⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀007.
La hija de Afrodita no sabía si, aquel dios, era el señor D o Baco, su contraparte romana del director del campamento. Pero conocía al señor D desde que era pequeña y el que se encontraba frente suyo era más delgado, sus ojos en vez de ser púrpuras ahora eran rojos y este no tenía barba, aparte de que tenía mal gusto de moda. Las sandalias con calcetines se quedaron atrás desde hace mucho tiempo.
Y como si hubiese leído sus pensamientos, el dios se volvió hacia ella con su mirada fulminante.
—Sí tengo un buen gusto de moda, niña.
Ahora miró a los gigantes con sarcasmo. Los dos leopardos se acercaron —lamiéndose los bigotes después de haberse zampado la carne asada de Piper— y frotaron sus cabezas afectuosamente contra las piernas del dios. El señor D les rascó las orejas.
—Pero bueno, Efialtes —lo reprendió—. Una cosa es matar a semidioses, pero ¿utilizar leopardos para tu espectáculo? Eso es pasarse de la raya.
El gigante emitió un sonido agudo.
—Es... es imposible. D-D...
—En realidad, es Baco, mi viejo amigo —dijo el dios—. Y claro que es posible. Alguien me dijo que había una fiesta.
La lanza de Efialtes tembló.
—¡Los... los dioses están condenados! ¡Márchate, en el nombre de Gaia!
—Hum.
Baco no parecía impresionado. Avanzó sin prisa entre los objetos de atrezo, las plataformas y los efectos especiales destrozados.
—Hortera.
Señaló con la mano un gladiador de madera pintado y, acto seguido, se volvió hacia una máquina que parecía un rodillo de cocina de tamaño descomunal lleno de cuchillos.
—Chabacano. Aburrido. Y esto... —inspeccionó el artilugio lanzacohetes, que seguía echando humo—. Hortera, chabacano y aburrido. Sinceramente, Efialtes, no tienes estilo.
—¿ESTILO? —el gigante se ruborizó—. Tengo un montón de estilo. Yo soy la definición de « estilo» . Yo... yo...
—Mi hermano rebosa estilo —terció Oto.
—¡Gracias! —gritó Efialtes.
Baco avanzó, y los gigantes retrocedieron dando traspiés.
—¿Habéis encogido? —preguntó el dios.
—Oh, eso ha sido un golpe bajo —gruñó Efialtes—. ¡Soy lo bastante alto para destruirte, Baco! Los dioses siempre os escondéis detrás de vuestros héroes mortales, confiando el destino del Olimpo a semidioses como estos.
Sonrió burlonamente a Percy.
El rubio levantó la espada.
—Señor Baco, ¿vamos a matar a estos gigantes o qué?
—Desde luego espero que no —dijo Baco—. Por favor, continuad.
Percy se lo quedó mirando.
—¿No ha venido a ayudarnos?
Baco se encogió de hombros.
—Oh, agradecí el sacrificio en el mar. Un barco entero lleno de Coca-Cola Light. Muy bonito. Aunque habría preferido Pepsi Light.
—Y seis millones en oro y joyas —murmuró Percy.
—Sí —afirmó Baco—, aunque en grupos de semidioses de cinco o más miembros la propina está incluida, así que no era necesario.
—¿Qué?
—Da igual —dijo Baco—. En cualquier caso, me llamasteis la atención.
Estoy aquí. Ahora tengo que ver si sois dignos de mi ayuda. Adelante. Luchad. Si me causáis buena impresión, intervendré para el gran final.
—Hemos atravesado a uno con una lanza —dijo Percy—. Hemos hundido el techo encima del otro. ¿Qué considera impresionante?
—Ah, buena pregunta... —Baco dio unos golpecitos con su tirso. A continuación, sonrió de una forma que hizo pensar a Percy: « Oh, no» —. ¡Tal vez necesitéis inspiración! El escenario no ha sido debidamente preparado.
¿Llamas a esto espectáculo, Efialtes? Déjame que te enseñe cómo se hace.
El dios se disolvió en niebla morada. Piper, Règine y Nico desaparecieron.
Todo el suelo retumbó y empezó a elevarse. Una serie de paneles se abrieron en el techo. La luz del sol entró a raudales. El aire relucía como un espejo, se encontraba entre una multitud a primera fila.
El hipogeo ascendió a través de un bosque de columnas de piedra erosionadas hasta el centro de un coliseo en ruinas. Las máquinas de efectos especiales de los gigantes habían hecho horas extra colocando tablas a través de las vigas maestras para que la arena volviera a tener un suelo en condiciones. Las gradas se repararon solas hasta que estuvieron blancas como la nieve. Un gigantesco dosel rojo y dorado se extendía por encima para dar sombra y proteger del sol de la tarde. El palco del emperador estaba cubierto de seda y flanqueado por estandartes y águilas doradas. El estruendo de los aplausos provenía de miles de relucientes fantasmas morados, los lares de Roma recuperados para una nueva función.
Unos agujeros se abrieron en el suelo y rociaron arena sobre la palestra.
Unos enormes accesorios de atrezo brotaron repentinamente: montañas de yeso del tamaño de garajes, columnas de piedra y, por algún motivo, animales de corral de plástico de tamaño real. Un pequeño lago apareció a un lado. Unas trincheras cruzaban de un lado al otro la arena por si a alguien le apetecía participar en una guerra de trincheras. Percy y el rubio permanecieron juntos de cara a los gigantes gemelos.
—¡Esto es un espectáculo como es debido! —retumbó la voz de Baco.
Estaba sentado en el palco del emperador luciendo una túnica y una corona de laurel dorado. A su izquierda estaban sentados Règine, Nico y Piper, cuyo hombro estaba siendo curado por una ninfa con uniforme de enfermera. Otra ninfa sanaba las heridas de los otros dos. A la derecha de Baco había un sátiro agachado, ofreciendo Doritos y uvas. El dios alzó una lata de Pepsi Light, y la multitud guardó silencio respetuosamente.
Percy lo miró con furia.
—¿Va a quedarse ahí sentado?
—¡El semidiós tiene razón! —rugió Efialtes—. ¡Lucha contra nosotros, cobarde! Sin los semidioses.
Baco sonrió perezosamente.
—Juno dice que ha reunido a un digno grupo de semidioses. Demostrádmelo.
Entretenedme, héroes del Olimpo. Dadme un motivo para mover un dedo. Ser dios tiene sus privilegios.
Abrió su lata derefresco, y el público prorrumpió en vítores.
Los gigantes cogieron entre los dos una montaña falsa del tamaño del piso de Percy en Nueva York y se la arrojaron a los semidioses.
Percy y Jason se echaron a correr. Se lanzaron juntos a la trinchera más cercana, y la montaña se hizo añicos encima de ellos y los salpicó de esquirlas de yeso. No era mortal, pero picaba como el demonio.
La muchedumbre abucheó y pidió sangre a gritos.
—¿Me vuelvo a ocupar yo de Oto? —gritó el rubio por encima del ruido—. ¿O lo quieres para ti esta vez?
A medida de que la ninfa iba curando de Règine y la ambrosía y néctar hacían sus efectos, sus fuerzas regresaron como el rayo McQueen. Miró a Nico y este iba mejorando como ella pero se podía notar un poco el cansancio. Otra ninfa del bosque se acercó a ella con un plato de frutas que ella no dudó en comerse, guardó algunas fresas en el bolsillo de su sucio abrigo.
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