Uno, dos

Uno

En el silencio de esta oscuridad sin fin, inmersa en la peste de la sal y la sangre seca, apenas soy capaz de recordar la luz de aquellos días. Se desliza por mis pestañas la memoria, sueño entre sueños, como una de las tantas fábulas que mamá narraba para mí sin que le prestase mucha atención. Mi alma, niña dispersa, se desviaba hacia la polilla en la llama de la lámpara. Incluso si desde entonces me declaraba prisionera, por lo menos mis grilletes refulgían, se me permitía contemplar el sol de la mañana a través de la ventana hacia la calle, entre los barrotes. A veces, bajo las hojas castañas del otoño y hacia la luna. 

Antes de caer en este mar monocromático que lo arrastra todo, tan blanco, tan negro, mi vida danzaba entre sombras de radiantes ocres y dorados, a semejanza de mis hebras casi rojas. 

Ciertamente, odiaba a mi padrastro, el alcohólico cuyos gritos asustaban a la bebé de brazos apenas parida por mi madre. Yo me esforzaba por arrullarla en una esquina de madera, escondida y en silencio, con la luz del atardecer sobre mis ojos y mis pies descalzos, húmedos tras el reciente baño. Entonces me hallaba tan triste y horrorizada, sin saber qué hacer. Él la golpeaba con el pretexto de una sopa fría, de un botín extraviado nunca existente, mientras yo fantaseaba con arder cual polilla en los rayos del sol. "Cualquier lugar menos este, cualquier lugar menos este...", me decía, vislumbrando la orilla castaña de aquel barandal, de donde habría de colgar mi cuerpo algún día, si es que el de mamá no lo hacía primero.

Mamá.

Sí, odiaba al hombre con mis entrañas apenas desarrolladas;  mas la incomprensión por el mundo y sus menesteres me impulsaba a, en cambio, concentrar las llamaradas más fuertes de mi odio hacia ella, la del cuerpo sangrante y magullado que aún rota esperaba con ansias su llegada. Recuerdo la figura hecha un ovillo de vendas y bambula, arrumbada junto a la puerta del cuartucho sucio que rentábamos. Era una muñeca vieja. Cuando hablaba sobre partir, la pobre se precipitaba en tormenta veraniega, incapaz de abandonar a su agresor en nombre de aquel despreciable sentimiento llamado "amor", tan ajeno e inútil para una señorita como yo; vanidosa, tan severa y obstinada, incluso bajo el sol. 

Si con mi belleza puedo domeñar

las tierras y las aguas

¿por qué me encuentro aquí, encerrada?

Detestaba el olor de mi hermana; el sudor de quien la amamantaba pegada, su presencia cuando defecaba, y su inservible existencia que simbolizaba a mis ojos la impureza persistente en el cuerpo de una madre fracasada. No, ella nunca fue mía, así como yo nunca fui suya. Aquello era lo que más dolía durante los fríos nocturnos, y en los silencios abnegados que nos corroían mientras él roncaba. Sólo entonces, despojada, miraba la estela de polvo descender junto a la cortina, y medía el alcance de mis alas cual buitre albino, dispuestas a inflamar con tal de conceder el más auténtico de mis deseos: la libertad.

Dos

Y es que, si no se trataba una libertad abrasadora, absoluta, por lo menos anhelaba escapar lejos de aquel infierno reducido que, a pesar de su tamaño, representaba para mí el mundo entero. Por ese entonces, tal vez desde antes sin que lo notase, me había enclaustrado para yacer junto a la cuna durante el día, y ayudar a mamá con su máquina de coser en el caer de las tardes. Era una polilla, sí. Y en medio de aquella vorágine dorada, vino él... cojo, forastero, poco agraciado pero, a pesar de todo, siempre tan amable. Me saludaba por la ventana, camino al correo postal, una o dos veces por semana. Su presencia era la brisa purificadora. Debo confesar que nunca me acostumbré a los extranjeros asiáticos, con todo y la tristeza tan humana en sus ojos. Aquel muchacho se me figuraba una especie de mamífero faldero, con quien me reía más por la incompetencia de su lengua babosa, que por sus palabras sin carisma, esas con las que pretendía cortejarme. 

—Vivo con padre junto a el mar —dijo una mañana—. Espuma blanca recuerda el aguas de allá, de Japón... esas que madre tanto amó. 

—¿Ah sí? —le dije yo con el cabello trenzado, un vestido escurrido de flores, y la otra hija de mamá en mis brazos junto a la ventana como toda una madrecita de casa siendo yo doncella— ¿y cuándo me llevarás?

Recuerdo su risa, el nerviosismo en sus dedos sujetos al pantalón.

—Cuando quiera. Pensé decir... papá, él es enfermo, pero es fuerte y sabe cuidar de él, no creo que dijera no... si en verdad quieres huir de acá... —mi mirada persistente perforaba su corazón en llamas—. Puedes venir a la playa y quedar conmigo. —Con suavidad, apoyó la frente entre las barras de metal. 

Vi su camisa blanca remangada a los codos, sus manos hoscas de marinero extendidas hacia mí, la casi marchita, con ternura. Sólo entonces descubrí que vestía bien; los tirantes que trepaban desde el pantalón hasta sus hombros correosos, la figura delgada y erguida con elegancia, el estilo del cabello sobre la frente, los labios delgados bien perfilados... todos sus rasgos se me figuraban tan juveniles en una esforzada pretensión de madurez. ¿Qué edad poseía? ¿Dos, tres años más que yo? Una chispa refulgió en mis entrañas, removiéndolas. Incapaz de contenerlo, me di la vuelta y pensé tantas, tantas cosas.... la llama, las alas, ¡la libertad! ¡La libertad! Lancé un suspiro caliente, tan vivo en su egoísmo. Abrí mis pétalos, abandoné a la niña sobre su cuna y, en el acto más cruel de mi juventud, corrí para depositar mis labios partidos sobre su frente, sosteniéndole las palmas. Mi mano pequeña junto a la suya se rozaban en el hierro de mi jaula. Con los dedos húmedos, el olor oxidado habría de adherirse a mí. A nosotros. 

—¿En verdad harías eso por mí? —murmuré.

—¡Sí, sí! Podría gustarte, ¡podrías ser mi esposa y viajar en el infinito conmigo, en mi barco!

Yo reí genuinamente fascinada, codiciosa ante su español perfectamente articulado de sopetón. Ser la mujer de un trotamundos japonés de pronto lucía como un sueño disparatado entre mis quimeras de adolescente caprichosa. Y me sentí enorme, poderosa, dueña de un gran barco. Me vi alzada con las alas cual enormes velas sobre los hombros morenos de aquel muchacho quien, en la adoración de sus ojos, imaginaba cumpliría cada deseo proferido por mis labios. Sí, me haría idolatrar por él, y con la belleza de mi cuerpo olvidaría cada atropello a su dignidad cometido por esta lujuria mía ante el cosmos de interminables posibilidades. O al menos aquellas eran mis ambiciones en el sadismo de un espíritu aún infantil.

Fue tanta la obsesión por el sol, por el calor de la arena que, una mañana a solas, sin más, me fugué con él. Acaso miré de reojo la casucha de ventana cerrada, donde soltaba a mi hermana dormida en su cuna, la sombra del mal hombre, y a mi madre hundida años atrás en la tristeza y la desesperación. ¿Qué rostro pondría cuando descubriese mi falta? Con mi sombrero de ala ancha adornado con flores sonrosadas, me di la vuelta sin importar el enorme incendio que dejaba. Muy en el fondo, me regocijaba fantasear en torno al horror de mi ausencia. Tomé la mano de mi futuro esposo, al que apenas conocía, y aspiré una emancipación transitoria durante el viaje en carretera. Él manejaba tan riondo en su auto negro que, incluso, por instantes, me pareció encantador y olvidé su cojera. 

A lo lejos, una hebra de cobre, el aroma de la madera quemada. Mi condena.

Mar tormentoso (1857), de Marcus Larson

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