Parte 2

Dos meses atrás

Seguía pensando que su despertador había interrumpido un sueño muy interesante. Deseaba poder recordar, pero por más que intentaba, su mente se negaba a cooperar. Quizá había soñado con algún recuerdo de su niñez. La casa blanca con grandes puertas rojas, el nido de pajaritos que había descubierto cerca de su ventana, o simplemente el rostro de sus padres...

—Tierra llamando a Raya —cantó con voz aguda Tricia Dixon.

Andraya había estado mirando en dirección a su colega sin verla realmente, parpadeó varias veces para volver a la realidad. La recién llegada atravesó el portal y cerró la puerta para que nadie los escuchara.

Tricia acomodó un mechón de su cabello rojo detrás de su oreja y se sentó en la silla frente al escritorio de Andraya. Fijó sus ojos negros en su compañera y esperó una respuesta.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Raya con falso enojo al ver que su amiga no traía nada en las manos.

Normalmente solo la visitaba después del almuerzo cuando se trataba de un asunto de trabajo. Después de todo, una hora de almuerzo bastaba para que un par de amigas se pusieran al corriente de todo lo que ocurría en sus respectivas vidas.

—Te estaba preguntando si quieres salir esta noche. Tenemos que divertirnos.

—¿Hablas de festejar gastando todo el dinero del aumento?

—Lo hemos estado posponiendo demasiado. Y no tendrías que gastar nada si me hicieras caso.

Andraya giró ciento ochenta grados con su silla y miró a través del gran límite de vidrio que estaba detrás de su lugar en su oficina. Se fijó a lo lejos en el campo de golf que tenía el hotel antes de darse cuenta de que el sol le devolvía su reflejo con intensidad, opacando cualquier oportunidad de mirar otra cosa que no fuese a ella misma.

Su cabello castaño estaba recogido en un perfecto moño y su flequillo recto ocultaba su amplia frente. Pequeños destellos grises se desprendían de sus ojos cafés, eso solamente sucedía cuando ponía toda su atención en algo.

—No necesito una billetera con patas que me vigile —exclamó mientras se levantaba y se dirigía al baño.

A veces sus tomadas de pelo podían sonar muy duras, más si se refería a los novios de sus amigas. Derek Blanco era un buen hombre en los negocios, solo su amiga pelirroja podía saber si era tan buen empresario como novio.

—Yo no me siento vigilada por Derek. Es un encanto. Además nos turnamos en pagar las salidas. Cosa que no sucedería si no quisiera ser una mujer independiente. Sin embargo, hoy en día pareciera que los hombres están casi obligados a pagar todo cuando se sale en una cita —comentó siguiéndola de cerca.

—Muy bien. Te acompañaré.

—Excelente. Voy a llamar a Ivonne.

Andraya sonrió divertida, ya entendía el porqué de la insistencia de Tricia.

—Ya sé lo que sucede aquí. Quieres emparejar a mi compañera de piso con Siro —la acusó.

Ivonne era su amiga desde que era adolescente, casi era parte de su familia. Su amistad se había reforzado después de compartir un departamento.

—Lo sé, es muy evidente ¿no? Es que harían muy linda pareja y sé que se gustan. Solo hace falta un empujoncito —se justificó Tricia.

Siro Miranda era el amigo del novio de Tricia y, en la última fiesta de fin de año organizada por el hotel, él e Ivonne se habían llevado muy bien. Hasta habían bailado cada una de las piezas de la noche. Lastimosamente, Siro se había ausentado del país unos meses para arreglar un problema de sucesión de bienes. Pero ya estaba de vuelta y al parecer no había olvidado a la rubia compañera de Andraya.

—Yo le digo a Ivonne. Más te vale que Siro tenga buenas intenciones.

—Es amigo de Derek, no puedo esperar menos.

Cinco minutos después de la hora de salida, Andraya estaba llegando a la sala de control del hotel. Había todo un piso del edificio destinado a ese propósito. Colocó su dedo pulgar en el detector de huellas dactilares que se hallaba a pasos del ascensor. La luz verde y el pitido de la máquina le indicaron que podía avanzar por la puerta de acero.

Ella era la única que tenía acceso permitido a todas las habitaciones y oficinas del hotel. Después de un elegante pasillo, una puerta blindada delimitaba el área de vigilancia. Golpeó simbólicamente una vez antes de ingresar. Roberto Lamas la recibió con una amplia sonrisa.

—Señorita Caro ¿qué la trae por aquí? —interrogó con amabilidad.

Andraya no tuvo que responder nada. Roberto dejó a cargo de los monitores de las setenta y siete cámaras de seguridad que estaban repartidas por todo el edificio a uno de sus subalternos y salió de la sala.

Ellos conocían bien los lugares donde podían hablar tranquilamente sin que quedara todo grabado en las cintas de seguridad. Caminaron haciendo un recorrido por el vestíbulo hasta llegar a uno de los balcones que se encontraban cerca de los elevadores.

Roberto era un hombre fortachón de unos cincuenta y siete años. Su cabello tenía pequeñas secciones de canas al igual que su bigote. Llevaba años desempeñándose como jefe del área de personal y era uno de los mejores amigos de Andraya. La había recibido con un chiste viejo y una sonrisa cálida el primer día que se había presentado a pedir un puesto en el área de administración. Él la había tranquilizado cuando ella había salido asustada de su entrevista con Gertrud, la jefa de recursos humanos.

Siempre iba con una vestimenta impecable y Andraya sabía que se debía a la atención que le prestaba su querida esposa.

—Tengo un presente para Marta —le dijo entregándole un sobre sellado.

—¿Un presente?

—De hecho, es un poco más que eso.

La semana pasada le habían obsequiado la oportunidad de tener unas clases de repostería con uno de los mejores pasteleros del momento. Aquel era uno de los beneficios de dirigir uno de los mejores hoteles del país.

—Sé que Marta estará encantada de mejorar su técnica en decoración de dulces. Solo tuve que hacer unas llamadas y lo conseguí —se encogió de hombros.

Los ojos de Roberto se iluminaron. Casi como si el regalo lo estuviese recibiendo él.

—No tenías que...

—Lo sé, pero ya lo hice. Y estoy contenta porque ella se lo merece. Ha trabajado duro al igual que tú. Además, lo mejor de todo es que no tiene que agradecérmelo. Lo hice porque creo fielmente que todo esfuerzo debe ser recompensado.

Marta y Roberto no habían tenido la oportunidad de estudiar. Se habían casado muy jóvenes y habían conseguido trabajos de medio tiempo para mantenerse. Hasta que el mismísimo señor Nithan Bale, le había ofrecido a Roberto trabajo en el hotel después de dos años de excelente desempeño como chofer de la familia.

Los Bale habían llevado seguridad y muchas oportunidades de empleo al país. Además del hotel, financiaron la construcción de un hospital con todo el equipamiento necesario para atender a las personas sin distinción de clases sociales. Ese lugar era uno de los grandes logros que la familia Bale había otorgado a la ciudad.

También promovieron los viajes de otras personas influyentes al país, mostrándoles que el Paraguay tenía una riqueza natural que no se podía encontrar en otro lugar del mundo. Ayudaron a saciar un porcentaje del hambre laboral de las personas de escasos recursos e invirtieron en proyectos de la policía nacional.

Era curioso que siendo la nueva directora general del hotel, Andraya nunca hubiera visto en persona al señor Bale. Él simplemente le mandaba direcciones por correo, y cuando algo era sumamente importante, se reunían por videoconferencia en la sala de juntas del hotel.

—Eres una excelente persona, Andraya Caro. Espero que pronto puedas encontrar a alguien especial que te acompañe siempre.

—Sabes que no necesito un hombre para ser feliz, estoy bien.

—Yo creo que piensas que encontrar a alguien significaría sacrificar tu independencia y no es así. Esa persona complementa tu vida, no la controla.

—Tengo que irme —se despidió con un beso en la mejilla.

Ya estaba oscureciendo cuando Andraya llegó a su departamento.

—Ivonne, ¿estás en casa? —interrogó al cerrar la puerta con llave.

Los tonos neutros de las paredes del living la recibieron cuando las lámparas con focos amarillos se encendieron automáticamente. A Ivonne le encantaba la mezcla entre los fluorescentes blancos y las bombillas.

Compartía el departamento con una amiga de la adolescencia. Se había mudado allí después de cumplir la mayoría de edad. Su sueño había sido independizarse lo antes posible. No era que no le gustara la casa donde había crecido, el problema era que nunca había experimentado la sensación de pertenencia de la que todo el mundo hablaba.

Sus padres habían muerto en un accidente cuando era una tierna niña de siete años. El mundo le había arrebatado la familia a la que había pertenecido. La hermana de su madre se había hecho cargo de ella. Ximena la había acompañado en cada paso de su crecimiento y la quería por eso, aunque nunca supo si aquel sentimiento se igualaba al amor que se sentía hacia una verdadera madre.

—¡Aquí! —escuchó la respuesta de su amiga.

Dejó su bolso en el amplio sofá que había en la sala y se dirigió al pasillo que conectaba la habitación con los dormitorios.

—No puedo creer lo que veo —exclamó a ingresar al espacio de Ivonne.

—Tampoco yo al principio —sonrió dirigiendo su mirada marrón a Andraya—.Recibí un paquete esta mañana. Si hubiera sabido lo que contenía no habría esperado tanto para abrirlo.

Sobre la colcha amarilla de la cama estaban extendidas dos preciosas cadenas. La primera era de perlas blancas y la segunda de oro mezclado con rubíes.

Elige una, le exigió su voz interior.

—Es la herencia de una tía lejana. Aún no puedo creer que me las dieran. Además de valer mucho son muy elegantes.

—¿Qué harás con ellas? —preguntó acercando su mano a las perlas.

—Las luciré un tiempo y luego ya veré ¿Me buscabas para algo? —cambió de tema.

—Sí, esta noche saldremos a festejar mi aumento con Tricia. Me preguntaba si quieres venir con nosotras.

—Ja... claro que voy, hoy más que nunca quiero divertirme —dijo entusiasmada.

—Entonces vamos a prepararnos.

Raya caminó hasta su habitación con ánimo renovado. Había pasado tiempo desde la última vez que había salido con Ivonne y Tricia. Cuando su amiga rubia y su pelirroja compañera de trabajo se juntaban, cualquier cosa podía suceder. Andraya era la encargada de estabilizar esa mezcla explosiva que ella misma había creado involuntariamente.


Su mirada se perdía en el techo de su habitación. En momentos como ese deseaba saber qué se sentía poder dormir. Esa sensación que solo sentiría el día que le diera fin a su existencia. Hasta ahora solo podía quedarse con la mente en blanco y dejar que su cuerpo descansara.

Su oído captó los pasos apresurados de una persona que distinguía bien por el olor que su sangre despedía. Irrumpió en el lugar gritando su nombre.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó fastidiado.

—Tienes que prepararte, recuerda lo que tienes que hacer hoy —consultó su reloj al ver que el hombre todavía no estaba vestido.

—Andrew, no pienso ir —le dejó claro.

—Tienes que ir —insistió—.Debes ir a donar sangre, los ciudadanos tienen que ver que Zack Liam Bale, el nuevo dueño de la cadena más prestigiosa de hoteles del país, sabe dar el ejemplo.

En serio que ese hombre era fastidioso.

—No voy a dejar que me quiten la sangre, soy inmortal —enfatizó la última palabra.

Él era el único mortal que lo sabía. Zack estaba algo irritado por todo el revuelo que su presencia en ese país estaba causando. No hacía más de cinco horas que había bajado de su avión privado.

—Eso ya lo sé —esbozó una sonrisa— lo tengo todo arreglado, vamos a cambiar la bolsa de sangre —aseguró.

Zack gruñó.

Como Andrew lo conocía bien, había deducido que el gruñido equivalía a una aceptación y lo dejó solo. No era uno de sus mejores días. Tenía mucha sed, quería beber sangre humana. Pero no podía.

Su familia estaba compuesta por inmortales de sangre pura. Ellos habían hallado la forma de no matar a más personas, para no levantar sospechas. Después de todo convivirían con los humanos por el resto de la eternidad. Aun así los inmortales odiaban a los humanos. Era molesto tener que contener sus impulsos naturales. Aunque la frase de "la práctica hace al maestro" encajaba bien con los de su especie. Se cambió de ropa rápidamente, quería que todo el asunto terminara de una vez. Bajó por las escaleras de su gran casa y vio que su amigo lo esperaba sentado en el sillón. Al verlo, se puso de pie y se le quedó viendo.

—Bueno, la limusina nos espera, recuerda que habrá mucha gente en el lugar, intenta controlarte.

Zack avanzó apenas unos pasos cuando el rubio lo detuvo antes de abrir la puerta.

—¿Y ahora qué? —preguntó secamente.

—Tus ojos están de color lila, ¿no pensarás revelar tu secreto a todos o sí? —frunció el entrecejo—Creí que ya estabas satisfecho.

—En primera, sabes que las cápsulas no me satisfacen completamente y... no tengo la culpa de que ya sea de noche. No puedo evitar revelar mi verdadero yo —cuando el sol se escondía, su verdadera naturaleza era más difícil de controlar.

—Puedes contenerte.

Otro gruñido. Cerró sus ojos y al abrirlos regresaron al color negro.

—Ahora sí —dijo el hombre rubio, abriendo una de las alas de la gran puerta.

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