La habitación era un hervidero de deseo, la lluvia golpeaba el ventanal, el ritmo primitivo nos llamaba a la pasión, como la llamada de una estrella que atrae a un planeta hacia su órbita.
Ella se acercó, su piel desnuda brillando con resplandor salvaje, como la luz de una supernova que ilumina el cielo nocturno.
Sus ojos ardían con un fuego que me consumía la piel, como la intensidad de un agujero negro que atrae todo hacia su centro.

Le tomé de la mano y la llevé a un viaje sin retorno, a un abismo de placer y lujuria insostenible, como la caída en un pozo gravitatorio que nos arrastraba hacia el infinito.
Nuestros cuerpos se fundieron en un abrazo feroz, nuestras bocas se encontraron en un beso que nos dejó sin aliento, como la colisión de dos galaxias que se fusionan en una sola.

Mis dedos recorrieron cada centímetro de su piel, dejando un rastro de fuego que le hacían temblar, como la trayectoria de un cometa que deja un rastro de gas y polvo en su paso por el sistema solar.
La sentí contra mí, su calor, su humedad, su sabor, como la sensación de flotar en el espacio, sin gravedad, sin límites.

La lluvia seguía cayendo, pero nosotros estábamos en un mundo propio, un mundo de pasión y furor, duro y suave, como la superficie de un planeta que se forma y se transforma en el curso de millones de años.
Nuestros cuerpos se movían al unísono, un baile salvaje que nos llevaba al límite, como la danza de las estrellas en el universo, que se mueven y se giran en una coreografía celestial.

Era un acto de posesión, de entrega total, un abandono a la realidad que nos consumía, como la fusión de dos estrellas que se convierten en una sola, brillante y poderosa.
En ese momento, nada existía fuera de nosotros, solo el calor de nuestra piel chocándose, el sabor de nuestras bocas, el latido de nuestros corazones, como el ritmo de un universo en expansión, que late y palpita con una energía infinita.

Milo J