~ 𝑺𝒆𝒕𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒕𝒓𝒆𝒔 ~

~ 22 de febrero de 2013, 22:04 p.m. ~ 

Los tres chicos, hastiados del largo día y cada uno con la cara más larga de la que tenía el de al lado, acababan de entrar al muelle donde deberían haber estado hacía ahora un largo rato.

Se encontraron con un lugar vacío, donde solo quedaban algunos de los más leales a la pandilla sentados en sus motocicletas. Ellos se habían quedado a esperarles, pues sabían que, tarde o temprano, aparecerían por allí. Aunque, esta vez, el que se suponía era el líder de todos ellos se topó con la peor escena posible.

Pero ya no le importaba nada. Tenía la mente en blanco desde que salió esa misma mañana por la puerta del cementerio. 

Se suponía que iba a ser otro día como cualquier otro veintidós de febrero, otro año en el que visitarían la tumba de su difunto hermano para conmemorarle y rendirle el pequeño homenaje propio de esa fecha.

Y ahora, durante el resto de su vida, tuvo que hacerse a la idea de que en esa fecha su visita al cementerio se alargaría. Pues ya no tendría que hablar únicamente con aquel pelinegro alto y sonriente, sino también con su otro sol, con su otra compañera de vida, con aquella persona que creería que siempre se quedaría a su lado y, que por el modo de vida que él había escogido, acababa de perder para siempre.

 —¿Qué ha pasado? —Draken se acercó al chico con la quemadura en medio rostro, Inui, con el afán de obtener algo de información sobre lo que había acontecido en el muelle durante su ausencia.

 —La ToMan ha perdido, ¿qué esperabais? Eran demasiados... —Inui, claramente exhausto contestó mientras se rascaba la sien con el índice—. Obviamente, no he podido traer a Koko de vuelta... podéis dar las gracias de que la pelea terminó rápido y sin bajas... —el chico dijo aquello en un tono más bajo, no quería hacer alusión a la muerte teniendo a Mikey cerca, pues todos se habían enterado de lo ocurrido esa misma mañana.

 —¿Y ella? —Draken adoptó el mismo tono de voz que el rubio que tenía enfrente.

 —¿Ella? —Inui lo miró extrañado—. Ah... ¿Reika?

Draken asintió. Desde aquella reunión en la que ella los abandonó y por todo lo que habían escuchado en los diferentes enfrentamientos con Tenjiku, tenía el conocimiento de que la chica había adoptado el nombre que se le dio al nacer.

 —Ella no participó en la pelea, pero no paraba de mirar hacia nosotros. Imagino que estaría esperando que llegaseis —Inui sonrió, burlón—. Parecían burlarse de nosotros, Draken. La mayoría de ellos no participaron, solo se quedaron mirando desde lo alto de esos contenedores 

El rubio parecía enfadado y señalaba con ímpetu a unos cubículos que se situaban a varios metros de ellos.

 —¿Ha visto a la ToMan perder y no ha hecho nada? 

Eso no es propio de ella... el tatuado no paraba de sentirse cada vez más confuso.

 —¿Sabes, Draken? Lo único que vimos fue cómo Hanma se la llevaba justo cuando terminó la pelea y luego todo Tenjiku abandonó este sitio. Pero ella no se fue con Hanma. Lo vi largarse solo en la moto —el de la cicatriz en el rostro comenzó a alejarse de él—. Y yo debería haber hecho lo mismo. No sé en qué momento pensé que con vosotros podría sacar a Koko de ahí...

 —Inupi... lo siento...

 —No te preocupes, Draken. No te guardo rencor. Pero voy a ir en solitario a partir de ahora... y, si es necesario... me uniré a ellos. Pero no puedo dejar a Koko solo. No quiero que termine de corromperse por mi culpa. Yo le metí en todo el tema de las pandillas... Soy responsable de sus actos —el rubio miró al cielo y le sonrió al de sien tatuada—. El que lo siente soy yo, Draken. Pero debo irme.

 —Comprendo —el más alto suspiró. No podía obligar a nadie a quedarse con ellos tras lo acontecido. Pero aún necesitaba saber algo más—: ¡Oye, Inupi! ¿Cómo que Hanma se fue solo?

 —Sí... —Inui elevó las manos, pues no sabía nada de lo que había pasado entre aquellos dos, pero sólo podría decirle lo último que vio—. Ella se fue corriendo al cabo de un rato de irse todos y la escuchamos gritar el nombre de Hanma. Lo maldecía. Y quisimos detenerla, pero no nos lo permitió y simplemente se fue.

 —¿Le visteis la cara? 

A Draken no le olía bien nada de lo que le estaba contando y comenzó a imaginarse mil escenarios posibles. Empezó a preocuparse por su amiga, como nunca lo había hecho, pues el dolor que aún tenía en el pecho por haber perdido a su alma gemela aún no le había dejado salir del estado de alarma en el que se encontraba.

 —No mucho... pero parecía haber estado llorando, y tenía sangre en los nudillos.

 —¿¡Y no la parasteis!? —se tensó y se giró hacia los dos con los que había llegado al lugar—. ¡Inupi! ¿¡Cómo coño iba a tener sangre en las manos si no ha entrado a la pelea!? ¿No se os ocurrió pensar en eso? 

Agarró a los dos rubios por los brazos y los arrastró hacia las motos en las que habían venido.

Una vez ahí, le dio un par de palmadas en la cara al pequeño rubio, a su mejor amigo, necesitaba que reaccionase:

 —Mikey, reacciona, vamos a buscarla. Vamos a por Ryoko. Esto no me da buena espina.

Milagrosamente, el rubio pareció responder a las palabras de su amigo, se llenó del coraje que le había faltado en esa tarde y se subió a su preciada moto.

 —Takemicchi, tú vienes conmigo.

 —Está bien... vayamos primero a su casa...

Y así, los tres salieron en la búsqueda de su antigua amiga. Aquella por la que Emma había estado regañándoles desde navidad. Aquella a la que tanto extrañaban. A la que no soportarían si algo le hubiera pasado, pues todos juraron protegerla y si algo le sucedía, justo hoy, sería algo que no podrían perdonarse jamás.

~ 22 de febrero de 2013, 21:45 p.m. ~

¿Cómo he llegado aquí?

Acababa de cruzar la puerta de la entrada de casa y ni me había dado cuenta de que estaba ahí. Miré hacia el patio, la puerta estaba cerrada y no tenía memoria de haberlo hecho.

Mi moto estaba aparcada dentro, pero no la de él. Supuse que él no había vuelto.

Cerré la puerta y me dejé caer sobre ella y, ahora, de vuelta a esa casa, toda la realidad me golpeó en un segundo. Rompí en llanto. Un lloro desconsolado que me aprisionaba el pecho y la cabeza a partes iguales.

 —No te creo, Shuji... — repetía una y otra vez esas palabras en un tono que paulatinamente fue aumentando conforme mis dedos tiraban de algunos mechones de mi cabello—. Me niego a creerte... Esto no se va a quedar aquí... Ten por seguro que no... 

La tristeza se convirtió en rabia. Una sensación que hizo que mi cuerpo se moviera solo, levantándose del suelo casi en un parpadeo y buscando desesperadamente las llaves de la moto en el cajón del mueble de la entrada.

 —Os encontré. Shuji tiene razón, debería ordenar un poco mejor todo esto.

Otra punzada.

Imbécil... ya no te lo va a recriminar más...

 —¡Ya cállate! — estaba hablando sola, como hacía hace años cuando la abuela murió.

Me peleaba conmigo misma, con mi propia mente, como si me hubiese vuelto loca y la voz que resonaba en mi cabeza no fuera la de mi propia conciencia, sino la de una persona completamente ajena a mí. 

No pensaba, ya no hacía caso a mi conciencia para nada, ni a mis actos.

Antes de salir no me fijé en que mi teléfono había caído al suelo de la entrada. Y tampoco le di importancia a que la puerta de la casa se había quedado abierta. Ni siquiera a que la que daba a la calle también lo estaba. Solo saqué la moto hacia la carretera y me monté en ella, apretando el puño de esta cada vez más para que se calentara. 

Hacía frío, la nieve había comenzado a caer y que fuese ya de noche profunda solo hacia que la sensación térmica fuera aún menor. 

Aceleré y aceleré cada vez más. Repetía su nombre casi en un susurro. Lo grité al viento un par de veces, para liberar la tensión de mi cuerpo y, sin embargo, esa sensación no disminuía, pues no tenía ni idea de a dónde ir a buscarle. 

¿Su apartamento? Sí... quizá esté allí... lo había dejado hacía tiempo... pero según teníamos entendido aún nadie lo había ocupado, por lo que tenía que ser ahí. 

¿Y si no? ¿El bar? No... No creía que hubiese ido allí.

Mi mente divagaba entre todos los posibles lugares donde encontrarle; un parque, una plaza, cualquier punto al que él hubiese ido tras aquello. Y no se me ocurría nada coherente, solo aquel apartamento.

Estaba tan sumida en mí misma que ni me había dado cuenta de que un coche me llevaba siguiendo desde hacía bastante rato.

Giré mi vista un momento de manera disimulada, quizá estaba teniendo alucinaciones. Pero no, el coche continuaba detrás de mí. 

Tomé una calle que me desviaba un poco de la ruta que tenía que seguir, pero lo hice para comprobar si aquel coche tomaba el mismo camino, pero pareció continuar por otro lado. Así que al final admití que todo había sido fruto de mi imaginación; debía calmarme y centrarme en llegar al apartamento de Shuji cuanto antes, antes de que él hubiese decidido ir a otro sitio.

Volví a avanzar y paré en el siguiente cruce, miré a ambos lados, no había casi nadie por la calle. Imaginé que, por el frío, todos estarían metidos en sus casas resguardándose de las bajas temperaturas.

Pero quizá no debí pararme. Quizá debí hacerle caso al presentimiento que había tenido unos minutos antes. Porque a partir de ahí... 

A partir de ahí, mi vista se comenzó a nublar cada vez más. 

Una patada me había tirado de la moto, y ahora solo sentía el frío cemento contra mi cara.

~ 22 de febrero de 2013, 21:10 p.m. ~ 

 —Eres un genio, Kisaki.

 —Cállate, Yamanaka. ¿Habéis entendido lo que tenéis que hacer o no? —el de lentes se dirigió a los tres que estaban con él—. Si veis que tiene la más mínima intención de acercarse a ese piso, o a cualquiera de las direcciones que os he dado, le dais un aviso.

 —¿Qué tipo de aviso quieres que le demos? —el más rudo de ellos, aquel tipo llamado Yamanaka, que le sacaba bastante altura al rubio que tenía enfrente, y cuyo rostro, el cual se veía adornado por diferentes marcas y cicatrices que lo hacían ver horriblemente mal, miraba directamente al menor.

 —Pues uno con el que no quiera volver a cometer ninguna locura, ¿entendéis? —Kisaki se acercó al alto—. Id a su casa y vigilad allí sin que se dé cuenta. Esa chica es impulsiva, y no me fío de que Hanma haya podido hacerlo bien del todo.

En ese momento, suspiró:

 —Aunque al menos parece que por una vez sí me ha hecho caso... En fin, que la vigiléis, y si hace algo raro, actuáis. No es complicado —Kisaki se colocó bien los lentes con el dedo índice—. Eso sí, no la matéis. Ni se os ocurra hacerlo o todo mi plan se va a la mierda, y no queréis eso, ¿verdad?

Los tres negaron, efusivamente. Le tenían cierto miedo a esa persona que había sido capaz de maquinar todo aquello.

 —Bien —Kisaki se alejó de ellos—. Ah, otra cosa... —les dirigió una mirada tenebrosa por encima del hombro—. Ni una palabra de esto. O las consecuencias para vosotros serán las mismas.

Aquellos tipos volvieron a gesticular. Tras eso, Kisaki desapareció de la vista de los muchachos, que, sonriendo se dirigieron hacia el coche de Yamanaka.

Ellos habían sufrido toda su vida por ella. Por culpa de una niña que llegó al barrio, y ya no solo por el hecho de que aquellos amiguitos que decidieron protegerla los hubieran estado amenazando. No.

Ellos sabían de sobra que solo eso no podría hacer que alguien guardase tanto rencor a una persona, pues ellos siempre sospecharon de quién era ella. O, más bien, de a qué familia pertenecía. 

Pues, en sus casas, aquellos rumores siempre se tuvieron como certezas. Porque los padres de todos ellos siempre hablaban de lo mismo; las discusiones en sus casas siempre eran a causa del mismo tema y del mismo apellido por el que todas ellas estaban amenazadas.

Higanbana. Esa mafia.

Eran unos críos, pero todas las familias rotas y desestructuradas que dejó aquel grupo criminal que aún hoy día seguía actuando eran incontables. 

Y, de entre todas ellas, se encontraban las de esos chicos, en las que podían contarse: un padre desaparecido en extrañas circunstancias; otro que, cuando apenas era un crío decidió quitarse de en medio, dejando a él y a su madre a su merced; y, un último padre, alcohólico que de por sí siempre había sido violento en casa a causa de verse involucrado con aquellos criminales y que desde que aquel tipo de cara ruda, Yamanaka, era un adolescente, había estado recibiendo amenazantes anónimos de los que nunca supo el contenido, pero que hacían a su padre perder los estribos y cobrarse toda su ira con su familia.

¿Quién los enviaba? Ni idea. Pero asumieron que eran de esa mafia de la que ella seguramente era parte. 

Se cebaban con ella, porque no podían sacar esa ira en sus casas. Estaban tan reprimidos y tan contentos de poder descargar su ira contra ella, que prefirieron incluso guardar el secreto de sus sospechas sobre la identidad de la niña, con tal de que ella pudiera seguir siendo objeto de sus maldades.

Pero eran unos cobardes, unos cobardes que habían decidido atormentarla sin darle opción a saber el motivo real por el que lo hacían. Sin dar nunca la cara ni las verdaderas razones, pues tampoco querían que eso les influyese a sus ya destrozadas familias.

Habían decidido cobrarse su venganza personal con ella, y nadie más que ellos sabían de aquello. Pues su cobardía nunca se esfumó, ni, aunque se unieran a una pandilla de mayor renombre que la que ellos mismos habían creado con el afán de no detenerse hasta verla hundida.

Querían arruinarle la vida. Igual que la supuesta familia de ella arruinó las propias.

Y, por eso, la oportunidad que les acababa de brindar Kisaki era la mejor ventana para poder llevar a cabo la represalia que llevaban deseando desde hacía tanto tiempo. 

Solo bastaba un paso en falso, un mísero acto por parte de ella, que les diera luz verde para poder actuar. 

Y Yamanaka lo deseaba. Incluso se planteaba la opción de empujarla a cometer ese paso en falso. 

Fantaseaba con ella desde hacía bastante tiempo. Se había obsesionado tanto, que ya no podía quitársela de la cabeza. Y no iba a perder la oportunidad de aprovechar la ocasión.

 —Dios... qué daño... —dije, en un quejido.

Me había dado un buen golpe contra el suelo, pero no me dio tiempo de levantarme. 

Un pie aprisionaba mi brazo contra el cemento con la suficiente fuerza como para no dejar que lo moviese.

 —Hola, putita —un tipo alto reía desde su altura, me estaba mirando fijamente mientras removía su pie contra mi brazo, haciendo que el dolor en esa zona cada vez se incrementase más y más—. ¿Te acuerdas de mí? 

Enfoqué mejor mis ojos y lo reconocí. Era el cabronazo de Agatsu. El que intentó matarme y apuñaló a Shuji en su lugar.

 —¿Qué coño haces? Quítate de enci- 

No terminé de hablar, acababan de darme un puñetazo en la sien, y noté como un hilo de sangre bajaba desde mi ceja hasta el ojo, haciendo que tuviera que cerrarlo para que no me escociera.

 —Metedla al coche.

El que me aprisionaba el brazo pareció indicarle algo con la mano a los otros dos que estaban ahí. Uno de ellos era el que acababa de darme el puñetazo y el otro se situaba a mis pies.

Empecé a patalear, intentando soltarme de la prisión de ese enorme pie, pero fue en vano. Me cargaron entre los tres mientras yo continuaba removiéndome y gritando encarecidamente. Sin embargo, al cabo de dos chillidos no pude dar más. Uno de ellos me había tapado la boca con su enorme mano, y por más que mordía y mordía, no la apartaba de ahí.

Al poco me encontré dentro de la parte trasera de un coche que se estacionaba en un callejón cercano y oscuro, en la más lóbrega negrura de la noche y en el que ninguna farola alumbraba.

 —¡Soltadme! Hijos de pu- —otro puñetazo a mi costado me robó el aire.

Dos de ellos se removían intentando sujetarme en los asientos del coche, mientras otro miraba desde el asiento del copiloto.

 —¿Qué hago contigo? ¿Por dónde empiezo? —Ese tipo... Yamanaka... me estaba mirando, relamiéndose los labios con la mirada más asquerosa que le había visto poner a nadie en mi vida—. ¡Ya sé! Agarradla bien... 

El que estaba delante me sujetaba las piernas con fuerza, y lo mismo hacía el otro con mis brazos.

Las manos del que amenazaba comenzaron a tocarme el cuerpo. Sin ningún reparo, apretándome las piernas sobre la tela del pantalón, el abdomen. Todo.

 —Dejadme... —no podía moverme, no podía hacer nada, estaba a merced de que esos tres decidieran soltarme por las buenas.

No tenía ya ninguna fuerza, no la tenía después de todo lo que había pasado aquel día... y esto... esto ya era demasiado...

Shuji... ayúdame... por favor... aparece...

 —Hoy no está tu noviecito para ayudarte, ¿no? —Yamanaka me hablaba al oído mientras su boca recorría mi cuello e intentaba ir hacia mi cara, la cual yo apartaba cada vez que lo intentaba—. Dios... te mataría... pero estás tan buena que no puedo sin antes... Joder... cómo te movías en la fiesta de hace unos días...

 —¡Yamanaka! Ya sabes lo que nos ha dicho Ki...

 —¡Calla imbécil!

Ki... ¿Kisaki?...

No podía ser verdad... ¿esto también era parte de ese supuesto plan?

Shuji... tú... ¿tú sabías esto?

No... él no podría....

Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos y no pensé nada más. Solo les dejé... dejé que esos tres hicieran lo que quisieran, deseando que terminase lo antes posible.

Me dolía. Todo. Cada brusco movimiento. Cada cambio. Cada puñetazo y manotazo que me llevé cuando recobraba algo de fuerza e intenté zafarme, escapar de ahí.

Solo pensaba en él. Y en la ansiedad que me estaba provocando el hecho de que quizá él supiera de todo esto.

No sé el tiempo que pasó. ¿Minutos? ¿Horas? No tenía ni idea... lo único que sí sabía, era que ese corto tiempo... no lo podría borrar jamás de mi mente... por mucho que no hubiese querido verlo, manteniendo los ojos cerrados o apartando la mirada, daba igual, porque sí lo sentí todo. Todo mi cuerpo, profanado por tres sucias ratas entre llantos y llamadas de auxilio hacia la única persona que creía que podría salvarme.

Cuando parecieron terminar, me tiraron a aquel callejón, apartando la moto de la carretera y tirándola también a la oscuridad de aquel lugar. Ahí nadie podría encontrarme. No al menos hasta que la luz del día alumbrase todo.

Escuché algunas risas jadeantes.

 —Borradle eso de la espalda —esa voz volvía a dar una orden a los otros dos.

Y entonces otro sonido llegó a mis oídos. Rasguidos en mi desordenada ropa a causa de un objeto punzante, que, junto con la tela, iba dejando superficiales marcas en mi piel con cada pasada. 

Escocía, las notaba sangrar. Y dolía, pero yo continuaba susurrando ese nombre una y otra vez.

Una más profunda que me dejó sin respiración e hizo que ahogase un grito.

 — Ayúdame, Shuji... por favor... 

Notaba la espalda empapada, y no era por la nieve.

 —Suficiente, vámonos —una última orden que, esta vez, no procedía de Yamanaka. 

Una última orden que dictaba el final de todo aquel sufrimiento... y el comienzo del siguiente: intentar olvidar todo esto no sería más que otro tortuoso camino al que tendría que enfrentarme.

Pero él, su líder, que parecía ser el que ahora se ensañaba con mi espalda, no pareció contento y, antes de irse con los demás, me colocó boca arriba en el suelo, de manera violenta. Acto seguido, se agachó un poco hacia mí:

 —Él no va a venir. Y ni se te ocurra acercarte a nadie de Tenjiku, o... la próxima vez... no lo cuentas.

Alzó una de sus rodillas, y dio un pisotón sobre mi abdomen que, una vez más, me hizo soltar todo el oxígeno que mi cuerpo retenía.

 —Ahora sí, vámonos.

No quise escuchar nada más. Ni cómo, entre risas, ellos habían vuelto al coche. Ni cómo este abandonó el callejón. Ni tampoco me cercioré de que mi cuerpo se colocó en posición fetal.

Porque en ese momento solo escuchaba a mi voz, en un susurro, llamándolo una vez más... deseando que, al menos, él pudiera encontrarme y llevarme a casa...

Shuji... 

Enana...

¿Cómo estaría? ¿Se habría ido a casa? Sí... seguro que sí... pero me la imaginaba y los pedazos de mi corazón volvían a partirse más aún.

Por primera vez en mi vida rogué y supliqué por que ellos volvieran a su vida; que la ayudaran, que estuvieran con ella. Que al menos ella si tuviera en quien apoyarse... porque yo... yo iba a pasar todo esto solo sin que ella supiera nada.

Eso quizá era lo que más me dolía: el no poder haberle dicho nada. No haber tenido la oportunidad siquiera de idear nada para contrarrestar esto.

No pensaba salir de esta casa en un buen tiempo. No para nada que no fuera estrictamente necesario.

Fui hacia la alacena y vi que había unas cuantas botellas de alcohol, tomé un par de ellas y me senté en el suelo del salón.

El alcohol. Él sería mi compañía a partir de ahora.

Imaginé que ella quizá haría algo similar. Tenía la certeza de aquello. De que estaríamos los dos de la misma manera: bebiendo mientras mirábamos por la ventana.

Observando cómo caía la última nevada del año.

El capítulo que más me ha costado escribir, porque sabía desde el principio que esto iba a pasar... 

Gracias por el apoyo.

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