✦ 𝐏𝐫ó𝐥𝐨𝐠𝐨.
La luz del celular iluminaba su cara entre la oscuridad, eso y la pantalla de la televisión ennegrecida con un aviso de inactividad eran las únicas fuentes de luz en el cuarto donde el brillo de la luna se había negado a hacer acto de presencia. Edgar tenía sus ojos fijos en el chat abierto, con dedos temblorosos escribió un mensaje que se uniría a los ya incontables que cubrían la ventana de chat.
Colette, donde vas?
Estas bien?
Colette?
Colette, respondeme xfa
Si pasó algo puedo ir a recogerte, solo avisa
Colette di algo ya me estoy asustando
Salió del chat y abrió el de Fang. Sabía que Colette adoraba a ese chico.
Oye, estas??
Fang respondió sorprendentemente rápido.
Si bro, q paso o q
Has visto a Colette?
No fue a tu casa o algo?
No, porq?
Edgar suspiró y se dejó caer en la cama, mil incógnitas junto con sus respuestas se apoderaron de su cabeza. ¿Y si se le había acabado la batería? Pero eso no tenía sentido, la caminata de su casa a la suya eran unos 5 minutos, máximo 10 si se distraía con algo como siempre lo hacía. Colette ya se había tardado 4 horas. ¿Y si se perdió Y APARTE se le acabó la batería? Pero si ella conocía bien el barrio, mejor que nadie de hecho. No encontraba una explicación y cada segundo que pasaba su preocupación se hacía mayor.
Y no podía quedarse ahí acostado mientras su mejor amiga estaba quién sabe dónde.
Edgar se levantó, salió del chat con el joven actor y volvió a fijarse en el de su amiga, esperando ver ese puntito verde que indicaba que estaba ahí, pero no había nada más que sus mensajes desesperados. Cerró la aplicación y usó la luz de la pantalla para iluminar el interruptor de luz, la prendió y se alistó apresuradamente para salir, acomodándose la bufanda sin cuidado. Salió de la casa casi corriendo.
— ¡Colette!- Llamó en la oscuridad de la noche. — Colette, ¿¡Donde estás!?
Edgar recorrió las frías calles sin siquiera detenerse a recuperar aliento, pero no había señal de la albina. Dio varias vueltas alrededor de todas las residencias, probando lugares cada vez más inconcebibles.
— ¿¡Ugh, a dónde te metiste!?
Gruño, un sentimiento de ira comenzaba a enmascarar el miedo que sentía.
Edgar giró a un callejón oscuro en su búsqueda, comenzando a imaginarse lo peor. Tiró botes de basura, rompió bolsas, incluso se aferró a la pared y se subió al techo del edificio para conseguir una buena vista de todo el barrio.
Ni una señal de Colette.
¿Dónde está? Dios mío, si algo le pasó-- Edgar se trabó. No sé que haría sin ella. No puedo perderla, ¡No puedo! Juro que si alguien le puso un maldito dedo encima…
Gotas de sudor frío empezaron a bajarle por la frente, comenzaba a caer presa del pánico. Edgar se bajó del edificio, se sentó en la banqueta y, sacando el celular, empezó a llamar a Colette frenéticamente.
— ¡¿Colette?! ¡Respóndeme! ¡P-Porfavor!
No le importaba que cualquiera pudiera verlo llorando ahí, Edgar ya no sabía qué hacer, estaba desesperado. Imágenes oscuras empezaron a invadir su cabeza. Visiones donde Colette ya estaba muerta, tirada en algún hoyo. ¿Atropellada? ¿Qué tal amarrada? ¿Y si la secuestraron?
Se sentó frustrado, no pudo evitar el ataque de llanto que lo envolvió. El viento aulló con él.
Llorar no le servía de nada, debía encontrarla, incluso si no sabía ni por dónde empezar. Ya había buscado en las calles, los callejones, incluso había saltado algunas rejas para checar dentro de los patios de las casas. Se forzó a pararse y se limpió las lágrimas, decidido a seguir, incluso si no sabía por donde.
Piensa, Edgar. ¿Qué lugar te falta? ¿Dónde no has buscado?
Una imagen se hizo presente en su cabeza, Edgar recordó la casa abandonada que estaba al final de la calle donde vivía Colette. Nadie iba ahí, había muchos rumores de qué estaba embrujada, de que ahí se juntaban drogadictos, mil cosas más. Pero… ¿qué más daba?
Edgar se dirigió a la ya-rebuscada calle, y se detuvo un momento a mirar la casa de Colette. A diferencia de él, que vivía en un miserable departamento, Colette tenía su propio hogar, aunque pequeño, era de ella. Varias veces le ofreció un lugar donde dormir, pero Edgar siempre se negaba, incómodo con la idea de aprovecharse de su esfuerzo.
Y por primera vez, se arrepintió de ello. Por qué si se hubiera quedado a vivir con ella, Colette no habría salido esta noche en primer lugar. Solo iban a ver la nueva película de esa saga que tanto les gustaba. ¿Por qué no se ofreció a ir él a su casa en vez de ella a la suya? Se odiaba tanto en ese instante.
Se metió las manos en los bolsillos mientras bajaba por la calle, ojos fijos en la casa abandonada que con cada paso se hacía más visible. Por poco tropezó con la hierba crecida en el patio desatendido.
Edgar tocó la puerta, pero apenas lo hizo esta crujió y se abrió lentamente. Quién sea que fue el último en ir ahí, no hizo un buen trabajo cerrándola. Puso un pie adentro.
Al instante, el olor a muerte le invadió la nariz. Le dio náuseas, Edgar tuvo que agarrarse de la puerta y usar toda su fuerza para no vomitar ahí mismo. Mierda, huele a la tienda del carnicero aquí.
Ya no estaba tan seguro de querer encontrar a Colette en este lugar…
No podía ver nada, aquí no estaban las luces de la calle y las ventanas estaban selladas. Sacó su celular y lo usó como una linterna para guiarse en la oscurid-
Antes de siquiera registrar que había tropezado, su cara impactó contra el suelo sucio. Escuchó el crack de su celular rompiéndose al caer a algunos metros suyos. Mierda pensó, arrastrándose a la única fuente de luz. Cuando lo tomó, sintió algo húmedo en la punta de sus dedos, y se retractó asqueado.
Sangre. Su celular había caído en un charco de sangre. Incluso se olvidó de la pantalla quebrada. Lo miró por unos segundos y después, descorazonado, lo limpió en su pantalón, pues aún lo necesitaba para iluminar y con la pantalla cubierta en rojo no era tan fácil.
Lo apuntó en direcciones al azar, como si intentara comprobar que aún servía. La tenue luz iluminó una figura morada recostada en la pared, el púrpura de la cobija cubriéndole fue lo que la hizo resaltar tanto. Edgar caminó al objeto misterioso. Lo dudó unos segundos, pero jaló la cobija.
Desearía no haberlo hecho.
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