Siete

Siete

La noticia llegó un mediodía, mientras lavaba la ropa del señor sobre el suelo del baño, hincada y absorta en las burbujas del agua con jabón. Rara vez un alma se asomaba por aquellos lares, por lo que recorrí los pasillos oscuros con cautela en cuanto oí el timbre; incluso me calcé los zapatos, acostumbrada a vivir descalza desde mi llegada, casi en semi desnudez. Cuando abrí la puerta, el color de la arena grisácea en mímesis al cielo, me deslumbró bajo un sol blanquecino. Recuerdo las palabras incomprensibles en el viento, mis cabellos alborotados, y la patrulla estacionada, que es bien conocida por ser anuncio de los peores infortunios. Entonces el horror y la incredulidad eran sólo un fragmento de la repentina tormenta en que veía sumergida mi ánima inacabada. No podía ser verdad, pensé, de forma egoísta, sólo capaz de contemplar la desventura mía. Todo me parecía una ronda grotesca; un caleidoscopio en grises mezclados con tonos fríos; la plática siniestra del oficial que manejaba, mi rodilla que rozaba la pierna huesuda enfundada en un pantalón negro, el perfil del señor Harada en contemplación a un mar infinito.

Para entonces, entre él y yo ya existía un idioma ajeno al resto del mundo, compuesto por gestos, palabras suyas, palabras nuestras, roces distantes y sombras. La calma en su semblante siempre triste me hacía dudar, empero, sobre su entendimiento respecto a la abominable situación. Deseé tomar su mano anémica y entrelazar nuestros dedos, más por hallar un apoyo para mi espíritu desvalido, que con la intención de consolarlo a él, por siempre imperturbable. Retener aquel impulso, desde el pecho, dolía. Pero el desplegar del horror cuando acudimos a la morgue fue, en cambio, insuperable. Durante breves instantes, alcancé a mirar la diestra ensangrentada, una boca abierta con horror, la camisa de cuadros azules que había doblado sobre su cama días antes, hecha trizas. El muchacho estaba muerto; el auto, destrozado tras el impacto.

Sólo entonces me sentí caer en un abismo negro, interminable, incapaz de contener el llanto acompañado por el vómito. El señor Harada me permitió llorar sobre su hombro, ofreciéndome su pañuelo. Con su característica frialdad, dio dos caricias sobre mi cabeza mientras yo gritaba.

A pesar de todo,

era tan cálido.

Sin un sitio a dónde ir, viuda antes de casarme, seguí avergonzada los pasos de aquel hombre gigante que tanto respetaba. Mis tacones y su eco resonaban absurdos en los pasillos de luz parpadeante. Una vez en la calle, me hallaba insegura sobre la dirección que debía tomar. Y volví a llorar. Estaba sola. Había sido humillada por los dioses. Me sentía, incluso, culpable. Izquierda, derecha, ¿dónde? Yo, sin hogar, sin futuro, rota. Pero el señor Harada, que detenía un taxi, sostuvo la marea de mis nervios con la cortesía de una puerta abierta, invitando a casa.

Sí, nuestra casa.




El velorio fue, para mí, el peor de los vértigos. Procuraba distraerme encargada de hacer y repartir café; hasta que llegaban los trabajadores del astillero, desfilando uno a uno. Eran hombres quemados por el blanco sol, a quienes nunca había visto ni saludado en mi penosa vida, pero que aun así me zambutían dentro de la boca, como ganso en engorda, un pésame que yo no sentía. Portaba en mi falda larga un luto que de ninguna manera identificaba como mío. Las reverencias ante los dos o tres amigos japoneses que llegaron, complementaron el absurdo en aquella farsa risible que yo protagonizaba. Muy bien, inclínate, qué japonesa te ves. Qué linda viudita. Sí, incluso entonces, el mundo giraba a mi alrededor. Estaba perdida. Todo aquello estaba mal; mi llanto, mi lástima superior y malagradecida hacia el difunto. Ni siquiera me atrevía a contemplar su fotografía colocada al centro de la corona de flores que yo misma había adornado con torpeza a petición del señor. Si me volvía hacia él, tampoco hallaba lágrimas, y sólo aquello, en medio del caos, me consolaba.

Pero ¿a qué jugaba con semejante hipocresía? ¿Qué demonios hacía tan lejos del cuartucho donde dormía con mi madre?

Aquella noche, todos creyeron que le lloraba a mi prometido. Esto, por lo menos, significó una ventaja para mí en sociedad. Así que fui compadecida por la frialdad de algunos extraños, y del mar. Siempre el mar.




Al mediodía siguiente, no deseaba despertar; incluso si era atormentada por un cadáver entre sueños. Mi destino. El de todos. En cuanto abriese los ojos, tomaría un baño gris, alistaría mis maletas y partiría a donde mis pies vagabundos hallasen su morada, sobre la arena, o acaso lejos de la costa. Y no. No. Yo adoraba las olas, sus murmullos, su vaivén sagrado. Creía haber encontrado mi sitio en aquellos suelos opacos y arenas tristes. Hubiese fungido como sirvienta del señor Harada por siempre, fiel a su voluntad, pero temía molestarlo con mi presencia durante su duelo. En su vida entera, donde yo no encontraba sitio alguno. Después de todo, fallecido el muchacho, no existía lazo que uniera la tibieza de nuestros dedos. Aquello, con certeza, era lo que más me entristecía. La más oscura penumbra.

Con los párpados hinchados, presa del miedo y la melancolía, acudí a la cocina por un vaso de agua. Todos se habían ido, excepto aquel anciano que articulaba perfectamente ambos idiomas; el suyo y el mío. Los dos conversaban en la mesa, con té y una manzana mordida al centro. No pude adivinar de quién era. Me saludaron. Yo respondí, espectro avergonzado de su mera existencia. Caminé hacia la jarra de agua, cuando la voz del extraño me detuvo.

—Señorita —llamó—. Qué bueno verla. Harada-san desea hablar con usted. —Y me ofreció una sonrisa extraña, que fui incapaz de interpretar—. Si no le molesta, por favor, tome asiento.

Me uní a ellos, apenada. Sin saber por qué, esperaba alguna especie de reprimenda; el fin, el adiós definitivo. En otras palabras, mi ruina. No era más que una niña a su lado, después de todo. Tan pequeña. Oí la voz profunda de Harada. Sólo entonces me atreví a apartar mi vista de la manzana que pronto se oxidaba, húmeda, y mirarlo. Extrañaría las líneas de su cuello largo, el mentón perfecto, el cabello negro sobre sus sienes cansadas. Incluso el paisaje azul de los ventanales a sus espaldas.

—El honorable caballero pregunta: ¿cómo se siente ahora?

Sonreí con amargura. ¿En verdad? ¿Esa era su preocupación después de lo ocurrido? Sensibilizada, decidí apartar de mis sentidos el absurdo pues, de alguna forma, él se preocupaba por mí... sí, por mí. 

—Mal —confesé en un hilo de voz—. Quiero decir... abrumada, profundamente agotada.

Expresarlo fue un respiro de invierno en plena canícula. Incluso lancé un suspiro al tiempo que el hombre traducía mis palabras. Los ojos orientales no cesaban de mirarme; por vez primera, el señor comprendía con certeza mis ideas. Nunca dejó de intimidarme. Harada provocaba el desbocamiento de mi corazón; incluso, de pronto conseguía que me preocupase por mis ojeras, por el aliento matutino de mi boca.

—Usted... ¿le quería? —Como pensaba en estas nimiedades, la pregunta me tomó por sorpresa.

—¿Al muchacho? —balbuceé, mi inconsciente ganando tiempo para pensar—. Deseaba conocerlo, sí. Había planeado una vida a su lado.

—¿Tiene un lugar a dónde partir? ¿Familia? ... ¿Planea marcharse?

—No —respondí en un impulso—. N-no planeo molestar al señor ni importunarlo, por supuesto; hoy mismo haré mis maletas. Pero es una realidad que me encuentro a la deriva.

Esperé atenta a las canas del hombre, y a ese lenguaje tan extraño, que mientras más cercano más ajeno se tornaba. Luego vi al señor que asentía, como si ambos conocieran las minucias de un acuerdo antes conversado. El anciano me dedicó aquella sonrisa extraña que, en una segunda oportunidad, pude descifrar como amable y maligna.

—Lo diré en sus palabras, señorita: "Permítame reclamarla como mía".

El intenso rugido del mar abarcó la totalidad de mis sentidos; el resto, en silencio de caverna. Las manos artistas, anchas y huesudas, con sus venas dibujadas como ríos, ofrecieron una nueva sortija. Más imponente, la actitud de refinada masculinidad, sin dejar de expresarse demandante. Anquilosado, mil veces más valioso que el mío a causa de los revestimientos del tiempo, el anillo poseía un zafiro incrustado en su centro; plata, diamante. En su brillo, oí los ecos del mar. El mar, mío, por fin, en su totalidad. Un mar irreverente con los muertos; el mar, que hunde, arrastra y despedaza. Un mar obsceno, que desnuda, posee y engendra con su sal. El mar, el horror ante la oscuridad abisal y sus delicias solitarias; la pasión desesperada, la suciedad de la traición, las tentaciones en el agua... todos mis deseos desbordados.

Ambos me miraron llover, virgen y mártir, villana entre perlas.

—Acepto.

Orilla del mar esmeralda (1878), de Albert Bierstadt

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