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❝ 𝕮𝖚𝖙𝖊 𝕻𝖚𝖕𝖕𝖞... ❞
Y AHÍ ESTABAN, YENDO DIRECTAMENTE A LA ENTRADA DEL INFRAMUNDO, raro, pero Melanka lo encontraba emocionante, en cierto modo, no es que quisiera llegar en forma de fantasma pronto, pero es mejor conocer bien el lugar donde iría a parar su alma cuando llegara su momento, así que, excursión gratis a su muy lejano destino.
Si es que los dioses la dejaban.
El mostrador del guarda de seguridad era bastante alto, así que tenían que
mirarlo desde abajo.
Era un negro alto y elegante, de pelo teñido de rubio y cortado estilo militar.
Llevaba gafas de sol de carey y un traje de seda italiana a juego con su pelo. También lucía una rosa negra en la solapa bajo una tarjeta de identificación.
—¿Se llama Quirón? —, dijo Percy, confundido.
Él se inclinó hacia delante desde el otro lado del mostrador. En sus gafas Melanka sólo vio su reflejo, pero su sonrisa era dulce y fría, como la de una pitón justo antes de comerte.
—Mira qué preciosidad de muchacho tenemos aquí. —Tenía un acento extraño, británico quizá, pero también como si el inglés no fuera su lengua materna—. Dime,¿te parezco un centauro?
—N-no.
—Señor —añadió con suavidad.
—Señor —repitió Percy.
Agarró su tarjeta de identificación con dos dedos y pasó otro bajo las letras.
—¿Sabes leer esto, chaval? Pone C-A-R-O-N-T-E. Repite conmigo: CA-RON-TE.
—Caronte.
—¡Impresionante! Ahora di: señor Caronte.
—Señor Caronte.
—Muy bien. —Volvió a sentarse—. Detesto que me confundan con ese viejo jamelgo de Quirón. Y bien, ¿en qué puedo ayudaros, pequeños muertecitos?
La pregunta le golpeó en el estómago como un puño a Percy. Miro a Melanka
vacilante.
—Queremos ir al inframundo —intervino ella.
Caronte la volteo a ver, Percy juro verlo dudar y temblar pero se recompuso rapidametente y emitió un silbido de asombro.
—Vaya, niña, eres toda una novedad.
—¿Sí? —repuso ella.
—Directa y al grano. Nada de gritos. Nada de «tiene que haber un error, señor Caronte». —Se les quedó mirando—. ¿Y cómo habéis muerto, pues?
Melanka rapida y eficaz solto una respuesta rapida y convicente.
—Cáncer.
—¿Los tres?
Asintieron.
—Menuda enfermedad. —Caronte parecía impresionado—. Supongo que no tendréis monedas para el viaje. Veréis, cuando se trata de adultos puedo cargarlo a una tarjeta de crédito, o añadir el precio del ferry a la factura del cable. Pero los niños… Vaya, es que nunca os morís preparados. Supongo que tendréis que esperar aquí sentados unos cuantos siglos.
—No, si tenemos monedas. —la rusa puso tres dracmas de oro en el mostrador, parte de lo encontrado en el despacho de Crusty.
—Bueno, bueno… —Caronte se humedeció los labios—. Dracmas de verdad, de oro auténtico. Hace mucho que no veo una de éstas… —Sus dedos acariciaron codiciosos las monedas.
Entonces Caronte miró fijamente a Percy, Grover y Annabeth, y su frialdad pareció atravesarle el pecho a Melanka.
—A ver —se dirigio a Percy—. No has podido leer mi nombre correctamente. ¿Eres disléxico, chaval?
—No —mintió —. Soy un muerto.
Caronte se inclinó hacia delante y olisqueó.
—No eres ningún muerto. Debería haberme dado cuenta. Eres un diosecillo.
—Tenemos que llegar al inframundo —insistió Melanka.
Caronte soltó un profundo rugido.
Todo el mundo en la sala de espera se levantó y empezó a pasearse con
nerviosismo, a encender cigarrillos, mesarse el pelo o consultar los relojes.
—Marchaos mientras podáis —les dijo Caronte—. Me quedaré las monedas y
olvidaré que os he visto. —Hizo ademán de guardárselas, pero Melanka se las arrebaté.
—Sin servicio no hay propina. —le dijo la rusa, Percy se sorprendió de lo sería y astuta que se vio, como si Caronte fuera uno mas de los de la Cabaña 11 cada vez que hacian un trato o apuesta con ella.
Caronte volvió a gruñir, esta vez un sonido profundo que helaba la sangre.
Los espíritus de los muertos empezaron a aporrear las puertas del ascensor.
—Es una pena —suspiro, se vio las uñas desinteresadamente—. Teníamos más que ofrecer.
Le enseño la bolsa llena con las cosas de Crusty. Sacó un puñado de dracmas y
dejé que las monedas se escurrieran entre sus dedos. El gruñido de Caronte se convirtió en una especie de ronroneo de león.
—¿Crees que puedes comprarme, criatura de los dioses? Oye… sólo por
curiosidad, ¿cuánto tienes ahí?
—Mucho —contestó —. Apuesto a que tu Señor Hades no le paga lo suficiente por un trabajo tan duro.
—Uf, si te contara… Pasar el día cuidando de estos espíritus no es nada agradable, te lo aseguro. Siempre están con «por favor, no dejes que muera», o «por favor, déjame cruzar gratis». Estoy harto. Hace tres mil años que no me aumentan el sueldo. ¿Y te parece que los trajes como éste salen baratos?
—Se merece algo mejor —coincidío—. Un poco de aprecio. Respeto. Buena paga.
A cada palabra Melanka apilaba otra moneda de oro en el mostrador.
Caronte le echó un vistazo a su chaqueta de seda italiana, como si se imaginara
vestido con algo mejor.
—Debo decir, princesita, que lo que dices tiene algo de sentido. Sólo un poco, ¿eh?
La rusa apilo unas monedas más, tratando de no sonar confundida por el apodo.
—Yo podría mencionarle a Hades que usted necesita un aumento de sueldo…
Caronte se vio nervioso por lo dicho, solto un suspiró pesado.
—De acuerdo. El barco está casi lleno, pero intentaré meteros con calzador, ¿vale? —Se puso en pie, recogió las monedas y dijo—: Seguidme.
Se abrió paso entre la multitud de espíritus a la espera, que intentaron colgarse de ellos mientras susurraban con voces lastimeras.
Caronte los apartaba de su camino murmurando: «Largo de aquí, gorrones».
Los escoltó hasta el ascensor, que ya estaba lleno de almas de muerto, cada una con una tarjeta de embarque verde.
Caronte agarró a dos espíritus que intentaban meterse con ellos y los devolvió a la recepción.
—Vale. Escuchad: que a nadie se le ocurra pasarse de listo en mi ausencia —anunció a la sala de espera—. Y si alguno vuelve a tocar el dial de mi micrófono, me aseguraré de que paséis aquí mil años más. ¿Entendido?
Cerró las puertas. Metió una tarjeta magnética en una ranura del ascensor y empezaron a descender.
—¿Qué les pasa a los espíritus que esperan? —preguntó Annabeth.
—Nada —repuso Caronte.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Para siempre, o hasta que me siento generoso.
—Vaya —dijo Annabeth—. Eso no parece… justo.
Caronte arqueó una ceja.
—¿Quién ha dicho que la muerte sea justa, niña? Espera a que llegue tu turno. Yendo a donde vas, morirás pronto.
—Saldremos vivos —respondío Percy.
—Ja.—se burlo—Tal vez la protegida de mi madre lo logré, de ustedes no diría lo mismo.
De repente la rusa sintió un mareo. No bajaban, sino que íban hacia delante. El aire se tornó neblinoso. Los espíritus que los rodeaban empezaron a cambiar de forma.
Sus prendas modernas se desvanecieron y se convirtieron en hábitos grises con
capucha. El suelo del ascensor empezó a bambolearse.
Cerró los ojos con fuerza. Cuando los abrío, el traje de Caronte se había convertido en un largo hábito negro, y tampoco llevaba las gafas de carey.
Donde tendría que haber habido ojos sólo había cuencas vacías; como las de Ares pero totalmente oscuras, llenas de noche, muerte y desesperación.
Melanka se sentía confundida a la sensación extraña que le atravesó en el pecho, esa sensación de que no debía estar ahí pero a la vez si.
—¿Qué pasa?—preguntó Caronte.
—No, nada —conseguío decir Percy.
El suelo seguía bamboleándose.
—Me parece que me estoy mareando —dijo Grover.
Cuando volvío cerrar los ojos, el ascensor ya no era un ascensor. Estában encima de una barcaza de madera.
Caronte empujaba una pértiga a través de un río oscuro y aceitoso en el que flotaban huesos, peces muertos y otras cosas más extrañas: muñecas de plástico, claveles aplastados, diplomas de bordes dorados empapados.
—El río Estigio —murmuró Annabeth—. Está tan…
—Contaminado —la ayudó Caronte—. Durante miles de años, vosotros los
humanos habéis ido tirando de todo mientras lo cruzabais: esperanzas, sueños, deseos que jamás se hicieron realidad. Gestión de residuos irresponsable, si vamos a eso.
La niebla se enroscó sobre la mugrienta agua. Por encima de ellos, casi
perdido en la penumbra, había un techo de estalactitas. Más adelante, la otra orilla brillaba con una luz verdosa, del color del veneno.
El pánico se apoderó de Melanka.
¿Qué estaba haciendo ella allí? Esa sensación no había desaparecido, en cambio se había transformado en una voz en su cabeza que le gritaba que huyer, que todavía no debía estar ahí.
Le agarró las manos a Annabeth y a Percy que este en circunstancias normales, le habría dado vergüenza, pero entendía cómo se sentía.
La Drakova descubrí o a Percy murmurando una oración, aunque no estaba muy segura de a quién se la rezaba. Allí abajo, sólo un dios importaba, y era el mismo al que habían ido a enfrentar.
La orilla del inframundo apareció ante su vista. Unos cien metros de rocas
escarpadas y arena volcánica negra llegaban hasta la base de un elevado muro de piedra, que se extendía a cada lado hasta donde se perdía la vista.
Llegó un sonido de alguna parte cercana, en la penumbra verde, y reverberó en las rocas: el gruñido de un animal de gran tamaño.
—El viejo Tres Caras está hambriento —comentó Caronte. Su sonrisa se volvió
esquelética a la luz verde—. Mala suerte, diosecillos.
La quilla de la barcaza se posó sobre la arena negra. Los muertos empezaron a
desembarcar. Una mujer llevaba a una niña pequeña de la mano. Un anciano y una anciana cojeaban agarrados del brazo. Un chico, no mayor que ellos, arrastraba los pies en su hábito gris.
—Te desearía suerte, niña—le dijo Caronte—, pero es que ahí abajo no hay ninguna. Pero oye, no te olvides de comentar lo de mi aumento.
Contó las monedas de oro en su bolsa y volvió a agarrar la pértiga.
Había tres entradas distintas bajo un enorme arco negro en el que se leía: «ESTÁ ENTRANDO EN EREBO». Cada entrada tenía un detector de metales con cámaras de seguridad encima. Detrás había cabinas de aduanas ocupadas por fantasmas vestidos de negro como Caronte.
El rugido del animal hambriento se oía muy alto, pero no veian de dónde procedía.
El perro de tres cabezas, Cerbero, que supuestamente guardaba la puerta del Hades, no estaba por ninguna parte.
Los muertos hacían tres filas, dos señaladas como «EN SERVICIO», y otra en la que ponía: «MUERTE RÁPIDA». La fila de muerte rápida se movía velozmente. Las otras dos
iban como tortugas.
—¿Qué te parece? —le preguntó Percy a Annabeth.
—La cola rápida debe de ir directamente a los Campos de Asfódelos —dijo—. No quieren arriesgarse al juicio del tribunal, porque podrían salir mal parados.
—¿Hay un tribunal para los muertos?
—Sí. Tres jueces. Se turnan los puestos. El rey Minos, Thomas Jefferson, Shakespeare; gente de esa clase. A veces estudian una vida y deciden que esa persona merece una recompensa especial: los Campos Elíseos. En otras ocasiones deciden que merecen un castigo. Pero la mayoría… en fin, sencillamente vivieron, son historia. Ya sabes, nada especial, ni bueno ni malo. Así que van a parar a los Campos
de Asfódelos.
—¿A hacer qué?
—Imagínate estar en un campo de trigo de Kansas para siempre —contestó
Grover.
—Qué agobio —respondió.
—Tampoco es para tanto —murmuró Grover—. Mira. —Un par de fantasmas con hábitos negros habían apartado a un espíritu y lo empujaban hacia el mostrador de seguridad. El rostro del difunto le resultaba vagamente familiar—. Es el predicador de la tele, ¿te acuerdas?
—Anda, sí. —le contestó
—Castigo especial de Hades —supuso Grover—. La gente mala, mala de verdad, recibe una atención personal en cuanto llegan. Las Fur… Las Benévolas prepararán una tortura eterna para él.
Pensar en las Furias hizo estremecer a Melanka.
La Furia a la que Melanka mató, o bueno eso quiso creer ella andaba por ahí suelta y enojada.
—Pero si es predicador y cree en un infierno diferente… —objeto Percy.
Grover se encogió de hombros.
—¿Quién dice que esté viendo este lugar como lo vemos tú y yo? Los humanos
ven lo que quieren ver. Sois muy cabezotas… quiero decir, persistentes.
Se acercaron a las puertas. Los alaridos se oían tan alto que hacían vibrar el
suelo bajo sus pies, aunque seguía sin localizar el lugar del que procedían.
Entonces, a unos quince metros delante, la niebla verde resplandeció. Justo donde el camino se separaba en tres había un enorme monstruo envuelto en sombras. No lo habían visto antes porque era semitransparente, como los muertos. Si estaba quieto se confundía con cualquier cosa que tuviera detrás. Sólo los ojos y los dientes parecían sólidos.
Y estaban mirándo de Percy a Melankay viceversa, no sabiendo a quien prestar más atención.
Casi se le desencajó la mandíbula a Percy. Lo único que se le ocurrió decir fue: —Es un rottweiler.
Melanka se habia imaginado a Cerbero como un enorme mastín negro. Pero
evidentemente era un rottweiler de pura raza, salvo por el pequeño detalle de que también era el doble de grande que un mamut, casi del todo invisible, y tenía tres cabezas.
Ignorando lo anterior bien podría ser su propio Rottweiler, su amada mascota que seguramente estaría durmiendo ahora mismo en la cama de Melanka para no extrañarla.
Temnyy, oscuro en Ruso, fue el nombre que le puso, ya que su pelaje y ojos eran de un intenso negro a pesar de los años, eso le había costado burlas de su hermano mayora por el nombre poco original que le puso al perro.
Los muertos caminaban directamente hacia él: no tenían miedo. Las filas en
servicio se apartaban de él cada una a un lado. Los espíritus camino de muerte rápida pasaban justo entre sus patas delanteras y bajo su estómago, cosa que hacían sin necesidad de agacharse.
—Ya lo veo mejor —murmuró Percy —. ¿Por qué pasa eso?
—Creo… —Annabeth se humedeció los labios—. Me temo que es porque nos
encontramos más cerca de estar muertos.
La cabeza central del perro se alargó hacia ellos. Olisqueó el aire y gruñó.
—Huele a los vivos —dijo el hijo de Poseidón.
—Pero no pasa nada —contestó Grover, temblando a su lado—. Porque tenemos
un plan.
—Ya —musitó Annabeth—. Eso, un plan.
Se acercaron al monstruo. La cabeza del medio les gruñó y luego ladró con
tanta fuerza que le hizo doler oos tímpanos a la rusa.
—¿Lo entiendes? —le preguntó a Grover.
—Sí lo entiendo, sí. Vaya si lo entiendo.
—¿Qué dice?
—No creo que los humanos tengan una palabra que lo exprese exactamente.
Percy sacó un palo de su mochila: el poste que había arrancado de la cama de Crusty modelo safari. Lo sostuvo en alto, intentando canalizar hacia Cerbero pensamientos perrunos felices: anuncios de exquisiteces para perro, huesos de juguete, piensos apetitosos. Trato de sonreír, como si no estuviera a punto de morir.
—Ey, grandullón —lo llamó —. Seguro que no juegan mucho contigo.
—¡GRRRRRRRRR!
—Buen perro —contestó débilmente.
Movió el palo. Su cabeza central siguió el movimiento y las otras dos concentraron sus ojos en el, olvidando a los espíritus.
Toda su atención se hallaba puesta en el.
—¡Agárralo! —Lanzó el palo a la oscuridad, un buen lanzamiento. Se oyó el chapoteo en el río Estigio.
Cerbero le dedicó una mirada furibunda, no demasiado impresionado. Tenía unos ojos temibles y fríos.
Cerbero emitió un nuevo tipo de gruñido, más profundo, multiplicado por tres.
—Esto… —musitó Grover—. ¿Percy?
—¿Sí?
—Creo que te interesará saberlo.
—¿El qué?
—Cerbero dice que tenemos diez segundos para rezar al dios de nuestra elección. Después de eso… bueno… el pobre tiene hambre.
—¡Esperad! —dijo Annabeth, y empezó a hurgar en su bolsa.
«¡Corre!», le gritaba esa vocesita en su cabeza a Melanka.
—Cinco segundos —informó Grover—. ¿Corremos ya?
Annabeth sacó una pelota de goma roja del tamaño de un pomelo. En ella ponía: «WATERLAND, DENVER, CO». Antes de que pudieran detenerla, levantó la pelota y se encaminó directamente hacia Cerbero.
—¿Ves la pelotita? —le gritó—. ¿Quieres la pelotita, Cerbero? ¡Siéntate!
Cerbero parecía tan impresionado como ellos.
Inclinó de lado las tres cabezas. Se le dilataron las seis narinas.
—¡Siéntate! —volvió a ordenarle Annabeth.
Estaban convencidos de que en cualquier momento se convertirían en la galleta de perro más grande del mundo.
En cambio, Cerbero se relamió los tres pares de labios, desplazó el peso a los
cuartos traseros y se sentó, aplastando al instante una docena de espíritus que pasaban debajo de él en la fila de muerte rápida. Los espíritus emitieron silbidos
amortiguados, como una rueda pinchada.
—¡Perrito bueno! —dijo Annabeth, y le tiró la pelota.
Él la cazó al vuelo con las fauces del medio. Apenas era lo bastante grande para mordisquearla siquiera, y las otras dos cabezas empezaron a lanzar mordiscos hacia el centro, intentando hacerse con el nuevo juguete.
—¡Suéltala! —le ordenó Annabeth.
Las cabezas de Cerbero dejaron de enredar y se quedaron mirándola. Tenía la pelota enganchada entre dos dientes, como un trocito de chicle. Profirió un lamento alto y horripilante y dejó caer la pelota, ahora toda llena de babas y mordida casi por la mitad, a los pies de Annabeth.
Melanka pudo haberle puesto un altar en ese momento a Annabeth de no aver sido por que recordó donde estaban.
—Muy bien. —Recogió la bola, haciendo caso omiso de las babas del monstruo.
Luego se volvió hacia ellos y dijo—: Id ahora. La fila de muerte rápida es la más rápida.
—Pero… —dijo Percy.
—¡Ahora! —ordenó, con el mismo tono que usaba para el perro.
Melanka, Grover y Percy avanzaron poco a poco y con cautela.
Cerbero empezó a gruñir.
—¡Quieto! —ordenó Annabeth al monstruo—. ¡Si quieres la pelotita, quieto!
Cerbero gañó, pero permaneció inmóvil.
—¿Qué pasará contigo? —le preguntó Melanka a Annabeth cuando cruzaron a su lado.
—Sé lo que estoy haciendo, Mel —murmuró—. Por lo menos, estoy bastante segura…
Grover, Percy y Melanka pasaron entre las patas del monstruo.
Conseguieron cruzar. Cerbero no daba menos miedo visto por detrás.
—¡Perrito bueno! —le dijo Annabeth.
Agarró la pelota roja machacada, y se la lanzó y la boca izquierda del monstruo la atrapó al vuelo, pero fue atacada al instante por la del medio mientras la derecha gañía en señal de protesta.
Así distraído el monstruo, Annabeth pasó con presteza bajo su vientre y se unió a ellos en el detector de metales.
—¿Cómo has hecho eso? —le pregunto alucinado Percy.
—Escuela de adiestramiento para perros —respondió sin aliento, y le sorprendió
verla hacer un puchero—. Cuando era pequeña, en casa de mi padre teníamos un doberman…
—Eso ahora no importa —interrumpió Grover, tirándole de la camisa—.
¡Vamos!
Se disponían a adelantar la fila a todo gas cuando Cerbero gimió lastimeramente por las tres bocas.
Annabeth se detuvo y se volvió para mirar al perro, que se había girado hacia ellos. Cerbero jadeaba expectante, con la pelotita roja hecha pedazos en un charco de baba a sus pies.
—Perrito bueno —le dijo Annabeth con voz de pena.
Las cabezas del monstruo se ladearon, como preocupado por ella.
—Pronto te traeré otra pelota —le prometió Annabeth—. ¿Te gustaría?
Cerbero aulló y a Melanka se le rompio el corazón, extrañaba a sus papá, mamá y hermanos y sobre todo a sus mascotas.
—Perro bueno. Vendré a verte pronto. Te… te lo prometo. —Annabeth se volvió hacia ellos—. Vamos.
Percy y Melanka cruzaron el detector de metales, que de inmediato accionó la alarma y un dispositivo de luces rojas.
«¡Posesiones no autorizadas! ¡Detectada magia!».
Cerbero empezó a ladrar.
Se lanzaron a través de la puerta de muerte rápida, que disparó aún más
alarmas, y corrieron hacia el inframundo.
Unos minutos después estában ocultos, jadeantes, en el tronco podrido de un
enorme árbol negro, mientras los fantasmas de seguridad pasaban frente de ellos y pedían refuerzos a las Furias.
Cosa que puso de nervios a Melanka.
—Bueno, Percy —murmuró Grover—, ¿qué hemos aprendido hoy?
—¿Que los perros de tres cabezas prefieren las pelotas rojas de goma a los palos?
—No —contestó Grover—. Hemos aprendido que tus planes son perros, ¡perros de verdad!
Melanka tomó la mano de Annabeth cariñosamente y fingío no darse
cuenta de que se enjugaba una lágrima de la mejilla mientras escuchaba el
lastimero aullido de Cerbero en la distancia, que echaba de menos a su nueva amiga.
Temnyy adoraria a Annabeth, y viceversa.
EL ELÍSEO.
Era tan hermoso que a Melanka le entraron ganas de llorar, se veía y sentía tanta paz ahí, paz, en medio de tanto caos en el mundo.
En medio de aquel valle había un lago azul de aguas brillantes, con tres pequeñas islas como una instalación turística en las Bahamas. Las islas Bienaventuradas, para la gente que había elegido renacer tres veces y tres veces había alcanzado el Elíseo.
De inmediato supo que aquél era el lugar al que quería ir cuando muriera.
—De eso se trata —le dijo Annabeth como si le leyera el pensamiento—. Ése
es el lugar para los héroes.
Tras unos kilómetros caminando, empezaron a oír un chirrido familiar en la distancia. En el horizonte se cernía un reluciente palacio de obsidiana negra.
Por encima de las murallas merodeaban tres criaturas parecidas a murciélagos: las Furias.
Melanka vio como una de ellas le dirigía una mirada furiosa que le dieron ganas de regresar con Cerbero.
—Supongo que es un poco tarde para dar media vuelta —comentó Grover,
esperanzado.
—No va a pasarnos nada. —Percy intentaba aparentar seguridad.
—A lo mejor tendríamos que buscar en otros sitios primero —sugirió Grover—.
Como el Elíseo, por ejemplo…
—Venga, pedazo de cabra. —Annabeth lo agarró del brazo.
Grover emitió un gritito. Las alas de sus zapatillas se desplegaron y lo lanzaron
lejos de Annabeth. Aterrizó dándose una buena costalada.
—Grover —lo regañó Annabeth—. Basta de hacer el tonto.
—Pero si yo no…
Otro gritito. Sus zapatos revoloteaban como locos. Levitaron unos centímetros
por encima del suelo y empezaron a arrastrarlo.
—Maya! —gritó, pero la palabra mágica parecía no surtir efecto—. Maya! ¡Por
favor! ¡Llamad a emergencias! ¡Socorro!
Percy evito que su brazo lo noqueara e intento agarrarle la mano, pero lleguo tarde.
Empezaba a cobrar velocidad y descendía por la colina como un trineo.
Corrieron tras él.
—¡Desátate los zapatos! —vociferó Annabeth.
Grover se revolvió, pero no alcanzaba los cordones.
Lo seguieron, tratando de no perderlo de vista mientras zigzagueaba entre las
piernas de los espíritus, que lo miraban molestos.
Melanka había tomado la delantera en la carrera a pesar de todavía estar algo herida, lo espíritus se apartaban cuando la veían pasar corriendo alado de ellos.
Estaban seguros de que Grover iba a
meterse como un torpedo por la puerta del palacio de Hades, pero sus zapatos viraron bruscamente a la derecha y lo arrastraron en la dirección opuesta.
La ladera se volvió más empinada.
Grover aceleró.
Annabeth y Percy tuvieron que apretar el paso para no perder a Grover y a Melanka.
Las paredes de la caverna se estrecharon a cada lado, y Percy reparo en que habían entrado en una especie de túnel. Ya no había hierba ni árboles negros, sólo roca desnuda y la tenue luz de las estalactitas encima.
—¡Grover! —gritó la rusa, y el eco resonó—. ¡Agárrate a algo!
—¿Qué? —gritó él a su vez.
Se agarraba a la gravilla, pero no había nada lo bastante firme para frenarlo.
El túnel se volvió aún más oscuro y frío.
A Melanka se le erizó el vello de los brazos y percibío una horrible fetidez.
Le hizo pensar en cosas que ni siquiera había experimentado nunca: sangre derramada en un antiguo altar de piedra, el aliento repulsivo de un asesino.
Entonces vio lo que tenían delante y se quedo clavado en el sitio, Percy le siguió.
Definitivamente no debería estar ahí, no todavía.
El túnel se ensanchaba hasta una amplia y oscura caverna, en cuyo centro se abría un abismo del tamaño de un cráter.
Grover patinaba directamente hacia el borde.
—¡Venga, Percy! ¡Mel! —chilló Annabeth, tirándole de la muñeca al semidiós.
—Pero eso es…
—¡Ya lo sé! —le grito —. ¡Es el lugar que describiste en tu sueño! Pero Grover va a caer dentro si no lo alcanzamos.
Rápidamente Melanka se recompuso y siguió a Grover
Grover gritaba y manoteaba el suelo, pero las zapatillas aladas seguían arrastrándolo hacia el foso, y no parecía que pudiéran llegar a tiempo.
Lo que lo salvó fueron sus pezuñas.
Las zapatillas voladoras siempre le habían quedado un poco sueltas, y al final Grover le dio una patada a una roca grande y la izquierda salió disparada hacia la oscuridad del abismo.
La derecha seguía tirando de él, pero Grover pudo frenarse aferrándose a la roca y utilizándola como anclaje.
Estaba a tres metros del borde del foso cuando lo alcanzaron y tiraron de él
hacia arriba.
La otra zapatilla salió sola, nos rodeó enfadada y, a modo de protesta, les propinó un puntapié en la cabeza antes de volar hacia el abismo para unirse con su gemela.
Se derrumbaron todos, exhaustos, sobre la gravilla de obsidiana.
Grover tenía unos buenos moratones y le sangraban las manos. Las pupilas se le habían vuelto oblongas, estilo cabra, como cada vez que estaba aterrorizado.
—No sé cómo… —jadeó—. Yo no…
—Espera —dijo Percy—. Escucha.
La rusa oia algo: un susurro profundo en la oscuridad.
—Percy, este lugar… —dijo Annabeth al cabo de unos segundos.
—Chist. —se puso en pie.
Melanka se levantó cuidadosamente, algo la llamaba, algo antiguo, algo tan poderoso como el tiempo mismo, más antiguo y poderoso apostaría ella.
La llamaba, no, le pedía que fuera en su encuentro.
Estuvo a punto de lanzarse pero una mano en su cintura la jalo y tiro de ella hacia atrás impidiendo aquel encuentro.
A sus espaldas, otra voz, mucho menos poderosa y antigua que la que llamaba a Melanka, sonó más fuerte y enfadada, y echaron a correr aún cuando Melanka todavía se encontraba en transe.
Y no les sobró tiempo.
Un viento frío tiraba de sus espaldas, como si el foso estuviera absorbiéndolo
todo. Por un momento terrorífico Percy perdío el equilibrio y los pies se resbalaron por la gravilla llevandose consigo a Melanka que acausa del golpe salio del transe confundida y asustada.
Nuestro encuentro tendrá que esperar, mi querida niña le susurro la voz en su mente.
A Melanaka le entraron ganas de llorar por aver perdido algo que ella no sabia que buscaba.
Un aullido iracundo retumbó desde el fondo del túnel. Alguien no estaba muy
contento de que hubieran escapado.
—¿Qué era eso? —musitó Grover, cuando se derrumbaron en la relativa seguridad de una alameda—. ¿Una de las mascotas de Hades?
Annabeth y Percy se miraron. Estaba claro que la rubia tenía alguna idea, probablemente la misma que se le había ocurrido en el taxi que los había traído a Los Ángeles, pero le daba demasiado miedo para compartirla. Eso bastó para asustar a Percy aún más.
Melanka sacudió su cabeza con mal humor: —¿Qué der'mo pasó ahí?
Los chicos le dirigieron una mirada consternada, Annabeth se levantó y le tomó la cara, Melanka agradeció todavía estar roja por el esfuerzo de correr ya que estaba segura que su cara estaría ardiendo vergüenza; —Te dirigiste directamente al foso Melanka, y estabas a punto de lanzarte de no haber sido por Percy. . .—le fallo la voz de solo pensarlo—, . . ¿no te acuerdas?
Melanka frunció el ceño, no se acordaba de nada, salvo esa sensación de comodidad y cariño, también lo último dicho.
Nuestro encuentro tendrá que esperar.
Negó con la cabeza y se aparto de Annabeth;—Sigamos. —Miro a Grover—. ¿Puedes caminar?
Tragó saliva.
—Sí, sí, claro —suspiró—. Bah, nunca me gustaron esas zapatillas.
Intentaba mostrarse valiente, pero temblaba tanto como ellos. Fuera lo que fuese lo que había en aquel foso, no era la mascota de nadie.
No, más bien, todo el mundo parecía que era su diversión favorita, su programa de TV, algo tan insignificante para esa criatura.
Y la Melanka no se había sentido tan a salvo y en paz sería de ese ser.
Era inenarrablemente arcaico y poderoso. Ni siquiera la otra voz en ese foso le había dado aquella sensación.
Se encaminaron hacia el palacio de Hades.
Envueltas en sombras, las Furias sobrevolaban en círculo las almenas.
Las murallas externas de la fortaleza relucían negras, y las puertas de bronce de dos pisos de altura estaban abiertas de par en par. Cuando estuviron más cerca, apreciaro que los grabados de dichas puertas reproducían escenas de muerte.
Algunas eran de tiempos modernos —una bomba atómica explotando encima de una ciudad, una trinchera llena de soldados con máscaras antigás, una fila de víctimas de hambrunas africanas, esperando con cuencos vacíos en la mano—, pero todas parecían labradas en bronce hacía miles de años.
Era tan hermoso y triste alavés, tan dignas de estar en una exposición de arte pero tan triste para que las personas las vieran.
En el patio había el jardín más extraño que Melanka habia visto en su vida.
Y valla que había visto demasiados.
Setas multicolores, arbustos venenosos y raras plantas luminosas que crecían sin luz. En lugar de flores había piedras preciosas, pilas de rubíes grandes como su puño, macizos de diamantes en bruto.
Aquí y allí, como invitados a una fiesta, estaban las estatuas de jardín de Medusa: niños, sátiros y centauros petrificados, todos esbozando sonrisas grotescas.
En el centro del jardín había un huerto de granados, cuyas flores naranja neón
brillaban en la oscuridad.
—Éste es el jardín de Perséfone —explicó Annabeth—. Seguid andando.
La mension de la diosa puso a Melanka en estado de alerta y siguió avanzando, tratando de no agarrar una granada y probarla, un bocado de la comida del inframundo y jamás podría marcharse.
Subieron por la escalinata de palacio, entre columnas negras y a través de un pórtico de mármol negro, hasta la casa de Hades.
El zaguán tenía el suelo de bronce
pulido, que parecía hervir a la luz reflejada de las antorchas. No había techo, sólo el de la caverna, muy por encima.
Cada puerta estaba guardada por un esqueleto con indumentaria militar.
Algunos llevaban armaduras griegas; otros, casacas rojas británicas; otros, camuflaje de marines. Cargaban lanzas, mosquetones o M-16.
Ninguno los molestó, pero sus cuencas vacías los siguieron mientras recorrian el zaguán hasta las enormes puertas que había en el otro extremo.
Annabeth se dio cuenta de que los esqueletos miraban con interés y ¿miedo? o ¿respeto? a Melanka.
Trato de ignorar el escalofria que le recorrió en la espalda a observar a Melanka, se veía más viva que ellos tres juntos en aquel lugar, aparto la vista de ella.
Dos esqueletos con uniforme de marine custodiaban las puertas. Les sonrieron.
Tenían lanzagranadas automáticos cruzados sobre el pecho.
—¿Sabéis? —murmuró Grover—, apuesto lo que sea a que Hades no tiene problemas con los vendedores puerta a puerta.
—Bueno, chicos —dijo Percy—. Creo que tendríamos que… llamar.
Un viento cálido recorrió el pasillo y las puertas se abrieron de par en par. Los
guardias se hicieron a un lado.
—Supongo que eso significa entrez-vous —comentó Annabeth.
Melanka solo conocía a dos dioses, y los dos eran Olímpicos, Hades sería el tercer dios pero el primero que le pareció
realmente divino.
Salvo Nyx, ella realmente que desprendía poder.
Para empezar, medía por lo menos tres metros de altura, e iba vestido con una
túnica de seda negra y una corona de oro trenzado. Tenía la piel de un blanco albino, el pelo por los hombros y negro azabache.
No estaba musculoso como Ares, pero
irradiaba poder. Estaba repantigado en su trono de huesos humanos soldados, con aspecto vivaz y alerta. Tan peligroso como una pantera.
Inmediatamente Melanka tuvo la certeza de que él debía dar las órdenes.
Percy se sio cuenta que El Señor de los Muertos se parecía a las imágenes que había visto de Adolph Hitler, Napoleón o los líderes terroristas que teledirigen a los hombres bomba.
Hades tenía los mismos ojos intensos, la misma clase de carisma malvado e hipnotizador, le recordaba mucho a alguien.
—Eres valiente para venir aquí, hijo de Poseidón —articuló con voz empalagosa —. Después de lo que me has hecho, muy valiente, a decir verdad. O puede que seas sólo muy insensato.
Las dos cosas se dijo Melanka así misma.
—Señor y tío, vengo a haceros dos peticiones.
Hades levantó una ceja. Cuando se inclinó hacia delante, en los pliegues de su túnica aparecieron rostros en sombra, rostros atormentados, como si la prenda estuviera hecha de almas atrapadas en los Campos de Castigo que intentaran escapar.
El Señor de los Muertos apretó su agarre asu trono cuando su vista se posó en Melanaka, la rusa se quedó quieta por el miedo y la confusión caundo noto que el dios la veía con arrepentimiento, pena y tristeza, pero lo que la confundió fue ver también en esa mirada profunda mucho enojo y venganza.
Se reomovio incomoda y se posó alado de Annabeth que le tomó una mano y la sostuvo, dándole un consuelo a Melanka y a ella misma.
—¿Sólo dos peticiones? —preguntó Hades, despues de apartar la vista de la rusa—. Niño arrogante. Como si no te hubieras llevado ya suficiente. Habla, entonces. Me divierte no matarte aún.
Aquello iba tan mal como Percy había temido.
Annabeth se aclaró la garganta y le hincó un dedo en la espalda.
—Señor Hades —dijo—. Veréis, señor, no puede haber una guerra entre los
dioses. Sería… chungo.
—Muy chungo —añadió Grover para echarle una mano.
—Devolvedme el rayo maestro de Zeus —dijo el semidiós —. Por favor, señor. Dejadme llevarlo al Olimpo.
Los ojos de Hades adquirieron un brillo peligroso.
—¿Osas venirme con esas pretensiones, después de lo que has hecho?
Percy miro a sus amigos, tan confusos como el.
—Esto… tío —dijo—. No paráis de decir «después de lo que has hecho». ¿Qué
he hecho exactamente?
El salón del trono se sacudió con un temblor tan fuerte que probablemente lo notaron en Los Angeles. Cayeron escombros del techo de la caverna. Las puertas se abrieron de golpe en todos los muros, y los guerreros esqueléticos entraron, docenas de ellos, de todas las épocas y naciones de la civilización occidental. Formaron en el perímetro de la sala, bloqueando las salidas.
A Melanka le molaba mucho el poder que tenia Hades, sí, Zeus Rey de los Dioses eso estaba bien, Poseidón Dios del Océano también estaba bien, pero Hades era Dios del Inframundo y los Muertos, el tenía control de ellos, tantos semidioses a lo largo de la historia y sus almas llegaron a parar al dominio de Hades, si el quisiera podría iniciar una guerra, que tal vez no ganaría pero sin duda hubiera dado batalla a los dioses y humanos, ya que habían más muertos que vivos.
También le molaba mucho el poder que tenia sobre la tierra, tanto como Poseidón, el poder sobre todo lo que hay debajo también de esta era algo impresionante.
—¿Crees que quiero la guerra, diosecillo? —espetó Hades lo que saco a la rusa de sus pensamientos.
—Sois el Señor de los Muertos —dijo Percy con cautela—. Una guerra expandiría vuestro reino, ¿no?
—¡La típica frasecita de mis hermanos! ¿Crees que necesito más súbditos? Pero
¿es que no has visto la extensión de los Campos de Asfódelos?
—Bueno…
—¿Tienes idea de cuánto ha crecido mi reino sólo en este último siglo? ¿Cuántas subdivisiones he tenido que abrir?
Percy abrío la boca para responder, pero Hades ya se había lanzado.
—Más demonios de seguridad —se lamentó—. Problemas de tráfico en el pabellón del juicio. Jornada doble para todo el personal… Antes era un dios rico, Percy Jackson. Controlo todos los metales preciosos bajo tierra. Pero ¡y los gastos!
—Caronte quiere que le subáis el sueldo —el hijo de Poseidón aprovecho para decirle, porque se acordó en ese instante. Pero Melanka vio como se arrepentía.
—¡No me hagas hablar de Caronte! —bramó Hades—. ¡Está imposible desde que descubrió los trajes italianos! Problemas en todas partes, y tengo que ocuparme de todos personalmente. ¡Sólo el tiempo que tardo en llegar desde palacio hasta las puertas me vuelve loco! Y los muertos no paran de llegar. No, diosecillo. ¡No necesito ayuda para conseguir súbditos! Yo no he pedido esta guerra.
—Pero os habéis llevado el rayo maestro de Zeus.
—¡Mentiras! —Más temblores. Hades se levantó del trono y alcanzó una enorme estatura—. Tu padre puede que engañe a Zeus, chico, pero yo no soy tan tonto. Veo su plan.
—¿Su plan?
—Tú robaste el rayo durante el solsticio de invierno —dijo—. Tu padre pensó
que podría mantenerte en secreto. Te condujo hasta la sala del trono en el Olimpo y te llevaste el rayo maestro y mi casco. De no haber enviado a mi furia a descubrirte a la academia Yancy, Poseidón habría logrado ocultar su plan para empezar una guerra. Pero ahora te has visto obligado a salir a la luz. ¡Tú confesarás ser el ladrón del rayo, y yo recuperaré mi yelmo!
Que las Moiras se apiaden del destino de ellos cuatro se lamentó Melanka alver para donde iba todo el asunto.
—Pero… —terció Annabeth, desconcertada—. Señor Hades, ¿vuestro yelmo de oscuridad también ha desaparecido?
—No te hagas la inocente, niña. Tú, Melanka y el sátiro habéis estado ayudando a este héroe, habéis venido aquí para amenazarme en nombre de Poseidón, sin duda habéis venido a traerme un ultimátum. ¿Cree Poseidón que puede chantajearme para que lo
apoye?
—¡No! —replico Percy—. ¡Poseidón no ha… no ha…!
—No he dicho nada de la desaparición del yelmo —gruñó Hades—, porque no
albergaba ilusiones de que nadie en el Olimpo me ofreciera la menor justicia ni la menor ayuda. No puedo permitirme que se sepa que mi arma más poderosa y temida ha desaparecido. Así que te busqué, y cuando quedó claro que venías a mí para amenazarme, no te detuve.
—¿No nos detuvisteis? Pero…
—Devuélveme mi casco ahora, o abriré la tierra y devolveré los muertos al
mundo —amenazó Hades—. Convertiré vuestras tierras en una pesadilla. Y tú, Percy Jackson, tu esqueleto conducirá mi ejército fuera del Hades.
De repente los poderes de Hades no molaban nada a ojos de Melanka.
Los soldados esqueléticos dieron un paso al frente y prepararon sus armas.
—Sois tan chungo como Zeus —le dijo
—Percy. . .—Melanka le tomo la mano pero el se soltó.
—¿Creéis que os he robado? ¿Por eso
enviasteis a las Furias por mí?
—Por supuesto.
—¿Y los demás monstruos?
Hades torció el gesto.
—De eso no sé nada. No quería que tuvieras una muerte rápida: quería que te trajeran vivo ante mí para que sufrieras todas las torturas de los Campos de Castigo. ¿Por qué crees que te he permitido entrar en mi reino con tanta facilidad?
¿Tanta facilidad? la rusa se preguntó que concepto de facilidad tendrá Hades.
—¿Tanta facilidad?—preguntó Percy, leyéndole el pensamiento a Melanka.
—¡Devuélveme mi yelmo!
—Pero yo no lo tengo. He venido por el rayo maestro.
—¡Pero si ya lo tienes! —gritó Hades—. ¡Has venido aquí con él, pequeño insensato, pensando que podrías amenazarme!
—¡No lo tengo!
—Abre la bolsa que llevas.
Melanka casi regresa lo que comió en el Hotel Lotus cuando Percy abrio la mochila y dentro había un cilindro de metal de medio metro, con pinchos a ambos lados, que zumbaba por la energía que contenía.
No, no podía ser, Percy no sería capaz, Melanka se negaba a creerlo, no cuando ella arriensgo su vida múltiples veces en esa misión.
—Percy —dijo Annabeth—, ¿cómo…?
Percy solo buscaba la mirada de Melanka, quería que lo viera pero la risa se negaba, estaba tan confundida.
—N-no lo sé. No lo entiendo.
—Todos los héroes sois iguales —apostilló Hades—. Vuestro orgullo os vuelve necios… Mira que creer que podías traer semejante arma ante mí. No he pedido el rayo maestro de Zeus, pero, dado que está aquí, me lo entregarás. Estoy seguro de que se convertirá en una excelente herramienta de negociación. Y ahora… mi yelmo. ¿Dónde está?
—Señor Hades, esperad —dijo Percy despues de un rato, dolido que Melanka no le dirigia la mirada—. Todo esto es un error.
—¿Un error? —rugió.
Los esqueletos apuntaron sus armas.
Desde lo alto se oyó un aleteo, y las tres
Furias descendieron para posarse sobre el respaldo del trono de su amo. La que Melanka habia volatizado le enseño sus feos dientes e hizo restallar su látigo ala par que su hermana.
—No se trata de ningún error —prosiguió Hades—. Sé por qué has venido; conozco el verdadero motivo por el que has traído el rayo. Has venido a cambiarlo por ella.
De la mano de Hades surgió una bola de fuego.
Explotó en los escalones frente a
mí, y allí estaba uan señora muy bonita a los ojos de la rusa y entonces Melanka lo supo, tenía unas hermosas facciones que ella había visto en Percy.
Era la mamá de Percy.
El semidiós no podía hablar. Se acerco para tocarla, pero la luz estaba tan caliente como una hoguera.
—Sí —dijo Hades con satisfacción—. Yo me la llevé. Sabía, Percy Jackson, que
al final vendrías a negociar conmigo. Devuélveme mi casco y puede que la deje marchar. Ya sabes que no está muerta. Aún no. Pero si no me complaces, eso puede cambiar.
—Ah, las perlas —prosiguió Hades, y Percy perdio el color de su bonito rostro —. Sí, mi hermano y sus truquitos. Tráemelas, Percy Jackson.
Su mano se movió en contra de su voluntad y sacó las perlas.
—Sólo cuatro —comentó Hades—. Qué pena. ¿Te das cuenta de que cada perla sólo protege a una persona? Intenta llevarte a tu madre, pues, diosecillo. ¿A cuál de tus amigos dejarás atrás para pasar la eternidad conmigo? Venga, elige. O dame la mochila y acepta mis condiciones.
Percy miró a Annabeth y Grover. Sus rostros estaban sombríos, pero su vista viajo a Melanka, que ya lo estaba viendo, se veía la duda y determinación que transmitían sus ojos y le sonrió.
A pesar de todo , a pesar del lío en que se había metido por acompañarlo a esa misión en la que estuvo al borde de la muerte.
Le sonrió a él y era la sonrisa más bonita y sincera que había visto jamás, le transmitió confianza, y le hizo saber que todavía creía en él.
—Nos han engañado —les dije cuando se recompuso—. Nos han tendido una trampa.
—Sí, pero ¿por qué? —preguntó Annabeth—. Y la voz del foso…
—Aún no lo sé —contestó —. Pero tengo intención de preguntarlo.
—¡Decídete, chico! —le apremió Hades.
—Percy —Grover le puso una mano en el hombro—, no puedes darle el rayo.
—Eso ya lo sé.
—Déjame aquí —dijo—. Usa la tercera perla para tu madre.
—¡No!
—Soy un sátiro —repuso Grover—. No tenemos almas como los humanos. Puede torturarme hasta que muera, pero no me tendrá para siempre. Me reencarnaré en una flor o en algo parecido. Es la mejor solución.
—No. —Annabeth sacó su cuchillo de bronce—. Id vosotros tres. Grover, tú
debes proteger a Percy. Además, tienes que sacarte la licencia para buscar a Pan. Sacad a su madre de aquí. Yo os cubriré. Tengo intención de caer luchando.
—Ni hablar —respondió Grover—. Yo me quedo.
—Piénsatelo, pedazo de cabra —replicó Annabeth.
—No—, Melanka los callo, su voz transmitió orden y poder, casi tan poderosa que la de Hades a pensamiento del hijo de Poseidón, —. Me quedaré yo.
La forma en que lo dijo no dejó espacio para reproches aunque ellos quieran hacerlo, y su mirada, oh, Percy casi cae de rodillas ante ella cuando vio sus ojos color onix llenos de pura valentía y determinación, no vio ningún rastro de duda o miedo.
Recordó su conversación en el tren, ella comprendía el amor que le tenía a su madre, pues no negó que ella misma iría por su padre al inframundo y lo sacaría por cualquier método.
Y ahí estaba ella, sacrificandose para que el pudiera reunirse con su madre, a costa de su felicidad que tendría con su familia.
Melanka lo hacía por que ella tenía un presentimiento de que no le pasaría nada ahí, que esa cosa en el foso la protegería, pero no lo hizo saber.
Percy se nego a si mismo a dejarla ahi, no despues de todo lo que ella paso para que el pudiera estar ahí, haci que le dijo que no a Melanka Drakova, se rehuso a obedecerla e intimidarse: —¡Basta ya!
—Sé qué hacer —dijo—. Tomad estas tres. —Les dio una perla a cada uno.
—Pero Percy… —protestó Annabeth.
Melanka lo vio y le rompio el corazón a ver su mirada devastada cuando lo vio mirando a su madre.
—Lo siento —susurró —. Volveré. Encontraré un modo.
La mirada de suficiencia desapareció del rostro de Hades.
—¿Diosecillo…?
—Encontraré vuestro yelmo, tío —le dioe—. Os lo devolveré. No os olvidéis de aumentarle el sueldo a Caronte.
—No me desafíes…
—Y tampoco pasaría nada si jugaras un poco con Cerbero de vez en cuando. Le
gustan las pelotas de goma roja.—le sugirió Melanka
El Señor del Inframundo la vio furioso: —Melanka tu no vas . . .
—¡Ahora, chicos! —gritó Percy.
—¡Destruidlos! —exclamó Hades.
El ejército de esqueletos abrió fuego, los fragmentos de perlas explotaron a sus
pies con un estallido de luz verde y una ráfaga de aire fresco. Quedaron encerrados en una esfera lechosa que empezó a flotar por encima del suelo.
Annabeth y Grover estaban justo detrás de Melanka y Percy. Las lanzas y las balas emitían inofensivas chispas al rebotar contra las burbujas nacaradas mientras seguían elevándolos.
Hades aullaba con una furia que sacudió la fortaleza entera, y la rusa supo que
no sería una noche tranquila en Los Ángeles.
—¡Mira arriba! —gritó Grover—. ¡Vamos a chocar!
Se acercában a toda velocidad hacia las estalactitas, que el semidiós supuso pincharían sus pompas y los ensartarían como brochetas.
—¿Cómo se controlan estas cosas? —preguntó Annabeth a voz en cuello.
—¡No creo que puedan controlarse! —le grito la rusa.
Gritaron a medida que las burbujas se estampaban contra el techo y… de pronto todo fue oscuridad.
¿Estában muertos?
Por un instante Melanka no vio nada fuera de las suaves paredes de su esfera, hasta que su perla brotó en el fondo del mar.
Las otras tres esferas lechosas, Annabeth Percy y Grover, seguían su ritmo mientras ascendían hacia la superficie. Y de pronto… estallaron al irrumpir en la superficie, en medio de la bahía de Santa Mónica, derribando a un surfero de su tabla, que exclamó indignado:
—¡Eh, tío!—le grito a Percy
Melanka nada rápidamente hasta la boya de salvamento y ayudó a Grover a subir mientras Percy iba por Annabeth
Un tiburón de más de tres metros daba vueltas alrededor de ellos, a Melanka le desconcertó que se veia muerto de
curiosidad.
—¡Largo! —le ordenó Percy.
Claro, habla con los animales marinos, hijo de Poseidón tenia que ser se regaño a ella misma cuando se sorprendió
El tiburon se volvió y se marchó a todo trapo.
Melanka los ayudó a subir ala boya hasta que una lancha guardacostas los dirigió a la orilla, en el transcurso del camino se fue preguntando:
¿Qué miarda pasó?
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