𝐂𝐀𝐏Í𝐓𝐔𝐋𝐎 𝐈𝐈:
Beltrán Calabrese tenía quince años y una mirada mucho mayor atrapada en el fondo de sus ojos grises. Su rostro, siempre contraído en un gesto hostil que mantenía a prudente distancia a todo aquél que quisiese acercarse, parecía incapaz de mostrar serenidad o simpatía. La noche en la que signore de Valancourt se desembarazó de aquel niño sucio y aturdido, dejándolo frente a su puerta sin más despedida que un "buenas noches", su expresión no varió demasiado. Durante un rato después de que el hombre abandonase el lugar, sometió al chiquillo a un escrutinio tan afilado como el filo de una Tryarcos, y al cabo de un rato, al no recibir ninguna mirada en respuesta, torció sus labios en una mueca impaciente.
—¿Vas a quedarte a dormir en la puerta o qué? — le había ladrado sin simpatía. El niño, que hasta entonces había mantenido la vista fija en algún punto indiscernible de la oscura galería, la giró hacia él, sobresaltado al salir de su silencioso trance.
El pequeño intruso tenía unos ojos demasiado grandes e intensos para resultar agradables, dos pozos oscuros y vacilantes en un rostro frágil y translúcido como el papel mojado. Desorientado y cubierto con aquella enorme capa de hombre, le recordaba demasiado a un cervatillo a la merced del arcabuz (11) de un cazador como para mantenerse indiferente. Al recordarlo a la mañana siguiente, mientras se preparaba mentalmente para otra jornada infernal en el Salón de Entrenamientos, no pudo evitar torcer la boca con amargura ante la ironía de la situación: Aquel niño extraño había logrado despertar en él un sentimiento desconocido, un instinto de protección que, si es que lo había tenido, había enterrado ya mucho tiempo atrás en los confines de su memoria, al llegar de la mano del maese a aquel lugar. No tenía que olvidar que el respeto o la piedad se los dejaba a aquellos que estuviesen en condición de permitírselos.
Podría haber sido más cuidadoso, más comprensivo con aquel niño desorientado y lleno de preguntas sin responder. Pero al comienzo de la primera noche que compartieron, se limitó a agarrar su brazo y meterlo de un tirón dentro del cuarto, para luego cerrarlo. El sonido del portazo resonó en la pequeña habitación e hizo que el niño se encogiese.
No había mucho que enseñar. Aquella pieza se parecía más a la celda de uno de esos abnegados monjes que al cuarto de un muchacho, y decía todo lo que debía de saber de él; sus toscas paredes y techos de piedra, la gruesa cruz de madera coronando el cabecero de la cama a la que no dirigió ninguna mirada al entrar, y el cajón con una palangana de agua y la única muda de ropa envuelta, contaban que no tenía fortuna, ni pasiones, que era un ser solitario y austero que había sobrevivido con lo mínimo y pensaba seguir haciéndolo mientras fuera necesario. Lelio no vio la figura del caballo y el dibujo del palazzo, los únicos objetos que Beltrán había podido conservar de su vida anterior al Conservatorium, el maese y el destino que nunca eligió, porque éstos permanecían ocultos bajo una de las pesadas losas que conformaban suelo.
Beltrán no habló. Se limitó a sentarse sobre el duro camastro sin hacer amago de invitarlo a unírsele y a analizarlo con una mirada notablemente desagradada.
—Apestas a sudor y a sal — fue lo primero que dijo, tras unos momentos de silenciosa observación. Lelio ladeó la cabeza, confuso, pero al entender sus palabras se ruborizó con vergüenza y, tratando de rehuir el gesto de su compañero, se olisqueó el hueco del codo y luego el hombro. Confirmó el veredicto, y otra vez sintió su cara enrojecer.
—¿Sentar? — le preguntó con torpeza, apoyando la mano en la cama para explicarse. Beltrán intuyó, por lo vacilantemente que aquella sencilla palabra había salido de sus labios, que el niño a penas podía hablar su idioma.
—No creo que a Leon le haga mucha gracia que duermas en el suelo como un animal, así que sí, adelante — le dijo. El intruso pareció entender mejor sus palabras de lo que podía hablar, porque respondió sentándose en el extremo opuesto de la cama, evitándolo todo lo que le era posible.
Después de unos instantes de incomodo silencio, Lelio solo acertó a preguntar: —¿Es bueno? ¿Este sitio? Leon... Él dijo que...
Beltrán golpeó sus rodillas, sobresaltándolo.
—Mira — le gruñó, con más brusquedad de la que pretendía —, sea cual sea el motivo por el que hayas venido, no fue una buena idea. Te aseguro que habría sido mejor que hubieses quedado en la calle pasando hambre, que te rompieses la espalda a trabajar. Pero estás aquí, y eso ya es malo para...
Lelio estalló: —¡Yo no estoy aquí por qué quiera! ¡Yo no quiero estar aquí! ¡Pero mis padres están muertos, eso me trae aquí porque este es el único lugar que me queda ahora!
Beltrán no habría reparado en la rudeza de sus palabras si no lo hubiese oído gritar de esa manera. Su voz era temblorosa, y se rompió en las últimas palabras. El niño estaba dolido. Su boca temblaba y vio una línea de lágrimas trazarse en el borde de sus ojos. En ese momento, el muchacho sintió una sensación horrorosa pesándole en el estómago. Culpa, quizás. Trató de acercarse, pero el niño solo retrocedió, abrazándose a si mismo, y comenzó a sollozar.
—No llores, ¡no llores! Está bien, no llores por favor — dijo estresado, pero el niño no tendía razones. Su cara estaba roja y arrugada por el lloro, y comenzaba a respirar estentóreamente.
Aquel llanto, ese espantoso sonido que solo sonaba en sus pesadillas, amenazaba con hacerlo llorar a él también. Entonces, en un acto de desesperación, lo agarró por los hombros y estampó su cara contra su pecho. Lo abrazó, acezante. El niño trato de forcejear con él, de separarse, pero después de unos momentos se rindió ante el abrazo y dejó derramar el más amargo de los sollozos, correspondiéndolo.
—Lo siento — se disculpó apenado, tratando de hablar más dulcemente —. Lo siento. No quería hacerte llorar. Yo sólo quería...— "Advertirte. Pedirte que huyeras", le habría dicho.
Pero no lo hizo. Las palabras murieron en sus labios, pero en cambio, se inclinó y trató de enjugar el rastro de las lágrimas en el rostro de su compañero. Deslizó el pulgar áspero contra su mejilla, suavemente, tratando de no arañarlo.
—Lo siento — volvió a disculparse, más para sí mismo. El niño guardó silencio, sobrecogido.
"Tiene ocho años", pensó, casi tan horrorizado por su falta de tacto como por su situación, "y han matado a sus padres, Dios Mío". Le dirigió un rápido escrutinio. Lelio era la imagen del dolor, de la confusión y del desamparo. Estaba encogido a una lado de la cama, con la ropa sucia y arrugada y la cara aún sonrojada por el llanto.
Gateó hasta él y trató de tocarle el hombro, pero el niño rechazó su toque como si estuviera hecho de agua helada. No podía juzgarlo. Beltrán se sentó en el centro del camastro, derrotado, hasta que una idea absurda llegó a su cabeza. Se volvió a acercar a Lelio, que se aovilló cuando lo notó cerca suyo, y cantó.
—"Il mio bambino, il mio bambino spaventato..." — entonó aquella canción que tantas veces había oído cantar a algunas madres a sus hijos. Recordaba la ternura, el amor prendido en los ojos, como acunaban a los bebés en los brazos, y cómo habría deseado haber sido él quien recibiese ese cariño —... "Ero imprigionato e tu mi hai liberato".
Lelio volvió el rostro lentamente. Su pelo apelmazado le velaba la cara. Beltrán hizo una pequeña mueca, y se acercó más.
—"Il mio bambino, il mio bambino coraggioso"— siguió, convencido de que el pequeño lo entendía —" senza di te la mia anima non ha riposo".
Dirigió su mano hacia el cabello. Aquella vez, Lelio no se apartó. Beltrán despejó su frente de los rizos resecos que se derramaban sobre su cara, ocultando sus ojos hinchados y llorosos.
—"Il mio bambino, il mio bellissimo bambino" — terminó, acostándose a su lado sin tocarlo — "nel mio cuore ti avrò sempre, mi bambino".
Para ese punto, Lelio ya lo miraba de frente.
—Cantas bien — musitó débilmente. Beltrán hizo un gesto parecido a una sonrisa de agradecimiento. Le pidió que le enseñase las manos y solo entonces percibió la venda.
—Mañana te cambiaré esto. Podría quedarte una cicatriz si no te lavas la herida — le dijo con lentitud, señalando el vendaje manchado que le envolvía la mano. Lelio solo asintió con la cabeza —. En serio, debes pedirle a Antonella que te deje bañarte lo antes posible. Hueles a muerto — dijo con amabilidad, aunque con la nariz arrugada. El niño no pareció entenderlo demasiado, pero se rió un poco.
Beltrán lo hizo tumbarse con suavidad, y lo cubrió con las mantas hasta el pecho. Era invierno, y las paredes, por gruesas que fueran, exudaban el frío y la humedad de una cueva. Se tumbó a su lado, en silencio, velando su sueño.
Aquel día, mientras Lelio comenzaba a dormirse a su lado, hizo un juramento. Un juramento irracional e insensato, pero el único al que daría verdadero valor.
Protegería a Lelio Beltane, hasta que la Muerte se llevase a uno de los dos.
Así sería.
...
Un empellón lo devolvió al presente. Una fuerza cuyo autor no identificó en el momento lo hizo trastabillar y caer de espaldas sobre el suelo de piedra de la Sala de Entrenamientos, rasguñándose las palmas de las manos con las que torpemente intentó frenar su brusca caída. Al alzar la mirada, tomado de ira y humillación, no tardó en reconocer el rostro luengo y pecoso de Maso Molinari, uno de sus compañeros de armas.
Sabía que en otra ocasión no habría conseguido noquearlo. A pesar de tener su edad, Maso era notablemente bajo y delgaducho que él, y su fuerza tenía mucho que envidiarle a la suya. Pero era rápido y astuto como un zorro, así que había sabido ver su distracción y no había desaprovechado su oportunidad para burlarlo.
Sin embargo, no hizo amago de inclinarse a ayudarlo o siquiera de preocuparse y pedirle perdón, como habría sido de esperar en otros deportes. Beltrán tampoco lo esperaba. Sabía que la Caza no era un deporte y ellos no eran compañeros. Además, los aspirantes a Cazadores vivían expuestos a una atmósfera saturada de rivalidad y por ello, tanto bajo el escrutinio del maese como no, cada oportunidad de desvalorizar el potencial de sus compañeros era explotada al máximo. Las palabras "hermandad" y "lealtad" no tenían valor entre aquellos niños prematuramente convertidos en adultos.
Levantándose, Beltrán pensaba en gritarle alguna frase degradante, pero la entrada del maese lo detuvo en seco.
—Buenos días, muchachos — saludó.
—¡Buenos días, maese! — reverenciaron los niños con gran respeto. El hombre sólo acertó a sonreír, con aquella sonrisa que jamás le llegaba a los ojos y que, más que alegrar, incomodaba. No era algo extraño de ver en él.
Cyrano Della Sega tenía el cabello plateado como el de un anciano, ondulado y largo hasta rozarle el cuello de la camisa, pero su rostro moreno y afilado era infinitamente más joven de los treinta y seis años que decían que había cumplido aquel mismo invierno. Se movía con una agilidad felina dentro de sus ropas negras y tenía una voz siseante y persuasiva que se metía bajo la piel y en la mente.
Aunque nunca había visto al maese levantar la mano para castigar a alguno de sus compañeros de armas o siquiera a sí mismo, Beltrán había conocido de primera mano que nunca había que darle razones para hacerlo. No tenía un ápice de respeto por él, pero sabía que le convenía mantenerse a su lado y al mismo tiempo alejado de él. Casi sin darse cuenta, su mano rozó la piel cicatrizada de su nuca, visible debido a su corto cabello castaño oscuro. Era el único a quien Cyrano no había autorizado a dejarse crecer el pelo hasta media nuca, como los otros aspirantes, pero Beltrán conocía la razón detrás de ello. Sabía que él servía de recordatorio a los otros muchachos sobre el castigo por la insolencia.
Detrás de la silueta enfundada en negro del maese, se sorprendió al descubrir las miradas preñadas de interés de siete hombres desconocidos. Todos ellos vestían ropajes impecables y el emblema de las Casas bordado en hilo de oro en la pechera de sus jubones, los distinguían como los representantes de cada familia. Por un momento, se preguntó qué había traído a aquellos hombres bien educados y nobles a aquel lugar que distaba mucho de lo que las Casas pretendían ser, pero Cyrano se adelantó a dar explicaciones.
—Hoy tenemos el placer de contar con la presencia de los signores Umberto Da Ponte, Jonas De Michaelis, Manfrid Engel, Leandro De Novara, Ignasi Fortuny, Elijah Rieder y Maurice De Mordaunt — los presentó el maese —. Muchachos, algunos de estos honorables caballeros, entre los que he de destacar al signore Maurice y a Ignasi Fortuny, han viajado desde las Raíces de sus Casas para presenciar el entrenamiento del día de hoy, y notificar los avances a sus familiares. ¿No es eso un honor inmerecido, queridos míos? — terminó por preguntar, apelando a un tono meloso que emplearía para dirigirse a un bebé o a una cría de gato.
Los aspirantes, también Beltrán, respondieron afirmativamente al unísono.
—Fantástico. Hoy será un día muy instructivo para los signores, y para vosotros también — informó con su sempiterna suavidad. Sus ojos negros pasearon por la habitación hasta detenerse en Beltrán y en Maso. Como desconociendo o, todo lo contrario, intuyendo el conflicto que se había desatado antes de su llegada, sus labios perfilaron una pequeña sonrisa, y añadió —. Ya que estabais entrenando juntos cuando entramos, me gustaría que vosotros, Beltrán Calabrese y Tommaso Molinari, seáis quienes tengan el honor de realizar la demostración de hoy. ¿Os parece eso una buena idea, mis chicos?
Ambos asintieron con fuerza. Mientras lo hacía, Beltrán sintió escozor en la raspadura de sus manos y solo las crispó en puños a ambos lados de su cuerpo. Ya pasaría. No era momento de mostrarse débil, no con las miradas y la atención de los miembros de las Casas puestas en su persona. No aquel día. Nunca.
Haciendo alarde de su conocida virtud de buen anfitrión, Cyrano convidó a los representes a tomar asiento en las gradas de madera que rodeaban la Sala de Entrenamientos y a acomodarse como prefieres en. Cuando todos se hallaban ya sentados, y los otros aspirantes se habían retirado hacia las paredes, dejando gran espacio para el desarrollo de la práctica, Beltrán se sintió inquieto. Maos y él ya habían juntado espaldas y esperaban ansiosamente a la señal del maese para dar comienzo al enfrentamiento. Cyrano hizo un gesto con la manos, y ambos se separaron doce pasos, como correspondían en los entrenamientos cuerpo a cuerpo, para luego darse la vuelta y encarar al otro.
—Preparados. Listos... — sonrió sin ansias —. Cazad.
Esa era la señal. Para sorpresa de todos, Maso fue el primero en reaccionar. Giró sobre sus talones con una velocidad animal, y como si fuera uno, salió corriendo hasta Beltrán, noqueándolo y arrojándolo al suelo. Él no había estado preparado para el repentino golpe, y cayó con un pequeño grito de sorpresa. Antes de que Maso pudiese mantenerlo allí, se levantó con un impulso y le arrojó una patada en la espinilla que le arrancó un resuello de dolor e ira. Se giró y corrió detrás de él, dispuesto a propinarle un golpe en la nuca que lo habría hecho caer bocabajo, y así poder someterlo, pero no pudo conseguirlo.
Antes de llegar a sus espaldas, Maso logró aferrarlo del codo y, utilizando toda su fuerza, lo lanzó de cara al suelo, como un costal de harina, y lo sometió clavando su bota en su espalda. Sintió el zapato oprimiendo su columna con tanta fuerza que creyó oír un crujido y, casi pudo vislumbrar la silueta de la suela grabada en su piel enrojecida por espacio de varios días, como tantas otras heridas que sufría durante los entrenamientos. Retenido en el suelo por el pie de su rival, se sentía como una cucaracha siendo aplastada con una lentitud enloquecedora y degradante. Maso rió. Una sonrisita nerviosa tomó el poder de sus labios, y sus grandes ojos se estrecharon.
—Aquí estás, Beltrán — canturreó en un jadeo, victorioso —, en el suelo mugriento del que nunca debiste salir.
Desde su asiento en la grada, Cyrano Della Sega lo observaba con decepción y una sonrisa burlesca, como corroborando las palabras de su adversario. Los demás aspirantes, desde sus posiciones en la pared, secundaron el comentario de Maso con puyas y asentimientos muy sentidos.
La humillación le humedeció los ojos y le hizo arder la cara y el orgullo. Las palabras de su rival se repetían en su cabeza como una funesta letanía que jamás debería haber oído. Creyó que se rendiría, que lloraría como el crío que nunca le habían dejado ser, pero entonces Maso lanzó una pequeña carcajada y escupió en su cara, proclamándose a sí mismo como el vencedor de aquella pelea. Sintió la saliva tibia y viscosa deslizándose con lentitud por el puente de su nariz y encima de su boca, y el asco y el odio, y solo pudo ver rojo. Un impulso asesino lo hizo alzar la cara, resollando como un animal malherido, y lo hizo.
Moviendo su cuerpo, Beltrán enterró los dientes en la pierna de Maso, hasta que sus labios hicieron contacto con la carne y sintió el sabor metálico de la sangre humedeciendo su lengua y abofeteando su paladar. Lo hizo con una fuerza descarnada y visceral, con una furia que hacía ya mucho tiempo que no le era ajena, como si fuese una fiera hambrienta y quisiese desgarrarle la pierna bajo el pantalón. Quería herirlo, quería oírlo implorar por su perdón y quería borrar ese aire de superioridad de su cara y de la de todos los otros chicos. No le importó el grito mudo que profirió Manfred Engel, ni la mirada asqueada de Ignasi Fortuny. En ese momento, solo le importo que él, Beltrán Calabrese, había experimentado algo tan prohibido como necesario: la sensación de ser, por primera vez, el predador y no el cazador que debía de ser.
Fue como estar en un trance. Pasarían años para que volviese a sentir el dulce veneno de la crueldad y el dominio fluyendo por sus venas. Pero en ese momento, aquello fue más que suficiente.
Un grito de dolor y miedo rompió la garganta de Maso, que aflojó su pisada y lo alejó, propinándole un brutal puntapié en el vientre. Beltrán notó los músculos de su abdomen contrayéndose en un quejido de agonía bajo su piel, pero desoyó ese ruego de descanso y volvió a incorporarse apoyándose en sus temblorosas rodillas. Maso tenía la boca empequeñecida en un rictus de sufrimiento y los ojos cargados de cansancio y odio. Desde sus palcos, los representantes de las Casas habían empalidecido mortalmente, y algunos de ellos ya no tenían fuerzas para seguir siendo espectadores y cómplices de aquel sangriento espectáculo. Cyrano Della Sega, quien, para sorpresa de ninguno de los compañeros de armas y horror de los representantes, permanecía inmutable, seguía los avances con un gesto levemente interesado.
Se sentó a horcajadas sobre el abdomen de Maso y comenzó a golpearlo ininterrumpidamente y sin apelar a la más mínima piedad, hasta que no supo si la sangre que teñía sus nudillos era la suya o la del destrozado rostro de Maso. Su víctima no puso oposición; simplemente no tuvo posibilidad de defenderse. Se rindió, alzando las palmas de las manos en humillante señal de derrota, pero Beltrán no repararía en aquel gesto sino mucho más tarde. En aquel momento, cuando la ponzoña del odio y la ira palpitaba en sus sienes, no tenía capacidad de detenerse. Solo cuando oyó el pequeño aplauso de Cyrano Della Sega, supo que todo había acabado. Se apartó de su oponente, y por primera vez desde que se abalanzó sobre él, lo vio.
Maso Molinari tenía la cabeza recostada en el suelo, los párpados entornados y un hilillo de baba sanguinolenta que reptaba desde sus labios rasguñados hasta su cuello. Sus facciones se habían desdibujado bajo la carne maltratada y cubierta de moretones en la que Beltrán había convertido su rostro. Le había roto la nariz, que sangraba profusamente, ensuciando el pecho de su camisa y discurriendo por su cara hasta tocar el suelo. De no haber sido por el silbido ronco que exhalaba, tratando de aferrarse a su aliento y quizás a la vida, y por el pequeño gemido de dolor que emitió cuando dejó de golpearlo, habría pensado que estaba muerto. Que lo había matado con sus propias manos.
Salió de su estado de horror cuando vio al maese sortear a los horrorizados representantes de las Casas para bajar de la grada y recoger sus convulsos hombros como si fuese un amigo a quien hubiese encontrado bebiendo en una fonda.
—¡Muy bien hecho, Beltrán! — lo felicitó, propinándole una palmada en la espalda, donde aún sentía la presión de la bota de Maso amenazándolo con aplastarlo como a un insecto indeseable —. Lo has vencido como un auténtico Cazador haría.
Cyrano se giró hacia los hombres, sonriente, casi pletórico. Beltrán estaba encorvado, recogido bajo su brazo como un niño asustado, con la cara congelada y la vista fija en sus manos ensangrentadas por la reciente lucha. "Creía que lo había matado", pensó. "Podría haberlo matado". Y nadie lo habría detenido. Él no se habría detenido.
—¡Éste es el futuro de las Casas! — gritó alegremente el maese —. ¡Si estos chicos son capaces de derrotarse entre ellos, serán capaces de derrotarlas sin problema!
Beltrán miró una última vez sus manos. "Derrotarlas, a todas y cada una de ellas", pensó, como si sus pensamientos fueran el eco de palabras que ya había oído decir antes. "Por el bien común. Por todos. Por mi supervivencia", se dijo, antes de alzar la mirada hasta los representantes de las Casas.
"Hasta la última bruja".
...
La mañana llegó fría y solitaria para Lelio. Acostumbrado a despertar junto al cuerpo tibio de su madre o, en las escasas ocasiones en las que su padre estaba en la casa, cerca de su cuarto, amanecer en cama vacía en una habitación que, a oscuras, a penas sí reconocía, lo hizo entrar en pánico por un momento, antes de que el olvido característico a la reciente consciencia diese paso al recuerdo de los últimos acontecimientos. Aún sentía las mejillas extrañas allí donde Beltrán había secado sus lágrimas. Agitó la cabeza, y volvió la mirada hacia el otro lado de la cama, donde recordaba que Beltrán había dormido con un brazo sobre él. Beltrán...
—¿Beltrán? — lo llamó. Su lado en el pequeño camastro estaba vacío, y las sábanas pulcramente extendidas, casi como si nadie hubiese tomado allí.
Antes de que pudiese llamarlo otra vez, la puerta se abrió con un chirrido. El ansioso rostro de una mujer, a la que calculó pocos años menos que Teobaldo, asomó por el umbral, y deslizó la mirada por el interior del cuarto hasta dar con él.
—¿Qué haces aún desvestido? — lo recriminó, entre sorprendida y severa — ¡Vamos, ragazzo, el desayuno ya va a ser servido!
Asintió nerviosamente, antes de que la mujer abandonase el cuarto dando un portazo con la misma rapidez con que había aparecido. Se levantó y reparó en un discreto hatillo de prendas, diferente al que pertenecía a Beltrán, que alguien había debía haber dejado a su lado mientras dormía. Al deshacerlo, constató que las ropas que le habían sido cedidas le quedaban grandes, y consistían en una basta túnica ceñida con un cordel a la cintura, unas toscas calzas color tierra y unos castigados zapatos a juego. Tampoco podía quejarse. Su propia camisa de lanilla gris aún tenían manchas de sangre seca y humo y, como había dicho Beltrán la noche anterior, hedía a sudor. Su cuerpo estaba agarrotado de sueño y frío, y tuvo que sostenerse de uno de los postes de la cama para no perder el equilibrio mientras se deslizaba dificultosamente dentro de las prendas. Casi cuando terminó de vestirse, la mujer volvió a entrar sin hacer amago de llamar a la puerta, y le indicó con una seña que la acompañase.
Antonella —así se había presentado la mujer, y quien él suponía que era la mujer que Beltrán le había mencionado anteriormente— lo guió por los mismos pasillos que horas antes había transitado de la mano de Leon, y que en la luz desvaída de la mañana habían perdido toda su aura amenazante. Estatuas de ángeles de expresión severa y de hombres y mujeres de rostros casi tan bellos como sufrientes franqueaban la galería. Había altos vitrales a modo de ventanas, en los que la fría luz invernal penetraba fragmentándose en mil colores distintos, y en los techos de bóveda podía distinguir lo que debían de ser algunas inscripciones en lenguas ignotas, pero no podría haberlo jurado, pues no sabía leer ni escribir.
Tras un rato de caminata a través de los corredores, desembocaron en un lugar lleno de bullicio, donde el sonido de las cucharas golpeando el fondo de las escudillas se unía al de las conversaciones de los otros niños que desayunaban allí. El Comedor colindaba con la cocina que había conocido la noche anterior. Dos enormes mesas paralelas y sus respectivas sillas eran las únicas piezas de mobiliario allí. La única fuente de luz eran las ventanas, esta vez sin vitrales tintados de colores.
La primera mesa estaba abarrotada de chicos vestidos igual que él, aunque algunos ya eran mayores, más incluso que su huraño compañero. La segunda la ocupaban unos pocos, pero habría sido imposible ignorar que todos ellos estaban enfundados en trajes de piel y terciopelos con los que Lelio solo habría podido soñar. Se sentó en el lugar más alejado, donde nadie lo saludó, y de hecho, dudó que reparasen en su presencia. Mejor para él.
Una mujer que estaba en la derecha le sirvió un tazón de gruel, un potaje de cereales grumoso y descolorido que se habría sentido tentado en descartar de no haber sido por el gesto asesino que la cocinera le dirigía desde el otro extremo del Comedor y el hambre que le atenazaba el estómago. Alzó la cuchara y vacilante la llenó. Tomó cada cucharada disimulando lo mejor que podía su asco y terminó todo lo rápido que pudo. Al levantarse, dos niños de la segunda mesa, vestidos de terciopelo azul y verde oscuro respectivamente, se aproximaron a él con resolución. El primero tenía los ojos del azul más límpido que jamás había visto, y los pequeños rizos dorados que enmarcaban su rostro acrecentaban aún más su aura angelical.
—¿Tú eres el niño que signore de Valancourt trajo la otra noche? — preguntó.
—¿Quién? — repitió, desorientado.
El niño de pelo castaño resopló: —Leonard de Valancourt. Rubio. Voz rara. Sonríe mucho... — dijo, gesticulando con los dedos como si dibujase un retrato del aludido en el aire. Lelio entendió.
—¿Te refieres a Leon? Sí, él fue quien me trajo aquí. ¿Sabéis donde está?
—Yo soy Vicenzo, de la Casa Da Ponte — se presentó ceremoniosamente el niño rubio, ignorando su pregunta.
—Y yo Dario, de la Casa De Novara. ¿Y tú eres...?
—Cia... — recordó la advertencia de Teobaldo, y repuso con gravedad — Lelio.
Ambos niños cruzaron una mirada intrigada.
—¿Y tu Casa es? — preguntó con impaciencia Dario.
Lelio tragó saliva. Ya había oído varias veces mencionar esa palabra: Casa. Presentía que no se refería a donde vivía, pero prefería internarlo.
—Bueno... ahora vivo aquí — contestó con inseguridad. Vicenzo abrió sus ojos como si hubiese dicho algo inaudito, y Dario frunció el ceño.
—¿No pertenece a ninguna Casa Ancestral? ¿Signore de Valancourt trajo un sucio Commune al Conservatorium? — preguntó inquisitivamente, como si dudase de que existiese tan remota posibilidad.
Como si hubiese sido invocado, Leon de Valancourt hizo acto de presencia en el Comedor, casi al mismo tiempo en que un grupo de chicos mayores entraron al lugar. Todos eran más altos que Lelio, estaban curtidos de sol y vestían toscas ropas de lino. Venían murmurando palabras ininteligibles entre ellos. Entendió "roto", "sangriento" y "monstruo", pero cuando quiso aguzar más el oído, Leon ya se encontraba apostado a su lado y le había pedido que se levantase. "Hay una mujer esperando por ti en el Salón de los Cinco", le susurró al oído, para que los demás chicos en la mesa ni los niños bien vestidos que lo habían acosado a preguntas pudiesen oír sus palabras. Lelio asintió, y alzó la vista con intención de despedirse con alguna excusa meridiana de los niños, cuando, del grupo de chicos mayores, distinguió una cabeza morena y unos ojos del color del cielo de invierno. Una cabeza que se giró a mirarlo, distinguiendo su cabellera rojiza entre las castañas de los otros que comían sentados en la primera mesa.
A la luz de aquel día, Lelio reparó en un pequeño lunar en el pómulo derecho que había pasado inadvertido la noche anterior, y en que Beltrán era más alto e intimidante de lo que había podido intuir. Vio como lo saludaba, pero en ese momento, Antonella lo apremió en acompañarla hasta el Salón de los Cinco, y se marchó sin mirar atrás.
Detrás de él, Beltrán frunció el ceño, inquieto.
...
Antonella lo despidió en el umbral del Salón con un gesto afirmativo.
Tal y como le había dicho Leon, una mujer lo aguardaba sentada en el Salón de los Cinco. De no haber sido por el pequeño movimiento de sus manos, que jugueteaban con un abrecartas de plata con una "B" gótica grabada en la base de su empuñadura, habría estado condenado a confundirla con una de las tantas estatuas sobrecogedoras de mártires y ángeles que había visto que poblaban los corredores del Conservatorium. Su cara era demasiado blanca, demasiado vacía de emociones, con pómulos afilados y una nariz tan fina y recta que resultaba cruel; sus ojos, dos orbes de un frío color verde, velados a medias bajo unos párpados cansados, no delataban humanidad o vida alguna. Incluso el vestido, confeccionado en un terciopelo que viraba del negro al rojo más oscuro según el ángulo en que la luz incidiese sobre él, se cerraba sobre su angosto cuerpo con tanta cercanía que parecía haberle sido cosido a la piel de alguna manera aterradora.
Aprensivo y mudo, Lelio permaneció inmóvil en el umbral, incapaz de dar un paso que lo acercase más hacia aquella aparición tan intimidante, siguiendo calladamente el gesto de aquellas manos que jugaban con el filo, y preguntándose si aquella desconocida lo había citado allí a solas para clavárselo en la garganta. Unos instantes después, y como si hubiese notado la temerosa presencia del niño, la mujer alzó el rostro hacia él y Lelio se encontró frente a unos ojos que compartían el mismo color que los de su madre y la misma oscura frialdad que la noche en la que la perdió.
Ninguno de los dos articuló d palabra. La mujer se incorporó, dejando el afilado abrecartas sobre la silla que antes ocupaba, y deshizo en zancadas la distancia que lo separaba de Lelio. Cuando llegó a su altura, extendió una garra enfundada en un guante negro de piel hasta su rostro, y Lelio apretó los párpados con temor, y su mejilla se encogió aún mas, como intuyendo un golpe que nunca llegó. Por el contrario, la mujer solo acarició superficialmente su cara con el dorso de la mano enguantada, antes de retirarla con la misma enloquecedora lentitud con que la había dirigido hacia él.
—Supongo que no sabes quién soy — comenzó, intentando que su voz hueca fuese cercana —. Ni dónde estás, ni porqué te han traído aquí.
Intimidado, solo acertó a asentir con la cabeza.
—Mi nombre es Rossella Belmondo — se presentó —. Ayer conociste a mi tío, Teobaldo. Y, mucho me temo, que a mi marido también.
Su mente recordó fugazmente el día anterior, la iglesia en penumbras, el hombre cruel y despectivo y el otro, el de la túnica negra, el que lo había defendido y despedido con lágrimas en los ojos, y el que le había dado un nuevo nombre y la intriga de lo que estaba pasando allí. Asintió, incapaz de articular una palabra, mientras los espectrales ojos verdes de aquella mujer no se separasen de él.
—Fui notificada de lo que sucedió, y permíteme decirme lo mucho que lo siento — dijo —. Tu madre fue una mujer excepcional, y muy querida por nuestra familia, la Casa Belmondo. La eché de menos cuando se fue. La echaré de menos siempre, Lelio. Era mi hermana.
Él guardó silencio. Recibió la revelación como si recibiese una bofetada por primera vez: pálido y desorientado, incapaz de asimilarlo. Por un fugaz momento, se preguntó si alguna vez su madre le había hablado de una hermana, de una familia que vivía en Venecia, de un Conservatorium...
—Mi tío cree que aún eres muy joven para saber — prosiguió —. Pero es injusto que hayas sip sacado del lugar en el que creciste y puesto en este... sitio, sin ninguna explicación. Y la mereces.
Se sentó en una de las sillas cercanas, y le indicó que la secundase.
—Tu madre no era cualquier mujer. Ella era mi hermana, una Belmondo en consecuencia. Ya habrás oído hablar a mi marido mencionar las Casas, ¿no es así? — le preguntó, y él cabeceó afirmativamente —. Las Casas Ancestrales fueron las primeras familias que hubieron en nuestro Mundo. Nadie sabe estimar con certeza el tiempo en el que surgieron, pero fue hace tanto tiempo, que no se recuerda una época y una nación sin sus Casas. Los Belmondo, tu madre y yo, y tú por extensión, pertenecemos a una de ellas. Y las Casas se han dedicado a un único cometido desde que existieron. ¿Sabes cuál es?
Lelio negó. Tenía la boca seca. Fogonazos de recuerdos asaltaron su memoria. Su madre. El cuchillo retorcido. Sus últimas palabras. Sus últimas palabras...
—Las brujas — afirmó ella —: Cazar brujas.
11.) Arcabuz: Arma de fuego portátil, antecesora del mosquete, cuyo se extendió entre los siglos XV y XVII.
También quisiera adjuntar la traducción al español de la nana que le canta Beltrán a Lelio:
"Mi bebé, mi niño asustado // yo era preso y tú me has liberado
Mi bebé, mi niño valiente // sin ti mi alma no tiene reposo
Mi bebé, mi niño hermoso // en mi corazón te tendré siempre".
R: ¿Qué os está pareciendo la historia? ¿Qué otras cosas creéis que le contará Rossella a Lelio?
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