EPÍLOGO
<< De todos los ojos del mundo, elijo los míos cuando tú los miras. >>
ELVIRA SASTRE
Law agachó la cabeza en un vano intento de esconder su abochorno cuando la pequeña cofradía que él mismo había instalado en la habitación 483— bajo su responsabilidad—, volvió a estallar en estridentes carcajadas.
El animado vocerío podía escucharse incluso desde el pequeño despacho que había improvisado al final de la planta con el propósito de estar cerca en caso de que Ace se desestabilizara durante el partido. Por eso, y para mantener vigilados a los trogloditas de Barbablanca, todo hay que decirlo.
No obstante, pese a haber hecho la vista gorda en un par de ocasiones y haber sido objeto de crítica por parte de las enfermeras, Law llegó a la humilde conclusión de que estaba hasta los cojones.
Se levantó de golpe, arrastrando consigo la incómoda silla que había estado incrustándosele en la espalda durante toda la mañana y se encaminó a paso apresurado hacia el origen del alboroto.
Ignorando el educado protocolo que el profesional sanitario tenía de tocar la puerta antes de entrar, irrumpió en la habitación de golpe y preparado para escupir la primera maldición que le cruzara por la mente. Sin embargo, no logró articular la primera vocal cuando le llovieron encima varios cubos de cartón vacíos.
— ¡Law, justo a tiempo!— canturreó Thatch—. Necesitamos que bajes a la cantina de maternal y les digas que preparen más palomitas. Es de vida o muerte.
— ¿Pero qué...?
— ¡Chicos, Law va a maternal! ¿Falta algo más?— lo interrumpió.
— ¡Las patatas también se han acabado!— informó Zoro.
— ¡Y los bocatas!— añadió Sabo.
— ¡Por aquí Fanta!— apuntó Nami.
Law frunció el ceño tan pronto como reconoció aquellas voces, y sus ojos viajaron veloces por todos los rostros de la habitación para confirmar que, efectivamente, su temor para nada infundado a que Luffy invitara a su propio equipo se había cumplido.
— ¡Oh! ¡Hola, Torao!
Y para colmo, el pequeño energúmeno hiperactivo reclamaba su atención desde el centro de la sala, alzando sobre su cabeza lo que Law imaginó que era un intento del dibujo que se suponía que debía representar el escudo de los Piratas de Barbablanca.
El cirujano había supuesto que sería Ace quien presidiera la reunión: las enfermeras habían sacado de la habitación todos los muebles portátiles para asegurar que hubiera espacio suficiente para los invitados, incluso la cama y las butacas. Lo único que habían dejado era el pie de gotero que descansaba junto a la silla de ruedas sobre la que, para sorpresa del médico, se encontraba Luffy.
Fue entonces cuando Law fue consciente de que había algo que desentonaba en aquella habitación, obviando los veinticinco intrusos que se apelotonaban en el suelo. Allí faltaba algo.
Bueno, más bien faltaba alguien.
Thatch fue consciente de la nueva expresión que mudaba en el rostro del ojeroso. Él, por su parte, tuvo que hacer un acopio de fuerza de voluntad para tragarse todos los improperios que se le apelotonaban en la boca para formular la frase que terminó de romper con el animado ambiente de la sala.
En ese instante, un jugador terminaba de decidir el desenlace del partido que había tenido absortos a todos los presentes. El público se puso de pie en las gradas cuando el marcador terminó de desigualarse, pero en la habitación 483 nadie se atrevió a abrir la boca hasta que Law rompió en cólera.
— ¿Dónde está Portgas-ya?
Cuarenta minutos antes, a tan solo uno de que comenzara el partido que marcaría el principio y el fin de todo a lo que había aspirado en la vida, Portgas D Ace paseaba su mirada, por primera vez en mucho tiempo, por la cancha donde había debutado como uno de los mejores jugadores de su promoción.
La sensación que le transmitía observarla desde las gradas era totalmente diferente a la que lo había embargado años atrás cuando había pisado la pista por primera vez. Y a pesar de que ya había encarnado el papel de espectador en el pasado, el motivo por el que ahora quería encontrarse de nuevo entre el público, era totalmente diferente.
Un público que solo comprendían él y la chica que lo había rescatado del pozo donde él mismo había decidido caer en picado y del que tanto había logrado desapegarse.
Ella estaba ahí, presente como siempre, a su derecha. Presidiendo con él un puesto en el que Ace era rey y ella su reina. Un rey que debía abandonar el trono y ceder la corona que tanto había ansiado.
Y es que, aunque todos habían esperado que el partido emocionara al pecoso, la realidad estaba siendo mucho más complicada para el muchacho de lo que había esperado. Los sentimientos que lo asediaban, tan contrarios como el fuego y el agua, se batían en duelo en su interior y le nublaban el pensamiento.
Sabo se había adelantado a los acontecimientos: conocía a Ace lo suficiente como para intuir que al azabache le costaría asumir aquel reto y que probablemente se sentiría mejor si contara con más intimidad. Por eso había hablado con Newgate para pedirle que lo escoltase hasta un sitio donde se sintiera tranquilo, lejos del tétrico ambiente que le inspiraba el hospital.
Y Ace había elegido el lugar donde había comenzado todo.
El entrenador Newgate había accedido a acompañarle junto con ____ al pabellón de deportes de la universidad donde el pecoso había conocido al equipo y había presumido la única equipación con la que se sentiría identificado el resto de su vida.
La chapa translúcida del techo dejaba asomar la luz de la luna al interior de la estancia, bañando en penumbras los rostros de la pareja que, pese a encontrarse en la oscuridad de las gradas, mantenían los ojos llenos de una luz que algunos hubieran considerado esperanzadora.
Ace alzó la mirada hacia la enorme pantalla que se alzaba en el centro de la cancha, la misma que había retransmitido todas sus jugadas a los cientos de universitarios que hacía un tiempo se habían reunido allí para ver sus partidos. Recordó la revitalizante sensación de la victoria cuando conseguía encestar la pelota, y los vítores del público enalteciendo su ego. Recordó también la prepotencia que lo había alejado de Sabo, y el sentimiento de inmortalidad e invulnerabilidad que lo había animado a emborracharse todas las noches en casas de desconocidos.
De pronto sintió asco, lástima y rechazo por él mismo. Por lo imbécil que había sido en el pasado.
____ advirtió por el rabillo del ojo cómo el pecoso apretaba los puños y ella colocó su mano sobre las de él, frías a causa de las nevadas de enero. Ace la miró a los ojos cuando el tacto de la muchacha lo sacó de su trance.
— Todo va a ir bien— se limitó a decir la chica.
Y él asintió con una sonrisa. Su corazón en paz.
La pantalla se iluminó sobre sus cabezas para comentar a proyectar las primeras imágenes del partido, rompiendo al instante la oscuridad en la que habían estado sumidos hasta entonces. Fue en ese momento cuando la mano de Ace se entrelazó de forma instintiva con la de ____, quizás en busca de una fuente de calor que le transmitiera algo mucho más que apoyo; puede que la fortaleza que necesitaba para convencerse de que no estaba solo.
Edward Newgate, por su parte, sonrió triunfante y con el pecho henchido de un orgullo casi paternal al reconocer a Marco luciendo el blanco entre los jugadores que comenzaban a tomar posiciones en la cancha. El entrenador se acomodó frente al equipo de monitores que había en la pequeña sala desde la que retransmitía el partido en la enorme pantalla del pabellón de deportes, y se cruzó de brazos a la par que tensaba la mandíbula. Un gesto que adoptaba tradicionalmente cada vez que la concentración se imponía en su mente por encima de cualquier otro pensamiento.
Ace había aprendido esa expresión en sus días de castigo en el banquillo por meterse en líos, y era capaz de reproducirla a la perfección. De hecho, de no haber estado en habitaciones separadas, puede que ____ se hubiera burlado de su increíble sincronía.
Lo más curioso era que, lejos del conocimiento de todos los espectadores, Marco también había adoptado aquel semblante serio y sereno que denotaba una concentración envidiable. Como si en aquel momento fuera ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, su cuerpo preparándose para responder al primer estímulo que lo impulsara a correr hacia el balón que estaba siendo lanzado por el árbitro hacia el cielo.
Ace se puso tan rígido como un cable de alta tensión cuando la pelota acabó en manos del equipo contrario, y ____ dio un respingo cuando la atronadora voz de Newgate resonó por todo el pabellón entre maldiciones, sobresaltándola.
El rubio, por su parte, parecía tan tranquilo como el mar de un día sin viento. Analizaba la escena detenidamente sin dejar de moverse por la pista, sus deportivas protestando contra el suelo cada vez que se veía obligado a frenar en seco. Era como si toda la presión que había sentido minutos antes en los vestuarios se hubiera disipado, o al menos, como si hubiera sido totalmente opacada por aquel estado de enajenación en la que solo existían él y su objetivo.
Ace quiso levantarse de la butaca de un salto cuando los naranjas fallaron el tiro y los blancos se hicieron con la pelota, pero tuvo que reconsiderarlo después de que la goma que unía sus gafas nasales con Burbujas le tironeara de las orejas, obligándolo a tomar asiento de nuevo. ____ le lanzó una mirada cargada de reproche y el pecoso sintió que se le encendía el rostro.
— ¿Qué...?— logró musitar, azorado por la incomodidad de la situación.
— ¿Te vas a estar quieto?— se limitó a espetarle ella, molesta por su imprudencia.
Ace sintió que se hacía más pequeño bajo aquellos ojos que nunca dejaban de arrancarle sentimientos, y los arreboles terminaron de teñirle el rostro del rojo más intenso.
— Sí...
La muchacha dulcificó la expresión e hizo ademán de decir algo, pero se interrumpió cuando los vítores de Newgate se sumaron a los de los espectadores que aclamaban el primer punto del partido. Marco se estaba luciendo.
— ¡Cabrón, que no lo he visto!— rugió Ace a la pantalla, indignado. Entonces recordó la presencia de su entrenador en la sala de monitores y se giró hacia la pequeña habitación que se adivinaba en la oscuridad del pabellón—. ¡Rebobina!
— Es un directo, mocoso, no una grabación— respondió la profunda voz del entrenador—. Deja de tontear y estate atento.
El pecoso apretó los labios para ahogar una maldición y se cruzó de brazos en un berrinche infantil que logró robarle una risita traviesa a la chica, un gesto que Ace se tomó como un acto delictivo contra su cordura.
Marco había progresado mucho desde la última vez que el azabache tuvo oportunidad de verlo en acción. Había perfeccionado las jugadas y aprendido un par de trucos de sus nuevos compañeros demostrando una adaptación envidiable. Ace observaba todos sus movimientos con los ojos cargados de la más pura admiración.
Los nervios que le habían estado eclipsando el ánimo hasta hacía poco, habían desaparecido por completo para dejar paso a la admiración y la emoción. Era la primera vez en mucho tiempo que disfrutaba de un partido. Que lo disfrutaba de verdad. Y aunque no esperaba que lograría asimilar tan pronto despedirse de un sueño que había sido suyo desde que tenía memoria, lo cierto era que había olvidado que era Marco quien estaba cumpliendo ese objetivo.
Portgas D Ace no fue consciente de ello en aquel momento, pero aquella parte de él que siempre había sucumbido al caos y la desesperación, por fin encontró la paz.
Aquel partido lo ayudó a hacer las paces consigo mismo. A alcanzar esa calma que no había encontrado desde que un diagnóstico le cambió la vida.
____ jamás hubiera imaginado lo que estaba sintiendo el pecoso de no haber advertido una lágrima desfilando por el rostro ilusionado y eufórico de Ace. Aquella caricia salada que dejaba una estela brillante sobre su piel desentonaba con el aura cargada de vitalidad y alegría que emanaba de él. Como un punto negro sobre un lienzo en blanco.
Ella sonrió. Orgullosa de él y de todo lo que había cambiado desde el día en que lo había conocido. Cómo había luchado por salir de aquel vórtice de pesimismo a pesar de los motivos que lo habían catapultado de cabeza a la desesperanza.
Recordó sus sonrisas rotas, sus sollozos ahogados en un mar de lágrimas y sus ojos cargados de pesar y remordimiento, y pudo corroborar que aquel chico vestido de melancolía no era el mismo que el que se encontraba en aquel instante a su lado.
Ace había asumido sus limitaciones. Había aceptado que aquella enfermedad no le permitiría volver a competir y que cada nuevo día que abría los ojos era un motivo de celebración. Una pequeña victoria. Había aprendido que los pequeños detalles eran lo que lo hacían sentir vivo, que el físico no lo era todo, y que el amor de aquella chica era el salvavidas más bonito que le había regalado la casualidad.
Había descubierto que las segundas oportunidades existen, pero solo si de verdad te comprometes a ser mejor persona. A reconocer tus errores y permitirte el lujo de enmendarlos. Que hay vínculos mucho más fuertes que los que prometen los lazos de sangre, y que rodearse de gente no siempre espanta el sentimiento de soledad.
Había aprendido a valorar el esfuerzo de los demás. Sobre todo el de Sabo, al que nunca le estaría lo suficientemente agradecido por todo lo que había hecho por él pese a sus viejas diferencias.
Había logrado perdonarse todas aquellas cosas que solo lo habían hecho avergonzarse de sí mismo. Había aprendido a levantarse después de la caída y a seguir caminando por mucho que escocieran las heridas. A soñar el doble. A volar más alto. A cuidarse y a cuidar de otros. A pintar su escala de grises con los colores del arco iris.
Había aprendido a amar de la forma más pura y sincera que sentiría nunca.
Y era algo que jamás olvidaría.
Y en aquel momento, a tan solo dos minutos de que terminara el partido y con el marcador bastante igualado, Ace aprendió otra cosa. Aprendió que, pese a su condición, era la persona más afortunada del mundo. Por tener amigos que siempre lo apoyaban, una familia que lo quería y una motivación que lo animaba a levantarse todos los días: seguir mejorando y aprendiendo.
Quizás Portgas D Ace aún no era consciente de todo lo que había interiorizado en los últimos meses, y posiblemente tardaría unos cuantos más en asumir todo lo que había cambiado desde entonces. Quizás, de no haber sido por lo rápido que le latía el pulso, no se hubiera percatado de lo emocionado que estaba.
Y animado por aquellos latidos cargados de vitalidad, su respiración vigorosa y el salto de Marco en los tres últimos segundos del contador, se levantó de un impulso para aclamar la proeza del que sería siempre su mejor amigo. En ese instante, Marco acababa de decidir el desenlace del partido que lo había tenido absorto hasta el momento, pero Ace fue incapaz de aplaudir o de decir algo. Se quedó allí de pie, con la boca entreabierta y el pulso pitándole los oídos.
Al parecer, el espectáculo no había acabado.
Los blancos se habían reunido un segundo para celebrar la victoria con un abrazo grupal, pero enseguida habían corrido hacia el banquillo para coger algo que a Ace le pareció una sábana blanca. Los periodistas, al igual que los espectadores, no entendían muy bien qué ocurría y dirigían las lentes de las cámaras a todos lados, sin ofrecer una imagen en concreto. Para cuando lograron organizarse un poco, el equipo de Marco ya se había dispuesto en fila para sujetar los extremos de la manta en la que había escrito un mensaje que encontró destinatario tan pronto como Ace puso sus ojos en él.
Marco, con la respiración todavía agitada por el cansancio, se apresuró a indicarle a uno de los reporteros que le prestara el micrófono inalámbrico.
— ¿Esto funciona?— fue lo primero que dijo, sin saber muy bien a qué distancia de la boca debía colocárselo.
El camarógrafo debió de responderle con algún gesto, pues la expresión del rubio se volvió sonriente y su mirada se posó directamente sobre la lente de la cámara. A pesar de la distancia que los separaba, Ace sintió que aquellos ojos que lo miraban desde la pantalla estaban a tan solo unos pocos centímetros de él. Sintió el corazón en un puño y contuvo la respiración cuando Marco se dispuso a hablar:
— Esta victoria es nuestra— anunció con voz firme, acallando al público que todavía intercambiaba comentarios en las gradas—. Sé lo que estás pensando. Pero no te confundas. Tú eres la verdadera estrella. El que más ha luchado y el que más se ha esforzado para llegar a donde estamos ahora.
En el pabellón de deportes, Ace se mordió el labio inferior tan pronto como sintió que su mentón vacilaba acuciado por el llanto. Marco también parecía al borde de las lágrimas.
— Nos has dado a todos una lección que jamás olvidaremos— prosiguió mientras apretaba el micrófono con fuerza—. Has demostrado al mundo que la vida es eso: una batalla contra el tiempo y contra nosotros mismos. Que siempre hay algo que mejorar. Siempre hay algo por lo que luchar.
Hizo una pausa y se hizo a un lado para que el camarógrafo obtuviera un primer plano del mensaje que gritaban las letras de la sábana. Entonces el pecoso recordó el secretismo que Marco había estado inspirando en sus últimas llamadas.
— El muy capullo...— maldijo por lo bajo cuando ya no fue capaz de contener las lágrimas, y buscó la mano de ____ para entrelazarla con la suya—. El cabrón lo tenía todo planeado desde el principio.
Y es que la figura de Ace había dejado huella en los corazones del equipo que había fichado a Marco, inspirándoles fuerza y motivación. La admiración por aquella historia había sido tal que el propio entrenador le había propuesto a Marco dedicarle un mensaje a su amigo al final de un partido, y el rubio había decidido que sería al final de la temporada cuando le dedicaría unas palabras en público. Y si era con una victoria como aquella, más que mejor.
— Desde que somos un equipo siempre ha sido nuestra guerra— añadió Marco—. Hoy celebramos una de muchas victorias.
Tras el rubio, el resto de jugadores alzaba en alto lo que se había convertido en una bandera que ya no cantaba un mensaje, sino un himno. Y aquellas palabras brillaron con fuerza en las pantallas de miles de televisiones por todo el mundo:
NO TE RINDAS, ACE.
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