⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀030.

Después de caer al Tártaro, saltar casi cien metros hasta la Mansión de la Noche debería haber sido rápido.

En cambio, el corazón de Règine parecía ralentizado. Entre un latido y otro, tuvo tiempo de sobra para escribir su propio obituario.

« Règine Tanaka, fallecida a los dieciséis años» .
POM, POM.

POM, POM.
« Fallecida a causa de múltiples heridas sufridas al saltar como una idiota al abismo del Caos y despachurrarse en el suelo del vestíbulo de la mansión de Nix» .

POM, POM.

« Deja a su padre, su hermana y a su padrastro.» .

POM, POM.

« En lugar de flores, por favor, envíen donativos al Campamento Mestizo, suponiendo que Gaia no lo haya destruido ya» .

Sus pies tocaron suelo firme. El dolor le recorrió las piernas, pero avanzó dando traspiés y echó a correr, arrastrando a Percy detrás de ella.

Encima de ellos, en la oscuridad, Nix y sus hijos se peleaban y gritaban:

—¡Ya los tengo! ¡Mi pie! ¡Basta ya!

Règine siguió corriendo. No podía ver de todas formas, así que cerró los ojos. Empleó sus otros sentidos: permaneciendo atenta por si oía el eco de algún espacio abierto, tanteando para percibir corrientes, oliendo en busca del más mínimo aroma de peligro (humo, veneno o hedor de demonio).

Los sonidos de los hijos de Nix se alejaron. Era una buena señal. Percy seguía corriendo a su lado, cogiéndole la mano. Eso también era bueno.

Delante de ellos, a lo lejos, Règine empezó a oír un sonido palpitante, como si los latidos de su corazón resonaran amplificados hasta tal punto que el suelo vibraba bajo sus pies. El sonido le infundió terror, de modo que dedujo que debía de ser el camino a seguir. Corrió hacia él.

A medida que los latidos aumentaban de volumen, empezó a percibir olor a humo y oyó un crepitar de antorchas a derecha e izquierda. Supuso que habría luz, pero una sensación reptante alrededor de su cuello le advirtió que cometería un error abriendo los ojos.

—No mires —le dijo a Percy.

—No tenía pensado hacerlo —contestó él—. Lo notas, ¿verdad? Seguimos en la Mansión de la Noche. No quiero verlo.

Fueran cuales fuesen los horrores que aguardaban en la Mansión de la Noche, no estaban concebidos para los ojos de los mortales. Verlos sería peor que mirar la cara de Medusa. Era preferible correr a oscuras.
Los latidos aumentaron, y las vibraciones recorrieron la espalda de Règine.

Era como si alguien estuviera dando golpes en el fondo del mundo, exigiendo que le dejaran pasar. Notó que las paredes se abrían a cada lado. El aire tenía un olor más fresco… o, como mínimo, no tan sulfuroso. Se oía otro sonido, más próximo que las profundas palpitaciones… un sonido de agua corriente.

A Règine se le aceleró el corazón. Sabía que la salida estaba cerca. Si conseguían salir de la Mansión de la Noche, tal vez pudieran dejar atrás al grupo de demonios.

Empezó a correr más rápido, y habría acabado muerta si Percy no la hubiera detenido.

—¡Règine!

Percy tiró de ella hacia atrás justo cuando su pie tocó el borde de una cavidad. Ella estuvo a punto de precipitarse en quién sabía qué, pero Percy la agarró y la abrazó.

—Tranquila —dijo.

Ella pegó la cara a su camiseta y mantuvo los ojos cerrados con fuerza.
Estaba temblando, pero no solo de miedo. El abrazo de Percy era tan cálido y reconfortante que le entraron ganas de quedarse allí para siempre, a salvo y protegida… pero eso era cerrar los ojos a la realidad. No podía permitirse relajarse. No podía apoyarse en Percy más de lo debido. Él también la necesitaba.

—Gracias… —se desenredó con cuidado de sus brazos—. ¿Sabes lo que hay delante de nosotros?

—Agua —dijo él—. Sigo sin mirar. Creo que todavía es peligroso.

—Yo pienso lo mismo.

—Percibo un río… o puede que sea un foso. Nos cierra el paso. Corre de izquierda a derecha por un canal abierto en la roca. La otra orilla está a unos seis metros.

Règine se regañó mentalmente. Había oído el agua mientras corría, pero en ningún momento se había planteado que pudiera estar yendo de cabeza y sin casco hacia ella.

—¿Hay un puente o…?

—Creo que no —dijo Percy—. Y al agua le pasa algo raro. Escucha.

Règine se concentró. Miles de voces gritaban dentro de la estruendosa corriente, chillando de angustia, suplicando piedad.

¡Socorro!, decían gimiendo. ¡Fue un accidente!

¡El dolor!, se lamentaban. ¡Haced que pare!

Règine  no necesitaba los ojos para imaginarse el río: una corriente salobre y negra llena de almas torturadas arrastradas cada vez más hondo en el Tártaro.

—El río Aqueronte —dedujo—. El quinto río del inframundo.

—Prefiero el Flegetonte —murmuró Percy.

—Es el río del dolor. El castigo definitivo para las almas de los condenados: asesinos, sobre todo.

¡Asesinos!, dijo el río gimiendo. ¡Sí, como tú!

Únete a nosotros, susurró otra voz. No eres mejor que nosotros.

Miles de imágenes golpearon su cabeza, personas que había dejado morir y semidioses que había matado en la batalla de Manhattan. Por un momento sintió las ganas de tirarse al río Aqueronte y dejar que la culpa la invadiera una vez más.

Movió su cabeza intentando deshacer la estúpida idea, nada de eso había sido su culpa. Era el río que le estaba lavando el cerebro como todo lo que había en este lugar.

—No hagas caso.

—Pero...

—Lo sé —la voz de él sonaba quebradiza como el hielo—. A mí me están diciendo lo mismo. Creo… creo que este foso debe de ser la frontera del territorio de la Noche. Si lo cruzamos, estaremos fuera de peligro. Tendremos que saltar.

—¡Has dicho que mide seis metros!

—Sí. Tendrás que confiar en mí. Rodéame el cuello con los brazos y agárrate.

—Confio profundamente en ti —Règine soltó un suspiro dispuesta a preguntarle—. Percy, ¿te gustaría...

—¡Allí! —gritó una voz detrás de ellos—. ¡Matad a esos turistas desagradecidos!

Los hijos de Nix los habían encontrado. Règine abrazó el cuello de Percy.

—¡Ahora!

Al tener los ojos cerrados, ella solo pudo imaginarse cómo Percy lo consiguió. Tal vez utilizó la fuerza del río. Tal vez solo estaba muerto de miedo y lleno de adrenalina.

Percy saltó con más fuerza de la que ella habría creído posible. Volaron por los aires mientras el río se agitaba y gemía debajo de ellos, salpicando los tobillos de Règine de salmuera picante. Y de repente, PLAF , estaban otra vez en tierra firme.

—Puedes abrir los ojos —dijo Percy, jadeando—. Pero no te va a gustar lo que vas a ver.

Règine parpadeó. Después de la oscuridad de Nix, hasta la tenue luz roja del Tártaro parecía deslumbrante.

Ante ellos se extendía un valle lo bastante grande como para contener la bahía de San Francisco. El ruido resonante provenía de todo el paisaje, como si un trueno retumbara debajo del suelo. Bajo las nubes venenosas, el terreno ondulado emitía destellos púrpura con cicatrices de color rojo y azul oscuro.

—Parece… —Règine contuvo su repulsión— parece un corazón gigantesco.

—El corazón de Tártaro —murmuró Percy.
El centro del valle estaba cubierto de una fina pelusa negra formada por puntos.

Estaban tan lejos que Règine tardó un momento en darse cuenta de que estaba mirando un ejército: miles, tal vez decenas de miles de monstruos, congregados en torno a un oscuro puntito central. Estaba demasiado lejos para apreciar los detalles, pero a Règine no le cabía duda de qué era ese puntito.

Incluso desde el linde del valle, podía percibir cómo su poder atraía a su alma.

—Las Puertas de la Muerte.

—Sí.

Percy hablaba con voz ronca. Todavía tenía la tez pálida y demacrada de un cadáver, lo que significaba que lucía más o menos tan mal aspecto como el estado en el que Règine se encontraba.

Se dio cuenta de que se había olvidado por completo de sus perseguidores.

—¿Qué ha sido de Nix…?

Se volvió. De algún modo, habían caído a varios cientos de metros de las orillas del Aqueronte, que corría por un canal abierto excavado en unas negras montañas volcánicas. Más allá solo había oscuridad.
No había rastro de seres que los persiguieran. Por lo visto, a los acólitos de la Noche no les gustaba cruzar el Aqueronte.
Estaba a punto de preguntarle a Percy cómo había saltado tan lejos cuando oyó el ruido de un desprendimiento de rocas en las montañas situadas a su izquierda.

Règine colocó una flecha en su arco y apuntó hacia donde provenía el ruido, Percy levantó a Contracorriente.

Una mancha de brillante pelo blanco apareció sobre la cumbre y luego una familiar cara sonriente con ojos de plata pura.

—¿Bob? —Règine se alegró tanto que se puso a saltar—. ¡Oh, dioses míos!

—¡Amigos!

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