Lo que éramos - Capítulo 19
Luego de aquella noche de revelaciones importantes, promesas y risas la atleta se fue a acostar con la mente girando por sus pensamientos acelerados, pero con el pecho libre de cualquier presión o peso.
Pudo respirar bien por primera vez en semanas. Ya no le temía al futuro de su relación con su abuela, porque la mujer sabía la verdad sobre quién era. Ya no le temía a la posibilidad de perder a Aurora, porque tenía claro que ambas estaban juntas en un compromiso serio. Ya no estaba aterrada de la idea de arruinarlo todo por un desliz tonto de su lengua. Y principalmente, ahora era capaz de comprender por qué todos en su familia tenían opiniones tan diversas con respecto al tema de la homosexualidad.
Su tío-abuelo había sido gay en la época más peligrosa para serlo, el pasado. En específico, había encontrado un novio durante los años sesenta —llamado Sergio—, con quién vivió un romance de tres años, entre 1967 a 1970. Acabó muriendo en 1971, luego de que su familia se enterara de su relación y lo desheredaran por ella.
Según la señora Martina, el día del descubrimiento fue uno de los peores de su vida:
—Nunca pensé que un ser humano podría tratar a otro tan mal, hasta que lo vi con mis propios ojos —ella comentó, conmovida—. Pero yo no hice nada para frenar las humillaciones... Solo me quedé callada y miré... Vi a todos tirarle piedras a mi hermano y no moví un solo dedo para defenderlo.
—Ya, pero los tiempos eran otros. Tú no sabías que lo que le estaban haciendo era malo.
—Los tiempos eran otros, pero la moral siempre será la misma. Todos me decían que juzgarlo y ofenderlo era justo, que era lo que debía ser hecho, pero en mi corazón yo sabía que eso no era cierto —la señora insistió—. Y mi culpa por mi omisión sólo empeoró cuando nos dieron la noticia de que el Seba había fallecido.
—¿Puedo preguntar qué le sucedió?
—Su pareja... el Sergio. Lo encontró ahorcado por un cinturón, colgando de su armario. Nos escribió una carta visceral el día siguiente y nos envió el cinturón junto, para que pudiéramos imaginarnos muy bien lo que habíamos hecho...
—¿Y qué pasó?
—Mamá lloró. Mis hermanas se lamentaron. Mis hermanos se quedaron quietos. Y papá...
—¿Qué hizo?
—Salió a beber. Nunca más mencionó al Seba, y cuando oía su nombre, salía de la habitación. Lo hizo hasta el día en que murió, eso de ignorar su existencia... de fingir que él nunca siquiera nació.
—¿Y qué hay de Sergio?... ¿Sabes algo de ese pobre hombre?
—Él... sobrevivió. Tuvo algunas parejas, pero nada nunca tan serio como lo que tuvo con mi hermano. Y yo, luego de años pensando si debía hacerlo o no, tuve el coraje y el placer de reconectarme con él, hace algunos años, cuando tu abuelo seguía vivo. Fue Gabriel, de hecho, quién me motivó a buscarlo y escribirle.
—¿Y?
—Vive en una casa de ancianos a unas calles de aquí. Está bien viejo y débil, porque tiene unos problemas pulmonares graves, pero... sigue lúcido. Todas las semanas yo paso por allá a visitarlo. Es lo único que puedo hacer para intentar consolarlo, después de todo lo que mi familia lo hizo pasar.
—¿Puedo ir contigo la próxima vez que lo hagas?
—Eres más que bienvenida, cariño.
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Alexandra y la señora Martina decidieron organizar dicha salida el domingo, después del servicio en su parroquia. Tenían pensado en invitar a Aurora también, para alentar un poco al solitario anciano.
Pero antes, la rubia tenía que estudiar para los exámenes de la semana. Y por eso ella se juntó a sus amigos y novia en la residencia Reyes el sábado, para repasar sus materias en grupo.
Los jóvenes decidieron que debían comenzar por lo más difícil, y por eso sacaron de sus mochilas sus cuadernos, libros y guías de matemáticas primero.
Aurora y Fabricio fueron los que más se demoraron en entender los ejercicios y las fórmulas, explicados a la perfección por Alexandra.
Pero, aunque el muchacho eventualmente logró aprender algo, la artista en específico siguió a la deriva, sin saber cómo llegar a la costa, por horas. Para evitar sentirse humillada por su propia estupidez, tuvo que fingir comprender lo que su novia decía pese a no haber retenido ninguna información valiosa.
Ella juraba que lo intentó. De veras lo hizo. El problema era que su mente se negaba a cooperar con sus buenas intenciones. Y por eso, falló. Acabó desistiendo de luchar contra esos malditos números, letras, y símbolos raros que solo le causaban migrañas.
Además, sentía que defraudaría a sus amigos si al menos un poco de información no era capaz de retener. Así que ocultó su vergüenza con sus mentiras. Sonrió, dijo que ahora tenía claro lo que tenía que hacer... y en verdad siguió sin saber nada de nada.
Sobrevivió usando expresiones falsas y palabras superficiales por dos horas, hasta que todos decidieron moverse a un nuevo tema de estudio: historia y geografía. En dicha asignatura sí le iba muy bien y por eso, Aurora lideró las explicaciones del repaso junto a Connie:
—Ya, entonces en la guerra de independencia de 1814, ¿quiénes eran los líderes? —ella indagó después de leer un larguísimo texto al respecto, para ver si sus colegas habían logrado retener los datos.
—Juan Márquez —Giovanni dijo, frunciendo el ceño y mordiendo su lápiz.
—Ese es uno —La artista asintió—. ¿Quiénes más?
—Eh... ¿Luis Silveira?
—Piensa en su hijo, Alex. ¿Quién era su hijo?...
—¿Antonio Silveira? —ella preguntó con cierta dubitación.
—¡Bingo! Y solo les faltan dos líderes más —Connie afirmó a seguir, mientras ella y la morena esperaban por más respuestas.
—Ay, quién era ese que murió en la última batalla... —Thiare se frotó el rostro, frustrada—. ¡Argh! —gruñó, molesta por no lograr recordar el nombre—. Leo... Leopoldo...
—¡Leopoldo García! —Bárbara exclamó con entusiasmo.
—¡Eso! Ahora solo falta uno.
—¿Juan Rojas? —Thiare hizo una mueca incierta.
—¡Muy bien! —Aurora celebró, para su alivio—. Todos lograron adivinar los cuatro; ¡ya no van a reprobar!
Prosiguieron sus estudios con física. Química. Biología. Lenguaje. Inglés. Se aburrieron después de oír por décima vez a Giovanni recitar el verbo To Be. Decidieron tomar un descanso para comer, antes de hacer un repaso general de todo y devolverse a sus casas.
Fue mientras sus amigos se divertían en la cocina, intentando hacerse una sopa de arvejas y papas para combatir al frío de la temporada, que Alexandra llevó a Aurora a un lado y la invitó a ir a visitar al señor Sergio el día siguiente.
La artista obviamente no se opuso. Y así que la señora Martina y su nieta salieron de su parroquia por la mañana de aquel domingo, ella se les unió en su viaje al hogar de ancianos, llevando consigo un regalo para el hombre: la banderita arcoíris que había comprado en su primera marcha del orgullo.
El anciano, pese a su avanzada edad y delicada salud, se vio tan contento de verlas que incluso logró sentarse en su cama —algo que a días no era capaz de hacer—. Le agradeció a Aurora por su regalo, por haber venido junto a Alexandra, y les dijo a las dos que hacían bonita pareja —una noción a la que la señora Martina apoyó, con sus propios comentarios—.
—Si tengo un consejo que darles, chicas... es que vivan sus vidas al máximo. Y que amen... amen con toda su alma. Sin importar lo que los demás digan, lo que la sociedad demande de ustedes... sean fieles a sí mismas y a aquellos a quienes quieren. Los comentarios se irán. El dolor se irá. El pasado solo será un recuerdo. Pero las emociones puras, como el cariño, permanecerán... —Sergio les dijo, con una sonrisa alegre—. Y háganme una promesa.
—Lo que usted necesite —Alexandra lo tomó la mano, que era fría e hinchada.
—Sean felices. Eso es todo.
En el momento, ambas apreciaron sus palabras.
Pero no fue hasta después de las pruebas y del fin del campeonato cuando realmente las entendieron.
Porque de pronto, todo su mundo se les volcó de cabeza.
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Durante la semana, el lunes y el martes fueron dedicados a los exámenes de lenguaje, historia e inglés. El miércoles fue un día libre de evaluaciones, para que los estudiantes pudieran descansar. Y luego vinieron las pruebas que Aurora consideraba diabólicas: las de biología, química, física y matemáticas. La última en cuestión le costó más que todas las otras, y la hizo ser la última estudiante en levantarse de su puesto a entregársela al profesor.
Ella se esforzó a su máximo, pero nuevamente no había entendido nada. Quiso llorar por sentirse tan estúpida. El sonido de lápices chocando contra papeles siempre le había resultado reconfortante, pero durante aquella tarde fue enloquecedor. Un recordatorio constante de que ella estaba fallando y de que era una tremenda tonta.
Así que terminó de guardar sus cosas, ya con los ojos llorosos y una frustración venenosa ahorcando su garganta, ella huyó de la sala con pasos rápidos y se negó a juntarse con sus amigos, como lo habían planeado de antemano. Voló a casa y se encerró en su habitación. Se tranquilizó con alcohol y pastillas. Durmió.
Mientras tanto, Giovanni no paró de llamarla, queriendo saber en dónde estaba, y al percibir que ella no les contestaba se despidió de los demás junto a Alex, decidiendo ir junto a ella a la residencia Reyes.
Y lo hubieran logrado, si así que dejaron su colegio no se hubieran chocado de frente con la señora de la Cuadra.
—Alexandra —La madre de la joven en cuestión, una mujer de apariencia severa y de cabellos castaños, con luces en las puntas, detuvo su paso—. Al fin te encuentro.
—¿Qué haces aquí?
—¿Cómo así, qué hago aquí? Soy tu madre. Quiero verte y hablar contigo. Has estado ignorando mis llamadas toda la semana, tu padre no me contesta el celular tampoco, y tu abuela se niega en darme noticias...
—¿Y crees que estamos equivocados? ¿Después de todo lo que hiciste?
—Hice lo que hice por tu bien.
—¿Pegarme era por mi bien?
—La disciplina hace al ser humano.
—Disciplina es una cosa, abuso es otra.
—Ah, ¿entonces ahora soy una abusadora?...
—¿Qué quieres? —Alexandra la cortó, sabiendo muy bien que la mujer comenzaría a discutir con ella en público, sin miedo a que nadie la escuchara y supiera de sus crímenes.
—Quiero hablar contigo, ahora mismo.
—No puedo ahora, estoy ocupada.
—Seré rápida.
—Pues hazlo entonces. Habla.
—En privado —Natasha aclaró, ojeando al atónito Giovanni de arriba abajo, con cierto disgusto—. ¿Y este quién es? ¿Un amiguito nuevo?
—No lo metas en nuestra discusión; vámonos. Antes de que cambie de opinión —la rubia la calló, cruzando los brazos—. Gio, ve a ver si Rory está bien en el entremedio. Te encuentro allá en su casa.
—¿Estás segura? —él preguntó en voz baja.
—Sí. Puede que me pegue, pero no me matará. Le tiene miedo a ir a prisión.
—Eso no es reconfortante.
—Solo ve... —Alexandra le rogó—. No me voy a demorar mucho.
Él observó a la señora de la Cuadra con cierto temor, antes de decirle a la atleta:
—Si cualquier cosa sale mal, llámame.
Enseguida le hizo caso, yéndose con pasos lentos y dudosos.
Así que ambas estaban solas en la acera, Natasha señaló a su auto. Alexandra sintió un horrible escalofrío descender por su cuerpo.
—Entra.
Esto, las dos hicieron. La mujer se acomodó en el asiento del conductor y su hija en el del copiloto. No se movieron a ningún lado. La medida apenas era para proteger a su conversación de los oídos curiosos de cualquier estudiante del Liceo que pudiera pasar por ahí.
—Haré esta conversación lo más corta posible. Álvaro me escribió hace más o menos una semana. Y me dijo que, luego de mucha contemplación de su parte, él quería ser sincero conmigo. Me contó la verdad sobre su separación.
—¿Qué? —Alexandra, de pronto intimidada por la posibilidad de haber sido removida a la fuerza del clóset, se volvió dos veces más blanca de lo que ya era y tragó en seco.
—Me dijo que tienes una "pareja" nueva.
—No...
—Y me rogó que intercediera por el bien de tu alma.
—Por el bien de mi...
—Sabes que lo que estás haciendo es una perversión, ¿cierto?
La pregunta le causó una punzada dolorosa, profunda y violenta en el centro de su pecho. Al sentirla, la joven enrigideció su postura hasta que sus músculos se volvieran tan firmes como una roca. Al mismo tiempo, sus tripas se retorcieron y su estómago se llenó de ácido. Y el mundo a su alrededor pareció temblar.
—No... esto no puede estar pasando.
—Puedes negarlo cuando quieras, Alexandra, pero sabes muy bien que el diablo te ha corrompido, y que él ha invadido tu vida con sus mentiras y placeres baratos...
Ella se giró a su madre con una expresión furiosa.
—¡Lo que yo y Aurora tenemos no es un placer barato!
—¿Entonces lo confirmas? —Natasha inquirió y ella cerró los ojos con una mueca de desagrado, porque sabía que había caído derecho en su trampa—. ¡¿Tú y esa degenerada están juntas?!
—¡No te atrevas a llamarla así! —La rubia estalló, sacudiendo sus manos por el aire—. ¡Y sí! ¡Estamos juntas! ¿Qué tiene de malo eso?
—¿Qué tiene de malo? —Su madre se rio, pero fue más por odio que por encontrarle gracia a la situación—. Creía que yo y Mario le habíamos criado de manera más decente... ¡Qué comprenderías la gravedad de tus transgresiones! ¡De tus pecados!
—No puedo creer lo que estás diciendo ahora mismo... —Alexandra sacudió la cabeza, indignada.
Su madre, sin embargo, no detuvo su habla ahí. Siguió hostigándola, ahora con palabras aún más hirientes y ominosas, haciendo a su corazón golpear con el triple de fuerza y su malestar aumentar a un nivel insoportable:
—¿Qué crees que pensaría tu padre al saber sobre todo esto?
La rubia, ganando más y más ira con cada nuevo segundo, siguió sacudiendo la cabeza y casi echó humo por su nariz, de tan molesta.
—¿De verdad me estás amenazando con sacarme del armario ahora mismo? ¿Es eso lo que está pasando, o me estoy volviendo loca?
—Solo contesta. Porque, por lo que veo, él todavía no sabe de nada. ¿Qué pasará cuando tu castillo de mentiras se derrumbe? ¿A quién le pedirás ayuda?
Otra vez, la atleta cayó en las trampas verbales de su madre. Otra vez, quiso pegarle un puñetazo a la puerta a su lado y abrirla a golpes.
—Eres increíblemente cruel.
—Solo estoy preocupada contigo, y con tu salvación.
—¡No! —la muchacha le gritó—. ¡Estás preocupada contigo y con lo que los demás pensarán! ¡Con lo que dirán los de la parroquia! ¡O nuestros vecinos! ¡O quién sea! ¡Con todos, menos conmigo!...
—¿Y tú no estás preocupada? Dime, Alexandra, ¿qué crees que pasará cuando los reclutadores de la Universidad Rodolfo Ibañez sepan que estás viviendo una vida de vicios y perversiones? Es una institución cristiana, al final del día... ¿Qué crees que sucederá?
La atleta miró a la señora de la Cuadra a los ojos, sabiendo por sus insidiosas palabras apenas, que ella estaba tramando algo en su contra.
—¿Es esa una amenaza, por acaso? ¿Le dirás a ellos que soy bisexual si no dejo de salir con Aurora, es eso?
—¡NO ERES COSA ALGUNA! —la mujer rugió, descontrolada, pero la adolescente mantuvo su postura firme y severa, al menos por fuera—. ¡Estás confundida! ¡Y si no te hubieras separado del pobre Álvaro nunca hubieras caído tan bajo! ¡Esto es tu soledad hablando!...
—¡Ay, por favor! ¡SIEMPRE FUI BI, SI ES QUE QUIERES SABERLO! ¡Y JAMÁS HUBIERA CONTINUADO CON ÁLVARO, PORQUE ES UN HIJO DE PERRA!
—¡SILENCIO! —su madre ladró más alto, volteándose en su asiento como si estuviera lista para pegarle. Pero otra vez, Alexandra no retrocedió, ni se curvó delante de ella—. ¡Vas a romper con esa muchacha de inmediato o le contaré a tu padre y a los reclutadores sobre esto!
—No te atreverías.
—¡Sabes muy bien que lo haría!
—¡¿Y cuál es tu propósito?! ¡¿Arruinar mi vida?!
—¡Niña insolente! ¡¿Cómo puedes decirme algo así?! ¡Solo me estoy preocupando por ti! ¡Pero claro, tu egoísmo te impide de verlo!... —La señora de la Cuadra casi enseñó sus dientes al hablar, de tan enojada—. ¡¿Y sabes qué?! ¡Si Dios me hubiera avisado que serías tan maligna y repugnante como lo eres ahora, jamás te hubiera adoptado!
Esa acusación fue un mamporro duro y fuerte, directo al alma de Alexandra. Y fue el punto que le puso fin a aquella triste y dolorosa discusión.
Airada, con ganas de llorar, y con el cuello siento ahorcado por las garras invisibles de su pánico, ella abrió la puerta del auto de nuevo y dijo, antes de salir:
—Tal vez mi vida hubiera sido mejor si me hubieras dejado en el orfanato. ¡Tal vez así no le hubieras dado palizas a ningún niño más, y jamás hubieras engañado a papá!
Golpe por golpe; su comentario fue igual de insensible y agresivo. La señora de la Cuadra, sintiéndose humillada en público —porque al tener la puerta abierta, las palabras de su hija se escucharon con bastante claridad en la acera—, dejó a la joven marcharse sin decirle nada más.
Tal vez porque en el fondo reconocía que se había pasado de línea. Tal vez, porque sabía que no era necesario hostigarla más; la muchacha había entendido sus demandas.
El motivo en realidad a Alexandra no le importó. Ella solo se sintió grata de poder huir de ahí antes de terminar herida.
Corrió calle abajo mientras sollozaba de miedo, de frustración y de pesadumbre. Las lágrimas no paraban, sin importar cuánto llorara. Sin importar cuantas veredas cruzara, cuantos metros recorriera, cuanta distancia pusiera entre ella y su madre. El desconsuelo era infinito, así como sus quejidos.
Porque ella sabía muy bien que las acusaciones de Natasha no eran huecas. La mujer sin duda la delataría ante el señor Mario y ante los reclutadores de la Universidad Rodolfo Ibañez, si tuviera la oportunidad. Le aruinaría la relación con su padre, y su sueño de entrar ahí a la institución, sin tenerle pena alguna.
Y reconocer la real gravedad de la situación en la que se encontraba le rompió el corazón a Alexandra.
Mucha gente no entendía su fascinación por dicha universidad. Entendían por qué ella quería entrar en ella con una beca deportiva, claro —tener ochenta por ciento de los costos de su carrera cubiertos era idílico—, pero nadie comprendía por qué ella sentía genuino amor por el lugar y porque estaba tan obsesionada con la idea de entrar ahí.
La razón era muy simple: ella se lo había prometido a su abuelo, Gabriel, antes de que él falleciera.
Ambos siempre habían sido muy unidos, incluso más unidos de lo que ella ahora era con la señora Martina. El anciano amaba a su nieta más de lo que se amaba a sí mismo y hasta el día de su muerte se lo hizo evidente al mundo. Él estudió en la URI, y con frecuencia compartió con ella sus recuerdos del campus, de sus amigos, fiestas y viajes. La última vez que ambos se vieron en persona, Gabriel le pidió que ella aplicara a la universidad, porque quería verla brillar como una atleta en el estadio Centurión. Nunca lo hizo, obviamente. Pero ahora... ahora él podría estar mirándola desde el cielo. Y ella no quería fallarle.
En especial porque, luego de mucho esfuerzo de su parte, al fin había conseguido una oportunidad increíble de volverse una estudiante ahí y de hacerlo orgulloso, en dónde fuera que estuviera.
Pero su madre... Ay, ¡esa maldita! ¡Tenía que arruinarlo todo ahora!
Si ella no rompía con Aurora, Natasha sin duda le pondría un fin a su reciente buena suerte. Destrozaría sus planes y echaría al lodo su esfuerzo, solo para verla sufrir. Y entonces, ella jamás lograría completar la promesa que le hizo a su querido abuelo. Además, perdería una beca perfecta, patrocinadores deportivos generosos, y de paso también se vería privada del apoyo de su padre —quién, pese a ser muy amoroso y tierno, también siempre le había hecho claro su postura sobre la comunidad LGBT; eran todos pecadores y se irían al infierno al morir—.
O sea que ahora Alexandra estaba atascada entre dos terribles escenarios: Podía elegir permanecer junto a Aurora y perder al amor de su progenitor, su apoyo financiero, su carrera, y su estabilidad general, o... podía romper con ella, destrozar su corazón otra vez, y conservar todo lo demás.
¿El único problema?
La señora Martina tenía razón.
Alexandra la amaba.
De veras lo hacía.
Darse cuenta de ello la hizo detener sus pasos en pleno trayecto a la residencia Reyes y soltar un grito pulmonar, violento y doloroso, rebosante de frustración y de desespero. Al reconocer el lugar en donde estaba como el puente en que ambas habían comenzado a reparar su amistad, su llanto solo empeoró.
Ella la amaba. Era su novia. Podía tener un precioso futuro a su lado. Podía vivir toda una vida a su lado.
Pero, a la vez... le estaría fallando a su abuelo. Estaría decepcionando a su padre. Estaría desechando su futuro y perdiendo su ticket de entrada a la universidad de sus sueños.
¿Qué debía hacer? ¿Siquiera podía hacer algo? Estaba atascada entre la espada y la pared. No importaba qué decidiera sacrificar, de igual manera lo terminaría perdiendo todo.
Intentó recomponerse a la fuerza, mientras una lluvia fina y helada comenzaba a caer sobre sus hombros. Se frotó el rostro, respiró hondo y miró alrededor, todavía desorientada. Luego de algunos minutos de silenciosa contemplación, mirando al río que serpenteaba bajo el puente, decidió que, por ahora, mantendría todo lo que sabía oculto de sus amigos y de la artista. No podía arrastrar a nadie más adentro de este desastre. Tendría que tomar su decisión sola, y lidiar con sus consecuencias por cuenta propia.
Al final de cuentas, Aurora ya se sentía pésima por alguna razón desconocida —se había ido corriendo del colegio, sin hablarle a nadie—y Alexandra no podía hacerla sentirse peor, al mencionar la horrenda charla que acababa de tener con su madre.
No podía agravar su desánimo al decirle que sí estaba contemplando separarse de ella para asegurarse su futuro. Sería demasiado cruel de su parte. Y otra vez, la rubia la amaba... así que no podía herirla.
Tenía que ser fuerte, por ella. Tenía que ocultar sus agonía, por ella.
Así que Alexandra hizo lo que mejor sabía hacer. Fingió que estaba bien, pese a no estarlo. Paró de llorar, se limpió el rostro y reprimió a todas sus emociones con maestría, postergándolas para una nueva fecha. Como un soldado de combate que sectoriza y almacena sus memorias para no dejarlas intervenir con su misión, ella encerró todos sus recuerdos en cajas y los apiló en el espacio más oscuro y recóndito de su mente.
Cuidar a su novia ahora era lo crucial. Competir mañana también. Lo demás lo resolvería después.
Volvió a caminar a la residencia Reyes mientras la llovizna se intensificaba.
Fue mientras se movía que recibió un mensaje de Giovanni, preguntándole si estaba bien. Ella le dijo que sí, y le demandó más información sobre el estado de Aurora, para distraerse de su propia angustia.
"Ella está durmiendo ahora"
Él le escribió, como ordenado.
"Cree que le fue pésimo en la prueba de matemáticas
Y piensa, por lo mismo, que es una inútil
Lo que ambos tú y yo sabemos, no es cierto"
Alexandra frunció el ceño y respondió:
"Pero ella estudió para la prueba
Y nos dijo que había entendido la materia"
"Nos mintió :/
No quería admitir que no entendió nada
Porque se sentía estúpida
O al menos eso me dijo"
La atleta suspiró, molesta por la situación. No por creer que su novia no se había esforzado en la evaluación —la había visto romperse el cráneo al medio intentando comprender qué diablos era la factorización, al final de cuentas—, sino por la inseguridad que Aurora aún sentía estando a su lado.
Parte de ella creía que la artista no le había dicho nada sobre su falta de entendimiento porque temía ser el objetivo de burlas y risas de nuevo.
Y eso lastimaba a Alexandra por dentro, de una manera inenarrable. Porque tenía claro que dicho temor era su culpa. Aurora la podría haber perdonado por su pasado, pero el daño que ella le había causado en ese entonces era permanente. Y este hecho se hacía muy evidente en momentos así.
Al llegar a la residencia Reyes, Giovanni le preguntó a la rubia que le había pasado para tener los ojos tan hinchados y llorosos. Ella apenas le dijo que la charla con su madre no había ido bien. No necesitó extender su cuento para que él comprendiera sus motivos. Y el muchacho, preocupado, la abrazó por unos segundos, antes de quitarle su mochila de las manos y decirle que fuera a la habitación de Aurora, a pasar un tiempo con ella.
—Estaré aquí en la sala con Manchas —Él señaló al perro, que jugaba con un juguete de soga cerca del sofá—. No hagan nada freaky.
Ella se rio de su chiste, pero le respondió:
—Claro, porque estamos en muy buenas condiciones para hacerlo, con las dos llorando y tú aquí.
—A algunas personas les gustaría eso, y ¿quién soy yo para juzgar?
—Cállate, Gio —la atleta dijo con un tono suave, que indicaba que también estaba bromeando, y que sabía que las palabras del muchacho solo querían levantarle los ánimos.
A seguir ella caminó hacia la habitación de Aurora. Golpeó la puerta antes de entrar, y solo al oír un débil "pasa" resonar dentro, ella lo hizo.
Sintió su corazón quebrarse aún más al ver la situación con la que lidiaba.
Aurora estaba escondida debajo de sus mantas, y apenas su cabeza se asomaba de la misma. Sus ojos estaban rojos, muy hinchados, y su cabello oscuro estaba suelto, enmarañado sobre la almohada. Por su mirada perdida y mustia, era fácil reconocer su desaliento.
—Hey... — Alexandra se aproximó a ella, sentándose a un costado de sus piernas—. ¿Qué pasó?
—Soy una necia, eso pasó.
—No eres...
—No entendí nada de la prueba —la artista dijo, con una mezcla de frustración, agotamiento y rabia—. Estudié, y estudié, y estudié... Y no entendí nada. Estoy segura de que me fue pésimo.
—Lo siento, Rory... pero esto es solo una prueba.
—Solo que no, no lo es. Es mi futuro —ella comentó, girando sus ojos hacia los verdes de la atleta—. Seré un fracaso en lo que sea que haga.
—No, no lo serás. Y no te atrevas a decir eso —Alexandra puso una mano sobre la manta que la cubría y acarició lo que ella pensó, era la cadera de la chica—. Serás una escultora digna de museos. De galerías. De exposiciones, y premios, y galas...
—Ni siquiera lograré entrar al instituto con esas notas.
—Rory, te va excelente en todas tus otras asignaturas.
—Eso no es cierto. Soy mediocre en todo. Y horrible en matemáticas...
—Tienes una discapacidad del aprendizaje, no es como si tuvieras opción.
—No lo entiendes... —Aurora sacudió la cabeza y volvió a llorar—. Eso es solo la cumbre de la montaña de estupidez que soy...
—Estás exagerando. Estás subestimando tu propia inteligencia...
—Merecías salir con alguien mejor que yo.
Esta última respuesta fue un mero susurro, pero la rubia la escuchó con claridad. Y al entenderla frunció el ceño, se tragó su remordimiento por todo el conocimiento que estaba ocultando, y sacudió la cabeza —primero con lentitud, y luego con entusiasmo—.
—No hay nadie mejor que tú.
—Alex...
—Yo te amo —Las palabras se escaparon entre sus dientes antes de que su sentido común pudiera atraparlas.
—¿Qué?
—No necesitas decirlo de vuelta, pero no negaré algo que es verdad. Te amo —la atleta comentó, dando de hombros mientras sus propias lágrimas comenzaban a caer—. Y me destroza por dentro verte tan mal así... Porque no lo mereces. No mereces tratarte así. O sea, ¡mira a tu alrededor! ¡Mira a estas esculturas, a estos dibujos, a estas pinturas!... ¡Todo esto, lo has hecho tú! ¡Tú y tu perseverancia, tu talento, tu pasión!... Y no necesitas de matemáticas avanzadas para crear estas bellezas. Solo tu intelecto y tu amor por el arte, nada más.
—Dime que no estás bromeando... porque si lo estás, yo...
—No estoy bromeando —Alexandra insistió, acomodándose en la cama hasta que su cabeza estuviera suspendida sobre la de Aurora, y su cuerpo estuviera cubriendo al suyo—. Mírame —La escultora lo hizo—. Eres la persona más fantástica, inteligente, talentosa y preciosa que conozco. El resultado de una puta prueba no me hará cambiar de opinión al respecto, y tampoco debería cambiar la tuya.
—Pero p-podrías tener a alguien más inteligente, más guapo, más...
—Entiende de una vez que solo te quiero a ti —la rubia la cortó, hundiendo sus cejas contra sus ojos en una expresión tan preocupada como triste—. Ya te lo dije. Yo te...
—También te amo.
La rubia inclinó un poco su cabeza, con una ternura que por poco no fue ofensiva.
—Rory...
—Lo digo en serio... Aunque no creo merecerme tu amor, yo... te amo —Aurora apartó sus cobijas de encima y llevó su mano derecha al rostro de la atleta. La acercó más a sí misma y la besó, ignorando sus padecimientos por un minuto para concentrarse apenas en el cariño que le tenía—. Y lo siento... por todo esto. No soy una persona fácil con la que relacionarse. Lo reconozco. Pero hoy ha sido un muy mal día...
—Ridículo que me digas eso, porque enamorarme de ti me resultó la cosa más fácil del mundo.
—Alex, hablo en serio.
—Yo también.
Aurora se mordió el labio inferior y llevó su mirada a los iris de eucalipto de su novia. A esos preciosos y brillantes ojos que le transmitían una calma reconfortante, pese a estar inundados de angustia y de pesar. Que acariciaban su alma con su mirada amable y gentil. Que se sentían como un puerto seguro, para una mente que estaba constantemente a la deriva.
Ella quería ser capaz de mirarlos para siempre. De encontrar en sus tonos esmeralda un hogar permanente, fuerte y plácido. Porque en ellos lograba ver con claridad el espíritu de Alexandra. Lograba percibir toda su esencia, de la cual estaba enamorada con todo su ser.
Ese era su atributo favorito de la atleta, junto con su boca. Porque si Psique fue reanimada por el beso de Eros, Aurora fue reanimada por los besos de Alexandra. La rubia la salvó de su sueño estigio, y le inyectó al cuerpo un tipo de amor por la vida que jamás antes había sentido.
Y hasta en momentos tan horrendos como este, donde su depresión reaparecía para arrastrarla a las tinieblas del Hades, ella seguía luchando por su vida, y seguía sacándola de las sombras, usando todo su encanto, belleza y bondad para protegerla de sus propios impulsos suicidas.
—Lo siento... p-por mentirte el sábado...
—No necesitabas hacerlo, pero... entiendo por qué lo hiciste. Y no estoy enojada.
—¿No?
—No —la rubia juró—. Solo quiero que me prometas una cosa.
—¿Qué?
—Me dirás la verdad la próxima vez que no entiendas algo. Nadie te humillará por ello, mucho menos yo.
Aurora tragó en seco.
—Lo intentaré.
Alexandra, contenta con su respuesta, asintió y la abrazó sobre la manta.
—Y no necesitas aislarte después de un examen tampoco... Victorias o derrotas, te apoyaré en lo que sea.
La artista cerró los ojos y asintió.
—Lo sé... y gracias. Por venir aquí. Y por intentar hacerme razonar, aunque sabes que mi cerebro...
—Dice cosas que no debe.
—Sí.
Alexandra la volvió a mirar.
—Pues si tengo que pasar toda mi vida callando a esos pensamientos, lo haré con gusto. Porque tú no mereces oírlos.
Y al oír esto, por primera vez desde su llegada, Aurora le sonrió.
—Gracias.
La atleta asintió y la volvió a sostener, hasta que el calor la comenzó a sofocar, y ambas decidieron moverse al sofá. Al ver a su mejor amiga de pie, caminando hacia la sala, Giovanni soltó su celular y dejó que su rostro se iluminara. Se levantó y fue el siguiente en abrazarla.
Alexandra decidió darles un tiempo a solas a los amigos, para que charlaran en paz, y se fue a la cocina a prepararles algo que comer. También aprovechó la soledad para respirar hondo y recomponerse.
Todo lo que le había dicho a Aurora era cierto. La amaba y haría lo que fuera necesario para verla feliz. Pero, a la vez, las amenazas de su madre seguían dando vueltas por su mente, envenenando sus pensamientos con su existencia.
Ella sabía que elegir entre sus opciones sería difícil, pero ahora reconocía cuán realmente complicado sería hacerlo.
Porque sus emociones por la artista eran bastante más intensas y profundas de lo que había originalmente concebido. Y la quería demasiado, al punto de perder la razón y considerar arruinar todo su plan de vida para permanecer a su lado.
Pero, ¿de verdad sería capaz de hacerlo? ¿De degollar a su prudencia en nombre del amor? ¿De intercambiar su dedicación por fidelidad? ¿Su ambición por su cariño? ¿O estaría siendo una tonta?
Peor todavía, ¿estaría ella imponiéndole un destino trágico al atreverse a amarla? Porque ahora que Alexandra lo pensaba, aunque escogiera a Aurora por sobre sus deseos y metas, el camino hacia su felicidad no era seguro, y no era estable. Ambas eran chicas. Ambas tenían familias conservadoras. Ambas vivían en una ciudad religiosa y discreta. Su situación no era nada ideal. Y sí, tenían a sus aliados, pero... seguían estando en peligro. Ambas estaban de pie en un campo minado y cualquier paso erróneo podría significar su muerte, no tan sólo metafórica, como real.
La historia y la literatura están llenas de parejas trágicas, cuyos sentimientos no fueron fuertes lo suficiente para librarlas de su triste fin. Orfeo vio a Eurídice desvanecerse mientras salía del inframundo. Francesca de Rímini y Paolo Malatesta fueron atrapados para siempre en una tempestad infernal. Píramo y Tisbe fueron engañados por su propio desespero y murieron por su amor.
¿Serían ella y Aurora condenadas a un destino similar? ¿O podrían vencer a las adversidades, a los mitos de derrota, e ignorar los avisos milenarios de peligro?
¿Qué debía hacer?
Al quedarse con la artista, la estaría condenando a una existencia de temor, recelo, odio gratuito y prejuicios sociales. Al dejarla, le estaría rompiendo el corazón y destrozando de una vez por todas su poca fe en el mundo.
—¿Estás bien? —Giovanni, de pie en la puerta de la cocina, le preguntó.
Sin notarlo, Alexandra había vuelto a llorar. Con apuro ella asintió, se limpió las mejillas y procedió con lo que había ido ahí a hacer: prepararles unos sándwiches.
—Sí... —le contestó al muchacho, con poca convicción—. Lo estoy.
—¿Segura?
—Sí. ¿Me pasas la mantequilla? —Sin mirar a su amigo ella señaló al freezer.
Y él, pese a querer seguir presionándola a hablar, supo que no era el momento adecuado para hacerlo. Así que se calló, hizo lo solicitado, y le entregó el envoltorio plateado.
—Gracias por venir aquí, Alex —fue lo único que se atrevió a comentar, antes de sonreírle con amabilidad y recoger los platos por ella—. Rory te necesitaba.
—Y yo a ella —la atleta afirmó, forzándose a mirarlo—. Y a ti, también.
Giovanni la abrazó de lado.
—Si quieres conversar, sabes que te escucho.
—Lo sé... Pero por ahora... no p-puedo.
—Lo entiendo —él la tranquilizó—. Solo digo que no estás sola, ¿ya?
La rubia asintió.
—Gracias.
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