𝐏𝐑Ó𝐋𝐎𝐆𝐎, 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐞 𝐈𝐈𝐈 (𝐟𝐢𝐧𝐚𝐥 𝐝𝐞𝐥 𝐩𝐫ó𝐥𝐨𝐠𝐨).
El último día del mes octavo, el día después de descubrir a mi madre llorando en la oscuridad, cumplí ocho años. Durante años habíamos bromeado por el hecho de que mi apellido fuese Beltane y, no obstante, hubiese nacido en Samhain (4); no obstante, aquella vez, tal y como llevaba pasando desde hacía semanas, mi madre estaba lejos de mostrarse burlona o amable. De camino al mercado del pueblo, veía su mirada girar en todas las direcciones, ansiosa, vigilante, apretando mi mano con tanta fuerza que me hacía daño. No fue hasta unas horas después, cuando ya habíamos terminado de comprar, y me había dejado ver a unos hombres tallar nabos para hacer linternas y unirme a un pequeño grupo de niños de más o menos mi edad a oír las absurdas leyendas del Dullahan y Púca (5) que relataba un anciano del lugar, que pareció olvidarse de aquello que la inquietaba, y la pude ver sonreír con desenfado. No duraría mucho.
Ya era algo tarde cuando mi madre y yo regresamos a la casa.Recuerdo que traíamos una cesta llena de manzanas, patatas, mantequilla fresca y un saquito de avellanas que habíamos comprado en el pueblo, y que venía riendo por el camino del bosque, con un cielo preñado de tormenta que comenzaba a derramar pequeñas gotas, saboreando en mi pensamiento el colcannon y el maothal (4) que mi madre íbamos a cenar aquella noche, cuando vimos una delgada columna de humo huir de la chimenea de la casa. Mi padre había regresado.
Fruncí el ceño con extrañeza. Mi padre a penas había estado dos días fuera y, dado a que servía a sus empleadoras, las misteriosas hermanas Arascain, durante semanas enteras, su prematuro regreso me llenó de preguntas. No era el único.
Aferrada a mi mano, mi madre palideció. Su cuerpo se tornó visiblemente rígido incluso bajo la túnica de lana, y vi como los nudillos de la mano con la que sostenía la cesta se volvían blancos por la fuerza de su agarre.
—Ciaran — me llamó, con una voz extraña que hasta entonces nunca había empleado para dirigirse a mí —, métete en tu escondite y no salgas hasta que yo te lo digas, ¿me escuchas?
—¿No puedo ir a saludar a papá an...?
—Métete en tu escondite, ¡aprisa! — me gritó, mientras dejaba caer la cesta sobre el suelo y unas manzanas rodaban sobre la hierba. Temblando como si tuviera fiebre, acaté su orden.
Nuestra casa no difería mucho de las otras que había en la aldea; todas tenían una cerca semicircular que rodeaba la casa, un tejado hecho de paja que caía sobre la estructura como un descuidado tocado, y muros de piedra. Lo que sólo mi madre y yo sabíamos, era que la nuestra tenía un pequeño hueco donde las piedras se habían desprendido, y en el que, dado a la anchura del mismo y a mi pobre estatura, yo podía colarme dentro sin ser visto y estirar con relativa libertad brazos y cuello.
Encogido en aquel escondite, sin más visión que la de las botas de mi padre y la parte baja de los escasos muebles, oí el sonido de la puerta abriéndose y reconocí los zapatos de mi madre en frente del umbral de la puerta.
—¿Qué haces aquí, Kian? — preguntó mi madre con cautela, cerrando la puerta tras de sí.
—No gastes saliva en preguntas necias, mujer. Mejor dime dónde está el niño — repuso con una tranquilidad forzosa.
Por toda respuesta, recibió el silencio obstinado de mi madre.
—¿Eres sorda o más tonta de lo que parece? Te he preguntado donde está el niño, ¡responde! — gritó, ya sin ánimos de mantener la calma.
Temblé al oírlo gritar. Mi padre era todo lo contrario a mi madre, y no solo por que, al contrario que ella, era un hombre altísimo, recio, de cabello rojo y voz grave, sino porque era un animal en tensión, áspero, y no contribuía en nada a mantener aquel mundo amable que mi madre había creado a nuestro alrededor.
—¡Insensata! — explotó. El sonido de un golpe seco y el de un cuerpo impactando contra la pared me hizo gritar, pero mi padre parecía demasiado ocupado en su propia ira como para oír al niño escondido en el hueco de pared — ¡Tu debilidad nos va a condenar a todos! — le gritó.
Desde la rendija, observé a mi madre en el suelo, cubriéndose el rostro palpitante con las manos, como si previese que debería protegerlo de futuros golpes, y luego apoyando las manos en la tierra para incorporarse tambaleante.
—¿Acaso esperabas que entregase a mi hijo a esas...? — tosió, y vi unas gotas de sangre y saliva salpicar el suelo —. Sabes que pasará si no consigue estar a la altura —el tono ronco de su voz me aterró — ¡Lo matarán!
—¡Y ellas nos matarán a todos nosotros si lo sigues escondiendo! — escupió mi padre — ¿Vas a arriesgar nuestras vidas por miedo?
—Ciaran aún no está preparado para aquello que esas mujeres pretenden que haga —contestó —. Cuando supimos que lo tendríamos, dijiste...
—Cuando quedaste encinta, vivías aterrorizada. Ya habías perdido dos embarazos antes, y temí que tus paranoias y tus temores acabasen con éste. ¡Creí que habías perdido la cordura cuando volví de servir a las Arascain y todo lo que supe de ti es que te habías marchado!
—Ya sabes por qué lo hice — repuso con dureza —.
—"Para protegerte. Para proteger a Ciaran". ¡Absurdo lo que dices! ¡Si ellas os hubiesen querido muertos, ya lo estaríais!
Un silencio tan opresivo como una piedra se derrumbó sobre la casa. Al final, fue mi madre quien lo interrumpió.
—Sabía que dirías esto — dijo, y la serenidad en su voz, después de días de verla ahogada en la ansiedad, me heló la sangre —. Debí hacer esto mucho antes, pero pensaba que cambiarías de parecer. No ha sido así. Y no me has dejado otra opción.
Vi las botas de mi padre retroceder unos pasos. Parecía sentirse amenazado.
—¿Qué estás diciendo? — preguntó inútilmente, para luego adivinar su intención — Francesca...
—Hace algún tiempo envié una carta a mi tío. Contestó — inspiró profundamente — Hace tiempo en que ellos y los otros hombres están en camino — mi padre pareció querer hablar, pero ella no se lo permitió —. Se llevarán a Ciaran.
Antes de que mi padre pudiese intentar hablar de nuevo, el sonido de la puerta siendo abierta bruscamente nos sobresaltó a los tres. El frío y el estruendo de la tormenta, de las ramas de los árboles agitándose bajo el peso de la lluvia y el furioso viento siseando entre las hojas, pareció quedar atrás cuando ellas entraron. Una túnica blanca y unos pies descalzos, casi infantiles, al lado de un vestido de terciopelo azul oscuro y de unas botas de hombre, fueron todo lo que vi de ellas. Mi padre parecía haberse quedado petrificado, pero trató de recomponerse
—Mis señoras — las saludó.
—Sabemos que un niño ha cumplido ocho años — gorjeó una voz dulce — ¿Sabes qué significa?
—Mis señoras — dijo mi padre, con una voz humillada que no habría creído que perteneciese a él —. Mis señoras, el pequeño va a necesitar más tiempo para que...
Otra voz lo interrumpió, más persuasiva y mezquina que la anterior.
—Creo que no lo has entendido. Hoy ha cumplido ocho años, hoy debe irse con nosotras.
Noté la duda de mi padre. Mi madre permanecía callada a su lado. Él se giró, quizás buscando una respuesta, una reacción, por mínima que fuese. Nada encontró, supongo.
—Lo lamento, pero si pudieran permitirle un poco más de... — trató de insistir nuevamente.
—Entréganos a Ciaran. Ahora — ordenó una voz grave, una voz que creía que era de hombre.
Otro silencio. No tuve que verlo con mis ojos para intuir la respuesta.
—Francesca, diles dónde está el niño.
Mi madre negó silenciosamente. Mi padre jadeó.
—Francesca — no sabía lo débil y suplicante que podía sonar la voz de mi padre, pero estaba demasiado aterrado en aquel momento como para permitirme pensar en ello — Por favor.
Vi a mi madre girar sobre sus talones, y avanzar unos pasos hasta encarar a la mujer de la túnica blanca.
—"Muerte al Mal y a todo lo que Mal quiere ser. Muerte a quienes no tienen fe" — siseó, para luego empujar a la de túnica blanca — Muerte a las brujas.
Fue tan solo un instante. Un sonido líquido inundó mis oídos, y luego otro más seco, como dos sacos de trigo derrumbándose y cayendo al suelo. Luego, un silencio tan absoluto que creí que había quedado sordo. La primera voz habló de nuevo tras un rato.
—Deben haberlo escondido en algún lugar de está sucia casa — dijo, y oí caminar hasta la habitación que mi madre y yo compartamos — ¡Roisin, búscalo en la despensa!
Los pasos volvieron cubos momentos después de resonar en la habitación que empleábamos de bodega.
—No está en ningún lado, hermana.
La primera mujer estalló.
—¡Él debe estar aquí! — descargó un golpe brutal contra uno de los muebles, haciendo que este cayese. Me encogí en mi escondite, rogando para mis adentros que no siguiese buscándome, que aquella mujer no se valiese de alguna fuerza sobrehumana para percibir, tras la barrera de piedra, mi corazón latiendo desaforado en mi pecho y en mis sienes — ¡Esa puta no puede haberlo hecho desparecer tan fácilmente! ¡Maldita! ¡Maldita!
—Orlaith — la llamó la voz grave —. Basta.
Tras un momento de furia ciega, aquella mujer pareció serenarse. Su respiración se suavizó. Vi sus pies virar en dirección a la puerta.
—Si no está aquí, estará en el pueblo. Es el último lugar donde esa zorra estuvo — dijo, recuperando su tono calmado.
Las otras dos parecieron asentir. Vi las botas y el vestido de terciopelo encaminarse a la puerta de nuevo, abrirla y luego salir de la casa de la misma forma súbita en que habían llegado a ella.
Una ráfaga de viento penetró en la casa y extinguió el debilitado fuego del hogar antes de que la puerta se cerrase con un profundo crujido. La habitación quedó en penumbras, tan fría y silenciosa como habría imaginado que sería el interior de una tumba. Esperé, con el cuerpo acalambrado y tembloroso, dentro de mi escondite, hasta que el sonido de sus pasos se hizo tan lejano que ya no me resultó apreciable. Solo entonces logré moverme un poco, lo suficiente para estirar los brazos y colar los dedos entre algunas de las piedras, y desencajarlas con cautela. Me apreté contra el hueco que había dejado y, a gatas, logré salir de él.
Un penetrante olor metálico me abofeteó. Cuando mis ojos lograron adaptarse lo suficiente a la oscuridad, sentí que la sangre se me helaba en las venas. Sé bien que no lo necesito escribir, pues lo que vi en aquella sala me acompañará hasta el último de mis días. Mis padres estaban muertos. Sus cuerpos, que momentos antes yo había visto intactos y vivos, habían sido destrozados con crueldad, reducidos a carne desgarrada y miembros torcidos en ángulos dolorosos de mirar, y el terror y la agonía grabados con sangre en sus pupilas encogidas quedó encadenado a mi memoria de por vida. Mi padre tenía la cabeza, o lo que aquellas mujeres habían dejado de ella, tan ensangrentada que sus rasgos sólo eran unos contornos insinuados bajo una capa de sangre aún fresca. El cabello castaño de mi madre cubría lo suficiente su rostro como para que no tuviese una visión de una atrocidad aún mayor, pero no para ocultar la mirada muerta y congelada que exhibía sus ojos verdes, la mirada de una mujer que había entregado su vida para salvarme. Su brazo aún estaba extendido, como si se preparase a arrojar un golpe, y sus dedos estaban cerrados sobre el mango de un extraño cuchillo de sinuoso filo negro.
Comencé a respirar jadeante, mientras una sensación de angustia me oprimía el pecho y me enfriaba la piel. Traté de respirar, pero el aire estaba cargado del hedor metálico de la sangre y sentí que vomitaría.
Entonces ocurrió. El fuego del hogar, que aquel viento había apagado, surgió con un rugido infernal, ascendiendo hasta impactar contra el techado de paja y las vigas de madera de la casa. Pedazos del techo aún prendidos se desprendieron, cayendo al suelo, sobre el mobiliario de madera, devorándolo todo. El ambiente se tornó denso y caluroso. Antes de que pudiese moverme, un rápido camino de llamas llegó hasta la alfombra, donde yo había apoyado la mano, y comenzó a quemarla. La aparté con un aullido de dolor, aún envuelta en fuego, que logré apagar aplastándola contra el suelo de tierra.
Me moví y retrocedí arrastrándome hasta que mi espalda chocó contra una de las paredes de piedra. Vi aquel fuego alcanzar el bajo de la túnica de mi madre y envolver su cuerpo en un halo abrasador. La imagen de su pelo y la piel de su rostro quemándose bajo el ardor de las llamas, de la mirada de horror atrapada en sus ojos ensangrentados, aún aparece ante mí en mis peores pesadillas.
Traté de abrir la puerta, pero había quedado enganchada, y tras unos movimientos desesperados y golpes varios, solo acerté a caer sobre mis rodillas y llorar. El fuego avanzaba más rápido cada vez. No había mucho espacio entre el fuego y el lugar donde estaba sentado.
Más allá del sonido del fuego crepitando y destruyendo todo a su paso, logré captar el sonido de varias pisadas no muy lejos de donde estaba. Alguien estaba recorriendo aquel lugar alejado, y supe que, si la había, aquella era mi única posibilidad de sobrevivir.
Con los ojos llorosos, grité. Oí voces en las cercanías. "¡Está ahí! ¡Sacadlo!" un hombre gritaba.
Apoyé débilmente el rostro contra la puerta, apretando mi mano sana contra mi nariz y mi boca. Los pasos se acercaban, las voces que gritaban se oían cada vez más próximas. No debían estar demasiado lejos de aquella casa. El calor y el miedo me habían cubierto la piel y el cabello de sudor. Temblaba. Por primera vez en mi corta vida supe lo que era el auténtico miedo. Apreté los labios mientras mi borrosa vista comenzaba a tornarse cada vez más oscura.
Antes de que los desconocidos lograsen desatrancar la puerta por fin e irrumpir en la habitación, yo ya había perdido el conocimiento.
Notas a pie de página:
4.) El Beltane (o Bealtaine) es una festividad de origen celta, celebrada el primer día del mes de mayo, y que celebraba el comienzo del verano pastoral. Contrariamente, el Samhain, festividad predecesora del actual Halloween, que ocurre entre el 31 de octubre y el 1 de noviembre, es conocida por suponer el final de la temporada de cosechas, y el año nuevo del calendario celta.
5.) El Dullahan (o Gan Ceann, "sin cabeza") es un personaje típico del folclore irlandés, descrito como un jinete que lleva su cabeza cercenada bajo el brazo y cabalga imparable amparado por las tinieblas. Detiene su viaje únicamente cuando encuentra algún poblado, para allí declamar el nombre de una persona del lugar, la cuál fallece al momento. Si descubre a alguien viéndolo hacer sus encomiendas, no dudará en golpearlo con la espina que lleva en la mano a modo de látigo. Por su parte, el Púca es una engañosa criatura cambiaformas a la que se hacen ofrendas del campo para que traiga buenas cosechas. En algunas versiones, este ser adquiere la apariencia de un inmenso caballo negro.
6.) El Colcannon (cuyo nombre irlandés es Cál Ceannann), es un plato representativo de la cocina irlandesa que, en su versión más antigua, está elaborado a partir de patatas echas puré y ajo. Una antigua tradición irlandesa señalaba que la noche del 31 de octubre —día en el que ocurre este capítulo— debía servirse un plato de Colcannon con monedas dentro de él, a la usanza de la figura y la haba en el Roscón de Reyes (España). Por su parte, el Maothal es una comida más propia de la Irlanda medieval, cuyo principal ingrediente eran las avellanas molidas. No hay conocimiento de que este plato siga siendo consumido en la actualidad.
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