⠀⠀𝟏𝟗. ❛❛ Sangre joven y roja. ❜❜
Valerse por sí misma era algo... nuevo.
Habían pasado meses desde que cruzó el primer pueblo de Dynes. Caminó por muchos otros más, hasta detenerse en uno cerca de la costa. Fue cuando su lobo estaba lo suficientemente débil como para continuar transmutando, cuando sus pies y espalda dolían por la larga caminata y la profunda desesperación de estar jugando contra el tiempo cuando notó cómo su vientre se alzaba poco a poco.
Tuvo que detenerse en aquel humilde pueblo repleto de campesinos que dedicaban su vida a la pesca y cría de cangrejos y moluscos. Había estado maravillada por la dura vida que llevaban, y recuerda haber estado todo un día mirando el mar, sentada en la playa sobre la arena mientras acariciaba su vientre y le contaba en suaves susurros a su cachorro historias que su madre solía contarle de pequeña.
Jennie se vio obligada a tomar un descanso. En aquel pueblo las cosas parecían estar más tranquilas respecto a la guerra que amenazaba a los cuatro reinos. Así que, decidió quedarse allí por unos días.
Consiguió trabajo de camarera en un puesto de comida bastante rústico, donde la jefa, una anciana Omega llamada Haesun, mantenía a los pescadores bien alimentados y contentos. Servían sopas de mariscos, bebidas alcohólicas caseras, postres de leche, y pescado asado. Aunque la señora se mantuvo arisca con la individua desconocida que representaba Jennie para ella, una vez que vio todas las sonrisas que sacaba la Omega al atender a los clientes con su carisma y dulzura natural las cosas comenzaron a ir más cómodamente.
Como sueldo recibía dos monedas de plata por semana. Usaba uno de los diminutos cuartos de la humilde casa de barro y ladrillos de la señora Haesun y se alimentaba con la comida del restaurante. Usaba el baño público del pueblo y mantenía todo limpio y ordenado en casa de la agradable anciana, ayudando en toda labor que pudiera como agradecimiento por la amabilidad de ella.
Jennie estaba tranquila. Era muy pronto para decir que se encontraba feliz, pues las pesadillas y todos sus pesares no le permitían dormir toda la noche. A veces lloraba mientras lavaba los trastes, o mientras colgaba la ropa. Pero el resto del día se mantenía ocupada en llevar platos de aquí para allá, de escuchar las divertidas anécdotas de los pescadores, de ayudar a los más ancianos a sentarse y a levantarse, y de apoyar a la señora Haesun en la cocina mientras ella le daba consejos y le felicitaba por su habilidad con la sazón.
Así pasaron quizá meses, no lo sabía con exactitud. Sólo que su vientre ya estaba del porte de una dulce y fresca calabaza. A la señora Haesun le indignaba que continuara trabajando tan duro, le mandaba a sentarse y le quitaba las cosas de las manos cuando le pillaba haciendo alguna labor doméstica. Últimamente le llenaba más el plato de comida, y los clientes del restaurante le compraban postres como lindo gesto. Aunque no tuviera antojos aún, le gustaba ser consentida.
Lo único horrible de su situación actual eran los vómitos, en las mañanas y tardes. Había descubierto cuánto odiaba vomitar. Así que la señora Haesun debía sobarle la espalda y amarrarle el cabello blanco en una coleta desprolija cuando se arrodillaba en el césped a vaciar su estómago.
Por supuesto que ella le había hecho preguntas. Jennie usó la misma historia que le contó a Franchesco y a JiHoon; tenía problemas con su Alfa. Y respecto a su cabello blanco e iris grises, se explicaban por sí solas, pues trataba de su lobo deprimido debido al lazo roto. La mordida en su cuello se había teñido de un triste azul, por lo que todos en el pueblo sabían que había sido marcada y abandonada.
Debería estar muerta, lo que era más intrigante. Normalmente, el Omega moría de tristeza al terminar con su Alfa. Era inexplicable cómo es que Jennie se mantenía saludable y tenía el vientre tan firme y redondo. Por esa y más razones es que eran tan popular entre los pueblerinos.
Cuando el clima frío disminuyó y las hojas de los árboles recobraron vida, y su vientre estaba más y más grande, Jennie tuvo que decir adiós una nueva vez.
No tuvo el valor de despedirse en persona. La señora Haesun había sido como una madre para ella, a pesar de lo cascarrabias que solía comportarse. Por lo que Jennie le escribió una extensa y cursi carta donde le agradecía enormemente por todo, sin explicarle más ni decirle a dónde iba pues era peligroso dejar más rastro en aquel pueblo. Aún así, dejó parte de su corazón en esas tres hojas.
Salió de aquella casa una tarde fresca, con las ropas que ella le había comprado en el mercado y el abrigo que todavía conservaba de JiHoon. Sus pocas pertenencias en una bolsa de cuero que cruzó por su pecho, y sus botas dejando marcas en el barro. Se despidió del restaurante con una triste sonrisa, guardando el aroma a pimienta y marisco en lo más profundo de su consciencia.
Caminó por un par de días, hasta llegar al siguiente pueblo. El viento se sentía tibio, la tierra suave y los árboles amigables. Pensó en muchas cosas. En sus amigos, en su infancia, en sus padres, en Lisa. En sus errores y en sus penas. En su cachorro que crecía saludablemente en su vientre, quien era su razón de vivir. No lloró, no tenía razón para hacerlo más.
Al llegar al mercado del nuevo pueblo, usó la capucha del abrigo para cubrir su cabello y evitar llamar la atención. Observó las artesanías con alegría mientras masticaba un emparedado de pollo y verduras que le compró a un señor Beta. Se detuvo frente a un puesto repleto de juguetes hechos a mano, donde una joven Alfa se mostraba bastante entretenida tejiendo el cabello de una muñeca.
Observó cada juguete con los ojos brillando en anhelo. No estaba muy informado respecto a lo que su bebé necesitaría cuando naciera, pero sí sabía que lo básico era que tuviera una cuna cálida y firme, con mantas suaves y mullidas, ropita abrigadora y unos cuantos juguetes para divertirse. Incluso ella de pequeña tuvo miles de esos, así que su cachorrito también debía tener muchos.
Con eso en mente y decidido a comprar uno, Jennie se acercó al puesto reverenciando a la joven Alfa.
—Buenos días... —Saludó cordialmente, reincorporándose y exhalando un suave suspiro. Era temprano, la mañana estaba preciosa con el sol radiante y el clima bastante fresco.
La chica subió la mirada al haber captado su atención, y de inmediato dejó el tejido en sus manos sobre el mesón. Levantándose con prisa y reverenciándole repetidas veces. Jennie sonrió al ver lo educada que era.
—Oh... sí, dígame —su voz era suave.
Jennie se tomó un par de segundos para apreciar a cada juguete. Hasta que una muñequita en especial llamó su atención. Era de trapo y botones, con su cabello rojo y grandes ojos amarillos. La tez clara y un bonito vestido de lunares, junto a una sonrisa bordada.
Tocó su vientre por sobre el abrigo, acariciando con la palma abierta en delicados círculos.
—¿Te gustaría esa, mi amor? ¿Mh? Es muy bonita, ¿no es así? —susurró, aquellas dulces palabras deslizándose de sus labios en casi imperceptibles siseos. Observó a la muchacha, y le sonrió con cortesía. Ella le miraba atenta—. Quisiera esa, por favor.
La chica asintió, recogiendo su largo cabello negro en una rápida coleta con una cinta que aguardaba en su muñeca. Se apresuró en voltear hacia todos los juguetes acomodados en fila y columnas, y agarró a la muñequita con el vestido de lunares. Luego, se detuvo un momento a analizar a la joven de capucha y amables ojos grises, y no se resistió en comentar, con ternura:
—Ow, ¿es para su cachorro?
Jennie se sorprendió, sin esperar entablar aquella conversación. Aunque ya estaba acostumbrada por su entrenamiento con los clientes en el restaurante, todavía le costaba trabajo reaccionar cuando le hablaban. Era.. tímida.
—A-Así es... —carraspeó, avergonzada por su comportamiento. Era una joven, de seguro no tenía más de veinte años. ¿Cómo podía estar tan nerviosa? Exhaló con suavidad, manteniendo una sonrisa—. Sí, es para mi bebé. Recién estoy comenzando a comprarle cosas...
Ella rio, conmovida.
—Madre primeriza. Qué ternura —dejó a la muñequita sobre el mesón, tomando una delgada hoja teñida de un peculiar color crema, con la cual envolvió al preciado objeto—. Son.. dos monedas de bronce —Jennie asintió, buscando en su bolso dichas monedas. Sin embargo, la chica lucía inquieta. Y de pronto, musitó, con timidez—. ¿Me permite...? Tengo muchos hermanos, adoro a los bebés.
En un principio, Jennie no entendía a lo que se refería. Hasta que la vio alzar la mano, sus ojos castaños irradiando ternura hacia su hinchado vientre que levantaba un poco la tela gruesa del abrigo.
—Oh... —¿Y por qué no? Merecen amor de todos. Terminó por asentir, contenta y orgullosa—. Claro, adelante.
Sus hijos no eran algo de lo que debiese avergonzarse. Ni temer que los vean, u ocultarlos. Día a día luchaba contra el sentimiento que Lisa había plantado a ella. El mundo no era su enemigo, la Alfa sí. Debía dejar de tenerle miedo a todo.
Con emoción, la joven Alfa extendió su palma enfundada en un guante de lana, y acarició con sumo cuidado el vientre de Jennie. Está rio por las cosquillas.
—Mh... —frunció su ceño, y de pronto sonrió con euforia—. Dirá cachorros, en plural.
—¿Disculpa? —cuestionó Jennie cuando ella se alejó, sus cejas arrugadas.
—Su vientre es bastante grande... y por la forma redonda, ¡apuesto a que son más de uno! —de forma campesina y siseando graciosamente cada palabra, agarró otras cuatro muñecas de la estantería, al azar—. Tenga. Confíe en mí, estuve en todos los nacimientos de mis siete hermanos, así que sé de lo que hablo. ¡Usted tendrá una hermosa y grande familia!
Jennie ni siquiera pudo decirle algo al respecto cuando ella envolvió a las demás muñecas y las metió a todas en una bolsa de género, tendiéndosela con una radiante y orgullosa sonrisa.
—Gracias... —Atontada, recibió la bolsa. Ella le aceptó el precio de sólo una, alegando que le estaba regalando el resto. Que sería difícil criar a tantos cachorros y que necesitaría muchos juguetes. Con torpeza, pudo negarse cuando quiso regalarle unos caballitos en miniatura de madera—. De verdad, muchas gracias... es-estaré bien con ellas cinco, no te preocupes de más, ¿sí?
Era imposible. No le creyó a la chica, más agradeció sus regalos. Con una sonrisa y un leve rubor de vergüenza, amarró el extremo de la bolsa de género a la correa de su bolso. Como tenía que seguir caminando, no deseaba que se le cayera por ningún motivo.
Estaba por despedirse, cuando ella le detuvo tomándole del antebrazo.
—Oh, y joven... si está de paso, le aconsejo irse del pueblo antes del anochecer. Corre el rumor de que el grupo "Sangre Roja" tendrá una asamblea en la plaza —Hizo una mueca al susurrar aquel nombre, mirando hacia los lados de la calle del mercado como si esperara que alguien los estuviese espiando.
No sabría explicarlo, pero Jennie sintió un vuelco en su corazón.
—¿El grupo qué...? ¿Quiénes son? ¿Son peligrosos? —Instintivamente abrazó su vientre redondo, protegiendo a su bebé. Su lobo también se alteró, sus gruñidos vibrando en su garganta.
La chica le tranquilizó con un suave gesto, y le indicó que se acercara para poder murmurarle bajito:
—No, de hecho.. deberían ser más seguros que los guardias del castillo. Están rebelándose contra el régimen de la reina Lalisa Manoban —Ante eso, Jennie ensanchó sus ojos. Tensándose y reafirmando el abrazo en su vientre—. Se oponen a la guerra y crean emboscadas a los soldados de Évrea. Ya sabe, podría tener problemas si los guardias vienen... le interrogarán y todo eso. Por su seguridad, debería irse.
Una vez se alejaron, el rostro de Jennie yacía pálido y sus hombros rígidos. No deseaba tener nada que ver con la guerra. Sabía que debía apresurarse y cruzar a Aztya antes de que la batalla estallara, no quería estar cerca del peligro.
—Claro. Muchas gracias, querida —Le sonrió, realmente agradecida. Era una muchacha muy linda y carismática, y se encontró deseando en silencio poder criar a una persona tan educada y amable como ella.
—Oh, ¡BaeJin! —chilló su nombre, contenta—. Song BaeJin, ¡fue un placer...! ¿Cuál es su nombre, joven?
Jennie dudó. En el anterior pueblo, no mencionó su nombre. La señora Haesun le decía "niña de ojos grises", y los clientes le llamaban "la Omega de cabello blanco". Prefería tener sospechas sobre su identidad a que andar ventilando que se llamaba Jennie. Sin embargo, ahora que sabía que la gente comenzaba a rebelarse contra el conflicto bélico que Lisa desató, necesitaba protegerse de otra forma.
Una idea cruzó su mente, y volvió a elevar ambas comisuras.
—Kim. Kim Eun-Ji.
Ya no más Manoban. Usaría el apellido de su querido TaeHyung. Se sentía segura con él.
Tendría una nueva identidad. Su cachorro merecía una madre sana y libre de cualquier crimen o culpa. Manoban Jennie tenía demasiados pesares, por lo que tendría que ser olvidada en esta nueva vida que estaba cultivando con tanto esfuerzo y amor.
La joven Alfa, BaeJin, ajena a todo, sólo ensanchó su sonrisa y le reverenció. -Ha sido un placer, joven Kim. ¡Cuídese mucho y a sus bebés!
Jennie asintió, sintiéndose bastante bien con su pequeña mentira. La reverenció de vuelta y se alejó por el mercado, resoplando incrédula al recordar los argumentos de aquella chica.
—Bebé. Sólo es uno. —Murmuró, bajando la vista hacia su querido vientre. Lo acarició, como ya le era costumbre. Su actividad favorita—. Sólo es uno.. ¿verdad, amor? Eres tú nada más.
Porque, ¿cómo podría criar ella a más de un cachorro? Pff, qué divertido.
Lisa había odiado muchas cosas a lo largo de su vida. La sopa de calabaza, los días calurosos, las sequías, a sus padres, a su puesto de reina, el licor dulce, a la gente del pueblo, a sí misma. Sin embargo, lo que le ganaba a todas esas cosas, el puesto número uno en la montaña de emociones negativas que albergaba en su pecho; las pesadillas.
Pesadillas que le perseguían tanto en la noche como en el día. Escenas que se repetían sin fin, sin abandonarle hasta haberla jodido a profundidad. Que calaban en su alma. Sentía que aquellos malos sueños eran sus verdugos, cazándole sin descanso hasta tenerlo tendido en el piso con una afilada daga atravesando su garganta.
Pesadillas que le quitaban el sueño, el descanso, el consuelo, la esperanza. Que no le permitían cerrar los ojos.
Esa noche, semanas después del incidente que reavivó su apetito de sangre y que mantenía a su lobo imposible de tratar, había soñado con sus padres. Soñó con esa noche. La noche en que obtuvo el primer espejo real frente a su rostro ensangrentado, cuando se conoció a sí misma por primera vez.
"Mami... y-yo no... no quería hacerlo, n-no sé cómo p-pasó e... est-... ¡perdóname!"
"¡Mamá, tengo miedo! ¡Ayúdame, mami!"
"¿Por qué me está pasando esto, mamá? M-Me asusta..."
Mientras caminaba por los desolados pasillos de su enorme palacio, apretó sus ojos cansados e irritados por el recuerdo de su propia voz infantil y llorosa retumbando en su ajetreada cabeza.
La mañana estaba nublada y fría, carente de luz. Llevaba despierta desde que se puso el sol, y no había conseguido ni un poco de tranquilidad en todas esas horas. Por suerte, el lugar estaba completamente vacío. Había ordenado que todos se fueran de vuelta al pueblo, por su seguridad. No debía matar a más personas, aunque quería. Sabía que debía luchar un poco más con aquel impulso.
Las ojeras bajo sus ojos no quisieron abandonarle. Tenía los labios resecos, la piel agrietada, el cabello sucio y los lagrimales irritados. Había llorado y gritado tanto, que su garganta ardía. Sentía que no le quedaban más lágrimas, así que; no entendía cómo es que seguía derramándolas. No se había cambiado de ropa desde hace días, y las prendas rasgadas y sucias colgaban de su cuerpo fornido sin gracia alguna. La bata continuaba abierta en su torso, helándole el torso y haciendo arder las marcas de rasguños y moretones frescos.
No había nada más cansador que luchar contra sí misma.
Caminaba como un alma perdida. Sus rodillas no tenían fuerzas, así que se tambaleaba. Con suerte logró bajar las interminables escaleras hacia el salón real sin matarse de un golpe en la cabeza. Una vez estuvo en la cocina, tropezó con toda la vajilla posible lastimándose los pies con los pedazos afilados tirados en el piso. Dejó un rastro de sangre carmín hacia la bodega, y salió de allí con dos botellas del licor más añejo que encontró. Sonrió sin gracia al notar que era el preferido de su padre.
Sus pies ensangrentados continuaron manchando el piso por todos los pasillos que deambuló, bebiendo el contenido de ambas botellas en amargos tragos. Quería olvidar. Necesitaba olvidar la dulce sonrisa en las adorables mejillas de aquella cachorra que conoció de niña, quien se robó su alma y corazón, a quien le prometió tantas cosas... y no había cumplido ni una sola.
La odiaba. Odiaba a Jennie. Odiaba su risa especial y derrochante en miel. Sus pequeños ojos brillosos que contaban hermosos poemas de amor hacia su persona. Sus labios pomposos y perfectos como la más fresca cosecha de cerezas. Su piel tersa y salpicada en diminutas pecas que ni ella sabía que existían, y odiaba todavía más el hecho de haberlas contado todas y cada una mientras su Omega dormía entre sus brazos luego de haberle hecho el amor con tanto ímpetu y pasión, deseando que con aquel íntimo acto Jennie fuera suya un poco más. Odiaba sus caderas estrechas y sus suaves danzas en su regazo. La expresión casi prohibida que tenía al alcanzar la cúspide del placer, esa cara iluminada que le enamoraba. Su preciosa sonrisa de cachorra en cada uno de los bailes que tuvieron juntas, cómo bufaba pequeñas risas cuando le daba vueltas o la alzaba en el aire. Odiaba el tacto de sus manos cuando estas se sujetaban en situaciones difíciles; al subir al altar de niñas, cuando les coronaron, al anudarle, incluso cuando paseaban por los jardines contándose historias y correteándose.
Irónico fue cuando su borrachera le mostró que todos esos recuerdos eran lejanos. Y que la causa principal del veneno en sus entrañas era que la única expresión que había recibido de Jennie los últimos años era de dolor y terror, de profunda tristeza, de malestar agonizante. Todas las cosas que le había gritado en sus discusiones, el llanto que le abordaba cuando le tomaba, sus quejidos al ser golpeada y castigada, el labio inferior temblándole de rabia y miedo cada vez que le veía entrar al cuarto.
Tú me hiciste hacerlo. Tú nos llevaste a esto. Nadie más que tú. Le echó la culpa una vez más, en silencio.
Creía con intensidad en eso. Para Lisa, Jennie siempre sería la culpable, la rebelde, la soberbia. Que se negaba a pertenecerle, a permanecer a su lado, a amarle como era debido, a aceptar todo lo que quería darle. Siempre y para toda la eternidad, el escenario actual sería culpa de Jennie.
La Omega le empujó a hundir sus frustraciones, y su pena, en todos los individuos que poseyó en su Harem cuando no pudo hacerlo en ella. Le obligó a engendrar hijos en otros vientres cuando se negaba a darle herederos. A golpearle hasta dejarle inconsciente, porque era la única manera en que le obedecía. Así, cuando despertaba, era un Jennie más manso y moldeable, y peleaban menos. Le hizo encerrarla en aquel cuarto, porque insistía en huir y alejarse. Le pidió en silencio ser lastimada al sonreírle a otras personas, al intentar compartir su ternura y luz con seres que no la necesitaban tanto como Lisa. Le obligó a tomar lo que no quería darle.
Aún cuando su pena se transformaba en odio, como siempre que sus sentimientos le superaban, Lisa se vio a sí misma entrando a los aposentos de su Jennie.
No quiso hacerlo durante todo ese tiempo. No podía. Ella, la majestuosa reina Manoban, la poderosa y sanguinaria Alfa; tenía miedo. Sufría de terror por su propio corazón. Aunque sabía que este siempre estuvo quebradizo, temía que terminara de partirse a la mitad. No quería lastimar a Jennie, no de esa forma. Su parte humana debía estar presente, o haría algo que lograría derrotarla. Y ella se había jurado a sí misma jamás volver a perder contra su lobo.
Sin embargo, junto a la borrachera y el estado deplorable en el que se encontraba, entró.
Todo estaba tal cual lo habían dejado esa noche. La ligera y débil luz de la mañana entraba por los ventanales, las cortinas abiertas. Su sangre junto a la de Jennie seguía presente en la alfombra donde le habían golpeado con el candelabro, las partes de este esparcidas por el suelo. Vio las pertenencias que Jennie planeaba llevarse, todavía escondidas bajo la cama. También los cuadros que había pintado, todas sus pinturas y joyas, los pinceles que sus dedos tocaron. Sus ropas, su maquillaje, su peine. Tomó este último entre sus manos temblorosas, sonriendo nostálgica al notar que conservaba cabellos castaños de su pequeño amor. Arrancó uno con sumo cuidado y lo enroscó en su índice, simplemente dejándolo allí. Luego, por sí sola caminó hasta las puertas del balcón cerradas, dejándose caer sentado y apoyado en el frío cristal.
Cayó rendida en el piso, sus extremidades sosas y la expresión mareada y nauseabunda. Las botellas yacían vacías en sus manos, al soltarlas permitió que rodaran por la fina madera. Sorbió la nariz, cerrando sus ojos y permitiéndose captar el casi inexistente rastro de las feromonas de Jennie impregnadas en todas sus cosas.
—Te necesito tanto... —Se escuchó decir a sí misma, tan ronca y rasposa que su garganta dolió. Tenía la vista nublosa, y de pronto aquellas manchas de colores tomaron forma de una pequeña niña que recordaba a la perfección. Su pequeño amor, de cachorra. No se detuvo a pensar en lo lejos que llegaba su mente enfermiza, sino que le sonrió con todo el amor que le tenía a la cachorra parada frente suyo. Vestía el hanbok azul con detalles rosas que usaban los omegas miembros de la familia real, con el cabello preciosamente castaño atado en una de sus majestuosas trenzas. Las mejillas sonrojadas y con migajas de las galletas que robaba de las cocineras, y sus ojitos diminutos mirándole con curiosidad—. Hola... —susurró, al borde del llanto—. Hola pequeña, ¿cómo has estado? T-Te he extrañado como no tienes idea...
La cachorra -Jennie-, ladeó la cabeza con confusión, como si no le entendiera. Lisa no supo en qué momento se había echado a llorar, pero sintió la humedad recorrer sus pómulos hundidos.
—Nini... —Llamó aquel dulce apodo que no había pronunciado en años. Su corazón, a pesar de sentirse cálido, dolió como nunca, estrujándose en recuerdos—. ¿Por qué me dejaste? Lo prometiste, cariño. Dijiste que siempre estarías conmigo, que no me tenías miedo —Entonces, la cachorra se acercó a ella y posó sus diminutas y regordetas manos en sus mejillas mojadas. Sintió paz, y se permitió volver a cerrar los ojos—. ¿Por qué? ¿Mh? ¿No ves que.. que te necesito tanto como necesito respirar? Di que tengo la culpa, d-di que me odias. No importa. Sólo vuelve a decir que me amas... dilo, cachorra, por favor.. te lo estoy rogando, Jennie. No importa s-si no lo sientes así, sólo dímelo...
A medida que hablaba, las diminutas manos se sentían cálidas en su rostro. Poco a poco le guiaron a un profundo sueño, su cuerpo cediendo al cansancio extremo.
Entonces, el sueño que tuvo anoche se repitió. Más que una pesadilla, era un recuerdo. Uno que llevaba consigo, atado en su muñeca, y que usaba para continuar luchando un poco más.
...
Era de noche. La cuarta que pasaba sentado en su ventana, mirando hacia los jardines reales y el iluminado pueblo de más allá, ese que tendría que gobernar algún día.
Su madre le había encerrado otra vez en sus aposentos luego del incidente, el tercero del mes, en su entrenamiento. Estaba tan arrepentida. Oh, Lunas.
¿Por qué lo había mordido así? Se supone que estaban entrenando. Conocía al chico. ¿Por qué rasgó su cuello con esa ferocidad? ¿Por qué continuó mordiéndolo cuando ya no se movía debajo suyo? ¿Por qué se relamió los labios tantas veces, como si fuera delicioso?
Porque lo era.
Ante la respuesta que surgió en lo profundo de su interior, su yo de tan sólo doce años apretó los ojos, asustada. Cuando sus colmillos, que no había podido retraer en días, comenzaron a picar, los hundió en la tela gruesa de sus vestimentas costosas. Mordió la tela y la rasgó, su respiración irregular.
Siguió mirando hacia el jardín. Tenía que contenerse, mamá se lo pidió entre lágrimas que lastimaron su corazón. Sin embargo, no había podido dormir bien, pues el asqueroso sabor de la sangre y la carne seguía latente en su lengua.
Sus sentidos se agudizaron al percibir pequeñas pisadas desde el recibidor de sus aposentos. Frunció el ceño, ¿qué hacía su Jennie ahí?
—¿Lis? —Le escuchó llamarle, con su suave y pequeña voz.
Se volteó, bajándose del lugar donde estaba sentado mirando por la ventana. Entonces vio a la menor aparecer en el pasillo, su mirada iluminándose al verle otra vez luego de días separadas. Jennie intentó correr hacia ella para abrazarle, incluso le extendió los brazos, pero Lisa le detuvo retrocediendo un par de pasos y gruñéndole en advertencia.
La pequeña castaña se detuvo de manera abrupta, jugando con sus deditos entre las mangas del hanbok que le quedaba grande. Lucía confundida y triste, y el puchero en sus labios derritió el corazón de la joven princesa.
—¿Qué estás haciendo aquí? No puedes verme. Se suponía que no tenías permiso de entrar, Nini.
Como única respuesta, obtuvo un adorable mohín y el cuerpo de la menor balanceándose sobre sus talones de lado a lado. La expresión de cachorra traviesa le hizo sonreír, inevitablemente.
—Te colaste a mis aposentos, ¿no es así?
Jennie asintió, orgullosa. —Es que extraño a Alfa... ¿Por qué está encerrada aquí?
Lisa tragó grueso. No quería que Jennie se enterara, no así.
—Yo.. uhm.. —carraspeó. Jennie le escuchaba con atención, curiosa—. Cometí un error. S-Soy peligrosa justo ahora, no deberías estar aquí, cachorra.
Y no debía. Eso había dicho su mamá. Al menos hasta que lograra retraer sus colmillos.
—¿Peligrosa? —Jennie no entendía.
—Sí, bebé. Peligrosa. Debes irte.
Entonces, las mejillas de la menor se inflaron en una mueca infantil de molestia. Su ceño fruncido y los labios apretados.
—No me importa. Quiero quedarme. ¡Juguemos a algo!
—No, Jennie —declaró, brusca—. No quiero hacerte daño, ¿qué no ves lo que ocurre? ¡Soy peligrosa! Tienes que dejarme sola e irte ahora.
Jennie sólo parpadeó, y su mirada pareció brillar aún más.
—Alfa no está sola. No tiene por qué estarlo.
Lisa boqueó ligeramente, y se echó para atrás hasta que su espalda chocó contra el enorme ventanal.
—¿Qué... qué estás diciendo?
—A mí no me da miedo Lis —Dicho eso, e ignorando por completo cómo el corazón de la princesa comenzó a latir con furia, la pequeña avanzó hasta estar sobre el torso de la mayor. Le rodeó con brazos delgados, hundiendo la mejilla regordeta en su pecho y sonriendo con sus mejillas teñidas de un suave rosa al sentir cómo era abrazada de vuelta—. Quiero que juguemos, he estado muy solita estos días... —Entonces, levantó el rostro y presionó su mentón en las clavículas de la princesa. Esta bajó la cabeza para observarle, sus narices chocando y presionándose juntas—. ¿Por favor?
Perdida en el intenso martilleo de su corazón, Lisa sólo pudo asentir torpemente.
Jennie sonrió hermosamente y se separó del abrazo, corriendo hacia uno de los pasillos.
—¡Encuéntrame, Lis! ¡Y cuenta hasta diez antes!
Aturdido, la princesa se tocó el pecho con la palma de su mano, preguntándose por qué su corazón se sentía como si fuera a explotar de ternura. Luego, cuando relamió sus labios, notó que sus colmillos ya no estaban.
...
Cuando Lisa recobró la conciencia, seguía tirada en el piso y se encontraba completamente sola.
Con una triste sonrisa en sus labios, contó hasta diez en pesados y rasposos susurros.
—Te voy a encontrar, mi pequeño amor... sólo aguarda un poco más.
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