⠀⠀𝟐𝟐. ❝ Pataditas, quesos y batallas. ❞
Las hierbas y las flores, testigos silenciosos de la resiliencia del próspero reino Aztya, el único en pie en esas fechas, se alzaban de nuevo, renovando la vida después de los incendios y las masacres que habían asolado la región tras los ataques de guerreros évreanos.
La brisa acariciaba con suavidad el rostro de Jennie, mientras sus vestiduras, rasgadas y ligeramente sucias, ondeaban en una danza armoniosa con el viento fresco del amanecer. Caminaba a través de ese valle exuberante, percibiendo cómo el entorno y su atmósfera le insuflaban una renovada esperanza, una que experimentaba como un constante vaivén en su jornada diaria. Iba y venía, tal cual. No podía despertarse todas las mañanas con el mismo temple, pero lo intentaba diligentemente.
Ataviada con una larga y holgada túnica de seda, con delicados cordones de hilos rojizos colgando de la abertura del cuello donde se alzaban sus clavículas por la esbeltez de su figura, que flotaba en armonía con la brisa susurrante y entre la hierva amarillenta. La suavidad del material contrastaba con la firmeza de los cinturones y correas de cuero que adornaban sus brazos y torso, hábilmente ajustados para mantener remangada la prenda que jamás podría ser de su talla, incluso con el tamaño de su panza de embarazo.
Sus piernas eran abrazadas por las largas calzas tejidas con lana mullida. Las botas fieles que consiguió en los primeros momentos de aquel largo viaje, desgastadas pero resistentes, le ofrecían la firmeza necesaria. Cada surco y sendero parecía conocer la huella de esas botas, testigos mudos de incontables viajes y travesías por el globo terráqueo.
Finalmente, sobre sus hombros todavía descansaba el grueso abrigo de JiHoon, una capa que hablaba de gentileza. La tela cálida y resistente le había brindado una protección adicional contra los caprichos del clima y sus incertidumbres. En su cabeza, una capucha violeta tan oscura como el color de la tinta dentro de sus frascos, como un halo de misterio, que cubría sus hebras blanquecinas. Tal cabello le había crecido, lo suficiente para poder trenzarlo como le gustaba y estaba acostumbrada. Su madre le trenzaba el cabello de cachorra, le recordaba a ella.
La carga en su espalda era una bolsa de cuero desgastado en la que guardaba cada tesoro y herramienta recopilados en su travesía por aquellas montañas. Había cruzado a pie todo Dynes en pleno conflicto bélico, y luego hizo lo mismo con las fronteras de la respetada Aztya. Cada vez más cerca de un lugar seguro.
Y, por la Diosa allá arriba, ¡qué grande estaba su vientre!
Cada noche, acurrucada en cuevas o enormes troncos huecos, miraba al cielo estrellado y se preguntaba con una ansiedad vertiginosa entre la emoción anticipada y la incertidumbre palpitante, si aquella joven alfa que conoció en el mercado había acertado con sus ojos expertos. Tantas patadas dulces y persistentes, no podían ser de un sólo bebé. Entonces, en esas mismas noches, acariciaba el relieve de su estómago con toquecitos de tierno afecto inmaduro, y cada pensamiento, cada gesto, estaba impregnado de un júbilo nervioso que recorría sus venas como una corriente eléctrica. Sus ojos brillaban con la expectativa de conocer a esas pequeñas vidas que estaban a punto de transformar su mundo.
Todo esto... la lucha, el viaje, el hambre y cansancio, el dolor en sus pies y en su espalda, el martirio en su cabeza preocupada y su corazón afligido, la soledad que le rodeaba; era por ellos.
Lunas, ¡iba a ser mamá!
...
Aztya se despliegaba como un espectáculo de asombroso contraste frente al esplendor elegante de Évrea. En este reino, uno que Jennie no había tenido el honor de conocer aún cuando había influenciado tanto en las palabras escritas en su historia, la belleza adoptaba una apariencia más salvaje y misteriosa. El paisaje, en lugar de estar adornado con capas y capas de árboles de cerezo como su antiguo hogar, se encuentraba dominado por robustos y majestuosos árboles de roble, sus ramas entrelazadas formando una bóveda natural que filtraba la luz del sol en patrones fascinantes.
Los bosques de Aztya eran un manto de verdes intensos, asemejándose a un laberinto impenetrable, a una maraña de vida y secretos que se escondían entre las sombras. Las flores exóticas y desconocidas florecían en profusión, pintando el suelo. En los pueblos, sus edificaciones estaban talladas en piedra natural, con formas que se integraban armoniosamente en el paisaje circundante. Los tejados puntiagudos y las torres angulosas se alzaban como testigos de la resistencia del reino contra la suavidad refinada de su contraparte.
Las joyas y el oro se encontraban incrustados en las piedras de los ríos que serpentean por el reino, y las gemas preciosas eran descubiertas en las profundidades de sus cavernas subterráneas. Para los pueblerinos, tales riquezas eran como la hiedra en el piso.
La belleza de Aztya era más intrínseca, arraigada en la tierra misma que la sostiene. No era encontrada en sus habitantes, ni en su cultura e historia o en su ambiente; estaba presente en todos lados con una simpleza exquisita que le otorgaba tal cualidad de ser bella.
Para Jennie, era perfecta.
La noticia del régimen de Lisa llegó a sus oídos el mismo día de su promulgación, ya que la información se extendió rápidamente por todos los reinos. A partir de ese momento, sus descansos se volvieron más cortos, sus conversaciones con extraños menos acogedoras y su cabeza se mantenía más baja.
En lo más profundo de su corazón, no podía ignorar la verdad que se cernía sobre Lisa, a pesar de que su amor por ella era tan antiguo como sus propios recuerdos. En sus ojos y oídos, por todas las historias de batalla que escuchaba en los pueblos que había recorrido, por toda la destrucción y muerte que presenció a su paso; Lisa se transformaba en un ser cuyas crueldades resonaban como ecos tenebrosos en los pasillos de su mente. La recordaba como un monstruo, en gran parte. Muchas de sus acciones, desde siempre, eran cuestionables ante su moral y ante la de muchos otros.
Parecía que ahora había extendido sus límites a lugares tan horripilantes que ella no era siquiera capaz de imaginar. El mundo estaba ardiendo junto al dolor de la alfa, y no podía evitar cargar con la culpa de eso en sus hombros.
Cada paso en su huida, aunque liberador en muchos sentidos, estaba marcado por el lamento silencioso de lo que Lisa se estaba convirtiendo. La seguridad de la distancia no disminuía el dolor de saber que, aunque se había liberado física y espiritualmente, su conexión emocional con la alfa aún persistía.
Jennie la había amado toda su vida. No conocía la forma de no hacerlo. Hasta ahora, había decidido detenerse, huir de ese amor y de esa forma de existencia. ¿Pero cómo podía huir también de su corazón, cuando lo llevaba consigo a todas partes?
No podía evitar sentir también tristeza al pensar en el sufrimiento que había experimentado Lisa durante su huida. La conocía bien, y era por ello que podía descifrar que todo lo que había hecho no era más que furia, dolor y abandono. En los momentos más silenciosos, la dulce voz de Jihyo resonaba en su cabeza:
"Ve y tranquilízala, cariño. Te lo ruego. Lisa, mi cachorra, ahora mismo sólo te ve y te escucha a ti."
Y ahora, Lisa ya no podía verle ni escucharle.
Sentía alguna clase de remordimiento, pero luego, aquella sensación se desvanecía al presenciar los bosques incendiados, la sangre en el barro, y los estandartes en cenizas tirados por allí. Ella, al moverse por las sombras como un fantasma, transitaba por las zonas que los pueblerinos jamás visitarían y que los guerreros dejaban atrás luego de luchar, por lo que veía toda clase de atrocidades olvidadas junto a la guerra.
Y ahora, presenciando la hermosura sencilla de Aztya, decidió que, desde ahora en adelante, su única preocupación serían las pataditas en su enorme barriga.
Envuelta en su capucha violeta, avanzó por el pueblo más austral del reino. Las personas vivían bajo la tensión de la batalla; podía percibirlo en el aire turbio y afligido. A pesar de esas preocupaciones, el pequeño mercado se alzaba con orgullo, rebosante de recursos. Por doquier, se encontraban campamentos para los heridos de la guerra; curanderos se movían de un lado a otro en busca de provisiones, las familias acompañaban a algunos soldados tendidos en las tiendas, y comida y agua eran distribuidas gratuitamente para todos. Se estaban reconstruyendo algunos edificios afectados por los piedrazos de las catapultas, mientras los árboles quemados eran trasladados por carretillas y algunos individuos viajaban a los bosques para plantar más.
Aztya era bien cuidada por sus habitantes.
En medio del acogedor ambiente, Jennie se movió por los puestos del mercado buscando algo que comer y un sitio donde descansar. Había caminado toda la noche y sus hinchados tobillos ya no daban abasto al peso de su cuerpo. Aunque estaba delgada por la falta de comida, su vientre era increíblemente grande y por ende muy pesado. Su columna, que empujaba su piel con los huesos notorios, a veces se sentía quebrar. Le volvía lento, y no era precisamente lo que necesitaba en ese momento.
—A ver, cachorros... Mamá se sentará sólo un segundo —murmuró para sí misma con ternura palpable en sus palabras, mientras se quitaba la capucha de la cabeza y se sentaba con dificultad, casi a ciegas, en una zona cubierta de césped. Parecía ser una plaza. Entre sus manos, su cena: dos panes dulces, un trozo de queso y un poco de agua. Aunque extrañaba la comida de sus antojos del restaurante de la señora Haesun, el alimento en general siempre era bien recibido y digno de un momento de alegría. En cuanto dio el primer mordisco, una brusca patada en su costado lo hizo retorcerse sobre el pasto, soltando risas—. Pequeños revoltosos... Por favor, quédense quietos sólo un momento, uno diminuto. Debemos recuperar energías antes de seguir.
No le hicieron caso. Jamás lo hacían. No le permitían dormir mucho, ni caminar por demasiadas horas, o siquiera aguantarse las ganas de orinar. En esencia, tomaban las decisiones allí. ¿Y qué podía hacer al respecto? Ya los adoraba, sin conocerlos del todo. Enfadarse no era una opción, así que sólo se reía y acariciaba su estómago, recordándoles que estaba allí, que los escuchaba y atendía. Que los estaba esperando.
Mientras Jennie saboreaba cada bocado de su cena improvisada en la tranquila plaza, el bullicio de los pueblerinos que la rodeaban se mezclaban con el suave crepitar de la hierba bajo ellos. Gente normal, con una vida normal. El mundo era hermoso.
Sin embargo, el ambiente alegre se desvaneció abruptamente cuando, de repente, una sucesión de patadas intensas en su vientre le arrancó un gemido doloroso.
—¡Hey! Chicos... —En un principio, se echó a reír dulcemente. Dejó de masticar y llevó ambas manos a acariciar su barriga, inclinándose hacia adelante hasta poder abrazar a aquella burbuja inquieta y enérgica que cargaba a todos lados. Pero las patadas no bajaron de intensidad, lo que, por supuesto, le espantó—. O-Oigan, ¿qué sucede? Bebés, quietos.. por favor..
La ternura que había experimentado momentos antes se desvaneció en una contracción dolorosa que le dejó paralizada por un momento. El pánico se apoderó de ella, porque aunque sabía que faltaban al menos veinte amaneceres para que llegara el momento del parto, su mente, generalmente lúcida, se volvió un torbellino de ansiedad mientras intentaba procesar la realidad inminente.
¿Iba a dar a luz ahí?
Estaba allí, sin un plan definido para ese momento crucial, y se sintió atrapada entre el desconcierto y la urgencia. El objetivo de llegar al otro extremo de Aztya parecía más lejano y urgente que nunca.
El tiempo, como si se hubiera acelerado, se estiraba ante la omega, y la incertidumbre del futuro pesaba sobre sus hombros. Cada patada en su vientre resonaba como un recordatorio implacable de que el reloj biológico avanzaba sin piedad. Jennie se aferró a la esperanza de llegar a un lugar seguro antes de que la situación empeorara, tratando de ponerse de pie con todos sus esfuerzos en ello. El dolor comenzaba a desesperarla, y algunas lágrimas se acumularon en los extremos de sus ojos. Dolía, dolía mucho.
El sentimiento de vulnerabilidad comenzó a abarcarla como hace rato no lo hacía. En todo su viaje, había enfrentado cada dificultad de forma que ahora estaba orgullosa de la omega en que se había convertido. Pero, ¿parir ahí? Si no era un bebé, ¿cuántos eran?
Al borde del colapso, estuvo a punto de llamar ayuda a la gente alrededor cuando las notas discordantes de trompetas y tambores resonaron a lo largo del campamento, cortando la calma de la mañana como un grito estridente.
El sonido, más que una melodía, era una advertencia que helaba la sangre. En el aire resonaba la urgencia, la cruel llamada a la batalla que estremecía incluso a los árboles sobrevivientes circundantes.
Los pequeños campamentos, antes refugio de los heridos y sus cuidadores, se transformaron en un caos inmediato. Las tiendas ondeaban en el aire, agitadas por la frenética actividad de aquellos que, heridos o no, se levantaban con determinación para pelear contra el ejército de Évrea que invadía la zona.
Jennie, con su vientre adolorido, se vio envuelta en la repentina agitación. El pánico la impulsó a buscar refugio, pero su corazón latía al ritmo acelerado de la guerra que se desataba a su alrededor. El amanecer, una vez sereno, se transformó en un escenario de desorden y temor.
Soldados, algunos más heridos que otros, se levantaron con valentía, cada uno llevando consigo las cicatrices visibles e invisibles de batallas pasadas. Las filas se formaron en medio del estruendo, los ojos reflejando la determinación de defender lo que quedaba de su refugio temporal.
Las espadas relucían como estrellas lejanas, los arcos se tensaban con un silbido sutil y las lanzas se alzaban en anticipación. La confrontación inminente se reflejaba en la tensión del aire, mientras el ejército évreano avanzaba como una sombra amenazante.
Sintiendo la urgencia del momento, Jennie se encontró atrapada en el epicentro de la confrontación, incapaz de evitar la marea de la guerra que se desataba a su alrededor. Las personas corrían con niños y mascotas, desesperadas a sus costados. Gritos y aromas agrios envolvieron la plaza donde estaba. Aunque su cuerpo llevaba la carga de su propio conflicto interno, la realidad de la batalla la envolvía como un recordatorio cruel de que, en aquel instante, la lucha por la supervivencia superaba todas las demás preocupaciones. Tenía que salir de ahí, aunque su útero se desgarrara en el intento de moverse.
Cubrió su boca con la palma mientras la otra sostenía su barriga adolorida, ahogando los gritos de dolor que rasgaron su garganta al comenzar a caminar lo más rápido que podía.
Por favor, hijos. Mis cachorros, ayuden a mamá. ¡Quédense quietos!
El sol comenzaba a iluminar el horizonte en su totalidad cuando el teniente WonHo, montado en un caballo albino imponente, lideró a sus tropas a través de las fronteras de Aztya por orden directa de la reina Lisa de Évrea. El retumbar de los cascos resonaba en la tierra.
WonHo, con la mirada fija en los hombres y mujeres que se preparaban para defender su tierra, alzó la mano para detener la marcha de sus tropas. Desde lo alto de su caballo, pronunció un discurso breve pero contundente.
—¡Gente de Aztya! Escúchenme con atención. —Resonó su voz en la mañana clara—. Por decreto de la reina Lisa, Évrea ha llegado a sus fronteras. Esta tierra ahora está bajo su dominio. Cualquier resistencia sólo prolongará el inevitable cambio.
La mirada del imponente y fornido Alfa recorrió el campamento, evaluando la reacción de aquellos que se enfrentarían a la conquista.
—No busco derramamiento de sangre innecesario —Un atisbo de misericordia destellaba en sus ojos, junto a una expresión en sus facciones tensas que demostraba cierto agotamiento de los horrores de la batalla—. Acepten la realidad de su nueva señora, y la transición será menos dolorosa. La obediencia es la senda a la supervivencia. ¡La reina Lisa llegará en unos días a proclamar estas tierras oficialmente!
Con estas palabras, WonHo, con sus cabellos rubios tan rubios que se transparentaban con la luz cálida del sol a sus espaldas, hizo una pausa, dejando que la gravedad de la situación impregnara el aire.
—Les ofrezco la oportunidad de rendirse. La elección está en sus manos.
La respuesta de los habitantes resonaría no sólo en la plaza o en los campamentos, sino en el futuro incierto que se desplegaba ante ellos.
Segundos después, Jennie escuchó los gritos de batalla honorables de todos aquellos aztyanos, y comprendió su decisión de pelear. Después de todo, un corazón no conquistado y resistente prefiere morir de pie que vivir de rodillas.
Se refugió tras la pila de troncos de robles quemados, tan oscuros como el hollín. Cubrió su cabeza con la capucha, sólo así sintiéndose segura. Y sentada en la tierra húmeda, su cuerpo en un ovillo tembloroso, luchó por mantener sus latidos a raya y no estimular todavía más a sus cachorros con su propio temor.
Los terribles sonidos de guerra llenaron el campamento, y luego de su auge, de pronto todo quedó en silencio.
La frontera de Atzya habia caído. Évrea avanzaba un paso más.
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