08 :: After




El aire frío de la noche me golpeó como una bofetada, pero en lugar de calmarme, solo pareció avivar el fuego que ardía dentro de mí. La música de la discoteca seguía retumbando en la distancia, pero era un ruido lejano comparado con la tormenta que sentía en mi pecho. Me apoyé contra la pared del edificio, cruzando los brazos para tratar de contener las emociones que luchaban por salir.

No pasó mucho tiempo antes de que la puerta de la discoteca se abriera tras de mí. Sabía quién era incluso antes de girarme. George. Siempre tenía que venir detrás de mí, siempre tenía que intentar arreglar las cosas como si fuera el héroe de la historia.

—Alma —llamó, su voz baja pero cargada de tensión—. Tenemos que hablar.

Me giré hacia él, mis ojos lanzando dagas.

—¿Hablar? ¿De qué, George? ¿De cómo me humillaste delante de todos ahí dentro? ¿De cómo expusiste algo que no tenías derecho a mencionar?

Él levantó las manos, como si intentara calmarme, pero solo logró que mi enfado creciera.

—No fue mi intención...

—¡Pues lo hiciste! —grité, interrumpiéndolo—. Lo hiciste, George. Sacaste a relucir algo que sabías que era personal, algo que no quería discutir, y lo hiciste frente a todos, incluida la última persona en el mundo con la que quiero hablar de eso.

Su mandíbula se tensó, pero no se movió.

—Lo sé, y estoy aquí para pedirte perdón. Pero no puedo quedarme de brazos cruzados viendo cómo pretendes que todo está bien cuando claramente no lo está.

Solté una risa amarga, cruzándome de brazos.

—¿Crees que tienes el derecho de decidir cómo debo manejar mis cosas? ¿De venir a mi vida, remover heridas y luego decir que lo haces por mi bien?

George dio un paso hacia mí, su voz subiendo un tono.

—¡Soy tu amigo, Alma! Me importa lo que te pase. ¿Qué querías que hiciera? ¿Quedarme callado mientras sigues ignorando lo que sientes?

Me acerqué a él, ahora a solo unos centímetros de distancia, apuntándolo con un dedo.

—¡No te pedí tu ayuda, George! Nunca lo hice. No eres mi salvador, y mucho menos mi terapeuta. No tienes idea de lo que sentí o de lo que pasé.

—¡Porque nunca hablas de ello! —exclamó, ahora perdiendo la paciencia—. Te cierras, finges que todo está bien, pero no lo está. Y eso se nota, Alma.

Las lágrimas comenzaron a acumularse en mis ojos, pero no iba a dejar que cayeran. No frente a él.

—¿Y qué si no está bien? ¿Qué si estoy rota? Eso no te da derecho a usar mi dolor como si fuera un tema casual de conversación.

George negó con la cabeza, frustrado.

—No es casual, Alma. Es porque me importa. Porque odio ver cómo algo te consume y no haces nada al respecto.

—¿Te importa? —pregunté, mi voz temblando con una mezcla de rabia y tristeza—. Si de verdad te importara, no habrías hecho lo que hiciste esta noche. No habrías puesto en evidencia algo tan personal, no habrías expuesto una herida que aún duele.

Él abrió la boca para responder, pero yo no terminé.

—¿Sabes qué fue lo peor, George? Que confiaba en ti. Pensé que eras diferente, que eras alguien que podía entenderme. Pero resultaste ser como todos los demás, más preocupado por lo que crees que es correcto que por lo que yo necesito.

George retrocedió un paso, como si mis palabras lo hubieran golpeado físicamente.

—Eso no es justo, Alma —murmuró, su voz cargada de una mezcla de enfado y dolor—. He estado a tu lado siempre, incluso cuando tú misma no sabías qué hacer.

—¿Y qué? ¿Eso te da derecho a decidir por mí? —repliqué, mi tono afilado—. Porque si es así, entonces no necesito tu ayuda, ni tu amistad, ni nada de ti.

El silencio cayó entre nosotros, tenso y pesado. George me miraba como si no pudiera creer lo que acababa de decir, pero yo no podía retractarme. No después de todo.

Finalmente, él asintió, su expresión endureciéndose.

—Si eso es lo que quieres, Alma, entonces está bien. Pero algún día te darás cuenta de que lo hice porque me importabas. Y para entonces, puede que sea demasiado tarde.

Lo vi girarse y caminar de vuelta hacia la discoteca, dejándome sola bajo las luces parpadeantes de la entrada. Me quedé allí, con el corazón latiendo con fuerza y las lágrimas finalmente cayendo, sintiendo que había perdido algo importante, aunque no estaba segura de qué.

El aire fresco de la noche en Bélgica seguía acariciando mi piel mientras trataba de recomponerme del intercambio con George. Mi corazón aún latía con fuerza, y el eco de nuestras palabras seguía rebotando en mi mente. Las lagrimas caían por mis mejillas con tanta sutileza, que casi parecían de cristal. Había salido buscando un respiro, un escape, pero parecía que esta noche no me lo iba a permitir.

De repente, escuché pasos a mis espaldas. Pensé que sería George, volviendo para intentar arreglar las cosas, pero cuando me giré, fue Lando quien apareció.

—¿Alma? —dijo, su voz suave y cautelosa.

Ahí estaba él, con las manos en los bolsillos y una expresión que mezclaba preocupación y algo más que no pude descifrar. Algo en su mirada me hizo sentir expuesta, como si pudiera ver todo lo que estaba intentando ocultar.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, mi voz más baja de lo que pretendía.

Lando dio un par de pasos hacia mí, pero mantuvo cierta distancia, como si temiera acercarse demasiado.

—Te vi salir —admitió—. Parecías... no sé, quería asegurarme de que estabas bien.

No pude evitar soltar una pequeña risa, no porque me hiciera gracia, sino porque la ironía de la situación me golpeó de lleno.

—¿Desde cuándo te preocupas por cómo estoy? —pregunté, sin rastro de dureza, pero con una sinceridad que parecía atraparlo desprevenido.

Lando suspiró, pasándose una mano por el cabello, un gesto que conocía demasiado bien.

—Desde siempre, Alma.

Esa simple respuesta me dejó sin palabras por un momento. No tenía las fuerzas para seguir discutiendo, no esa noche. Así que solo asentí, mirando hacia la calle vacía frente a nosotros.

—George puede ser un idiota a veces —dijo de repente, rompiendo el silencio—. Pero sé que no lo hace con mala intención.

—Lo sé —respondí, aunque mi tono no sonó muy convincente.

Lando se acercó un poco más, y esta vez no retrocedí.

—Es fácil decir que estoy aquí porque me preocupa George —continuó—. Pero la verdad es que salí porque no podía dejarte sola. No después de... ya sabes, todo.

Lo miré, mis ojos buscando algo en los suyos. Honestidad, arrepentimiento, tal vez una pizca de lo que solíamos ser. Y ahí estaba.

—No tienes que hacer esto, Lando —murmuré—. No tienes que sentirte obligado a cuidar de mí.

—No lo hago porque me sienta obligado —respondió, su voz firme pero llena de amor —. Lo hago porque quiero.

Sus palabras me derritieron un poco, pero aún me sentía vulnerable.

—Es complicado... todo esto. Nosotros.

Lando asintió, como si entendiera perfectamente lo que quería decir.

—Lo sé. Pero no siempre tiene que ser complicado, ¿verdad?

Por primera vez esa noche, sonreí, aunque fuera apenas un atisbo. Lando dio un paso más, y esta vez no hubo espacio entre nosotros. Extendió una mano, suave y vacilante, como si esperara que lo rechazara. Cuando no lo hice, la colocó en mi brazo, su toque cálido contra mi piel fría.

—No sé cómo arreglar todo, Alma —susurró—. Pero quiero intentarlo. Quiero que sepas que estoy aquí, aunque sea solo para escucharte.

Las lágrimas comenzaron a arder en mis ojos, pero esta vez no eran de tristeza.

—Gracias, Lando —dije, mi voz apenas un susurro.

Y por un momento, bajo las luces de la calle y el eco distante de la música, todo lo complicado, todo el ruido, se desvaneció. Éramos solo nosotros, como si el mundo nos hubiera dado una tregua, aunque fuera solo por esa noche.

Lando no apartó su mano de mi brazo, y yo tampoco me moví. Sentí cómo sus dedos trazaban un leve círculo sobre mi piel, un gesto casi involuntario, pero tan íntimo que me hizo cerrar los ojos por un segundo.

—¿En qué piensas ahora? —preguntó, rompiendo el silencio con una voz suave, cautelosa.

Abrí los ojos y lo miré. Su rostro estaba iluminado por la luz tenue del poste de la calle, y sus ojos reflejaban algo que hacía tiempo no veía en él: vulnerabilidad.

—Pasan demasiadas cosas —admití, dejando escapar un suspiro. No tenía sentido mentirle—. George, la discusión, lo que pasó entre nosotros... todo está mezclado.

Lando asintió, sin apartar la mirada. Era como si intentara entender cada palabra, cada pausa.

—Lo de George... parece que te dolió más de lo que esperabas, ¿verdad? —preguntó con cuidado.

—Sí, pero no por él, realmente. Creo que es porque sacó cosas que pensé que había dejado atrás. Me hizo sentir... expuesta. Como si todo lo que pasó entre nosotros fuera una herida abierta que nunca cicatrizó del todo.

—Lo siento, Alma —murmuró, su voz baja, cargada de sinceridad—. No solo por esta noche, sino por cómo manejé todo antes. Sé que no hay excusa para lo que hice.

Noté cómo su mano apretó levemente mi brazo, como si temiera que me apartara. Pero no lo hice. Me quedé ahí, dejando que sus palabras flotaran entre nosotros.

—Fue difícil, Lando. Estuve para ti tantas veces, y cuando más te necesitaba, desapareciste. Fue como si de repente no existiera para ti.

Vi cómo su rostro se tensaba, como si mis palabras fueran un golpe directo.

—No sabes cuánto me arrepiento de eso —dijo, su voz quebrándose ligeramente—. Estaba asustado, confundido... y en lugar de enfrentarlo, lo evité. Fui un cobarde, Alma, y lo sé.

—Lo fuiste —repliqué, sin rastro de crueldad, pero con toda la honestidad que merecía.

Lando asintió lentamente, aceptando mis palabras como un castigo necesario.

—Pero también entiendo que no puedo quedarme atascada en ese dolor para siempre —continué, mirando hacia el cielo estrellado por un segundo antes de volver a centrarme en él—. No quiero que todo lo que quede de nosotros sea amargura y reproches.

Sus ojos se suavizaron, y por un momento, parecía aliviado.

—¿Entonces qué queda? —preguntó con un atisbo de esperanza.

—No lo sé —respondí honestamente, con un pequeño encogimiento de hombros—. Pero estoy dispuesta a averiguarlo, poco a poco. Sin prisas, sin presiones.

Lando asintió, su sonrisa apenas perceptible, pero presente.

—Eso me parece bien. Lo que sea necesario, Alma. Estoy aquí.

Un nuevo silencio cayó entre nosotros, pero esta vez no era incómodo. Había algo reconfortante en compartir el espacio con él, en saber que, por ahora, estábamos en la misma página.

—¿Te llevo de vuelta? —preguntó de repente, inclinándose hacia mí como si fuera un secreto.

—No quiero volver todavía —dije, sorprendida de mi propia respuesta.

Lando arqueó una ceja, divertido.

—¿Qué tienes en mente?

Miré hacia la calle, vacía y tranquila, y luego lo miré a él.

—Tal vez solo caminar un rato. Lejos de todo el ruido.

—¿Juntos? —preguntó, como si necesitara confirmarlo.

—Juntos —respondí, y cuando lo dije, me di cuenta de que lo decía en más de un sentido.

Él sonrió, y juntos comenzamos a caminar por las calles vacías, dejando atrás la discoteca, las luces y todo el caos. Solo éramos Lando y yo, buscando, tal vez, algo parecido a un nuevo comienzo.

Caminamos en silencio por un rato, con las luces parpadeantes de la ciudad reflejándose en los charcos de la acera. El sonido distante de la música de la discoteca parecía desvanecerse con cada paso que dábamos, reemplazado por la tranquilidad de la noche. Las calles estaban casi vacías, salvo por algún que otro taxi que pasaba de vez en cuando.

Lando iba a mi lado, sus manos metidas en los bolsillos de su chaqueta ligera. Podía sentir su mirada sobre mí de vez en cuando, como si estuviera esperando que dijera algo, pero no me presionaba. Había algo diferente en él esa noche. Algo más sereno.

—¿Recuerdas la última vez que caminamos juntos así? —preguntó de repente, rompiendo el silencio.

Le miré de reojo, arqueando una ceja.

—¿Debería?

—Silverstone, hace un par de años. Habíamos salido a dar una vuelta después de la carrera. Creo que era mi primera victoria en karting en ese circuito.

No pude evitar sonreír.

—Ah, sí. Estabas insoportable esa noche. Creías que habías ganado el campeonato mundial o algo así.

Lando soltó una carcajada.

—No puedo negar eso. Estaba demasiado emocionado. Pero tú estabas ahí, como siempre, calmándome los humos.

—Y funcionó, ¿no? —bromeé, empujándole ligeramente con el hombro.

Él se rió y asintió.

—Siempre lo hacías. Tenías esa forma de equilibrarme. Como si siempre supieras exactamente lo que necesitaba escuchar.

Su tono se volvió más serio, y sentí cómo sus palabras adquirían un peso diferente. Bajé la mirada, fijándome en mis pasos mientras procesaba lo que acababa de decir.

—Y luego lo arruiné —añadió, con un suspiro.

Me detuve, girándome hacia él.

—Ya hablamos de eso, Lando. No sirve de nada seguir castigándonos por lo que pasó.

Él se detuvo también, mirándome con una mezcla de arrepentimiento y determinación.

—Lo sé, pero no quiero que pienses ni por un segundo que no me importa.

Lo miré fijamente, buscando algo en sus ojos que confirmara la sinceridad de sus palabras. Y ahí estaba. Esa vulnerabilidad que pocas veces dejaba ver.

—No creo que no te importe —dije finalmente, suavizando mi tono—. Pero lo que importa ahora es qué hacemos con todo esto.

Lando asintió, como si entendiera exactamente lo que quería decir.

—Creo que esta es la primera vez en mucho tiempo que puedo ser honesto contigo... y conmigo mismo —admitió, metiendo las manos más profundo en los bolsillos—. No quiero seguir cargando con todo ese orgullo inútil. Quiero que seas feliz, Alma, incluso si eso no me incluye.

—¿Y si sí? —pregunté antes de poder detenerme, sorprendida por mis propias palabras.

Lando me miró, claramente impactado. La pregunta quedó flotando entre nosotros, sin respuesta inmediata.

Antes de que pudiera decir algo más, un suave viento sopló, trayendo consigo el sonido de hojas moviéndose y el eco distante de un coche. Sentí un escalofrío, y Lando, como si fuera un reflejo, se quitó su chaqueta y la colocó sobre mis hombros.

—¿Quieres seguir caminando? —preguntó con una pequeña sonrisa, evitando responder directamente a mi pregunta.

—Sí —respondí, sosteniendo su chaqueta alrededor de mí mientras comenzábamos a caminar de nuevo.

Aunque no hubo respuestas claras, algo en su gesto, en su forma de estar ahí sin forzar nada, me dio una tranquilidad que no había sentido en mucho tiempo. Tal vez esa noche no se trataba de cerrar capítulos ni de abrir nuevos. Tal vez solo se trataba de estar presentes, de aprender a caminar juntos de nuevo, aunque fuera solo por unas calles en una ciudad lejana.

Nos adentramos en un pequeño callejón apartado, donde la luz de las farolas apenas alcanzaba a iluminar las paredes de ladrillo a ambos lados. El ruido de la ciudad se desvaneció, dejando el espacio envuelto en un silencio que nos rodeaba como una burbuja. Caminamos unos pasos sin decir nada, el eco de nuestros pasos resonando suavemente. Fue entonces cuando, casi sin darnos cuenta, nos detuvimos frente a una pared, donde las sombras parecían esconderlo todo. Nos miramos en silencio, nuestros ojos buscando algo en el otro, un entendimiento no expresado, pero claro. Era como si las palabras ya no fueran necesarias.

El silencio entre nosotros se volvió más pesado, más denso. No era incomodidad, sino una tensión creciente que parecía llenar cada rincón de la noche. El roce de sus dedos sobre mis hombros, el calor de su cercanía, lo hacían todo mucho más real. Mi corazón latía fuerte, casi ensordecedor, y sabía que él lo sentía también.

Lando dio un paso hacia mí, sus ojos fijos en los míos con una intensidad que me dejó sin palabras. Había algo en su mirada que no había visto antes: una mezcla de vulnerabilidad y determinación. Algo que no se podía ignorar. No lo pensó, ni lo pensé yo. Nuestros cuerpos se acercaron instintivamente, como si no pudiera haber nada más en ese momento que lo que estábamos compartiendo.

Mis manos, al principio indecisas, se encontraron en su pecho, sintiendo la suavidad de su camiseta bajo mis dedos. Sus labios, al principio cautelosos, rozaron los míos con una suavidad que me hizo cerrarlos con un suspiro. La calidez de su beso se extendió por todo mi cuerpo, deshaciendo cualquier resto de duda o confusión que había albergado hasta ese momento.

Fue un beso lento, profundo, como si estuviéramos intentando entender si aún podíamos hacer algo con todo lo que había quedado atrás. Su boca sobre la mía era cálida, suave, y la sensación de su aliento se unió al mío en un vaivén que se fue intensificando sin prisa, como si cada uno de nosotros estuviera descubriendo de nuevo lo que significaba estar tan cerca.

Mis manos subieron a su cuello, tirando de él hacia mí, buscando más. No podía detenerme. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que sentí esto, y la química entre nosotros era innegable. Sus manos encontraron mi cintura, presionándome un poco más cerca, y sentí su corazón latir al mismo ritmo que el mío.

El beso se fue profundizando, nuestras bocas se movían en un ritmo más urgente, como si necesitáramos recuperar todos esos años de separación en un solo momento. Las palabras se hicieron innecesarias; lo que estaba pasando entre nosotros lo decía todo. No importaba lo que había pasado antes, no importaba lo que se había quedado atrás. Lo único que importaba era que, en ese preciso instante, estábamos aquí, juntos, sin nada que nos separara.

Cuando nos separamos ligeramente, nuestros rostros seguían demasiado cerca, y pude ver la expresión de Lando, algo entre la sorpresa y el deseo. Él respiraba con pesadez, y sus ojos brillaban con algo que no podía identificar. La pregunta flotaba en el aire, pero ninguno de los dos la dijo en voz alta. En lugar de eso, volví a acercarme a él, tocando su rostro con suavidad, como si intentara asegurarse de que todo esto era real.

—Alma... —susurró de nuevo, pero esta vez su voz estaba cargada de algo más, algo que no podía describir con palabras.

Solo sonreí, sin necesidad de decir nada más. En ese momento, las palabras no eran necesarias.

Nos separamos ligeramente, pero seguíamos ahí, cerca el uno del otro, casi demasiado cerca. El aire, antes fresco y suave, parecía haberse vuelto espeso, cargado de algo indefinido, algo que flotaba entre nosotros, como si el universo entero se hubiera detenido solo para ver qué sucedía a continuación. El murmullo lejano de la ciudad ya no llegaba hasta nosotros, y el sonido de nuestros propios latidos se hacía más fuerte en el silencio que nos envolvía.

Me quedé mirando a Lando, intentando leer sus ojos, buscando algo que me dijera qué pensaba, cómo se sentía. No podía ignorar que, aunque nuestras bocas se habían separado, la electricidad entre nosotros seguía intacta. Él me miraba con la misma intensidad, pero había algo diferente en su expresión. No era solo la sorpresa de lo que acababa de suceder; era algo más profundo, más vulnerable. Como si finalmente estuviéramos quitándonos las máscaras que habíamos usado tanto tiempo, y ahora nos encontrábamos ante el otro sin la protección de las palabras.

Lando levantó una mano, casi como si no estuviera seguro de lo que quería hacer, pero luego, con suavidad, tocó mi rostro. Sus dedos, cálidos y delicados, rozaron mi piel con una ternura que me hizo sentir, de alguna manera, protegida, como si estuviera cuidando algo frágil. Era un gesto pequeño, pero lleno de significado. Me quedé allí, inmóvil, dejándome llevar por la sensación de su tacto

—No me esperaba esto —dijo al fin, su voz baja, casi en un susurro, y vi cómo su mirada pasaba por mi rostro, como si buscara entender lo que había pasado entre nosotros.

Las palabras quedaron atrapadas en mi garganta. ¿Cómo explicar algo que no teníamos completamente claro ni los dos? Estaba ahí, en ese callejón oscuro, con las luces de la ciudad a lo lejos y el aire de la noche envolviéndonos, y sentía una mezcla de emociones contradictorias. Una parte de mí quería decir algo, romper el silencio, pero otra parte no quería hacerlo. Porque, aunque no lo dijéramos, sabíamos que algo había cambiado. Algo que iba más allá de un beso, algo más profundo y complejo que cualquier palabra que pudiéramos pronunciar en ese momento.

Miré a Lando, vi su rostro iluminado solo por las luces tenues que llegaban desde el final del callejón, y sentí que no necesitábamos hablar. A veces, las palabras no eran suficientes. Lo que pasaba entre nosotros estaba más allá de eso.

—Ni yo —respondí finalmente, y la suavidad de mi tono no ocultaba la mezcla de incertidumbre y aceptación que llevaba dentro. Mi voz sonaba distinta, como si todo lo que había sido antes de ese momento ya no tuviera tanta importancia.

Él sonrió, pero no era la misma sonrisa de antes, la de siempre. Era diferente. Era más real, más honesta, como si se hubiera dejado llevar por el momento, como si ya no intentara controlar todo lo que sucedía entre nosotros. Y eso me hizo sonreír también, de una manera que no podía explicar.

En ese instante, el tiempo parecía haberse ralentizado. La ciudad, que antes nos había rodeado con su ruido y su caos, ahora parecía estar a miles de kilómetros de distancia. Estábamos ahí, en ese rincón apartado, sin necesidad de nada más que el uno al otro. No había expectativas, no había promesas. Solo estábamos juntos, en un espacio que solo nosotros dos podíamos compartir. Y, por un momento, eso fue suficiente.

Lando dio un pequeño paso hacia mí, como si estuviera dudando, pero al final, su presencia cerca de la mía no fue forzada. Simplemente estaba ahí, de una manera que parecía natural, como si todo lo que había sucedido entre nosotros, lo bueno y lo malo, nos hubiera llevado hasta este punto. Nos miramos en silencio, sin prisa por decir nada, como si supiéramos que no había necesidad de hacerlo.

El suave viento de la noche sopló, moviendo un poco las hojas secas a nuestro alrededor, creando una sensación de calma en medio del caos de la ciudad. Y, por un momento, todo lo que importaba era ese suspiro compartido entre los dos. La promesa tácita de que, quizás, las cosas no necesitaban estar resueltas para seguir adelante. Quizás solo necesitábamos este momento, este beso, este simple estar juntos. Y eso, en ese instante, era más que suficiente.

Después de unos minutos en los que nos quedamos ahí, en el mismo lugar, como si el mundo hubiera dejado de girar por un instante, Lando se apartó lentamente, aunque no de forma brusca. Parecía que ambos necesitábamos ese espacio, pero no queríamos alejarnos. Los recuerdos y las palabras que no habíamos dicho quedaban flotando en el aire, pero había una paz extraña entre nosotros, como si ambos estuviéramos aceptando lo que acababa de pasar.

—Supongo que esto ya es el momento de decir adiós, ¿no? —dijo Lando, con una sonrisa triste, casi melancólica, como si él también estuviera procesando lo que había sucedido.

Asentí, mirando a nuestro alrededor por un segundo, como buscando un pretexto para quedarnos, pero sabía que era lo que tocaba. Nos habíamos dado ese respiro en medio de todo, pero la realidad, con sus compromisos y horarios, ya nos estaba alcanzando de nuevo.

—Sí... es tarde —respondí, sintiendo cómo la tranquilidad de ese momento se iba desvaneciendo lentamente. Aunque no quería, tenía que dejarlo ir, por ahora. Sabía que no podía quedarme ahí eternamente, que ambos teníamos que seguir con lo que teníamos por delante.

Lando no dijo nada más, solo asintió y, sin decir mucho, se acercó a mí por última vez en esa noche. Me dio un abrazo rápido, como si no quisiera que se acabara, pero al mismo tiempo sabía que era necesario. El abrazo fue corto, pero lo suficiente para sentir la cercanía de nuevo, la calidez de su cuerpo, el eco de lo que había sido.

—Cuídate —dijo él, con un tono bajo y una seriedad que me hizo sentir una extraña mezcla de emoción y nostalgia.

—Lo haré —respondí, tratando de sonreír, aunque el nudo en mi estómago era palpable. Me separé de él, dándole un último vistazo antes de darme la vuelta para irme en dirección al hotel.

Él hizo lo mismo, caminando en la dirección opuesta, sin volverse a mirar, pero sabiendo que ambos estábamos conscientes de lo que habíamos compartido. Nos alejamos poco a poco, hasta que las sombras de la calle se tragaron nuestras figuras, y el sonido de nuestros pasos desapareció, dejándonos con la sensación de que algo había cambiado, pero que aún quedaba mucho por descubrir.

No estaba segura de lo que el futuro traería. No sabía si esto era solo un paso más o el comienzo de algo completamente nuevo entre nosotros. Pero por esa noche, me quedé con la sensación de que había sido importante. De que, de alguna manera, habíamos comenzado a sanar viejas heridas, aunque fuera solo por unos momentos.

Al llegar al hotel, entré en mi habitación sin hacer ruido. Todo parecía en su lugar, pero el ambiente ya no era el mismo. El silencio se sentía diferente, como si todo lo que había pasado esa noche estuviera flotando en cada rincón, en cada rincón del espacio vacío. Me dejé caer en la cama, mirando el techo, sin prisa por dormir, sin querer pensar en el futuro, solo permitiendo que la calma de esa noche me envolviera un poco más.

Mientras tanto, en la distancia, Lando también se encontraba en su habitación, probablemente haciendo lo mismo que yo. Pensando en lo que había pasado, en lo que significaba, sin tener las respuestas claras, pero con la certeza de que algo había cambiado.

Quizás, como nosotros, las cosas también necesitaban tiempo para resolverse. Pero, por una vez, no sentí la urgencia de saberlo todo. Solo me quedé allí, en la quietud de la noche, sabiendo que, por alguna razón, todo había sido justo lo que tenía que ser.

Eran casi las 4 de la madrugada cuando, después de dar vueltas en la cama, decidí que tenía que escribirle a Alex. Estaba cansada, pero aún con la mente en un torbellino de pensamientos. Tomé el móvil, buscando su nombre entre mis contactos. Sentí que necesitaba contarle lo que había pasado. Sabía que se preocuparía, aunque en el fondo, no estaba segura de si podía llamarlo "chisme" o si en realidad lo que había pasado merecía ser algo mucho más grande.

Escribí rápidamente:

"Mañana hablamos, hay chisme."

No lo pensé demasiado, solo lo envié. Sabía que Alexis lo vería al instante. Ella siempre estaba atenta al móvil, y me hacía gracia pensar en cómo reaccionaría. Ella sería la primera en darme su opinión, y necesitaba escucharla. Al menos eso pensaba en ese momento, mientras me dejaba llevar por las emociones de la noche.

No pasó mucho tiempo antes de que recibiera su respuesta:

"¿Qué pasa? Ya me tienes intrigada."

Una sonrisa se dibujó en mi rostro. Me recosté en la almohada, dándole vueltas a cómo iba a contarle todo, pero en el fondo, algo en mí sabía que había mucho más de lo que podría explicarle en un mensaje. Pero no quería entrar en detalles aún. Mañana sería otro día, otro momento para hablar de todo con ella.

Decidí apagar el móvil, porque si no lo hacía, no conseguiría dormir nunca. Al fin y al cabo, aunque el día había sido extraño y cargado de emociones, mañana era otro día. Y con ello, más preguntas, más respuestas, y más historias por contar.




El sonido del despertador resonó como un martillo en mi cabeza. Abrí un ojo con esfuerzo, solo para cerrarlo inmediatamente. La luz que se filtraba por las cortinas parecía demasiado brillante, como si el sol estuviera conspirando en mi contra. Mi boca estaba seca, mi garganta áspera, y mi cabeza pulsaba con una intensidad que hacía que incluso pensar doliera.

Resaca. Maldita resaca.

Me giré con dificultad, hundiéndome más en las sábanas del hotel, pero el movimiento solo empeoró la sensación de náuseas. Solté un quejido y extendí la mano para alcanzar mi móvil, que descansaba en la mesita de noche. La pantalla me devolvió una imagen devastadora: las 10:45 de la mañana, siete notificaciones de mensajes y un recordatorio de que mi vuelo de regreso salía en unas pocas horas.

—Genial —murmuré, mi voz sonaba como un eco distante de mí misma.

Decidí enfrentarme a la realidad. Me senté lentamente, sintiendo cómo el mundo se tambaleaba a mi alrededor. Miré a mi alrededor: la habitación estaba desordenada. La chaqueta de Lando, que había insistido en que me quedara la noche anterior, estaba tirada sobre la silla. Mis tacones yacían en el suelo junto a mi bolso, y un par de botellas de agua vacías estaban en la mesita.

Un desastre, al igual que yo.

Con un suspiro pesado, me levanté, tambaleándome hacia el baño. El reflejo en el espejo no fue un alivio. Mi cabello estaba enredado, mi maquillaje del día anterior estaba medio borrado, y mis ojos estaban inyectados en sangre. Abrí el grifo y me eché agua fría en la cara, esperando que al menos eso ayudara a despejar mi mente.

Mientras el agua caía, los recuerdos de la noche anterior comenzaron a llegar en oleadas. Pierre arrastrándome a la pista de baile. George y yo gritando fuera de la discoteca. Y luego Lando... caminando a mi lado, hablando con una sinceridad que hacía que mi pecho se encogiera solo de recordarlo.

"¿Y si sí?"

Mis propias palabras me golpearon como un balde de agua fría. ¿Por qué demonios había dicho eso? Había sido una mezcla de emociones, de alcohol, de orgullo herido. Pero también sabía que había algo de verdad en esa pregunta.

Regresé al dormitorio y me dejé caer sobre la cama, cerrando los ojos mientras trataba de organizar mis pensamientos. Mi móvil vibró, una notificación de WhatsApp.

Era un mensaje de Pierre:
"¿Viva?"

Sonreí a pesar de todo y le respondí un rápido "Más o menos". Después de enviar el mensaje, me di cuenta de que tenía otro mensaje de Lando. Abrí la conversación con un ligero nudo en el estómago.

Lando:
"Espero que estés bien esta mañana. Deja de beber con Pierre, no es buena influencia. Avísame cuando vuelvas a casa."

No pude evitar sonreír de nuevo, aunque un pequeño dolor punzante en mi pecho me recordó que nada de esto era simple. Dejé el móvil a un lado y me forcé a moverme.

El vuelo no iba a esperarme, y tampoco mi vida.

Con determinación, comencé a recoger mis cosas. Sabía que el día sería largo, pero una cosa era segura: la noche anterior había cambiado algo, aunque todavía no sabía exactamente qué.

Mientras recogía las últimas cosas de la habitación, mi mente estaba dividida entre el caos de la noche anterior y lo que me esperaba en España. Había hecho todos los trámites la semana pasada: permisos, transporte, e incluso había hablado con la hípica para preparar la llegada de mi caballo, Adagio, a la que había sido mi casa durante tantos años.

Era un paso grande. Después de todo, había decidido volver al lugar donde todo empezó, el lugar que dejé cuando mi vida se complicó y la presión me obligó a buscar algo más. Pero ahora, después de tanto tiempo, sentía que regresar era lo correcto. Había algo en esa hípica, en esos recuerdos, que me llamaba como un refugio que nunca había dejado de ser mío.

Miré mi maleta, que ahora descansaba cerrada junto a la puerta, y suspiré. En unas horas estaría de vuelta en España, lista para enfrentarme a una nueva etapa.

El móvil vibró de nuevo en la mesita, y lo tomé casi sin pensarlo. Era un mensaje de la compañía de transporte:

"Confirmamos la recogida de Adagio en su ubicación actual para las 16:00. Llegada estimada a la hípica a las 20:00. Gracias por confiar en nosotros."

Adagio. Ese nombre siempre lograba calmarme. Era mi compañero más fiel, el que había estado a mi lado incluso en los días más oscuros. Volver a tenerlo cerca en la hípica de mi infancia me llenaba de emoción y de nervios. Sabía que la decisión de llevarlo allí era importante no solo para mí, sino también para él. Sería como cerrar un ciclo.

Con esa idea en mente, revisé que no dejara nada atrás y me aseguré de que todo estuviera listo para el check-out del hotel. Me puse las gafas de sol, aunque no solo por el sol; todavía sentía el peso de la resaca y de los pensamientos que no dejaban de rondarme.

El taxi me dejó en el aeropuerto de Bélgica justo a tiempo para mi vuelo. Las filas de facturación y seguridad parecían interminables, pero me concentré en mantener la calma. Cada paso me acercaba más a casa, y aunque había algo reconfortante en la idea de regresar, también sentía un nudo en el estómago.

España significaba enfrentar más cosas de las que quería admitir.

Cuando finalmente me senté en la sala de espera, dejé caer la cabeza contra el respaldo del asiento. Mi móvil vibró de nuevo, un mensaje de Alex:

Alexispisis:
"¿Ya estás en camino? ¿Todo listo para Adagio? Avísame si necesitas algo."

No pude evitar sonreír. Alex siempre sabía cómo animarme, incluso cuando no lo pedía. Le respondí rápido:

"Sí, ya en el aeropuerto. Gracias, lo tengo todo controlado."

El anuncio del embarque interrumpió mi pensamiento. Me levanté, tomé mi equipaje de mano y avancé hacia la puerta de embarque. Era hora de volver, de enfrentarme al pasado y, con suerte, encontrar algo de paz en el lugar donde todo comenzó.

El vuelo fue tranquilo, aunque cada minuto en el aire parecía arrastrarse. No podía dejar de pensar en cómo sería volver a ver a Adagio, volver a caminar por esa hípica, saludar a las personas que me vieron crecer.

Al aterrizar, un coche me esperaba para llevarme a casa. En el camino, recibí una última actualización del transporte: "Adagio ya está en camino. Todo va bien." Sentí un peso menos en los hombros, aunque sabía que el verdadero desafío estaba por comenzar.

Cuando llegué a mi apartamento, dejé caer la maleta en el suelo y me quité los zapatos. Me asomé por la ventana y observé cómo el sol comenzaba a ponerse en el horizonte.

Mañana sería un día importante. Adagio llegaría, y con él, una nueva etapa en mi vida.



7:04 a.m.

El día comenzó temprano, aunque no por elección. La resaca aún me despertaba con un dolor sordo en la cabeza y una garganta seca como el desierto. Cada movimiento era un recordatorio de la noche anterior, pero no había tiempo para compadecerme. Hoy era el día en que Adagio, mi caballo, regresaría a la hípica donde crecí.

Una ducha rápida y un café doble hicieron lo suyo para devolverme algo de humanidad. Me vestí con unos vaqueros gastados, una camiseta blanca y mis botas de montar, ropa cómoda pero funcional. Antes de salir, repasé mentalmente los trámites que ya había realizado: el transporte de Adagio, la documentación, la preparación del establo. Todo estaba listo, pero mi mente seguía llena de incertidumbres. Volver a la hípica de mi infancia no era solo una cuestión logística; era enfrentar todo lo que había dejado atrás.

Al llegar, la imagen del lugar me golpeó con una mezcla de nostalgia y vértigo, otra vez. Aún no me acostumbraba. Los establos, las pistas, incluso el olor del heno y la tierra húmeda parecían exactamente como los recordaba, pero algo en mí se sentía diferente. Bajé del coche con el corazón latiendo más rápido de lo habitual.

Elena, una de las encargadas de la hípica y una figura clave en mi infancia, salió a recibirme. Su sonrisa cálida y su abrazo fuerte me hicieron sentir que quizás no todo había cambiado.

—¡Alma! Qué alegría verte. ¿Cómo estás? —preguntó con entusiasmo.

—Nerviosa, pero emocionada. Es raro estar aquí después de tanto tiempo.

—Pues prepárate para más emociones, porque creo que alguien también está esperando verte. ¿A qué hora llega Adagio?

—Debería estar aquí en cualquier momento.

Elena me llevó a recorrer las instalaciones mientras esperábamos, aunque yo las tenía más que vistas. Era para hacer algo de tiempo. Todo estaba tan cuidado como lo recordaba, pero ahora parecía más pequeño, menos imponente. Las pistas que antes parecían infinitas ahora eran solo terrenos de entrenamiento. Era como si mi perspectiva hubiera cambiado tanto como yo.

El rugido del camión de transporte interrumpió nuestros pensamientos. Lo vimos detenerse cerca de los establos, y sentí cómo una mezcla de emoción y nervios se apoderaba de mí. Mientras el conductor abría la puerta trasera, mis manos sudaban ligeramente.

Cuando apareció, ahí estaba él: Adagio. Su pelaje brillante reflejaba los rayos del sol, y sus ojos oscuros se cruzaron con los míos de inmediato. En ese momento, el tiempo pareció detenerse.

—Hola, chico... —murmuré mientras me acercaba.

Extendí una mano, dándole tiempo para reconocerme. Después de unos segundos de incertidumbre, Adagio movió las orejas hacia adelante y apoyó su cabeza contra mi hombro. El nudo en mi garganta era imposible de ignorar.

—Te eché de menos —susurré mientras lo acariciaba.

Con la ayuda del conductor y Elena, llevamos a Adagio a su nuevo establo, que habían preparado con cuidado los días anteriores. Lo desaté y lo dejé explorar su nuevo espacio mientras yo me apoyaba en la puerta, observándolo. Había algo increíblemente reconfortante en verlo relajarse, en saber que estaba a salvo y que este era su hogar.

Después de dejar que se acomodara, decidí sacarlo a la pista para un paseo ligero. Montarlo después de tanto tiempo era un reto, pero también una necesidad. La pista estaba bañada por la luz de la tarde, y el aire fresco me hizo sentir más despierta.

Al subir a Adagio, todo encajó. Los primeros pasos fueron cautelosos, pero pronto el ritmo familiar regresó. Trotes suaves, pasos firmes. Cada movimiento era como un diálogo silencioso entre nosotros.

Desde la valla, Elena observaba con una sonrisa en el rostro.

—Parecéis hecho el uno para el otro, como siempre. Es algo más imponente veros aquí, que en la tele —comentó cuando me acerqué después de unas vueltas.

—Él siempre ha sido mi mejor compañero —respondí mientras acariciaba su cuello, sintiendo una gratitud inmensa.

Cuando el sol comenzó a ponerse, llevé a Adagio de vuelta a su establo. Mientras lo cepillaba con movimientos rítmicos, sentí una calma que no había sentido en meses. Este lugar, este momento, eran exactamente lo que necesitaba.

Sabía que no sería fácil, que regresar aquí significaba enfrentar no solo mis recuerdos, sino también mis miedos. Pero mientras observaba a Adagio relajarse en su nuevo hogar, supe que habíamos tomado la decisión correcta.

Mañana sería un nuevo día, lleno de retos y oportunidades. Pero hoy, en este momento, estaba en paz. Y eso era suficiente.

Sobretodo, porque en menos de 2 días me volvía a Bélgica para la carrera.

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