Cinco, seis

Cinco

Cuando abrí los ojos, descubrí los suyos sobre mí. Permanecieron tan mansos como antes de sumergirse bajo el agua, a pesar de saberme despierta. Su cuerpo recostado sobre el satín de la cama lucía inmenso, y se desbordaba a medida que yo me hacía pequeña, asustada. Pero ninguno de los dos se movía. La mejilla izquierda reposaba sobre el dorso de su brazo extendido; las puntas de los dedos caían, ligeramente curvas, en mi dirección. Tampoco me tocaba. Vi la superficie de su carne tibia, palpitante. Sentí sed. Bajo la luz amarillenta del mediodía, aquella que anuncia granizo para el atardecer, y que se tiñe verdosa al chocar con las paredes azules; recorrí las arrugas del cuello, el vello tenue asomándose en el hueco de la axila, las concavidades de su torso desmejorado bajo la tela. Desde entonces debí presentirlo. Y lo hice; quizás, incluso, con negada malicia. Era correspondido y, por ende, monstruoso.

Antes de vivir el sueño... un sueño dentro de otro sueño sumergido en la profundidad del mar, anduve sonámbula a su habitación, un espacio prohibido, en penumbras. Descalza, franela en mano, creí al abrir las cortinas, que la telaraña azul que descendía desde el techo, debía ocultar tantos secretos como las miradas de los mártires en sus retratos. Y la cama. Aquella era la más grande en la vivienda. A hurtadillas, primero acaricié la superficie, creyendo dibujar el hueco de su silueta; después, me recosté en ella, sólo por breves instantes; tan suave, tan impregnada de su aroma frío y salino. A pesar del calor, helaba. Cuando desperté, él estaba ahí, el peso apenas perceptible cual fantasma. 

Sentí miedo de su aparición. 

Pudo echarme tan sólo con una mirada hostil; mandarme a mi cuarto castigada como la huésped indeseable que era, o a cocinar para él como durante cada oscuro cenit. Pudo esperar a que despertase sentado en su estudio, pues de igual forma rara vez se movía de ahí. En cambio, me retenía silencioso; acaso con el sonido de las campanillas de viento colgadas en la puerta. Furin. Aquel repiqueteo inocente que anuncia la llegada del verano, despertó con su beso los caudales que resguardaba en mis entrañas. Los sentí revolverse, desbordados y agrestes, ante la mirada renovada, siempre atenta del señor. Apreté las piernas para evitar que se asomasen, horrorizada, avergonzada de que él los descubriese y desease palparlos con sus dedos. Creí que sentir la carne viscosa entre sus yemas sería posible, yaciendo tan cerca.

Entonces el grito de la olla en la lumbre me despertó de la creciente pesadilla.

Como un animal lastimado, me levanté y hui, incapaz de articular tan siquiera una disculpa. Antes de andar descalza por la madera, creí atisbar en el brillo de sus ojos un hilo de desencanto. Solitario.

Aquella tarde almorzamos juntos por primera vez, como si todo y nada hubiese ocurrido. No hacían falta palabras. Sólo nuestra presencia junto al rumor del mar. Una sonrisa cómplice de vez en cuando.

Un nuevo autorretrato triste apareció en su escritorio para el anochecer, al lado de un pequeño cofre de joyas que había estado contemplando entre penumbras.



Seis

"Vamos a pasear" dijo el muchacho un domingo temprano, con la lengua trabada, tras tocar a mi puerta.

Yo me sorprendí, pues no salíamos juntos desde mi llegada. Sin embargo, aquello era mucho más de lo que tenía en casa, por lo que rápido calcé mi vestido naranja, por fin un color ajeno al negro y al blanco, y mis zapatitos de charol. Recuerdo haber ido al acuario, compartir nieve de mango con él, y pasear de regreso a la orilla de un mar en siniestra calma. Su sonrisa entonces me pareció dorada, e incluso podría decir que fui feliz, como no sucedía en años.

—¿Cuándo será que viajaremos en tu barco? ¿Cuándo me llevarás contigo? —dije girando, girando cual muñequita con su falda que ondea al aire.

—Pronto —respondió con su sonrisa siempre amable y ajena, el hoyuelo derecho remarcado. Pensé que sus rasgos debían pertenecer a ella, pues de él no poseía nada; ni un gesto, por mínimo que fuese, al hablar o caminar. Mucho menos la cojera.

—¿Qué tan pronto?

Entonces se detuvo. Me llamó por mi nombre, como rara vez lo hacía, y se arrodilló igual que en las películas. Yo no pensaba, no sentía. Ahí estaban los diamantes, reales y relucientes, ofrecidos por una mano estropeada, tan sincera y enloquecida como yo misma me hallaba la mañana de mi huida. Sin vacilación lo tomé, cual si lo mereciera. Recuerdo las risas, la pureza de su tacto tímido de caballero, incluso si la promesa conllevaba la entrega de mi todo. Yo era su niña dorada, un auténtico tesoro que procuraba cual si fuese a quebrarme ante el mínimo signo de violencia. Siempre fue un buen hombre conmigo, y realmente creo que pudimos ser muy felices... si tan sólo hubiese sabido que yo representaba el infortunio en su vida. Una estrella negra disfrazada de naranja tornasol. Mis intenciones, Dios lo sabe, aunque se pronunciaban egoístas, nunca fueron viles.

Pero durante aquel ocaso, antes de que el mar también decidiera enloquecer, contemplé por primera vez una luciérnaga. Volaba totalmente extraviada, hacia la luna despierta en un cielo rosáceo. Su luz parpadeaba moribunda; no me percaté hasta que el muchacho lo apuntó. ¿En qué mundo vivía, tan ciega? Incluso si andando de regreso me sentía feliz, tras pisar la duela de la casa, una extraña sensación de desasosiego me mantuvo insomne.

Presencia ajena.

Luz que agoniza.

Las puntas de sus dedos

entre joyas.

No era capaz de olvidarle. En la oscuridad.


Anochecer en el Támesis (1880), de John Atkinson Grimshaw

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top