. Yo me ocuparé de Tártaro.

Tártaro echó la cabeza atrás y rugió, y creó una fuerza de succión tan intensa que los diablos voladores más cercanos fueron absorbidos por el vórtice de su rostro y se hicieron trizas.

¿Ocuparte de mí?, dijo el dios en tono de mofa. ¡No eres más que un titán, un ridículo hijo de Gaia! Te haré sufrir por tu arrogancia. Y por lo que respecta a tus amigos mortales…

Tártaro movió la mano hacia el ejército de monstruos y les hizo señas para que avanzaran.

¡ACABAD CON ELLOS!
















—¡Percy! —gritó Règine, haciendo reaccionar  en el acto a Percy.

Él recogió a Contracorriente.

Règine se abalanzó sobre las cadenas que sujetaban las puertas de la muerte. Su daga rompió las cadenas de un solo golpe al tiempo que emitió un leve brillo dorado. Mientras tanto, Percy hizo retroceder a la primera oleada de monstruos. Asestó una estocada a una arai y gritó:

—¡Bah! ¡Estúpidas maldiciones!

A continuación cercenó a media docena de telquines. Règine se lanzó detrás de él y cortó las cadenas del otro lado.
Las puertas vibraron y a continuación se abrieron emitiendo un agradable « ¡Ring!» .
Bob y su secuaz con dientes de sable siguieron zigzagueando alrededor de las piernas de Tártaro, atacando y haciendo fintas para escapar de sus garras. No parecían estarle causando muchos daños, pero Tártaro se tambaleaba de un lado al otro; saltaba a la vista que no estaba acostumbrado a luchar con un cuerpo de humanoide. Todos los golpes que asestaba erraban el blanco.

Más monstruos se acercaron en tropel a las puertas. Una lanza silbó al lado de la cabeza de Règine al tiempo que cortó uno de sus mechones de cabello. Ella se volvió furiosa  y dio una apuñaló a una empousa en la barriga, y acto seguido se lanzó hacia las puertas cuando empezaban a cerrarse las mantuvo abiertas con el pie mientras luchaba nuevamente con su arco, matando a todo aquel que se intentaba acercar a Percy y a Bob por atrás. Situada de espaldas al ascensor, por lo menos no tenía que preocuparse por los ataques que vinieran de detrás.

—¡Ven aquí, Percy! —gritó.

Él se reunió con ella en la puerta, con la cara chorreando sudor y sangre de varios cortes.

—¿Estás bien? —preguntó Règine, sin dejar de disparar a los enemigos.

Él asintió con la cabeza, aún sabiendo que ella lo veía de vez en cuando.

—Las arai me han lanzado una maldición dolorosa —abatió a un grifo en el aire de un espadazo—. Duele, pero sobreviviré. Entra en el ascensor. Yo apretaré el botón.

Règine soltó una risa sarcástica.

—Tú juras que te haré caso —colocó tres flechas en el arco y le apuntó a tres arpías que se acercaban a toda velocidad a ellos, disparó y no quedó más que polvo dorado en el aire—. Mira Jackson, no le hice caso a mi papá por dieciséis años, ahora dizque te haré caso.

—¡Eres insufrible!

Una falange de cíclopes entera embistió contra ellos, apartando a los monstruos más pequeños a golpes.

—Cíclopes tenían que ser —gruñó.

Percy lanzó un grito de guerra. A los pies de los cíclopes, una vena roja se abrió en el terreno y salpicó a los monstruos de fuego líquido del Flegetonte. El agua de fuego podía curar a los mortales, pero no les sentaba nada bien a los cíclopes. Los monstruos se quemaron en medio de una gigantesca ola de calor.

La vena rota se cerró, y el único rastro que quedó de los monstruos fue una hilera de quemaduras.

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