𝐂𝐀𝐏Í𝐓𝐔𝐋𝐎 𝐈𝐈𝐈:
Los pasillos del Conservatorium jamás habían sido tan indiscretos, tan amenazantes. Aún a pesar de lo laberíntico de su estructura, las murmuraciones ya habían llegado a casi todos. Ninguno de los moradores del Conservatorium, temporales o asiduos, mysterianos o no, dejan indiferente al nuevo rumor, otra vez protagonizado por un miembro de la controvertida Introducción a la Cacería, del maese Cyrano Della Sega.
Esta vez, un joven aspirante a Cazador de Brujas, había sido golpeado por uno de sus compañeros, decían, de una manera tan brutal y despiadada que a penas parecía obra de manos humanas. Aunque ya muchos habían creado sus propias versiones de la historia, a cada cual más retorcida y cruenta, todas ellas compartían un mismo nombre, un perpetrador, un agresor y victimario. "Beltrán Calabrese". Sin saberlo ellos, aquel nombre nunca más les volvería a ser ajeno, y no precisamente debido a aquel rumor.
Entre tanto que los rumores corrían de boca en boca como la primera chispa de fuego descubriendo un camino de yesca, ni oyentes ni narradores se habían dado a la tarea de pensar en las razones por las que aquel muchacho, del que nunca antes habían oído hablar por ningún aspecto negativo o positivo, hasta el punto de serles poco menos que un desconocido con rostro, había arremetido como un depredador sediento de sangre contra su oponente, y muchos menos habían dedicado su tiempo en discurrir en cómo había afectado aquella paliza a su autor. Nadie había pensado que, en aquellos momentos de ensordecedora realización, después de que el maese Cyrano Della Sega lo detuviese para alabar su desempeño en la pelea, Beltrán había sentido miedo por primera vez después de siete años de una indolencia casi inhumana.
Nadie sabría jamás, más que él y aquellos que presenciaron lo que aconteció después de la pelea, que a penas sí reaccionó cuando sus compañeros de armas despidieron a los honorabilísimos representantes de las Casas en su marcha, ni cuando el maese se colocó a su lado, y en un gesto demasiado afectuoso, dejó que sus largos dedos jugueteasen con los mechones de su corto y áspero cabello.
—No he tenido la oportunidad de decírtelo en privado — había comenzado, esgrimiendo una sonrisa que destilaba un orgullo casi paternal —, pero este día has lucido bien tu verdadero potencial, muchacho.
Beltrán no pudo sino asentir en silencio, con una mirada vacía y la sensación de que su estómago se había vuelto tan frío como el invierno que pronto se precipitaría sobre Venecia. Sin pretenderlo, su mirada volvió a Maso, que aún seguía en el suelo, tendido inerte sobre su propia sangre, y con un ojo abierto y en blanco.
—No sé que acabo de hacer — dijo sin darse cuenta —. No sé qué acabo de hacer, maese. Dígame que acabo de hacer, por favor...
Su repentina confesión no perturbó la sonrisa de Cyrano, sino que la hizo acentuarse aún más, mostrando una dentadura tan blanca y peligrosa como la de un lobo.
—Vencer a tu oponente. Eso es lo que debías de hacer, lo que has hecho y, permíteme decírtelo, muy eficazmente, además.
—Pero... — se negó a mirar lo que sus puñetazos habían dejado de la cara de Maso. Cyrano pareció entender su frase inacabada, y se anticipó.
—¿Te arrepientes? — le preguntó con una seriedad implacable. Beltrán lo miró y luego humilló la cabeza, como un niño amedrentado cuando su maestro descubre sus travesuras — De todo corazón, tú, Beltrán Calabrese, ¿juras estar arrepentido? ¿Juras que sentiste horror en cada momentos en el que lo hiciste? Cada golpe que le propinaste a ese chico — y señaló en un gesto indolente a Maso, que tuvo una pequeña convulsión y babeó más — ¿no te supo a gloria, a justicia, a darle a probar lo que merecía?
Podría haberse resistido. Podría haber mentido. Quizás, todo habría sido muy distinto, tanto para él como para todos los que lo rodearon. Pero al verdad huyó de ese rincón recóndito en su pecho en la que acostumbraba a guardarla, para salir de sus labios en forma de una única y cortante palabra. Decisiva.
—No.
Su respuesta fue acompañada por un pequeño quejido por parte de Maso. Parecía que lloraba, y Beltrán no podía culparlo.
—Muchachos, podéis retiraros — anunció —. A excepción de vosotros, Bruno Vitturi, Santino Grassi, y Paolo Petri. Necesito que llevéis a Tommaso a la Enfermería. Y Beltrán — se giró, acompañando su llamado con una sonrisa cautivadoramente perversa —, acompáñalos.
Junto a sus otros tres compañeros, Beltrán había escoltado en silencio a Maso, quien no daba señales de seguir con vida todavía, a excepción de unos momentos en los que su cabeza se estremecía en un pequeño movimiento convulso, lograron tenderlo en uno de los camastros de la Enfermería, un habitáculo umbroso y unido a la Sala de Entrenamientos por un breve pasillo desprovisto de ventanas, antes de que la figura enfundada en una larga capa color humo del Issa Leanor surgiese de las sombras para inclinarse ante el herido, guardando el riguroso mutismo que se esperaba de todos los Issa, y empezar a hacerle una Cura. Comenzó seleccionado de los estantes un frasquito, y vertiendo de él unas gotas de una tonalidad y apariencia lechosa en los labios entreabiertos de Maso, "para calmar el dolor", como había traducido su Issaé de su silenciosa elección.
Un mudo asentimiento fue el único gesto que confirmó que Beltrán lo había comprendido, y muy a su pesar. En aquel momento, era incapaz de apartar su mirada de Maso. En aquel entonces, cuando la ponzoña de la cólera no ardía en sus venas, podía apreciar cada golpe que había dado a su oponente. Creyó volver a sentir el pequeño temblor que produjo la mandíbula de Maso al quebrarse, el crujido de la nariz siendo rota por su puñetazo y el sonido más viscoso de su puño golpeándole el ojo izquierdo.
—Se va a curar, ¿verdad? — lo interrogó, asustado como un crío. Culpable. El Issaé a su lado lo instó a guardar silencio dirigiéndose un dedo a los labios.
Los pálidos ojos del Issa lo miraron efímeramente, para luego proseguir su Cura en silencio.
—Se curará— susurró de repente, con aquella ronquera que tanto caracterizaba a los Curadores, tras semanas, meses e incluso años sin despegar los labios para pronunciar una sola sílaba —. Pero no podría decir lo mismo de esto.
Levantó suavemente el párpado del ojo que Beltrán le había golpeado, mostrando a lo que se refería. Estaba destrozado. No había otra forma de describir lo que Beltrán vio. La pupila miraba permanentemente a la izquierda, varada en la marea sanguinolenta e hinchada en la que se había convertido el globo ocular.
—No hay nada que hacer — sentenció el Issa —. Debemos de quitarlo de la cuenca para evitar una infección aún mayor.
Al oír la sentencia, Maso gimió. Lloriqueaba como una criatura recién parida, debatiéndose inútilmente en la camilla, como si intentase huir de aquel lugar. El Issaé que acompañaba a Leanor había corrido a someterlo, sosteniéndolo por las muñecas y ordenándolo que guardase la calma.
—Maldito... — había clamado, tan bien como lo permitía su boca tumefacta y su lengua adormecida por las gotas que el Issa le había suministrado —¡Maldito! — gritó, asestando un puñetazo a la camilla que hizo que el Issaé lo retuviese — Issa, ¡sácalo de aquí! — le rogó, sin conseguir conmover un poco al sereno Curador — Es un demonio, ¡un demonio! — gritó.
—No es un demonio, Tommaso, sino un niño como tú, ¿no lo ves? — le había intentado corregir el Issaé con dureza, escandalizado por la gravedad del insulto que el muchacho había empleado, pero Maso pareció no oírlo y se redujo a sacudir la cabeza en obstinada negación.
Santino, uno de los muchachos que habían llevado a Maso, y cuya enjuta contextura no desmerecía en un ápice su naturaleza torva y predatoria, tomó la palabra en lugar del desesperado herido.
—¡Mira lo que ha hecho de su cara! — había vociferado, con tanta ira que su voz se parecía más el siseo de un látigo atravesando el aire antes de impactar contra su víctima, que a la voz desafinada que se esperaría de un muchacho de catorce años. Sus abiertos ojos se giraron hasta clavarse en Beltrán, quien solo pudo tragar saliva al ver en ellos un asco y un odio que jamás habría considerado posible en otro ser humano — ¡Es un monstruo peor que aquellos a los que tendremos que enfrentarlos! ¡Míralo!
El Issa detuvo la Cura durante unos instantes para escrutar al aludido en silencio, sus ojos sin color ocultos tras el marco de la capucha y el fino y blanco cabello que se derramaba lacio sobre su frente. Beltrán así lo prefirió. No quería descubrir en las pupilas del Issa al muchacho sucio, cubierto de sudor y la sangre aún fresca manchando sus nudillos lesionados, a la bestia escondida bajo su piel humana.
"¿Qué soy?" se preguntó a sí mismo, mientras que el Issa indicaba a su Issaé que le trajese hilo y aguja. "¿Qué soy?", se volvía a preguntar, cuando los otros muchachos apartaron la mirada y la voz de Maso volvió a oírse, entonando súplicas con una voz llorosa que manifestaba su terror. "¿Qué soy?" se preguntó por última vez, manteniendo la vista fija en la aguja que entraba en la piel de Maso, los oídos atentos a como sus ruegos cambiaban a gritos de dolor.
"Un monstruo", se respondió al fin.
—Cerca de una hora después.
Se rascó los nudillos bajo el vendaje que los cubría, aunque el Issaé le había recomendado que se abstuviese a no hacerlo hasta que la piel desgarrada sanase por completo. Junto a los muchachos que habían traído a Maso a la Enfermería, se había unido al fin a los otros aspirantes de la Iniciación a la Cacería de camino al Comedor, donde los esperaba el mismo desayuno sobrio y de escaso sabor, en la cantidad estricta para mantener su cuerpo funcionando.
No hizo o dijo nada desde que volvió a encontrarse con el grupo. Tampoco, cuando los oyó decir en voz alta lo que había pasado. "Es un monstruo, sediento de sangre." "Le ha destrozado la cara". "El maese debe cuidarse con tenerlo como aspirante, podría llegar a ser más peligroso para los Cazadores que para las brujas a las que tiene que matar". Ni siquiera apretó los puños ni volvió su rostro ceñudo y contrariado para intentar disuadirlos de seguir hablando mal de él. Se limitó a caminar, cabizbajo y perdido en sus pensamientos, con los brazos laxos colgando a ambos lados de su cuerpo y los ojos perdidos en la nada.
Alzó la mirada cuando los comentarios lo hastiaron lo suficiente, y solo entonces, en la mesa que ocupaban los instruidos pobres, reconoció al mismo niño harapiento y triste que el signore Leon de Valancourt había dejado a su cuidado unas horas atrás.
"Lelio".
Al mirarlo, cayó en la cuenta de que el niño había cambiado su holgada camisa de lana y su sucio pantalón de tela, por una túnica del color de la tierra seca que lo hacía parecer aún más pequeño, delgado y quebradizo, debido a la forma en la que sus hombros caídos y angostos, y brazos, paliduchos y escuálidos como los de los mártires sufrientes que poblaban los pasillos en forma de íconos o de estatuas, asomaban de las anchas mangas y cuello. Su pelo, de un extraño color caoba rojizo, parecía aún más sucio y descuidado que la noche anterior, sin brillo y apelmazado en grandes nudos oscuros que se pegaban a su cabeza como cuerdas sogas enredadas entre sí, pero a la luz del día, sus ojos, que en la pobre iluminación que los cabos de vela le permitían tener en su cuarto, había creído que eran oscuros, se habían vuelto de un castaño ambarino, casi parecidos a los de un felino o un búho, pero inquietantemente sombríos.
Trató de saludarlo, pero él lo miró con indecisión y nerviosismo antes de girar y marcharse del Comedor, acompañado por Antonella. Acongojado, Beltrán volvió a mirar sus nudillos, como si esperase encontrarlos aún manchados de la sangre de Maso, pero no fue así.
Quiso acercarse a Leon, pero dos muchachos de la Mesa de los Buenos saltaron a su encuentro, cerrándole el paso.
—Jakob y Jurian Engel, ¿qué demonios queréis? — les gruñó con irritación.
—Una pequeña confirmación, amigo Beltrán — dijo Jurian, aunque su tono no denotaba demasiado interés —Nos han llegado noticias de una fuente de dudosa fiabilidad que aseguran que alguien le rompió hasta el alma a uno de tus compañeros, ese chico...¿Maso? Sí... Maso Molinari.
—Hasta el punto en el que ha tenido que ser trasladado a la Enfermería, hecho un Cristo, tan mal estaba el chico — completó Jakob, aunque su tono no denotaba demasiada lástima, sino cierto malicioso divertimiento. Beltrán tragó saliva, y en acto reflejo, ocultó sus manos vendadas detrás de la espalda — Queremos saber si eso es cierto.
Beltrán asintió con lentitud, desviando la mirada de ambos, como si creyese que sus pupilas pudiesen leer en su rostro y en su mutismo la verdad a medias que en realidad había dado.
—¿Algún rumor más que queráis corroborar? — preguntó, fingiendo hastío — ¿Quizás si es verdad que el maese Della Sega planea casarse, o si el Issa Leanor y su Issaé hacen visitas nocturnas a las Casas Escarlatas de las calles de San Polo?
—¿El maese se va a casar al fin? — preguntó Jace, con ilusa fascinación.
—¿El Issa va a burdeles? — replicó Jurian, tan incrédulo como disgustado — Pensaba que, una vez nombrado Issa, debes cumplir tanto los votos de silencio como de castidad. A rajatabla, además.
Beltrán se golpeó la frente, asombrado por la innata ingenuidad de los Engel.
—Par de tontos — gruñó.
Jace bajó los ojos con decepción, mientras que Jurian pareció recobrar el aliento.
—El maese sigue tan solo como un monje — dijo Jakob, abatido de no poder confirmar el rumor.
—Del Issaé me esperaría cualquier cosa, pero el mismo Issa dijo que, aunque pagase a la mujer más hambrienta, complaciente y desesperada de Venecia con todo el oro y las gemas del Nuevo Mundo () a cambio de acostarse con ella por unos minutos, dudaba que aceptase. Francamente, muchos parecen opinar los mismo — intervino Jurian. Beltrán recordaba aquella afirmación. La había hecho delante de él y de Jurian, pues coincidía que Beltrán había tenido que acompañar a la Enfermería a uno de los aspirantes a que le suturasen una herida en la pierna, y para su sorpresa allí había descubierto a un Jurian inusitadamente emocionado y parlanchín, revoloteando como un pajarillo alrededor del Issa, tomando los frascos que se alineaban en los estantes, abriendo los pesados tomos de medicina y luego deteniéndose a observar con una fascinación casi religiosa cómo éste le recomponía la nariz desviada por un golpe a un muchacho que gemía como un animalillo aterrado en la camilla. Jurian lo atosigaba a preguntas, "¿cómo haces eso?", "¿qué hay en este vial?", u otras como "¿cuántos años tienes?" ,"¿los Issa pueden casarse?", "¿es verdad que tu Issaé va a los barrios bajos a encontrarse con mujeres?" "¿No haces eso?" "¿Por qué?" El Issaé habitual se había ausentado, aludiendo a una migraña que hasta el mismo Issa sabía que tenía que ver más con el alcohol que con una enfermedad debilitante. Al oír la última pregunta del niño —cuál era el motivo de que no secundase a su Issaé en sus visitas a los barrios bajos—, el Issa pareció perder su hasta entonces infinita paciencia y, con un mal gesto, se desenvolvió el manto gris claro con el que se cubría la cabeza y embozaba parte del rostro, y mostró lo que el tejido ocultaba. El Issa no era un hombre normal. Sus cejas, pestañas y los cabellos que dejaba caer desaliñadamente a un lado de la cara, eran finos y tan claros que parecía blancos, sus ojos de un azul tan pálido que era translúcido. Su piel carecía de color. Tanto Jurian, como Beltrán y el muchacho herido al que éste había escoltado a la Enfermería, callaron al ver su rostro descubierto. Con otro brusco ademán, el Issa volvió a cubrirse y se inclinó nuevamente sobre el chico al que atendía, mascullando, "ni la mujer más hambrienta y complaciente de toda Venecia me tocaría, aunque le ofreciese todo el oro y las gemas del Nuevo Mundo".
—¡Ya no se puede confiar en ti, Beltrán! Nos ilusionas con un rumor interesante y luego lo desmientes. ¡Qué malo! — se quejó Jace — Mientras, nosotros siempre te decimos la verdad. Como te dijimos que los jefes de las Casas llegarían aquí por un tiempo. Algunos aún tienen que venir.
—Suficiente, Jace — lo amonestó su hermano con cansancio.
A pesar de compartir estatura, el mismo brillante cabello castaño miel y ojos azul plata que los señalaban como indiscutibles hijos de la Casa De Novara, ambos hermanos tenían poco o nada en común fuera de sus similitudes físicas. Jakob —o, por la abreviatura por la que todos los jóvenes del Conservatorium lo conocía, Jace— era enérgico, despreocupado y demasiado burlón para el gusto de muchos, entre ellos a su propio hermano. Favorito de su protectora y temerosa madre, a pesar de ser el más impulsivo, desobediente y temerario de ambos hermanos, de Jace se esperaba que fuese el hijo díscolo, y que su rebeldía lo llevase a dejar que todos sus deberes como hermano mayor recayesen en su antítesis, Jurian, quien era, por el contrario, estudioso, responsable, y tan discreto que parecía poder desaparecer ante la vista de todos con solo guardar silencio. A pesar de sus constantes desacuerdos, ambos hermanos convivían gracias a sus principios compartidos e indubitados de lealtad y amabilidad, y así como esto había sido durante años, esperaban que siguiese siéndolo para siempre.
—¿Y vuestro padre vendrá? — preguntó Beltrán, sin saber cómo seguir el hilo de la conversación. El gesto de ambos hermanos se tornó a uno más incómodo.
—Bueno, nuestro padre está enfermo.
—Otra vez — añadió Jurian, sin esforzarse en disimular su contrariedad.
—... Así que su tío Manfrid ha tenido que asistir en su lugar — acotó Jakob, aún más desagradado. Entendía su aprensión, pues no eran secreto para casi nadie las difíciles relaciones entre los hermanos Engel y su tío. El hombre los veía como la razón por la que, a la muerte obviamente inminente de su hermano mayor, no heredaría las Raíces ni ninguna riqueza de la familia. Encontraba las bromas y la energía de Jace insoportables, y veía la serenidad y amor por el estudio de Jurian como muestras de su futura poca valía como hombre. Los muchachos coincidían en que lo sentían ambicioso, frío y capaz de todo. Manfrid Engel sólo tenía una hija, Vienne, de la misma edad de Jakob, tan silenciosa, fría y estirada como su padre, como Jakob solía apuntar, y a quien no habían visto fuera del schloss de su tío, pues éste la tenía "encerrada como flor de harén", según decían las burlas del chico. Desde su llegada a Venecia con su familia materna, ella y los chicos ya no compartían nada.
—De cualquier manera, Padre no aprecia mucho las fiestas — suavizó Jurian.
Beltrán se lamentó por haber hecho aquel comentario, y más aún pues sabía el efecto desolador que causaba. Sabía que habían vivido en el schloss de su familia paterna durante sus primeros años, hasta que, cinco años atrás, su madre había mandado a los sirvientes hacer el equipaje y los llevó sin dar explicaciones al Conservatorium. Les había dicho que volverían en unos meses. Nunca lo hicieron. Beltrán tampoco sabía demasiado de la madre de los Engel, más allá de que su nombre era Constanza, pertenecía a la Casa de Novara, y que vivía aterrorizada de la posibilidad de que sus hijos se alejasen de ella.
—Cambiando de tema, ¿visteis a Santa Muerte?
Los hermanos negaron, aliviados de verse librados de aquella tormentosa conversación. Santa Muerte era el nombre de la Tryarcos del instructor en Caza de los muchachos, un reservado Cazador retirado quien se había jactado meses atrás, en una noche en la que estaba tan nostálgico como ebrio, de haber segado con ella limpiamente la vida de doce brujas en una sola noche. Claramente, Beltrán sostenía que todo ello era una exageración, o un delirio producto de la cerveza, pero a los hermanos Engel les había fascinado aquella afirmación, y desde aquel momento, buscaban arrancarle alguna otra anécdota, o que les mostrase su Tryarcos, claramente, sin mucho éxito. Todos los habitantes del Conservatorium sabían que la Tryarcos era la arma más poderosa de la que un Cazador podía disponer.
—Me da rabia que nunca podamos tener una — suspiró Jace con desánimo —. Ojalá nuestro abuelo pudiese convencer a Madre para que nos dejase unirnos a la Cacería, así como la convenció para autorizarnos a asistir a la Instrucción de Caza — de repente, parecía pensar en algo — Beltrán, ¿qué nombre le pondrás a tu Tryarcos? Yo que tú optaría por Cazavalientes o Impávida. Algún nombre heroico y nunca antes usado que quede reflejado en la posteridad, y del que puedas hablar cuando alardees de tus hazañas ante generaciones de Cazadores venideras o, quien saben, ante las damas — terminó su frase con una pícara sonrisa dibujada en los labios, para el cansancio de su hermano mayor — Vamos, dime cómo la llamarás.
—Almaoscura... — susurró Beltrán, tras guardar silencio — O Mortala ().
La elección pareció sorprender por igual a ambos hermanos, que guardaron silencio, como si les hubiesen confesado algún secreto indebido.
—Son nombres muy... dantescos — finalmente habló Jory.
—¿Y qué más da? — dijo con despreocupación Jakob, llevándose una uva verde a la boca — Beltrán está cerca de ser uno de los Cazadores.
—Aún queda tiempo, chicos — les había reprendido Beltrán.
—Tres años. Tampoco es tanto tiempo, gruñón — lo animó. Jurian amonestó a su hermano por el apodo, a lo que éste se encogió de hombros con divertimiento y siguió devorando una tras una las uvas, haciendo uso de su completa falta de modales en la mesa y su calidad de malo en compartir la comida.
Beltrán suspiró con hastío, pero una fugaz y huidiza sonrisa hizo acto de presencia en su cara. Los Engel hacían justicia a su apellido (): eran buenos chicos, de aquellos que crecían para la grandeza, ganaban con honor y perdían con elegancia, cosechaban logros y recibían admiración y hasta el corazón y el lecho de alguna buena mujer. Merecía la pena estar con ellos, disfrutar de su luminosa presencia y pretender que, si pasaba algún tiempo más con ellos, quizás se impregnaría de aquel aura afortunada que los envolvía como un manto bendito. Eran sus mejores amigos, y también los únicos.
Por un momento, los ojos se le oscurecieron, y su boca tembló, pero se obligó a contener la descorazonadora emoción que se esparcía en su ánimo como gotas de tinta en agua.
Sus únicos amigos...
No siempre había sido así. No, hasta hacía poco tiempo.
...
Mientras tanto, en la Sala de los Cinco.
Rossella se sentó y lo invitó a hacer lo mismo, para luego quitarse el tirado de velo que le cubría la cabeza. Tenía el pelo negro, espeso y lustroso como el plumaje de un cuervo, y le caía hasta media espalda, libre de trenzas o tiras. Se sacó los guantes y tendió las manos hacia Lelio, dándoselas; sin necesidad de mirarlas, el niño reconoció el tacto rugoso de la piel quemada bajo la yema de sus dedos, dolorosamente parecido al que ahora tenía el dorso de su mano.
—Francesca, tu madre, vivió en Venecia durante quince años. Era una niña hermosa, ocurrente, y gentil... Pero no estaba hecha para las cadenas con las que nuestro padre quería aprisionarla. Yo era la mayor por tres años, y fui la primera en florecer (12), pero tú madre era infinitamente más preciosa, incluso siendo una niña pequeña. Y mi padre vio en esa belleza la posibilidad de ascender, de mejorar la situación de nuestra Casa. Estaba esperando a que se desarrollase, aunque fuese con doce años, para presentarla y crear una alianza con alguna Casa superior a la nuestra, casándola con algún patriarca, o algún primogénito. Y así lo manifestó durante años, mientras Francesca era sometida a la tarea de formarse en ser una futura buena esposa. Tardó más que ninguna de las hijas de las Casas, pero inevitablemente, a los dieciséis años se convirtió en una mujer.
>> Para aquel entonces, ya había sufrido bastante viendo como su propio padre, el hombre en el que más debía de confiar, se había transformado en un comerciante, y ella, en poco más que una mercancía que entregar al mejor postor, y cuando la primera mancha de adultez la sorprendió una noche, tomó una decisión irreversible. Antes de que nuestro padre llegase a enterarse, y con mi ayuda y la de nuestro Tío Teobaldo, que había planeado hacía años aquello, Francesca partió una noche en un barco, disfrazada de sirvienta y sin más equipaje a mano que un morral con algo de oro, el medallón de nuestra familia al cuello y una nota escrita a las volandas por nuestro Tío, en la que daba su autorización para unirse a las Hermanas Incorruptas de Éire, las monjas de la Nocte Mysterium, que vivían en el lugar más alejado de Venecia y del dominio cruel de nuestro padre y en el el poder de Tío Teobaldo podía asegurar su subsistencia.
>> Para cuando mi padre despertó a la mañana siguiente, y descubrió salpicaduras en el regazo de la camisa de noche que había abandonado bajo las mantas, Francesca estaba ya en alta mar y fuera de su alcance. Moriría dos años después, víctima de unas fiebres cerebrales que lo mantuvieron delirante y aterrado hasta el final, incapaz de reconocerme a mí o a Teobaldo, creyendo que mi esposo era Salvatore, mi hermano mayor, quien había muerto en un accidente de caza antes de cumplir los trece años, y confundiendo a las doncellas que tan solícitamente lo atendieron en su enfermedad con otras que en el pasado lo atendieron en la cama, pero aún lo suficientemente lúcido para gritar con su último aliento maldiciones a Francesca, por haber huido y haberlo hundido en la vergüenza; culpándola de todos los males y hasta del pecado original, hasta que la Muerte decidió apiadarse de todas las almas desgraciadas que aún tenían que lidiar con él, y se lo llevó una noche, con otro insulto para mi hermana prendido en los labios y los ojos oscuros por la ponzoña del resentimiento. De eso, hace ya varios años. Y permíteme decirte que, si te lamentas de no haber alcanzado a conocer a tu abuelo materno, no te perdiste de nada bueno.
>>A pesar de nuestra estratagema, no hubo paz para ninguno de quienes la elaboramos. Tío Teobaldo envió a mi hermana a Éire con firmes órdenes de mandarnos cartas codificadas para mantenernos al tanto de su vida, y así estar seguros de que no la habíamos sacado de Venecia para asegurar su felicidad y vida, para luego entrenarnos por terceros de que hubiese muerto de una mala fiebre invernal, o de que la vida monjil le había arrebatado la alegría que aún tenía dentro de sí. Y durante poco más de un año, cumplió su promesa. En sus misivas nos describía el comportamiento cortés, aunque decididamente distante, de las novicias con quienes convivía, el verde eterno que predominaba en los campos, los pequeños y agrestes pueblos que visitaba para predicar la palabra de Dios y vigilar cualquier indicio que actividades mágicas, la hospitalidad y afabilidad de los irlandeses, Pero un día, sin ninguna explicación, dejó de escribirnos por completo. Después de meses sin obtener respuesta, Teobaldo y yo temimos lo peor. A escondidas, escribimos a la Madre Superiora de las Hermanas Incorruptas, preguntándole por el estado de Francesca. Su respuesta, escrita en un engendro de irlandés arcano e italiano, mal conjugado y ahíto de tildes, con una caligrafía tan accidentada que el mensaje era más críptico en sí que cualquiera de las cartas que habíamos intercambiado con Francesca antes de su repentino mutismo, fue tan breve como inesperada. Lo que único que pudimos rescatar fue: "Francesca estár desaparecida. Élla huír del Cónvento por se cásar con ún hómbre a quién conocér en viáje de novícias a úna áldea. Élla jamás regresár. Áunque yo y las demas Hérmanas la buscár, no la encontrár. Yo no creér que élla volvér".
>>Mi Tío y yo no supimos como sentirnos. Sobreentendíamos que Francesca se había casado por voluntad propia y amor, pero al mismo tiempo, temíamos que la ausencia de sus respuestas tuviese que ver con su i misterioso marido. Aunque tratamos de consolarnos diciendo que nuestras cartas no habrían llegado a ella pues se habría mudado de la Abadía a una nueva casa, quizás en una aldea desde la que no tenía medios para hacernos llegar sus letras, ambos sabíamos que no era verdad, y con el tiempo, tuvimos que aceptar con amarga resignación que jamás volveríamos a saber de ella, y no pudimos sino rogar porque su vida fuera tan calma y feliz como habíamos intentado que fiera, y tratar de seguir con las nuestras, enterrando nuestro secreto en el rincón más profundo de nuestra alma. Teobaldo regresó prontamente a sus habituales actividades eclesiásticas como si nada hubiese sucedido. Por mi parte, en mí recayó el deber de traer de vuelta el honor que Francesca había "quitado" a nuestra familia, como se acostumbraba a puntuar mi padre con rencor. Yo tenía algo más de veinte años en ese entonces, y no era una oferta tan tentador como lo había sido Francesca y muchas de las chicas que florecieron ese mismo año. Por ello, fui comprometida de inmediato con el mejor partido que pudo dárseme; mi marido, el patriarca de la Casa austríaca Michaelis, y el hombre al que conociste ayer en la iglesia de Los Frari. Me casé con él, pensando que había tenido suerte, porque, siendo yo solo una sombra de lo que mi hermana fue, mis prospectos de matrimonio se reducían a viudos de Casas antiguas y de olvidada fortuna, mucho mayores que yo y que sólo me veían como veía mi padre a Francesca: un objeto de lujo. Pero mi prometido era tan solo un año mayor que yo, apuesto y de una Casa importante. Soñé. Creí. Confié, y me dejé caer en sus brazos. Lo único que encontré en la caída fue el vacío, y luego el suelo. Aquel día le entregué mi fidelidad, mi cuerpo y mi vida entera, para que él hiciese y deshiciese con ellos como desease, y él me dio a mi Salvatore, tu primo, que es más que todo lo que él pudo prometerme y jamás concederme. Ésa ha sido la vida que he tenido por años, y no esperé que algo cambiase. Entonces, diez años después de que Francesca despareciese sin dejar rastro de nuestras vidas, Teobaldo me dio una carta de suya.
>>Podría recitártela entera, palabra por palabra, porque en el transcurso de varias noches no dejé de leerla una y otra vez, tratando de descubrir si la carta era verídica o no, pero me limitaré a resumirte lo que quería decir. Años atrás, Francesca huido de la Abadía de las Incorruptas para casarse con un hombre que había conocido en uno de sus viajes a las aldeas de Éire, tal y como nos había confesado la Madre Superiora en su catastrófica carta, pero había más. Su intrigante marido no era nada menos que un hechicero, un infame siervo de las brujas, un hombre con poderes que las ayudaba a perpetrar sus desnaturalizadas fechorías, a raptar niños para nutrirse de sus vidas y a entregar a otros tantos para que sufrieran peores destinos. Su marido mantuvo esta verdad oculta de ella durante los primeros meses de su matrimonio, pero después de un tiempo de convivir con él, Francesca no pudo evitar dudar de sus frecuentes y largas ausencias, de la forma en la que se negaba a hablar de su oficio o como se ponía en defensiva cuando le preguntaba la razón de sus desapariciones. Su única compañía en sus tiempos de soledad era una jovencita rubia y amable, casi una chiquilla, llamada Orlaith, quien conocía a su marido y de quien se hizo tan cercana, que se dejaba cuidar por ella, bebía sus tisanas para dormir mejor y permanecía con ella en la casa mientras su esposo faltaba. Una noche, en la que su amiga estaba fuera y su marido también, descubrió con horror qué era él y, poco después, que estaba encinta. Se negó a huir, en favor de darle a su hijo una familia, "aunque ésta estuviese condenada al dolor desde el primer instante", como dijo, y trató de ignorar las actividades de su marido, pero un tiempo después, cuando él se encontraba fuera sirviendo a las brujas, ella perdió su bebé. La misma tragedia se repetiría en otras dos ocasiones, siempre de la misma manera: primero, la asaltaban un repentino debilitamiento y una debilidad; después, un dolor indecible le apuñalaba el vientre y el costado, y antes de que pudiese suplicar por ayuda, la vida de otro hijo nonato se escurría entre sus muslos en un reguero oscuro y grumoso. Aunque Orlaith estuvo siempre en aquellos momentos junto a ella, rescatándola de morir con infusiones y curando el dolor de su corazón con palabras amables, en el transcurso de dos años, había perdido la fe en Dios, y en sí misma. Al quedar en estado por cuarta vez, las sospechas y la paranoia se apoderaron de ella. En las noches, las pesadillas de volver a perder a su hijo la asaltaban. En el día, somnolienta y sombría, cualquier dolor la ponía en alerta. Cuando su vientre comenzó a hincharse, tomó unas escasas monedas y se refugió en un convento durante meses, hasta dar a luz. "Mi único hijo nació entonces", dijo, "se llama Ciaran, y es la única razón por la que aún estoy viva".
>>Pero la felicidad no duró demasiado. Su marido se alegró de tu nacimiento, pero al año de vida, cuando manifestaste tu buena salud y se intuyó que sobrevivirías (), tu padre anunció que ya había elegido su destino: serías un hechicero, como él. A Francesca le horrorizó la idea. No podía soportar que su única razón de vivir fuese apartada de ella a tan temprana edad para convertirse en un cómplice de los horribles actos de las brujas. Calló por años e intentó convencer a su esposo de que se retractase, pero él no dio su brazo a torcer. Cuando se acercó tu octavo cumpleaños, decidió escribirle a Teobaldo, explicándole su situación e implorándole por ayuda. Tío Teobaldo envío a algunos hombres a que os buscasen y pusiesen a salvo. Cuando llegaron a vuestra casa, lo único que encontraron fue el cuerpo de Francesca siendo pasto de las llamas, y tú siendo el siguiente.
Lelio carecía de la suficiente fluidez en el idioma como para comprender gran parte de lo que había dicho la mujer, pero sus contados conocimientos, aunados además la forma en la que su expresión se fue tornando cada vez más lúgubre, y su voz más pesarosa, le hicieron comprenderlo. De repente, volvió a sentir los ojos aguados y la misma sensación de la sangre congelándose en sus venas y el peso de sus recuerdos oprimiéndole el pecho, dañándolo, impidiéndole volver a respirar. Sus recuerdos... ¿Qué recordaba él? ¿Qué, que no hubiese sido sepultado en el mar de su memoria, tan hondo que cada vez que intentaba recordar, sentía que se asfixiaba? Fuego, y sangre, y la Muerte... Un sonido metálico lo sacó de su terror.
El medallón de plata que su madre había llevado toda su vida, ahora se balanceaba, su listón enredado en los luengos dedos de Rossella.
—Se dice que medallón ha pertenecido a la Casa Belmondo desde los tiempos de su fundación. Fue dado a tu madre, por ser ella la hija favorita, y a su muerte, me ha sido entregado a mí. Siempre tuvieron la impresión de que odiaba a mi hermana por haber nacido más hermosa que yo, por ser más virtuosa, por obtener sin esfuerzo todo el amor y la atención que jamás me fueron concedidos sin hacer algo para ganarlos — susurró, su voz cargada de un resentimiento mal curado y su mirada alejándose de aquella sala, de aquel momento, de todo lo que existía a su alrededor —. Pero es mentira. Todo lo que dicen es mentira. Yo amaba a mi hermana. Habría dado mi vida por mi hermana...
Lelio se sintió empalidecer. Rossella despertó de su ensoñación, y se giró, tendiéndole el medallón.
—Tuyo es.
El niño apretó los labios, y se negó.
—Es tuyo. Te lo dieron. A ti.
La mujer frunció el ceño.
—Era de Francesca. Aún guardo muchas cosas que me recuerdan a ella. Tú no. Y si yo soy la propietaria, está en mi derecho entregártelo si así lo quiero. Y está en tu obligación y tú buena educación aceptarlo.
Suspiró. Lelio abrió la mano con recelo y dejó que le entregase el medallón. Sintió su frío y su peso en la Palma de la mano, y sintió que lo poco de su pasado que no había sido devorado por las llamas estaba ahora en sus manos. Su mirada cayó hasta el suelo, como si estuviese cansado. Estaba cansado.
—No mereces esto, Ciaran.
La voz comprensiva de Rossella lo hizo volver en sí.
—Lelio... — la corrigió, mirando al suelo —. Teobaldo dijo que mi nombre ahora es Lelio.
Alzó los ojos, y se sorprendió al ver, por primera vez en todo aquel tiempo en el que había estado junto a ella, un rastro de emoción en los rasgos de Rossella Belmondo. Sus ojos verdes se habían vuelto líquidos, y notó el pequeño temblor con que se estremecían sus labios. A pesar de la entereza que translucía el mentón alzado y los hombros cuadrados y erguidos, era claro que estaba conteniendo las lágrimas.
—No mereces nada de lo que ha pasado, Lelio. Jamás permitan que te hagan pensar lo contrario — su dura y fría voz se resquebrajaba conforme el dolor ganaba su batalla contra la serenidad. Una mano buscó la suya, y la acogió en un apretón cálido, casi maternal, mientras que la otra le sostuvo el hombro sobre la áspera túnica —. Nunca dejes que te llamen commune. Nunca dejes que te llamen "bicho raro" o "abominación". Tú madre eligió tenerte, te amó y protegió a costa de su propia vida, y en su ausencia, seré yo quien lo haga.
Se apartó de él.
—Antonella — llamó a la mujer, empleando un tono autoritario y duro —lleve a Lelio a los Baños. De ahora en adelante, no quiero que coma más gruel y nada de sopas aguadas ni pan añejo. Todo lo que coma y vista, correrá de mi cuenta.
—Pero, signora, eso, sin la aprobación de su signore esposo — renegó la mujer.
—¿En qué idioma hablo para que no me hallas entendido? Te he dicho que de ahora en adelante, este niño va a ser mi protegido. Vas a cuidar de él en este lugar... y pobre de ti si me entero de que no lo haces bien.
Antonella se encogió, como una rata aplastada bajo la suela de un zapato.
—Esa mujer es el Mal... — gruñó, mientras le indicaba a Lelio que la siguiese
12.) Mortala: Implacable y mortal. Alude, además, a la ausencia de un mundo mejor después de la muerte.
13.)Eufemismo para referirse a la primera regla.
14.) En la antigüedad, la tasa de mortalidad infantil era muy elevada, siendo causada en su mayoría por enfermedades, accidentes, escasa higiene, entre otros factores. Que un bebé sobreviviese al primer año de vida y mostrarse una buena salud era considerado como un milagro y augurio de que su vida no terminaría prematuramente.
R: Han pasado 84 años.jpg :v
No es broma, planeaba escribir esto antes de Año Nuevo, pero lo alargué y postergué y... aquí estamos.
Mañana editaré todo, porque sé que he cometido un montón de errores por publicarlo rápido hoy, y me faltan varias notas a pie de página.
Ha sido un placer publicar este capítulo después de tanto tiempo.
Se despide por un tiempo indefinido: R. M. Elster.
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