:: 𝐎𝐑𝐈𝐆𝐄𝐍, 𝐑𝐄𝐂𝐔𝐄𝐑𝐃𝐎𝐒 𝐘 𝐂𝐈𝐂𝐀𝐓𝐑𝐈𝐂𝐄𝐒.
Desde pequeña, Alma siempre había tenido claro cuál era su meta en la vida: ser campeona internacional de equitación y llegar algún día a los Juegos Olímpicos. Era un sueño que había cultivado desde que tenía memoria, inspirado por las revistas ecuestres que coleccionaba, los vídeos de competiciones que veía en la televisión y las horas que pasaba dibujando caballos en sus libretas de colegio.
Pero no era cualquier disciplina la que robaba su atención; era la doma clásica. Aunque disfrutaba de la adrenalina del salto y del desafío técnico de otras disciplinas, la doma clásica tenía algo que la hacía sentir diferente. Para Alma, no era solo un deporte, era arte en movimiento, una danza entre jinete y caballo que la dejaba hipnotizada cada vez que lo veía.
Cuando su familia decidió mudarse a Madrid, Alma tuvo sentimientos encontrados. Por un lado, dejar Sevilla, su ciudad natal, era como arrancar una parte de su identidad. Por otro, sabía que Madrid ofrecía oportunidades que no podía dejar pasar. Sus padres, siempre comprometidos con sus sueños, investigaron sobre las mejores hípicas de la ciudad y decidieron llevarla a una que tenía renombre en la formación de jóvenes talentos.
Recuerda con claridad el día en que pisó esa hípica por primera vez. El olor a paja y cuero, los relinchos de los caballos, y el murmullo de las conversaciones entre jinetes y entrenadores formaban un ambiente que le resultaba familiar y emocionante a la vez.
—¿Qué te parece? —le preguntó su padre mientras la conducía hacia las instalaciones principales.
—Es increíble —respondió Alma, con los ojos brillando mientras observaba las pistas de arena perfectamente cuidadas y los caballos que se movían con elegancia por el lugar.
Su primer entrenamiento fue un momento decisivo. El instructor, un hombre con décadas de experiencia en doma clásica y también de otras disciplinas, la observó con atención mientras montaba por primera vez uno de los caballos de la escuela, un elegante alazán llamado Siroco.
—Tienes buen asiento para tu edad —comentó el instructor después de la clase, se llamaba William—. Pero lo más importante es que tienes sensibilidad. Eso no se enseña; lo traes contigo.
Las palabras del entrenador resonaron en su mente durante días. Desde ese momento, Alma se entregó por completo a la doma clásica. Los días comenzaban temprano, con sesiones de entrenamiento intensas en las que aprendía a perfeccionar los movimientos básicos como el paso, trote y galope, y a trabajar en figuras más avanzadas como los apoyos y las transiciones precisas.
Por las tardes, pasaba horas observando a los jinetes más experimentados en la pista, memorizando cada detalle de sus movimientos. A menudo, el personal de la hípica bromeaba diciendo que Alma parecía más parte del equipo que una simple alumna.
Con el tiempo, su dedicación empezó a dar frutos. En su primera competición regional en Madrid, Alma y Siroco lograron una puntuación destacada en su categoría. La emoción de estar en el cuadrilongo, con las miradas del público y los jueces fijas en cada uno de sus movimientos, confirmó lo que ya sabía: esto era lo que quería hacer por el resto de su vida.
Aun así, no todo fue fácil. Hubo días en los que los errores la frustraban, en los que sentía que no progresaba o que no estaba a la altura de las expectativas. Pero, incluso en esos momentos, la pasión por la doma clásica la impulsaba a seguir adelante.
—La perfección no existe, Alma —le decía William, su entrenador—. Pero cada vez que subes a ese caballo, te acercas un poco más.
Aquellas palabras la acompañaron mientras trazaba su camino en Madrid. Su meta de llegar a los Juegos Olímpicos seguía siendo su faro, una promesa que se había hecho a sí misma y que no estaba dispuesta a romper.
A medida que los años pasaban, Alma no solo mejoraba como jinete, sino que también se sentía más conectada con los caballos, especialmente con Siroco, que se convirtió en su compañero más fiel. Cada pirueta, cada piaffe, cada paso era una demostración de la conexión única que compartían, y cada día que pasaba se reafirmaba en su amor por la doma clásica, ese arte que había encontrado en las pistas de Madrid y que estaba decidida a llevar a lo más alto.
El sueño de ser campeona internacional no era solo un objetivo; era el motor que impulsaba cada decisión que tomaba y cada sacrificio que estaba dispuesta a hacer. Y aunque el camino era largo y lleno de desafíos, Alma sabía que no podía haber elegido un destino mejor.
A los 12 años, Alma ya destacaba como una promesa en las categorías infantiles de doma clásica. Su nombre resonaba en las pistas y entre los entrenadores, como William, quien había reconocido en ella un talento poco común. Cada vez que montaba a Siroco, un hermoso PRE alazán de movimientos nobles y potentes, parecía que el mundo se detenía.
Siroco era especial. Su pelaje brillaba bajo el sol y sus pasos eran fluidos, elegantes. Aunque no era un caballo fácil, Alma había logrado conectar con él desde el primer momento. Juntos formaban un dúo que captaba la atención de todos, no solo por su técnica, sino por la complicidad que transmitían.
Sin embargo, había algo que limitaba a Alma: su edad. A pesar de que su capacidad técnica superaba a muchos de sus rivales, las normas de la federación no le permitían avanzar a categorías superiores hasta cumplir ciertos requisitos, al menos hasta sus 14 años no podría ascender Juveniles. En ocasiones, esto la llenaba de frustración.
—Tienes talento, Alma, pero también necesitas paciencia —le recordaba William, ajustando la cincha de Siroco antes de comenzar el entrenamiento, a Siroco le gustaba hinchar su barriga para que no pudiese cincharle bien, así que con tan solo un par de vueltas al paso ya serían suficientes para que se deshinchara—. La doma clásica no se trata de correr, sino de construir algo sólido.
A pesar de entender esas palabras, Alma no podía evitar sentirse impaciente. Sabía que podía lograr más y, durante los meses sin competiciones, aprovechaba cada oportunidad para entrenar a un nivel más avanzado.
—Si no puedo demostrarlo en las pruebas, al menos quiero estar preparada para cuando llegue el momento —decía con determinación mientras acariciaba el cuello de Siroco.
Los entrenamientos con William eran intensos. Alma trabajaba en ejercicios que no pertenecían a su categoría infantil: piaffes, passage, cambios de pie al galope cada dos y tres trancos, y principios de piruetas al galope. William, siempre exigente pero comprensivo, guiaba cada paso con precisión.
—Recuerda, Alma, la clave no está en la fuerza, sino en la suavidad —le decía mientras observaba cómo practicaba un passage con Siroco. Los movimientos eran cadenciados, como si el caballo flotara sobre la pista—. Controla tu respiración, relájate. Él siente todo lo que transmites.
Al principio, hubo días de frustración. Los movimientos avanzados requerían una coordinación absoluta, y había momentos en los que Siroco no respondía como Alma esperaba. Pero William estaba ahí para recordarle que la doma clásica no se trataba de resultados inmediatos.
—Esto es un arte, Alma, no un simple deporte. Necesitas tiempo para perfeccionarlo.
Con cada sesión, Alma y Siroco progresaban. Poco a poco, el alazán respondía con más suavidad, y los ejercicios comenzaban a fluir de manera natural. La conexión entre ambos se hacía cada vez más evidente, y William no podía evitar sentirse orgulloso de los avances de su joven alumna.
Cuando regresaban las competiciones, Alma volvía a las pruebas de infantiles con un nivel que sobresalía. Aunque las normas la mantenían en su categoría, su técnica y la elegancia de Siroco destacaban como si estuvieran compitiendo en un nivel superior.
—Es increíble lo que haces con él —le dijo William un día después de un entrenamiento particularmente exitoso—. Sigue así, Alma. Estás construyendo algo único.
Esas palabras llenaban de motivación a Alma. Sabía que aún tenía un largo camino por recorrer, pero también entendía que cada entrenamiento, cada pequeño detalle, era un paso hacia su gran meta: representar a su país en los Juegos Olímpicos y demostrar que la doma clásica era mucho más que un deporte. Era, para ella, un arte que se vivía con el corazón.
El sol de la tarde se filtraba a través de las ventanas altas de la cuadra, iluminando las partículas de polvo que flotaban en el aire. Alma había terminado otro intenso entrenamiento con Siroco, su alazán PRE de capa alazán, y ahora caminaba hacia el guadarnés para dejar el equipo: la silla, las mantillas limpias y las riendas que siempre cuidaba con esmero.
Su paso resonaba contra el suelo, un eco firme y constante. Vestía su conjunto de montar perfectamente ajustado, con su casco Kep aún puesto y las botas brillando a pesar del polvo acumulado. Todo en ella transmitía el esfuerzo y la dedicación que su familia había puesto en su pasión por la doma clásica.
Mientras colocaba la silla en su soporte, un leve sollozo interrumpió la calma de la cuadra. Alma giró la cabeza hacia el origen del sonido, una mezcla de curiosidad y preocupación despertándose en su interior. Provenía de la esquina donde se almacenaba el heno, un lugar que solía estar vacío a esas horas.
Frunciendo el ceño, dejó el resto del equipo rápidamente y se dirigió hacia allí, sus botas dejando marcas en el suelo de tierra. No sabía qué esperar, pero el sollozo era claro ahora, un lamento suave que parecía intentar pasar desapercibido.
—¿Hola? —llamó, su voz resonando en el espacio tranquilo.
Al rodear una pila de balas de heno, se detuvo en seco. Allí, encogida en un rincón, estaba Alexis. La había visto antes en la hípica, aunque nunca habían hablado más allá de algún saludo breve. Era una niña de su misma edad, quizá un poco mayor, con el cabello oscuro recogido en una coleta deshecha. Su rostro estaba oculto entre sus brazos, pero los sollozos la delataban.
Por un momento, Alma no supo qué hacer. Aunque no se conocían realmente, ver a alguien llorar tan desconsoladamente la hizo sentir una mezcla de incomodidad y empatía.
—¿Alexis? —preguntó con cautela, recordando su nombre de las presentaciones iniciales en la hípica.
La niña levantó la cabeza lentamente, revelando un rostro enrojecido por las lágrimas. Sus ojos marrones reflejaban sorpresa y vergüenza al darse cuenta de que no estaba sola.
—Perdón... No quería que nadie me viera —murmuró, apartando la mirada rápidamente.
Alma se quitó el casco y lo sostuvo contra su costado mientras daba un paso adelante, cuidando de no invadir demasiado su espacio.
—No pasa nada. Solo escuché algo y vine a ver si todo estaba bien —respondió con una voz suave, intentando no incomodarla más.
Alexis no respondió de inmediato. Se limitó a frotarse los ojos con las mangas de su chaqueta, claramente avergonzada por haber sido descubierta.
—¿Te pasó algo? —insistió Alma, sin querer parecer insistente pero genuinamente preocupada.
—Es una tontería —murmuró Alexis, encogiéndose de hombros—. Solo... estoy cansada de no ser lo suficientemente buena.
Alma frunció el ceño, intentando procesar esas palabras. Recordó lo difícil que había sido para ella adaptarse cuando llegó a Madrid. A pesar de su talento y experiencia, había sentido la presión de estar rodeada de otros jinetes que parecían saber más o tener mejores resultados.
—No creo que sea una tontería —dijo Alma después de un momento, sentándose en el suelo frente a Alexis—. Todos nos sentimos así a veces.
Alexis la miró, claramente sorprendida por su respuesta.
—¿Tú también? Pero tú eres... bueno, tú eres Alma. Todos aquí hablan de lo bien que lo haces con Siroco, y los entrenadores siempre te elogian.
Alma esbozó una pequeña sonrisa, pero no de orgullo, sino de comprensión.
—Eso no significa que no tenga días malos o que no dude de mí misma. De hecho, creo que es parte de aprender. Pero... ¿sabes qué me ha ayudado? —preguntó, inclinándose un poco hacia adelante—. Recordar por qué empecé a montar. Porque me hace feliz, porque me encanta trabajar con los caballos, incluso en los días difíciles.
Alexis se quedó en silencio por un momento, como si estuviera procesando esas palabras.
—A veces siento que no importa cuánto lo intente, siempre habrá alguien mejor que yo —confesó finalmente, su voz temblorosa.
—Tal vez sí —admitió Alma con honestidad—, pero eso no significa que no seas buena. Además, los caballos no comparan. Solo necesitan que los entiendas, que les dediques tiempo.
La sinceridad de Alma pareció relajar un poco a Alexis, quien soltó un largo suspiro.
—Gracias —dijo en voz baja, mirando a Alma con una pequeña sonrisa.
—De nada —respondió Alma, poniéndose de pie y tendiéndole una mano—. Y si alguna vez necesitas ayuda, no tienes más que pedírmelo.
Alexis aceptó su mano y se puso de pie, sus botas levantando una nube de polvo. Aunque todavía parecía un poco tímida, había algo diferente en su expresión, como si una pequeña carga hubiera sido aliviada.
Juntas, caminaron hacia la salida del guadarnés, dejando atrás ese rincón donde había comenzado lo que, sin saberlo, sería una amistad llena de apoyo y crecimiento compartido.
El sol comenzaba a ocultarse tras los árboles que rodeaban la hípica, bañando el lugar en tonos cálidos. Alma y Alexis caminaron juntas hacia la cuadra de Siroco, con un silencio cómodo entre ellas. Aunque la conversación inicial había sido tímida, ambas comenzaban a relajarse.
Al llegar, Alma se inclinó para quitarle las vendas a Siroco, mientras Alexis observaba desde un lado, jugueteando con las manos.
—¿Quieres ayudarme? —preguntó Alma, sonriendo con amabilidad.
Alexis asintió rápidamente y se acercó. Alma le mostró cómo desenrollar las vendas correctamente y ambas se pusieron a trabajar. Entre risas y explicaciones, la atmósfera se volvió más ligera, pero Alma notó que Alexis tenía algo en mente.
—¿Va todo bien? —preguntó mientras colgaba las vendas en su lugar.
Alexis dudó por un momento, mordiendo su labio inferior. Finalmente, habló:
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro, lo que quieras —respondió Alma, mientras acariciaba el cuello de Siroco.
Alexis respiró hondo antes de soltarlo:
—¿Alguna vez alguien te ha hecho sentir que no deberías estar aquí?
Alma frunció el ceño y giró para mirarla directamente.
—¿Qué quieres decir?
Alexis bajó la mirada, sus dedos jugueteando con la hebilla de una mantilla cercana.
—Christian... Él siempre me dice cosas. Que soy torpe, que nunca voy a llegar a nada en la hípica. Incluso se ríe de mí cuando fallo en un ejercicio o cuando mi caballo se pone nervioso.
Alma sintió una punzada en el pecho. No podía entender cómo alguien podía ser tan cruel, especialmente en un ambiente como la hípica, donde la disciplina y el respeto eran fundamentales.
—¿Christian? —repitió, asegurándose de haber escuchado bien. Alexis asintió lentamente.
—Dice que no encajo aquí. Que solo estoy ocupando espacio y que nunca seré como los demás.
La sangre de Alma comenzó a hervir. Christian era un niño mayor que siempre se paseaba con una actitud arrogante, creyéndose el mejor. Alma lo había tolerado porque nunca había tenido razones para enfrentarse a él, pero ahora todo era diferente.
—¿Desde cuándo hace esto? —preguntó Alma, tratando de mantener la calma, aunque su tono la delataba.
—Desde que llegué —respondió Alexis en voz baja—. Al principio pensé que solo quería bromear, pero... nunca para.
Alma dejó de acariciar a Siroco y dio un paso atrás. Sus botas resonaron con fuerza mientras se dirigía hacia la puerta de la cuadra.
—¿Qué haces? —preguntó Alexis, alarmada.
—Voy a buscarlo —respondió Alma con determinación.
—¡No, por favor! No quiero que empeore —intentó detenerla Alexis, agarrándola del brazo, pero Alma la miró directamente, sus ojos brillando con furia contenida.
—Alexis, nadie tiene derecho a tratarte así. Ni aquí ni en ningún otro lugar.
Sin esperar respuesta, Alma salió de la cuadra a toda velocidad. Sabía exactamente dónde encontrar a Christian: siempre se quedaba en las zonas comunes cerca de la pista principal, alardeando de sus últimos logros y hablando con los demás jinetes mayores.
El sol ya se había puesto por completo cuando Alma llegó al lugar. Como esperaba, allí estaba Christian, sentado en una banca con las piernas extendidas y su casco en las manos, riendo con un par de amigos.
—¡Christian! —gritó Alma, su voz firme y autoritaria.
Él levantó la mirada, sorprendido al ver a Alma avanzando hacia él con paso decidido. Sus amigos se quedaron en silencio, claramente incómodos por el repentino cambio de atmósfera.
—¿Qué pasa? —preguntó Christian, todavía con un toque de arrogancia en su tono.
Alma se detuvo frente a él, su postura desafiante.
—¿Por qué te metes con Alexis?
Christian levantó una ceja, como si no entendiera de qué hablaba.
—¿Alexis? ¿Qué tiene que ver conmigo?
—No te hagas el tonto —respondió Alma, cruzando los brazos—. Sé que llevas semanas, incluso meses, molestándola. Burlándote de ella, haciéndola sentir que no pertenece aquí.
Christian se encogió de hombros, intentando aparentar indiferencia.
—Es solo una broma, nada serio. Si no puede soportarlo, tal vez no debería estar aquí.
Las palabras fueron suficientes para encender por completo la ira de Alma. Dio un paso adelante, apuntándolo con el dedo.
—Escúchame bien, Christian. Este lugar es para aprender, para crecer como jinetes y como personas. Si no puedes entender eso, el que no debería estar aquí eres tú. Alexis tiene todo el derecho de estar aquí, igual que tú y yo.
Christian abrió la boca para responder, pero Alma no le dio tiempo.
—Y si vuelvo a saber que te metes con ella, te aseguro que no tendrás que preocuparte solo por mí, sino también por los entrenadores. Porque voy a contarles todo lo que has hecho.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Los amigos de Christian miraban a otro lado, claramente avergonzados por su comportamiento.
Finalmente, Christian se levantó, intentando recuperar algo de su orgullo.
—Está bien, tranquila. No sabía que eras su guardaespaldas.
Alma lo fulminó con la mirada.
—No soy su guardaespaldas. Soy alguien que no tolera la injusticia.
Christian no dijo nada más. Simplemente se alejó, sus amigos siguiéndolo en silencio.
Alma permaneció allí unos segundos, respirando profundamente para calmarse. Luego, regresó hacia las cuadras, donde encontró a Alexis esperando con nerviosismo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la niña, claramente asustada.
Alma sonrió suavemente, poniéndole una mano en el hombro.
—No te preocupes, no volverá a molestarte.
Alexis la miró con gratitud, sus ojos llenándose de lágrimas nuevamente, aunque esta vez eran de alivio.
—Gracias, Alma... No era necesario.
—Para eso estamos las amigas —respondió Alma, y juntas volvieron a la cuadra para terminar el día, con la sensación de que algo importante había cambiado entre ellas.
Con 16 años, la realidad de lo que quería para mi futuro comenzaba a aclararse con cada día que pasaba. Aunque siempre había sido una apasionada por la equitación, la familiaridad de la hípica en la que me crié ya no era suficiente para mí. Había llegado el momento de seguir mi propio camino, de probar algo nuevo, de avanzar más allá de lo que conocía. Y aunque me costaba, sentía que no podía quedarme estancada en el mismo sitio para siempre.
Había pasado años montando a Siroco, el PRE alazán que se había convertido en mi compañero más fiel. Sin embargo, esa sensación de confianza que siempre me había dado su presencia estaba comenzando a desvanecerse. No porque él fuera menos capaz, sino porque yo ya no me sentía desafiante, ya no me sentía como la jinete que siempre había sido. Siroco y yo habíamos llegado a un punto en el que ya no compartíamos los mismos objetivos. Él necesitaba algo más, y yo también.
Era una tarde soleada cuando tomé la decisión definitiva. Había entrenado, como siempre, con Siroco, pero algo en mi interior me decía que ya no podía seguir ignorando mis deseos de avanzar. Quería más: más competiciones, más desafíos, más oportunidades para crecer como amazona. Necesitaba salir de mi zona de confort y empezar de nuevo en otro lugar. Y, aunque eso significara decir adiós a una etapa de mi vida, ya sabía que debía hacerlo.
Al principio dudé en contárselo a William. Sabía que mi decisión lo iba a tomar por sorpresa. William había sido más que un entrenador; había sido mi mentor, mi guía. Me había enseñado casi todo lo que sabía, y aunque siempre lo había admirado, sabía que esta vez tenía que ser honesta conmigo misma.
Después de una sesión de entrenamiento, lo vi cerca de la pista, observando a los demás jinetes. Me acerqué lentamente, sin saber cómo empezar.
—William, ¿puedo hablar contigo un momento? —le dije, nerviosa.
Él se giró al instante, notando algo en mi tono.
—Claro, Alma, ¿qué pasa? —preguntó, con esa mirada atenta que siempre tenía.
—Es algo importante... —comencé, tomando aire—. He estado pensando en esto durante un tiempo, y creo que ya es hora de dar un paso más. Quiero cambiar de aires, dejar esta hípica.
William me observó con una mezcla de sorpresa y comprensión, como si supiera que este momento llegaría tarde o temprano.
—¿Cambiar de aires? —repitió, frunciendo el ceño ligeramente. Luego, al ver mi expresión, comprendió lo que quería decir—. ¿A qué te refieres exactamente?
—Quiero salir de aquí, buscar un lugar donde pueda entrenar para competir a otro nivel, en competiciones más grandes. Quiero probar suerte en otros sitios, entrenar con otros caballos, conocer nuevas personas... —dije, mirando al suelo por un momento antes de levantar la vista de nuevo—. No quiero quedarme estancada.
William se quedó en silencio por unos segundos. Luego, como si ya estuviera esperando que algo así sucediera, sonrió con una mezcla de orgullo y melancolía.
—Sabía que esto iba a pasar, Alma. Siempre supe que no te ibas a quedar aquí para siempre —dijo, acercándose un poco más—. Tienes la ambición y el talento para lograr lo que te propones. Lo único que quiero es que estés segura de tu decisión, porque es un gran paso.
Le sonreí, agradecida, aunque en el fondo sabía que este era el momento más difícil de todos. Decir adiós a Siroco, decir adiós a esta hípica y a todo lo que había sido mi vida hasta ahora, no iba a ser fácil. Pero sabía que era lo mejor para ambos.
—Lo sé, pero siento que es lo correcto —respondí, tratando de sonar más segura de lo que realmente me sentía.
William asintió, dándome un pequeño apretón en el hombro.
—Lo es, Alma. Y no te preocupes, sé que tomarás las decisiones correctas. Y si alguna vez necesitas ayuda o consejo, ya sabes que siempre estaré aquí.
Me sentí aliviada al escuchar sus palabras. Aunque sabía que esta era una despedida, también era un alivio saber que contaba con su apoyo. Sin mirar atrás, me dirigí a Siroco, que me miraba desde su box. No sabía cómo iba a ser mi futuro, pero lo que sí sabía era que ya había tomado la decisión correcta. Mi camino estaba por delante, y ya era hora de comenzar a andar.
Esa tarde, mientras acariciaba el cuello de Siroco por última vez antes de empezar mi nueva etapa, no pude evitar sentir una mezcla de tristeza y emoción. El pasado era parte de mí, pero el futuro era lo que realmente me aguardaba. Y ahora, con todo por delante, sabía que debía hacer lo que fuera necesario para seguir adelante y alcanzar mis sueños.
El día que conocí a Laura, mi nueva entrenadora, no fue como aquellos días en los que me subía a Siroco con la confianza de años y años de trabajo juntos. Este día sentía que cada movimiento que hacía estaba en pausa, analizado, mientras mi mente buscaba la forma de adaptarse rápidamente a este nuevo entorno y a este nuevo caballo.
Laura era una mujer experimentada. No era la típica entrenadora que te exigía sin explicar, sino que prefería enseñarte el porqué de cada movimiento, cada ejercicio, lo cual me daba confianza. Estaba claro que se había fijado en mí desde el principio, conociendo mi trayectoria, pero también notaba que quería asegurarse de que me adaptara bien a sus métodos.
Después de darnos la mano y hablar un poco sobre cómo sería el enfoque de entrenamiento aquí, me llevó al establo donde estaba Ares. Era un caballo de gran porte, de pelaje castaño con una melena espesa y bien cuidada. Tenía un aire tranquilo, pero también algo de nerviosismo en su mirada. No era un caballo fácil, pero era lo que necesitaba para avanzar.
Laura me explicó mientras lo preparaba para el entrenamiento:
—Ares es un caballo fuerte, no es tan sencillo como algunos que hayas montado. Necesita una jinete que esté dispuesta a tener el control, pero también a ceder cuando sea necesario. No te confíes, pero no tengas miedo de darle la libertad para que se exprese.
Me puse la montura con cuidado y me subí, primero probando cómo se sentía. Ares no era nada como Siroco, su cuerpo era más alto, más fuerte, y se movía de forma más rígida, sin esa fluidez que a veces uno espera de un caballo experimentado. Sentí la diferencia desde el primer paso.
—¿Estás bien? —me preguntó Laura desde la orilla de la pista, viéndome con atención.
—Sí, solo es... diferente —respondí, intentando adaptarme al nuevo ritmo.
La pista de entrenamiento era amplia, con suelo de arena, y aunque Ares avanzaba tranquilo, no podía evitar sentir que yo estaba completamente fuera de mi zona de confort. Empecé a trotar, y la diferencia en la forma en la que Ares se movía me hizo pensar en lo que me había dicho Laura. No podía simplemente aplicar lo que sabía con Siroco, tenía que ajustar mi técnica y entender su cuerpo.
—Recuerda, Alma, el control no se logra solo con las riendas —me gritó Laura, mientras me observaba con detenimiento—. Usa tu cuerpo, tu postura. Tienes que ser más sutil con las riendas y mantener el ritmo con las piernas.
Intenté seguir sus indicaciones. Ares no era un caballo difícil, pero su manera de moverse, tan firme y con una energía que yo no controlaba por completo, me descolocaba. Cada paso de trote parecía hacer que mi equilibrio vacilara, como si no lograra encontrar el punto perfecto en el que los dos estuviéramos sincronizados.
Después de unos minutos, Laura me hizo detenerme.
—No está mal, pero necesitas afinar esos detalles. Ares tiene una gran respuesta a las piernas, no te olvides de mantenerlo en una postura recta, sin que se quede colapsado hacia un lado. Si te caes hacia adelante, te perderás en su movimiento.
Tomé aire, sabiendo que la crítica era constructiva, pero también que me dejaba ver que no sería un camino fácil. Sin embargo, no me rendí. Volví a trotar con más determinación, buscando esa conexión, entendiendo poco a poco cómo responder a las señales que Ares me daba con su cuerpo.
Pasaron unos minutos más, y me sentí más cómoda, aunque la sensación de estar en un terreno desconocido seguía ahí. La confianza no venía de inmediato, pero los pequeños avances, como cuando Ares comenzó a responder con más soltura a mis indicaciones con las piernas, me dieron algo de esperanza.
—Bien, eso está mejor —dijo Laura, dándome una señal de aprobación—. Ahora prueba el galope, no lo apresures, y ve cómo responde a la distancia entre tus piernas.
La sesión continuó con ejercicios que me ayudaron a ajustarme a Ares. Cada pequeño ajuste que hacía me daba más confianza, y aunque Ares no era Siroco, su forma de moverse era distinta, también me enseñaba. A lo largo de la sesión, logré establecer un ritmo con él, pero no sin esfuerzo. Cada galope era una lucha para no perder el control, cada giro requería mucha más atención y técnica de lo que estaba acostumbrada.
Cuando la sesión terminó, me bajé de Ares, cansada, pero satisfecha con lo que había logrado. No era un resultado perfecto, pero era un comienzo. Lo importante era que había dado el primer paso, y aunque aún había mucho por mejorar, sentí que había aprendido algo nuevo sobre mí misma como jinete.
—No está mal para ser el primer día —dijo Laura, sonriendo. —Lo que necesitamos ahora es paciencia y práctica. Ares te dará muchas lecciones si tienes la mente abierta para aprender de él.
Me sentí agotada, pero también emocionada. Sabía que aún me quedaba mucho trabajo por delante, pero este había sido el primer día en el que realmente sentí que estaba aprendiendo algo diferente, y eso me hizo sentir que este nuevo capítulo valdría la pena.
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