I.


otoño, 1830

EL REY WENTWORTH nunca pensó que perdería los cabales por culpa de su propio hijo. Verlo con su traje mal puesto, cabellera desaliñada, y mostrando una sonrisa chueca frente a los demás gobernadores lo hizo encolerizar a tal punto de largarlo de la asamblea. Le estaba avergonzando una vez más y no se podía decir que era la primera vez; para todos se estaba volviendo una costumbre soportar el temperamento llevadero y canalla de Richard. Su presentación era lo de menos en comparación a su conducta. Todo parecía ser un simple juego para el azabache.

El primer problema que ocasionó Richard fue a la edad de siete años, cuando salió por su propia cuenta del castillo. Había recorrido parte del bosque que estaba antes del muro de piedra y permaneció la mayor parte de la noche allí; hasta que la idea de esconderse pasó por su cabeza. Cuando todos notaron que el príncipe no estaba en su alcoba ni en ningún otro lugar entraron en pánico y al minuto después iniciaron una búsqueda. Claro está que la noticia recorrió todo el pueblo, creando conmoción y desorden en las calles. Personas del campo y tiendas habían dejado de laborar para poder ayudar. Ninguno creyó nunca que, en cuanto una criada bajara a las mazmorras para entregarle la cena a los prisioneros, encontrase al pequeño detrás de unos pilares intentando callar sus risotadas.

Podrían pensar que sólo fue un juego de niños, porque en parte sí, fue sólo eso, algo inofensivo. Por ende, lo dejaron pasar, al menos dentro del castillo se quiso llevar de esa forma. Fuera, los rumores corrieron deprisa y comentarios de disgusto llegaron a los oídos del rey. Se podía perdonar una, dos y hasta tres veces sus acciones; pero en cuanto todas sus travesuras parecían no tener un final fue difícil justificar su comportamiento y volver a tener confianza en él.

La idea de cambiar por completo lo que habían llevado a cabo todos esos años era muy tentadora a los ojos del rey; pero por más que quisiera hacerlo, no podía. Lo que ocurriría después permanecía aún en una página en blanco, libre de borrones y errores. Richard podía hacer lo que quisiera con esa página, y tal vez era eso a lo que nadie quería llegar aún. Y es que, cada ciudadano en Derry ──y los demás estados del país── conocía muy bien el interés del chico por la corona, era tan claro como las aguas que surcaban sus canales. Estaba de más decir que si el comportamiento del chico no cambiaba los arrastraría a todos a la inminente ruina.

Entre más rápido pasaban los días, más intenso se ponía el ambiente, tanto dentro como fuera del castillo. Ya todos dudaban si era motivo de alegría o tristeza el hecho de que el rey estuviese cada vez peor. Los doctores decían que le quedaban un par de meses, cuatro, para ser exactos; pero con cada visita que hacían los médicos, Richard perdía la fe en que su padre aguantara esa cantidad de tiempo.

Cuando dieron las once y media de la mañana se levantó de su silla y salió del despacho sin molestarse en pedir permiso, poco le importaba suspender por segunda vez aquella junta ──que le estaba poniendo los pelos de punta── solo por ir a saciar su apetito. Después de todo para qué otra cosa serviría el fastidioso de su hermano Stanley sino fuese para ponerlo al corriente.

──Joven Richard ──la voz del mayordomo llegó a sus oídos como un reclamo──, ¿no debería estar usted con su padre?

Giró sobre su propio eje quedando frente a frente con el anciano. Ahí estaba otro humano más que se empeñaba en recordarle sus obligaciones. Era difícil saber cuanto tiempo más podía soportar todas esas responsabilidades, no era posible, y por el momento nadie podía garantizarle aún una respuesta.

──Tú mismo lo has dicho, debería ──dió una suave palmada en su hombro──. Pero no pretendas que te haga caso justo ahora, William, mi estómago está rugiendo y no hay otra cosa peor que un rey hambriento.

Y cuando estaba por retomar el camino hacia la cocina escuchó las crudas palabras del anciano resonar en todo el pasillo. Un pueblo hambriento es todavía peor. El azabache enseguida quiso responderle con una de sus típicas bromas, pero fue demasiado tarde; había quedado completamente solo.

Suspiró con frustración, odiaba admitir que el viejo tuviese razón. Siempre había admirado en silencio la franqueza con la que William decía las cosas, y aunque muchas veces eso podía ser un arma de doble filo para el mayordomo, su padre parecía tenerlo como predilecto entre todos los demás justamente por eso. Por su irrefrenable sinceridad.

Su apetito había desaparecido y ahora lo único presente era un mal sabor en la boca del estómago. No tenía intenciones de volver con su padre y hermano, así que emprendió el rumbo a su alcoba.

Estar dentro del castillo todo el tiempo podía llegar a ser muy tedioso para Richard. Por eso, aprovechaba al máximo cada que salían al pueblo a visitar los mercados y vigilar que no hubiese ningún problema. Era la única cosa que no quería arruinar con su comportamiento, de eso dependía la poca libertad que sus padres le daban. Pero muy pronto todo eso cambiaría, ¿no? Sería rey y privarse de ciertos lujos no estaba en sus planes. Saldría todos los días y visitaría cada rincón del mundo si le fuese posible.

Al llegar al ala norte del castillo escuchó la preciosa melodía que su madre siempre tocaba a esas horas, era su forma de perder el tiempo cuando su padre estaba en reuniones. No estaba sola. Cerca a ella se encontraban unas viejas amigas de su madre, las conocía muy bien; Sarah y Priscilla. Ambas hermanas, hijas de una duquesa que enviudó cuando su esposo fue a la guerra. Desde el umbral observó en silencio cada uno de los metódicos movimientos de Margaret sobre el piano, y centró su atención totalmente a la música.

──¡Richard! Hijo, acércate y haznos compañía, ¿quieres?

Ambas mujeres detuvieron la música para prestarle atención al príncipe. La cálida sonrisa de Margaret siempre había sido y siempre sería la más bonita al parecer de Richard, así que, con un esfuerzo sobrehumano entró al salón y se dejó caer en un sofá de terciopelo, cerca del ventanal. No le gustaba estar con aquellas mujeres, recordaba que desde muy pequeño siempre le habían privado del valioso tiempo con su madre. Y aunque la reina tuviese derecho de vivir una vida que no la atase a responsabilidades, le molestaba que en cada dos por tres estuviesen ahí fingiendo ser amigables.

──No pudiste soportar la junta, ¿verdad?

Margaret fijó sus celestes ojos en los de su hijo. Ya conocía la respuesta, por algo estaba allí con ellas, pero aún así quería saber qué excusa tendría esta vez el azabache.

──¿Cómo podría? Stanley no dejaba de pellizcar mis brazos cada que parpadeaba ──aún notaba las marcas en su piel.

──Sabes como es él, solo quiere ayudarte.

──Ayudarme a perder el trono ──susurró.

El problema nunca había sido Stanley, y él lo sabía muy bien. Richard siempre había notado como ambos padres preferían mil veces más al rubio, de vez en cuando podía notar como lo miraban a él con decepción; y aunque nunca nadie le había preguntado cómo se sentía al respecto, tenía que admitir que ese tipo de acciones calaban muy hondo en él. No tenía ánimos de seguir la conversación, así que con un ademán las invitó a que continuaran con la música. A parte, Sarah y Priscilla no paraban de hecharle miraditas indiscretas que le estaban fastidiando.

Con pereza, posó su barbilla en la pared baja que enmarcaba el ventanal. Fuera, lo único que se podía ver era la parte trasera del castillo ──por donde solían entrar los criados cada mañana──, siempre solía estar despejado a esas horas, las únicas almas eran los guardias que hacían su turno y algunos cocineros que salían a buscar más alimentos a la bodega; pero si veías al fondo y hurgabas un poco más, podías ver como el enorme muro que protegía el castillo se empezaba a caer de a poco, un piso de piedra que con el tiempo se había agrietado, algunos arbustos sin podar, sacos de tierra y algunas herramientas para la jardinería esperdigadas por doquier. Definitivamente necesitaban contratar nuevos empleados.

La música se había detenido para después comenzar con otra. En esa ocasión pudo reconocer la melodía desde el primer momento. Notturno de Franz Schubert. Uno de sus compositores austriacos preferidos por el momento. Había asistido una sola vez a una de sus orquestas y todavía memorizaba cada nota, lo bien que se sentía estar en primera fila observando tremenda obra maestra.

Al observar de nuevo el ventanal distinguió la figura de un joven entrar por la cancela. Delgado, castaño, y de semblante afable. Richard no recordaba cuánto tiempo había pasado desde que vió a alguien de su edad, sin contar al pesado de Stanley. Y siendo sinceros, extrañaba volver a conectar con los demás. Ambos príncipes habían recibido la mejor educación posible desde casa, con tutores particulares que se empeñaban en recordarle ──sobre todo a Richard── sus responsabilidades; ninguno se quejaba, pero el sentimiento de aislamiento era constante.

──Santo cielo ──balbuceó.

Había dejado de prestar atención a la música en cuanto escuchó maldecir al chico. Había tropezado con su propia carreta y caído de lleno al suelo, muchas de sus verduras seguían rodando por el césped y otras ya estaban reventadas. Sintió lástima por él. Después apareció una de las cocinera estrellas de su madre y empezó a reprocharle. Richard no quiso seguir viendo más y decidió volver a su alcoba.









CANCELA: Verja pequeña que se pone en la entrada de algunas cosas, generalmente para reservar el portal o el zaguán del libre acceso al público.

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