⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀028.

Percy.

Aclis se abalanzó sobre Percy y, por una fracción de segundo, él pensó: « Bueno, solo soy humo. No puede tocarme, ¿no?» .

Se imaginó a las Moiras en el Olimpo riéndose de su vana ilusión: « ¡Jo, jo, jo, qué pardillo!» .

Las garras de la diosa le arañaron el pecho y le escocieron como si fueran agua hirviendo. Percy se tambaleó hacia atrás, pero no estaba acostumbrado a ser de humo.

Sus piernas se movían demasiado despacio. Sus brazos eran como de papel de seda. Desesperado, le lanzó su mochila, pensando que tal vez se volviera sólida cuando abandonara su mano, pero no tuvo suerte. La bolsa cayó emitiendo un tenue sonido sordo.

Aclis gruñó al agacharse para saltar. Le habría arrancado a Percy la cara de un mordisco si Règine no hubiera atacado y hubiera gritado a la diosa directamente al oído:

—¡EH!
Aclis se sobresaltó y se volvió hacia el sonido, Règine sonrió orgullosa pero aquella sonrisa desapareció cuando arremetió contra ella, pero la chica se movía mejor que Percy. Tal vez no se sentía tan etérea, o tal vez había recibido más instrucción de combate. Ella había estado en el Campamento Mestizo desde que tenía diez años.

Probablemente le habían impartido lecciones que Percy no había recibido, como luchar mientras estás parcialmente hecho de humo.

Règine se lanzó justo entre las piernas de la diosa, rodó y se puso de pie de una. Aclis se volvió y atacó, pero Règine la esquivó otra vez como un matador.

Percy estaba tan aturdido que perdió unos segundos preciosos. Se quedó mirando a la Règine cadavérica, que estaba envuelta en niebla pero que se movía tan rápido y con tanta seguridad como siempre. Entonces cayó en la cuenta de por qué estaba haciendo eso: para ganar tiempo. Eso significaba que Percy tenía que ayudarla.

Pensó frenéticamente, tratando de dar con una forma de vencer al Sufrimiento. ¿Cómo podía luchar cuando no podía tocar nada?
Cuando Aclis atacó por tercera vez, Règine no tuvo tanta suerte. Trató de apartarse, pero la diosa la agarró por el cabello, tiró fuerte y la derribó al suelo.

—¡Ay, no! ¡Mi pelo no! —chilló.

Antes de que la diosa pudiera echarse encima de ella, Percy avanzó gritando y blandiendo su espada. Todavía se sentía tan sólido como un pañuelo de papel, pero su ira pareció ayudarle a moverse más deprisa.

—¡Eh, Feliz! —gritó.

Aclis se giró y soltó el cabello de Règine, quien enseguida se acarició el cuero cabelludo mirando profundamente con odio a Aclis.

—¿Feliz? —preguntó.

—¡Sí! —él se agachó cuando ella trató de asestarle un golpe en la cabeza—.
¡Eres la alegría de la huerta!

—¡Arggg!

Ella volvió a abalanzarse sobre él, pero estaba desequilibrada. Percy dio un quiebro y retrocedió, y consiguió apartar a la diosa de Règine.

—¡Simpática! —gritó—. ¡Encanto!

La diosa gruñó e hizo una mueca. Fue a por Percy dando traspiés. Cada cumplido parecía un puñado de arena en su cara.

—¡Os mataré despacio! —gruñó, mientras le chorreaban los ojos y la nariz, y le goteaba sangre de las mejillas—. ¡Os haré picadillo como sacrificio a la Noche!

Règine se levantó con dificultad. Empezó a hurgar en su mochila, buscando algo que pudiera serle útil.

Percy quería brindarle más tiempo. Ella era la lista. Era preferible que él recibiera el ataque mientras ella pensaba en algún plan.

—¡Adorable! —gritó Percy—. ¡Tierna y abrazable!

Aclis emitió un gruñido de asfixia, como un gato que sufre un ataque.

—¡Una muerte lenta! —gritó—. ¡Una muerte provocada por mil venenos!

Alrededor de la diosa empezaron a crecer plantas venenosas que estallaban como globos demasiado llenos. Salió un chorrito de savia verde y blanca que se acumuló en el suelo y empezó a correr hacia Percy. Los gases de olor dulzón lo aturdieron.

—¡Percy! —la voz de Règine sonaba lejana—. ¡Eh, Señorita Maravilla! ¡Salerosa! ¡Sonrisitas! ¡Aquí!

Sin embargo, la diosa del sufrimiento estaba centrada en Percy. Él trató de retroceder otra vez. Lamentablemente, el icor venenoso fluía ya por todas partes y hacía que el suelo echara vapor y el aire quemara. Percy se vio atrapado en un islote de tierra apenas más grande que un escudo. A pocos metros de distancia, su mochila empezó a echar humo y se deshizo en un charco de sustancia pegajosa. Percy no tenía adónde ir.
Cayó sobre una rodilla. Quería decirle a Règine que huyera, pero no podía hablar. Tenía la garganta seca como hojas marchitas.

Deseó que hubiera agua en el Tártaro: un buen charco en el que pudiera meterse para curarse o un río que pudiera controlar. Se habría conformado con una botella de Evian.

—Alimentarás la oscuridad eterna —dijo Aclis—. ¡Morirás en brazos de la Noche!

Él era vagamente consciente de que Règine estaba gritando y lanzando trozos de cecina de drakon a la diosa. El veneno verde blanquecino seguía acumulándose, y pequeños chorros salían de las plantas mientras el lago venenoso se extendía más y más a su alrededor.

« Lago —pensó—. Chorros. Agua» .
Probablemente el cerebro se le estuviera friendo debido a los gases venenosos, pero soltó una risa. El veneno era líquido. Si se movía como el agua, debía de ser en parte agua.

Recordó haber oído en una clase de ciencias que el cuerpo humano estaba compuesto en su mayor parte de agua. Recordó haber extraído agua de los pulmones de Jason en Roma… Si podía controlar eso, ¿por qué no también otros líquidos?

Era una idea disparatada. Poseidón era el dios del mar, no de todos los líquidos del mundo.
Por otra parte, el Tártaro tenía sus propias reglas. El fuego se podía beber. El suelo era el cuerpo de un dios siniestro. El aire era ácido, y los semidioses se podían convertir en cadáveres de humo.
Así pues, ¿por qué no intentarlo? No tenía nada que perder.

Miró el torrente de veneno que lo rodeaba por todas partes. Se concentró tanto que algo en su interior se quebró, como si una bola de cristal se hubiera hecho añicos en su estómago.

Un calor recorrió su cuerpo. La ola de veneno cesó. Los gases se alejaron de él y retrocedieron hacia la diosa. El lago de veneno corrió hacia ella en pequeñas olas y riachuelos.

Aclis chilló.

—¿Qué es esto?

—Veneno —dijo Percy—. Es su especialidad, ¿no?

Se levantó mientras la ira ardía cada vez más en sus entrañas. A medida que el torrente de veneno corría hacia la diosa, los gases empezaron a hacerla toser.
Los ojos le empezaron a llorar todavía más.

« Bien —pensó Percy—. Más agua» .

Se imaginó la nariz y la garganta de la diosa llenándose con sus propias lágrimas.
Aclis se atragantó.

—Yo… La ola de veneno llegó a sus pies y chisporroteó como gotas sobre un hierro caliente. Ella gimió y retrocedió dando traspiés.

—¡Percy! —gritó Règine, con voz temblorosa.

Se había retirado al filo del precipicio, aunque el veneno no la perseguía a ella. Parecía muy asustada. Percy tardó un instante en darse cuenta de que era él el que la asustaba.

—Para… —suplicó.

Él no quería parar. Quería ahogar a la diosa. Quería presenciar cómo se ahogaba en su propio veneno. Quería ver cuánto sufrimiento podía aguantar la diosa del sufrimiento.

—Por favor, Percy…

Règine todavía tenía la cara pálida y cadavérica, pero sus ojos eran los de siempre. La angustia que se reflejaba en ellos apagó la ira de Percy.

Se volvió hacia la diosa. Consiguió que el veneno retrocediera a fuerza de voluntad y que creara un pequeño sendero de retirada a lo largo del precipicio.

—¡Lárguese! —gritó.

Para ser un demonio demacrado, Aclis podía correr muy rápido cuando quería. Avanzó con dificultad por el sendero, cayó de bruces y volvió a levantarse, gimiendo mientras se internaba en la oscuridad a toda velocidad.
En cuanto hubo desaparecido, los charcos de veneno se evaporaron. Las plantas se marchitaron, se convirtieron en polvo que se dispersó en el aire.

Règine se dirigió a él dando traspiés. Parecía un cadáver envuelto en humo, pero se sintió bastante sólida cuando agarró los brazos de Percy.

—Percy, por favor, no vuelvas… —tragó en seco—. Hay cosas que se deben controlar. Por favor.

El cuerpo entero de Percy hormigueaba de la energía, pero su ira estaba disminuyendo. El cristal roto de su interior estaba empezando a pulirse en los bordes.

—Sí —dijo—. Vale.

—Tenemos que largarnos de este precipicio —dijo Règine—. Si Aclis nos ha traído aquí para sacrificarnos…

Percy trató de pensar. Se estaba acostumbrando a moverse con la Niebla de la Muerte a su alrededor. Se sentía más sólido, se sentía más él mismo, pero todavía notaba la cabeza como si la tuviera llena de algodón.

—Dijo que alimentaríamos a la noche —recordó—. ¿A qué se refería?

La temperatura bajó. El abismo que se abría ante ellos pareció espirar.

Percy agarró a Règine y retrocedió del borde cuando una presencia emergió del vacío: una figura tan enorme y tenebrosa que Percy entendió el concepto de « oscuro» por primera vez.

—Me imagino —dijo la oscuridad, con una voz femenina suave como el forro de un ataúd— que se refería a la Noche, con mayúscula. Después de todo, soy la única.

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