CAPÍTULO 3

En los oscuros y elegantes pasillos de la Gran Tumba de Nazarick, un aire de misterio y opulencia se entrelazaba con la esencia de lo que una vez fue un mundo de aventuras y conquistas. Allí, entre las sombras y la luz tenue, Delta, una de las Pleidades, se entregaba a un juego casi infantil, rodeada de sus minúsculos y elaborados juguetes, figuras que ella misma había creado con esmero. Cada uno de ellos era un reflejo de su ingenio y creatividad, pequeños guerreros de fantasía que cobraban vida en su imaginación. Con una risa suave, movía a sus criaturas de un lado a otro, imitando batallas épicas y diálogos absurdos que solo ella podría comprender.

Sin embargo, el ambiente lúdico pronto se vio interrumpido por un ligero eco de pasos que resonaban en el suelo de mármol. Delta levantó la vista, sus ojos brillantes encontrándose con la figura imponente de Demiurgos, uno de los guardianes de piso. A su lado, el emperador escarlata, Tn, se movía con una gracia majestuosa que dejaba a su paso un aura de respeto y veneración, como si los muros mismos de Nazarick se inclinasen ante su presencia.

Delta, sorprendida, se puso de pie rápidamente, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. La emoción y la adoración se mezclaban en su interior, haciendo que su rostro se iluminara con un sonrojo casi infantil. Demiurgos, con un tono de preocupación, se dirigió a Tn, sugiriendo que si planeaba salir, debería hacerlo con seguridad.

Tn: ¿Acaso dudas de mis capacidades, Demiurgos? -preguntó el emperador, su voz resonando con autoridad y un toque de diversión.

Demiurgos: No, jamás dudaría de su potencial, mi emperador -respondió Demiurgos, su tono reverencial-. Pero no creo que sea necesario que se manche las manos con asuntos que sus leales sirvientes podrían resolver por usted.

Tn, con una sonrisa de fuego que evocaba el poder que poseía, decidió poner fin a la discusión.

Tn: Si eso te tranquiliza, entonces pídeles a Albedo que me acompañe -declaró, su voz firme y decidida.

Demiurgos, sintiéndose complacido ante la idea de que Albedo se encargara de la seguridad de su emperador, asintió rápidamente, asegurando que la llamaría mientras se retiraba con pasos decididos.

A medida que se alejaba, Tn continuó su camino por el pasillo, su mirada fija en el horizonte, pero no sin antes detenerse un momento para acariciar el cabello de Delta con una suavidad que parecía contradecir su feroz reputación. La caricia de su emperador fue un gesto que la hizo estremecer, su rostro ardiente de rubor, una mezcla de felicidad y emoción que no podía contener. Delta se quedó allí, inmóvil y sonrojada, el corazón palpitando con fuerza, mientras la figura de Tn se desvanecía en la distancia, llevándose consigo la sensación de seguridad que solo él podía brindar. Cada segundo se sentía como una eternidad, y en su interior, un torbellino de sentimientos se desataba, un recordatorio de la devoción que sentía por aquel que era su líder, su emperador, su todo.

Tn se acomodó en el trono, un asiento que emanaba poder y autoridad, mientras la vastedad de la sala real lo envolvía en un silencio expectante. Las paredes, adornadas con intrincados relieves y detalles que hablaban de la grandeza de Nazarick, parecían observarlo con una atención reverencial. Con una mano esquelética, comenzó a observar sus dedos, sus manos calavéricas que, a pesar de su naturaleza terrorífica, le recordaban la marca que había dejado en el pecho de Albedo. Un suspiro casi inaudible escapó de sus labios, mientras la idea de que su plan debía funcionar se aferraba a su mente. Sin un cuerpo humano, su ambición de que las doncellas de Nazarick se convirtieran en sus esposas se vería irremediablemente frustrada.

La determinación crecía dentro de él, y Tn decidió usar su magia. Con un gesto de su mano, las llamas comenzaron a brotar de su figura, iluminando su apariencia calavérica con un fulgor rojo y anaranjado que danzaba en el aire. Sin embargo, a medida que las llamas se intensificaban, una oscura neblina comenzó a rodear su figura, como si una parte de él estuviera reprimida. A través de esa neblina, sus huesos comenzaron a transformarse. Lentamente, carne empezó a cubrirlos, dando forma a un nuevo ser que combinaba la esencia de su antigua apariencia con un matiz humano.

En medio de este proceso, la puerta de la sala real se abrió de golpe, y Demiurgos entró junto a Albedo. El guardián de piso, con su habitual compostura, se detuvo en seco, mientras que Albedo, con su elegante figura y alas de murciélago, se quedó paralizada. Ambos quedaron atónitos al ver que su emperador lucía completamente diferente. La luz de las llamas iluminaba su nueva forma, y la transformación era tan asombrosa que parecía trascender la propia realidad.

Tn, sintiendo la sorpresa de sus súbditos, no pudo evitar una sonrisa de satisfacción al observar sus expresiones. Sus ojos, ahora más humanos y llenos de un brillo nuevo, se posaron específicamente en Albedo, quien parecía estar en un estado de éxtasis.

Tn: ¿Luciré bien? -preguntó Tn, su voz resonando con una mezcla de diversión y sinceridad.

Albedo, incapaz de contener la emoción que burbujeaba en su interior, dejó escapar un chillido que resonó en la sala, un sonido puro de alegría y deleite.

Albedo: ¡Oh, mi amado emperador! ¡Te ves absolutamente impresionante! -exclamó, sus ojos brillando con admiración y pasión-. ¡Es como si la perfección misma hubiera descendido sobre ti!

El eco de su voz se deslizó por el aire, y el tiempo pareció detenerse en ese instante. La transformación de Tn no solo era un cambio físico, sino que también había despertado en Albedo un torrente de emociones que la dejaba sin aliento. La sala vibraba con la intensidad de su devoción, y Tn, en su nuevo cuerpo, comprendió que había dado un paso crucial en su plan, no solo por su ambición, sino también por el deseo de ser adorado y amado por aquellos a quienes consideraba su más preciado tesoro.

En el majestuoso salón del trono, donde el silencio sólo era interrumpido por el suave crujido de las llamas en las antorchas, Tn se encontraba sentado en su trono, irradiando una presencia que sobrepasaba lo terrenal. Con una voz que resonaba como un eco en la vastedad del espacio, Tn ordenó, con una autoridad que no dejaba lugar a dudas:

Tn: Acércate, Albedo -dijo, su tono impregnado de una mezcla de serenidad y poder que hacía vibrar el aire a su alrededor.

Albedo, cuya devoción por Tn era tan profunda como los abismos más oscuros, se movió con una gracia felina y una urgencia casi palpable. Sus ojos, encendidos por una pasión incontrolable, no se apartaron del emperador mientras se acercaba. Con un movimiento fluido, se sentó sobre sus piernas, el contacto inmediato y eléctrico. Su cuerpo temblaba ligeramente, una mezcla de sumisión y deseo.

Demiurgos, siempre el estratega astuto, se encontraba de pie a un lado, observando con una neutralidad calculada. Ajustó sus gafas con un gesto metódico antes de hablar con su voz suave y medida:

Demiurgos: Albedo, tu deber será proteger al emperador. Planea salir de excursión, y tu presencia será su escudo.

Albedo: Será un honor proteger lo que más amo -respondió, su voz un susurro cargado de una emoción que casi podía tocarse.

Mientras hablaba, su cuerpo se movía inconscientemente, presionándose más firmemente contra Tn, quien la rodeó con sus brazos en un gesto que era tanto protector como posesivo. El contacto era una danza silenciosa de poder y sumisión, un equilibrio delicado que ambos comprendían sin necesidad de palabras.

Tn: Déjanos, Demiurgos -ordenó, su voz un murmullo que contenía la promesa de momentos íntimos por venir.

Demiurgos se inclinó en señal de respeto, antes de salir del salón con pasos medidos, dejando a los dos solos en el eco de su propia respiración entrecortada.

Albedo, ahora completamente enfocada en Tn, sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal cuando él se inclinó, sus labios cerca de su oreja. El mordisco fue suave, pero cargado de un dominio que la hizo estremecer de pies a cabeza, un recordatorio tangible de quién poseía su corazón y su alma.

Albedo: Mi señor... -susurró, su voz impregnada de un deseo que no necesitaba ser expresado con palabras, mientras se entregaba completamente a su emperador, perdida en la intensidad de su conexión.

En la penumbra del salón del trono, el aire se cargaba de una tensión palpable, una mezcla de poder y deseo que parecía vibrar con vida propia. Tn, con su mirada intensa y autoritaria, observaba a Albedo, quien permanecía en sus piernas, cada fibra de su ser reflejando una entrega absoluta. Su voz, un murmullo que resonaba con la fuerza de un trueno en la intimidad del momento, rompió el silencio:

Tn: Dime, Albedo, ¿quién es tu dueño?

La pregunta, directa y cargada de un dominio inquebrantable, hizo que Albedo levantara la mirada, sus ojos oscuros brillando con devoción y sumisión. Su cuerpo temblaba levemente, la humedad entre sus piernas un testimonio de su deseo incontrolable.

Albedo: Tú, mi señor... -respondió con un susurro que parecía más un voto que una simple respuesta-. Todo de mí te pertenece, absolutamente todo.

La intensidad de su declaración era como un juramento sagrado, cada palabra cargada de pasión y lealtad. Tn sonrió con la satisfacción de un emperador que domina su reino con mano firme y corazón decidido.

Tn: Quiero que seas mi primera mujer, Albedo -declaró, su voz un murmullo seductor que prometía más de lo que las palabras podían expresar.

Albedo, desesperada por complacerlo, se inclinó aún más cerca, sus labios casi rozando los de él, su aliento entrelazándose en el breve espacio entre ellos.

Albedo: Siempre lo he sido, mi señor. Solo de ti, de nadie más... -afirmó, su voz un susurro cargado de una devoción que quemaba como un fuego inextinguible.

Sin embargo, Tn, con la paciencia calculada de un estratega consumado, añadió:

Tn: Pero necesito que me ayudes con las otras chicas de la tumba. Un hombre como yo no se conforma con una sola mujer, sin importar lo preciosa que seas, Albedo. Las quiero a todas para mí.

Las palabras eran una declaración de su poderío, un recordatorio de la magnitud de su ambición. Albedo, aunque inicialmente ardía en celos, se vio superada por la devoción que sentía hacia él. La idea de ayudar a Tn a construir su imperio femenino se convirtió en una misión sagrada.

Albedo: Haré que sean dignas de ti, mi señor. Serán solo para ti, para tu exclusivo placer -prometió, su voz firme y decidida, la devoción brillando intensamente en sus ojos.

Con esa promesa sellada, el espacio entre ellos se desvaneció cuando sus labios finalmente se encontraron. El beso no era simplemente un acto de pasión, sino una declaración de dominio y entrega. Tn, con su mano firme, guió el beso, cada movimiento una reafirmación de su poder y control. Albedo, entregada por completo, se dejó llevar, su corazón latiendo con la intensidad de un tambor de guerra, cada latido un testimonio de su amor eterno y su lealtad inquebrantable.

CONTINUARÁ.

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