𝐂𝐀𝐏Í𝐓𝐔𝐋𝐎 𝐈:
Mediados del décimo mes, 1558.
La quemadura le palpitaba cuando abrió los ojos.
Toda memoria de los últimos tiempos se había vuelto difusa, imprecisa, y se había reducido a unos escasos fogonazos de agónica lucidez. No sabía si habían pasado meses o días desde que oyó a sus padres morir al otro lado de la pared y el fuego estuvo por reunirlos de nuevo en la Muerte, porque se negaba a creer que todo aquello era real, y aunque solo deseaba que fuese una pesadilla y despertar jadeando al lado de su madre, en el fondo, sabía que por mucho que volviese a despertar ella ya no estaría a su lado.
Tardaría años en tener el valor o la desesperación para reunir los pedazos de recuerdos que su mente atormentada había dejado desperdigados. Sus padres habían sido asesinados, la casa estaba ardiendo y la asfixia y el terror de su casi muerte lo hicieron perder conocimiento. Despertó en los brazos de un hombre desconocido, con la ropa y las rodillas sucias de sangre y hollín y la mano herida envuelta en un trozo de tela. Lejos, su casa ardía en llamas. Cuando quiso hablar, sólo pudo toser ásperamente. Recordaba que el hombre y los otros que lo acompañaban lo habían conducido a una playa; la oscuridad, el aroma salino, y el rumor de las olas muriendo en la orilla, y de los hombres hablando tan rápidamente entre ellos que a penas sí pudo comprender una palabra. La silueta de algunos barcos a penas se distinguía del cielo nocturno. La siguiente vez que despertó, estaba dentro de una bodega, y el eco del agua rompiendo contra el casco fue la prueba irrefutable de que se habían hecho a la mar. No recordaba cuanto tiempo había pasado encerrado en las entrañas de aquel barco, o si había agobiado con preguntas inútiles a los hombres que lo habían rescatado sobre donde estaban o, más bien, a donde se dirigían, porque, por primera vez en su nerviosa y breve vida, había permanecido completamente mudo, quieto y ausente; catatónico, en una palabra.
Pero aquel día, jamás lo olvidaría.
Despertó por un dolor sordo y punzante que le aguijoneaba el dorso de la mano. Lo primero que supo fue que estaba envuelto por una suave capa negra, y que bajo ella su cuerpo estaba agarrotado y hedía a sudor seco. Tardó un tiempo en poder ver donde se encontraba, y más tiempo aún en descubrir que no estaba solo.
Un océano de altísimos techos -los más altos que en sus ocho años de vida jamás había visto-, frescos tan precisos que creía que sus personajes saltarían de la pared y se abalanzarían sobre él y un centenar de velas prendidas que exhalaban una esencia a cera derretida formaban parte del extraño edificio. Unos objetos metálicos pendían de los techos por cadenas, y de ellos rebosaba un aroma hipnótico y dulzón que desconocía completamente.
Cuando volvió la mirada hacia el frente, vio algo tan grotesco que no pudo evitar lanzar un grito de horror: una inmensa cruz de madera, donde un hombre prácticamente desnudo y de ojos agonizantes estaba clavado por las manos y por los pies con clavos. La sangre que fluía desde sus heridas y la delgadez casi extrema de su cuerpo arqueado y amarillento, le parecieron tan reales que retrocedió hasta que su espalda dio a chocar contra uno de los bancos que había tras de él, empujándolo algo hacia atrás con un chirrido. Una carcajada, seca y alarmantemente próxima a donde estaba él, lo sobresaltó de nuevo.
—Vaya, así que esa es la cara de un pagano al conocer a Dios — masculló una voz despreciativa a sus espaldas. Había hablado en italiano, la lengua que tiempo atrás compartía solamente con su madre.
Giró la cara con rapidez. De la oscuridad del fondo de la iglesia, surgió el rostro de un hombre. Su pálida piel y el jubón de terciopelo y calzas de seda que vestía fueron una señal inmediata de que pertenecía a la clase alta. No tuvo tiempo de formular ninguna pregunta o siquiera de despegar los labios, pues dieron otros cuatro hombres emergieron de las sombras. Tres llevaban cogullas, aunque solo uno portaba una de color negro (8). El último, que apareció detrás de él, era uno de los que lo habían salvado de morir en el incendio, y que lo habían llevado a allí.
—Monsignore — comenzó a hablar aquél, inclinándose en señal de respeto ante el hombre de la cogulla negra — Monsignore, hicimos todo cuanto nos ordenó. Lamentablemente, cuando llegamos a la casa, está se encontraba en llamas — hundió la mano en su morral y extrajo un objeto que se balanceó entre sus dedos como un péndulo. Al niño se le secó la garganta al reconocer el medallón de su madre —: Lo siento, Teobaldo: su sobrina ya había fallecido.
El rostro duro del hombre de la cogulla negra se tensó, y el niño reconoció el brillo de las lágrimas en la superficie de sus ojos oscuros.
—Entonces, él es el hijo de Francesca — apuntó el caballero que había hablado antes, sin que sus labios demostrasen emoción alguna.
—Lo es, signore — se apuró a asentir el joven.
—Pues no lo pareciera — soltó con desdén —. Tiene unos ojos enormes para su cara alargada y descolorida. Y ese pelo — extendió la mano para que sus largos dedos tocasen el pelo que le cubría la frente, y luego la retiró con rapidez, repugnado —, rojo como el demonio, y más sucio que el Infierno en el que habita. ¿No puede haberse equivocado?
El joven que lo había traído abrió los ojos y trató de disimular el mohín ofendido en el que se fruncieron sus facciones.
—No puedo haberme equivocado, signore — se defendió frenético —. La criatura estaba dentro de la casa cuando llegamos, inconsciente y casi muerta por el humo y el calor del incendio, y cuando un rato, de camino al barco, despertó, nos preguntó por su madre en media lengua, como si hubiese perdido la noción de los recuerdos, antes de volver a caer desmayado. Y su pelo — señaló hastiado la enredada mata de rizos que le cubrían la cabeza —, no es tan rojo. También es castaño, como el de su madre. ¿A caso necesita más pruebas?
—Entiendo.
La boca del caballero joven se torció en una mueca de desagrado aún mayor y, después de volver a analizar con la vista las ropas sucias del greñudo niño, se dirigió hacia el hombre de la cogulla negra.
—¿Y qué será de él? — preguntó.
—Lo único que sé con certeza es que no puedo hacerme cargo de él — expresó el otro hombre, no sin pesar —. Si la carta no se equivocaba, aún tiene ocho años, y no es hasta los once que puede ser enviado al Monasterio de los Infractos. Faltan tres años.
—Tres años... — El caballero no se preocupó en ocultar su molestia — ¿Qué resolvéis hacer hasta entonces, Teobaldo? — cuestionó entonces con una actitud retadora y desdeñosa — Sabéis que no es menester mío encargarme de un niño ajeno, que carece completamente de mi sangre, aún más si comparte lazos con un — se tragó la última palabra, como si fuese demasiado humillante para él dar término a su frase, para luego continuar indignado —... Y si las Casas llegasen a enterarse de que vuestra sobrina tuvo un...
Teobaldo pareció arder en ira cuando el hombre habló tan descaradamente. Su mano voló hasta él y atrapó su hombro con bestialidad. En la iglesia resonó el gemido mudo de sobresalto del caballero, y todos los allí presentes parecieron contener el aliento por unos instantes.
—Si vuelves a hablar de esa manera de Francesca, lo último de lo que te preocuparás será de sí un par de idiotas con apellido te retiran el saludo por un tiempo — el apretón de sus dedos sobre el hombro se hizo tan fuerte que el niño se encogió, como si presintiese que un mal gesto lo convertiría en el siguiente en sentirlos sobre su piel —. ¿Y como tienes la insolencia de decir que ese niño no es nada tuyo? ¿A caso pasar todas tus noches en los barrios bajos te ha hecho olvidar que tienes una mujer que era la hermana de Francesca? ¿Qué tu único hijo tiene la misma sangre que éste del que tanto te mofas? ¡Insolente! — le gritó, haciendo que sus hombros se encogiesen de temor. Su puño se cerró hasta arañarle la piel bajo el jubón.
—¿Qué sabrá...?
—No pretendas jugar con fuego, Michaelis, porque sabes mejor que nadie lo que pasará cuando pierdas — lo interrumpió con una suavidad aterradora.
El caballero empalideció ante la amenaza de Teobaldo, como si supiera que tenía razón, pero trató de mantener una expresión imparcial.
—Entonces, lo enviaré al Conservatorium, y que sea Dios, o quien en su ausencia el cargo ostente, quien decida sobre su destino en los años venideros — contestó entre dientes.
Un instante después, la mano de Teobaldo abandonó su hombro con calma, dejando la hombrera del jubón arrugadla y aún marcada de su apretón.
—Bien hecho, Michaelis — lo felicitó el otro, sin disimular la satisfacción en su semblante -. Resolutivo y eficaz, como deberías ser siempre — le propinó una palmada en el hombro malherido, como si quisiese darle aún más inquietud bajo un gesto tan mundano. Se giró hacia los otros dos hombres encapuchados que lo acompañaban, y con voz clara y firme, los llamó —: Hermano Maccario, Hermano Domenico, acompañadme — dicho aquello, comenzó a alejarse otra vez en dirección a la oscuridad, secundado por los otros dos, pero se detuvo un momento y se dirigió a Michaelis —. Los gondoleros y Leon ya se encuentran afuera, y sabes que él no es hombre al que se le deba hacer esperar.
Michaelis tragó saliva y mostró una sonrisa sin una pizca de sinceridad y, frotándose el hombro que la mano del hombre había dejado magullado, dirigió sus pasos hacia el portón. Al ver esto, el niño se movió bruscamente.
—Esperad un momento, ¿quienes sois? — preguntó, con un nudo en el estómago — ¿Y dónde estoy y porqué?
Michaelis volvió su irónico semblante hacia él.
—En Los Frari (9), ahí es donde te encuentras, ragazzo — y, al ver la confusión en su rostro, frunció el ceño y, como si estuviese conteniéndose para lanzar una blasfemia, añadió —. En Venecia, niño torpe, en Venecia — cuando vio que alzaba un dedo en señal de pregunta, lo acalló con un rápido movimiento negativo —. No es preciso que sea yo quien responda el resto de tus preguntas.
En cambio, Teobaldo se volvió a detener y mostró un gesto de interés.
—En la carta, Francesca no mencionaba tu nombre. ¿Cómo te llamas, pequeño? — le preguntó, arrodillándose para igualar a su corta estatura.
—Ciaran — respondió titubeante.
—Un mal nombre, más aún cuando vas a vivir aquí — le dijo Teobaldo, mostrando una cierta consternación —. Es preciso que recibas otro, en tanto que te bauticen, pequeñín — se rascó la barbilla, cubierta por una barba corta que comenzaba a virar a un tono canoso —. ¿Aurelio? No, demasiado grave para un niño. ¿Sandro, quizás? Tienes el pelo rizado como un cuadro de Botticelli (10), pero por tu cara no creo que te guste. ¿Lelio? — tras unos momentos de silencio, el hombre sonrió tristemente —. Lo siento. Lo siento mucho, pequeño. De ahora en adelante, ése será tu nombre: Lelio — repitió, aún más decaído, sin dejar de mirarlo con sus profundos ojos oscuros.
El niño sacudió la cabeza, como negándose: -Pero yo...
La voz acidulada de Michaelis lo interrumpió antes de que pudiese reponer algo.
—No tenemos todo el siglo, Lelio — pronunció su nombre con retintín —. Las góndolas nos esperan.
El niño lo miró, tan indeciso que el otro resopló. Ya sin paciencia, el caballero caminó los pasos que los separaban y, asiéndolo bruscamente de la muñeca, lo llevó a rastras en dirección al portón.
—¡Espere! — suplicó, tirando y tratando de liberarse sin éxito del agarre del caballero — ¡Espere un momento, por favor! ¡Sólo uno, lo prometo! ¡Necesito saber porqué estoy aquí! ¡Necesito saber quiénes son ustedes! — comenzó a respirar jadeante, sintiendo aquella sensación de presión y calor en el pecho — ¡Necesito saber que está pasando!
Teobaldo negó silenciosamente y le dedicó una mirada ahíta de dolor. Cubrió su rostro con la capucha de su túnica negra y se mantuvo en pie, escrutándolo con desamparo, hasta que el niño desistió y dejó caer su barbilla contra su pecho, derrotado.
—Prometo que volveremos a vernos, Lelio Beltane — dijo Teobaldo con voz pesarosa —, No será mañana ni pasado, y quizás para ello tenga que pasar mucho tiempo, pero prometo que cuando ocurra, no dejaré ninguna de tus preguntas sin respuestas. Ésa es mi promesa. Mantenla viva en tu recuerdo, porque juro que cumpliré — finalizó, uniéndose a sus compañeros en la penumbra del fondo de la iglesia.
La luz que vio al salir, por poca que fuese, lo deslumbró y cegó por unos momentos sus ojos acostumbrados a aquel lapso casi interminable de sombras, y cuando por fin se adaptaron, Michaelis lo instó con un empujón en absoluto cariñoso a caminar más hacia delante, donde se curvaba un pequeño puente de piedra, y se encontraban paradas dos embarcaciones, tan esbeltas y brillantes que parecían una pareja de libélulas flotando sobre las aguas verdosas del canal. En ellas esperaban tres hombres vestidos con prácticas ropa de viaje; dos de ellos en pie, cabizbajos y provistos con largos remos, seguramente los gondoleros, y otro que los esperaba ya sentado en el extremo de una, un hombre no mucho menor que Michaelis y de gesto infinitamente más cercano que él. El pequeño avanzó hasta la góndola que se hallaba a su derecha, de la mano de Michaelis, quien se dirigió con impaciencia al joven que se sentaba en un extremo de esta.
—Este es el hijo de Francesca y ese tal Beltane. Llévalo al Conservatorium, y ni se te ocurra mencionarme a mí — le ordenó, tendiéndole al niño con rudeza. Sin hacer un ademán de despedida, giró sobre sus talones, se sentó en el otro barco, y con voz imperiosa, indicó al hombre que comenzase a remar. Su góndola comenzó a alejarse lentamente por el lado contrario.
El pequeño alzó la cara y miró ansiosamente al joven, quien lo instó a sentarse a su lado. Tenía el pelo de un tono dorado oscuro, y unos ojos claros y amigables, casi del mismo color que la capa de viaje gris con la que se cubría. Cuando habló al fin, lo hizo en un tono franco y teñido de un acento que él desconocía.
—Mi nombre es Leon. Bueno, es un poco más largo que eso, pero creo que debes de estar algo cansado como para que agote tus últimas fuerzas en conversaciones irrelevantes, pequeño...
"¡Lelio!", dijo la voz de Michaelis, ya muy lejana a donde estaban ellos. Su góndola se había perdido entre algunos edificios. El joven le sonrió con amabilidad, aunque la sonrisa no le llegó a los ojos. Luego, sin hablar, mandó al gondolero que siguiese.
Ya estaba acabando la tarde, había caído un telón de bruma sobre la ciudad y el frío convertía sus alientos en volutas de vapor cuando el hombre comenzó a conducirlos casi de memoria por el canal. Al niño le faltaban ojos para ver todos los edificios, arcos y callejuelas que se abrían ante sus ojos como un abanico laberíntico y misterioso. En otro tiempo, habría atosigado a preguntas a su acompañante, pero estaba demasiado aturdido y turbado para hablar más de lo que ya lo había hecho.
El viaje continuó sin percances hasta que, pasada media hora después de abandonar delas cercanías de la iglesia, algo extraño ocurrió. La neblina que los rodeaba se espesó repentinamente, hasta el punto en que solo podían distinguirse las siluetas imprecisas, oscuras y algo amenazantes, de edificios y enormes arboles. Poco a poco, una sensación, primero de aprensión, y luego de una angustia casi enloquecedora, lo tomaron por sorpresa, y en su ansiedad quiso implorarle al barquero que se detuviese. Por la expresión perdida de Leon y lo demacrado que comenzaba a verse su rostro, pudo intuir que él también sentía lo mismo, pero él no hizo amago de pedirle al hombre que descansasen. Así que, desesperado, el niño gateó dentro de la estrecha góndola hasta que su cabeza golpeó las piernas del gondolero. Este volvió su rostro arrugado y curtido por el sol con una lentitud estremecedora, y por segunda vez en aquel día, no pudo evitar gritar. Aquellos ojos que lo miraban, o que deberían mirarlo, no eran más que dos orbes hundidos y lejanos, sus pupilas tan pálidas y densas como la niebla que los apresaba. Era ciego.
Jadeante, volvió su rostro hacia Leon, buscando en él alguna explicación sobre lo que estaba ocurriendo, alguna palabra, algún gesto, pero en cambio, solo recibió la vista de los ojos de su compañero de viaje cerrados, y sus dedos presionando sus párpados como si tuviese miedo de abrirlos de nuevo aunque fuese por una fracción de segundo. Como si notase su incertidumbre, Leon lo atrajo con fuerza hacia él y posicionó el rostro del niño contra su pecho, resguardándolo entre sus brazos tensos.
—Aguanta — le murmuró débilmente, sin suavizar un ápice su abrazo—. Queda poco para que traspasemos El Valle. Hasta entonces, no debes mirar.
No tuvo fuerzas para preguntarle a qué se refería. Se limitó a apretar su rostro contra su capa, y se negó a volver a mirar el paisaje que los rodeaba hasta que, después de unos minutos, el ambiente pesado y luctuoso se desvaneció como el recuerdo de un sueño nocturno ya llegada el alba y la consciencia, y la neblina se disolvió en jirones que no les cubrían más allá de los pies. Solo entonces se separó de Leon, con las piernas entumecidas y el cuerpo trémulo y sudoroso bajo la capa negra que aún llevaba.
Entonces lo vio.
Una colmena de incontables torres, agujas, arcos de piedra y estatuas de ángeles acusones se fundía para forjar aquel edificio que parecía emerger de la oscuridad del canal como una isla de ruinas de catedrales, cubriendo con su inmensa altura el rostro de la Luna y las pocas estrellas que aun destacaban bajo el pesado manto de las nubes oscuras. Los muros que resguardaban sus alrededores, cargados de hiedra y espinos, eran lo suficientemente altos para restringir la visión del interior del terreno. Al descubrir la impresión impregnada en su mirada, Leon le sonrió con extenuación desde su sitio, y estiró la mano para propinarle una afable palmada en el antebrazo izquierdo, un gesto quizás destinado a infundirle ánimos para los años inciertos que se avecinaban.
—Bienvenido al Conservatorium, Lelio Beltane.
...
Leon lo condujo a través de pasillos infinitos donde solo el resplandor de unas escasas velas moribundas limitaban la penumbra, hasta alcanzar un cuarto que a todas luces debía de ser la cocina. Ya era tarde en la noche, así que sólo pudieron darle lo que había sobrado de la cena de aquel día, que era más bien poco. A pesar de que no recordaba cuanto tiempo había pasado desde que había probado alguna comida completa, Lelio se tuvo que forzar a sí mismo a tomar unas cucharadas de la sopa fría de cebolla que la única cocinera que aún permanecía despierta le había servido, acompañada de una rodaja de pan. Estaba demasiado aprensivo como para disfrutar de la comida, y demasiado intimidado por los recientes acontecimientos como para osar rechazarla. Mientras cenaba, buscaba la mirada de Leon quien, descansando un hombro en el marco de la puerta, aguardaba a que terminase.
Cuando lo hizo, Leon se separó de su sitio y le indicó con un pequeño gesto que lo acompañase. Una vez más, volvieron a adentrarse en los corredores casi infinitos, subiendo escaleras y doblando esquinas, hasta toparse con una única puerta de madera desgastada. El joven le dedicó una mirada que no supo definir.
—Por el momento, vamos a dejarte a cargo de un chico de tu edad. Bueno, es algo mayor que tú, pero ten por seguro que cuidará bien de ti.
Llamó con desenfadada insistencia a la puerta. Después de oír eco de unos pasos quedos en el interior y el chasquido de la puerta al abrirse, el rostro moreno y ceñudo de un chico, al que Lelio calculó no más de unos catorce o quince años, los recibió. La tosquedad de su gesto, que se veía en una nariz aguileña y arrugada con desagrado y en su ceño levemente fruncido, correspondía bien a las ropas simples y casi pobres que vestía.
—¿Qué desea, signore? — preguntó, haciendo uso de una cortesía tan forzosa que a Lelio le supo impuesta a golpe de vara.
—Me parece que no son horas para que sigas despierto, Beltrán, pero esta vez lo dejaré pasar — dijo con desenfado. La mirada del muchacho viró entonces hasta Lelio, que se encogió bajo el peso de sus penetrantes ojos grises.
—Este niño de aquí es Lelio Beltane. Deberá quedarse aquí un tiempo, unos tres años más o menos, y tú serás el encargado de cuidarlo — soltó.
El tal Beltrán arrugó sus facciones con una sorpresa casi desdeñosa.
—Lo lamento, Leon, pero creo que se ha confundido: Yo no cuido niños.
—Lo sé muy bien, pero no conocemos a nadie más aquí en disposición de tomar esta responsabilidad — argumentó.
El muchacho volvio a mirarlos con fiereza.
—Ya le he dicho que no...
—Tenías hermanos antes de llegar aquí, ¿no es así? — preguntó.
Beltrán encajó la pregunta como si recibiese un puñetazo. Por unos momentos, su rostro se convirtió en una máscara rígida y sus labios se tensaron, como si se preparase para lanzarle un insulto, pero se recompuso en el último instante. Entonces, su gesto se endureció.
—Tres años, ¿y después?
—Será enviado con los Hermanos Infractos. Entonces no tendrás que preocuparte jamás por su destino — aseguró con calma.
Beltrán lo escrutó. Había cierta aceptación en su gesto, pero nada más: —De acuerdo.
Leon sonrió otra vez. Revolvió el cabello de Lelio con una mano tibia y paternal, y rió con suavidad.
—Perfecto. Buenas noches entonces, niños — dijo, alejándose y fundiéndose en la oscuridad del corredor, y llevándose consigo todas las respuestas que Lelio necesitaba.
Sin saberlo él, aquel día, Ciaran —o como sería conocido desde entonces, Lelio — Beltane, conoció a tres personas que cambiarían de manera irreversible su vida. Una de ellas sería su salvación. Otra, su enemiga. Y la restante, su más secreto tormento.
8.) La cogulla es una túnica con largas y anchas mangas y capucha que suelen utilizar como hábito algunas órdenes eclesiásticas. El negro, es, además, un indicador de estatus en dicha órden, pues en la época era considerado como un color elegante, y difería de los tonos marrones o grisáceos de las ropas de otros religiosos, como los más humildes frailes franciscanos.
9.) También conocida como Basílica de Santa María (Gloriosa) dei Frari, es una de las iglesias más grandes de toda Venecia. Se sitúa en San Polo que es, irónicamente, la más pequeña de las seis sestieres (zona o distrito) en que se divide Venecia, y que se extiende a lo largo del Gran Canal.
10.) Sandro Botticelli fue un influyente pintor de la tercera generación del Quattrocento italiano, gran representante de los temas y cánones artísticos del Renacimiento (normalmente divinos o mundanos e idealizados), entre cuyas obras se destacan "El Nacimiento de Venus", "La Primavera" y "El Infierno".
También quisiera traducir brevemente algunas de las palabras mencionadas durante el capítulo:
Monsignore (también abreviado como Mons) - Monseñor (honorífico italiano propio de la época, mayormente dirigido a personas de alto cargo eclesiástico, como lo es Teobaldo)
Signore - Señor (honorífico dirigido a varones pertenecientes a la Clase Alta).
Ragazzo - Siendo está una palabra polisémica (que viene a significar que posee varios significados), en el contexto en el que es dicha se refiere a "niño", aunque en otros puede ser "chico" o "novio".
R: ¿Qué creéis que está pasando? ¿Qué son las Casas? ¿Y el Conservatorium? ¿Y porque el barquero que los llevó a través de El Valle era ciego? Me encantaría oír vuestros comentarios y suposiciones.
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