⠀⠀𝟏𝟖. ❝ Ahora me llamas por mi nombre ❞
Justo como prometió, Jennie logró copiar cada pintura estropeada a la perfección. JiHoon no podía estar más feliz. Se pasó todo el viaje en carruaje dándole halagos y mostrándose verdaderamente sorprendido por sus técnicas al pintar y trazar. La Omega tenía talento, y mucho. Deslizaba el pincel con una elegancia etérea, como si sus dedos danzaran sobre le lienzo. Los movimientos bruscos del carruaje no parecían inquietarle, y las pequeñas discusiones entre Alfa y Beta le sacaban sonrisas.
Llegaron a Dynes en el alba, tal como dijo Franchesco. El amanecer era precioso y trajo consigo un sentimiento cálido que Jennie creyó haber perdido con los últimos sucesos, el mismo sentimiento al enterarse de que estaba en cinta.
Sabía que estaba lejos de estar a salvo. Pero quería intentar, con todo el corazón en ello.
Cruzaron el pueblo en el carruaje. La Omega no pudo aguantarse tanta emoción y sacó la cabeza por la ventanilla, observando embelesada el nuevo paisaje. Muchas cabañas de madera firme y clara, con cristales en las ventanas y detalles de cobre muy lindos. Las calles tenían adoquines y vallas de madera unidas por gruesas cadenas, variedades de pequeños puentes cruzaban los múltiples estanques repletos de flores de loto, que presumían sus tonalidades rosas. Antorchas encendidas guiaban el camino hacia el mercado, el cual era el destino de JiHoon.
Había personas por allí, haciendo su vida con normalidad. Por mera precaución -y recordando que no estaba ahí para pasear-, Jennie evitó el contacto visual, aunque se moría de ganas por gritar saludos y regalar sonrisas de lo feliz que estaba.
Franchesco jaló las riendas del caballo una vez estuvieron frente a una cabaña bastante modesta. Por las ventanas Jennie pudo observar un mostrador y un hombre de radiante sonrisa detrás, hablando con dos chicas que sostenían cajas de pinturas en sus manos. Más allá, de las paredes colgaban preciosos cuadros y simples bocetos. Había una chimenea humeante que cruzaba el tejado y un ambiente muy acogedor.
A Jennie le brillaron los ojos. Era una galería de arte.
—De acuerdo. Hemos llegado al destino final —JiHoon estaba de un maravilloso humor. Bajó del carruaje con un animado salto, saludando a gritos a las personas que pasaban cerca. Fue recibido con reverencias y cariñosas sonrisas. Entonces se volteó, extendiendo su mano hacia la tímida chica peliblanca que asomaba su cabeza por la puerta—. Vamos, baja. Te he traído a donde querías.
Jennie tomó su mano, bajando los peldaños y pisando tierra luego de horas de viaje.
—Qué linda es —murmuró, mirando con anhelo la galería.
JiHoon se sintió conmovido por su reacción, así que llevó su mano a sus cabellos para acariciar allí, revolviendo las hebras atadas en ese moñito desprolijo. El mismo que se soltó tras el gesto, cayendo sobre las mejillas ajenas.
—Te deseo suerte, muchacha. Tienes un corazón enorme, úsalo para criar a ese cachorro.
Cuando Jennie estaba por agradecerle, JiHoon metió su mano en el bolsillo de su pantalón y mostró cinco monedas de oro frente a su rostro.
—Tu paga por tus increíbles servicios. De verdad tienes talento, ¿lo sabes siquiera? Ah, qué celoso estoy —Divertido, apretó los párpados por unos segundos. Fingiendo estar dolido. Luego se echó a reír—. Anda, tómalas.
Jennie negó, agitando sus manos frente al hombre.
—No p-puedo aceptarlo —Avergonzada, trató de explicarse ante la mirada confusa de JiHoon—. Me trajiste hasta aquí, me diste tu ropa. Pintar para ti era mi modo de pagarte, n-no es necesario el dinero.
Justo en ese momento, una maldición al aire y Franchesco aparecía cargando todas las maletas de JiHoon. Las dejó detrás de los pies del Alfa, posicionándose a un lado de Jennie quedando la menor en medio de ambos.
—Lo es. Es necesario. —Insistió JiHoon.
—¿Qué cosa es necesaria? —Franchesco sorbió la nariz, mirándolos sonriente y con inocencia.
JiHoon gruñó, y Jennie detuvo su mano cuando trató de golpear la nuca del Beta.
—Pagarle, bribón. Se portó muy bien.
Al Beta se le abrieron los ojos con verdadera ilusión. Jennie se sintió cohibido.
—¡Ah, pero claro que sí! Me salvaste de una grande. Mhm, mhm, mhm.. —Rebuscó en sus bolsillos, y sacó tres monedas de oro y una de bronce—. Aquí tiene, joven Omega. Coma algo antes de seguir con su viaje, el bebé lo necesita.
Jennie les miró sin saber bien qué hacer. Su cara se tornó roja y ambos hombres rieron.
—Hey, chica —JiHoon tomó sus manos y puso ambas palmas hacia arriba. Dejó las cinco monedas allí, tomó las de Franchesco y las sumó. Brillaron bajo la luz del sol mañanero—. Las necesitarás. No sé a dónde planeas ir, pero estás huyendo; así que, no seas necia y acéptalas. Después de todo fue por tu arduo trabajo. No eran pinturas fáciles, ni siquiera yo habría podido en tan poco tiempo.
Trató de aguantarse, pero no pudo. Las lágrimas rodaron por sus mejillas después del primer sollozo.
—Gra-Gracias... de verdad, ustedes son tan amables q-que...
Sin pensárselo mucho, apretó las monedas en sus puños y los unió a los tres en un fuerte abrazo. Franchesco enrojeció hasta las orejas y JiHoon se burló de él a carcajadas, asegurándose de apretar a la Omega contra su pecho.
Era una despedida. Y le había agarrado cariño, sinceramente.
Unas palabras más y JiHoon entró a la galería con todas las pinturas y sus malestas. Franchesco se fue con el carruaje y Jennie se aventuró a explorar el mercado.
Sabía que debía alejarse de Évrea, su próximo destino era Aztya, específicamente las llanuras tras las montañas. Estaba al otro lado de Évrea, considerablemente lejos. Por los sucesos de años atrás, la guerra que había unido a Lisa y a ella en matrimonio, ambos reinos no estaban en buenos términos y se prohibía a sus habitantes cruzar las fronteras. Aunque era arriesgado, sonaba muy bien que Aztya no dejaría entrar a Lisa, siendo la reina. Jennie debería colarse, pero ya pensaría cómo. Primero debía llegar ahí.
Con las monedas abrazadas contra su pecho, avanzó entre todos los puestos de comida, ropa y cachivaches para el hogar. Su estómago rugió cuando olfateó su aroma favorito: fresas.
Se acercó con timidez hasta uno de los puestos, donde una Omega anciana tejía con tranquilidad, meciéndose en una silla de madera. Frente a ella, sobre el mesón, había demasiados pastelitos. De zanahoria, chocolate, vainilla y de fresa.
Miró el dinero en sus manos, y un sentimiento cálido se instaló en su pecho. Nunca había tenido que pagar por algo, pues la servidumbre del palacio lo cocinaba para ella. Tampoco había tenido dinero propio, al venir de la realeza y ser una Omega más del linaje no se ocupaba de esas cosas, sólo tenía que lucir bonita. Por lo que jamás había ganado algo por su cuenta.
Resulta que tenía hambre. Tenía dinero. Y tenía en frente un lugar donde comprar su postre favorito.
—Buenos días... —Saludó, su voz suave y bajita.
La anciana alzó el rostro, dejando descansar el tejido en su regazo cubierto por un delantal blanco. Le sonrió de inmediato.
—Buenos días, jovencita. ¿En qué te puedo ayudar?
—Hum.. ¿Cuántas.. ? —Aunque su voz se cortó por la vergüenza, la anciana entendió a la perfección cuando señaló el pastelito con glaseado rosa.
—Vale dos monedas, cielo. ¿Vas a querer uno?
Jennie sintió que la baba se deslizaba por sus comisuras, incluso su lobo ronroneó contento ante la idea de comer aquel postre. Qué bien olía.
—Sí, por favor.
Le dio dos monedas. Ella las lanzó a una cesta pequeña de mimbre y se levantó de la mecedora, dejando el tejido allí. Empacó el pastelito con cuidado en algunas servilletas, y se lo tendió a la joven chica.
—Muchas gracias. Qué tenga un buen día —Jennie la reverenció, y observó con deleite el postre en sus manos. La anciana le sonrió, amable.
Se alejó caminando por los adoquines, ajeno a las miradas curiosas que recibía por su cabello y ojos. Cuando dio la primera lamida al glaseado, ronroneó más fuerte. Y en la primera mordida, casi se echa a llorar otra vez.
Mordisqueó el pastelito con desesperación, relamiéndose en cada bocado y disfrutando de la brisa fresca mañanera quitando los mechones de sus mejillas pegajosas.
Al terminar, no podía estar más feliz. Y tampoco podía estar más sucia. Por lo que se acercó a la enorme fuente de adoquín, justo en medio de la plaza principal del pueblo de Dynes. Se sentó en la orilla de piedra y hundió sus manos en el agua, ahuecando las palmas para acercar una generosa cantidad a su rostro. Allí se lavó con cuidado, quitando todo rastro de azúcar.
Estaba ocupada tallando las comisuras de su boca cuando, a sus espaldas, gritos ahogados de sorpresa y terror le erizaron la piel. Se volteó, asustada. Comprobando que esos gritos provenían de un grupo de gente amontonada alrededor de un carrito de madera, al parecer perteneciente al hombre con barba y expresión bruta que sostenía entre sus manos un pergamino.
Con sólo ver el sello rojo de cera con la flor de loto tallada cuidadosamente, Jennie supo que era el sello del rey NamJoon. Por lo que aquel pergamino debía contener un aviso desde el castillo.
Curiosa, permaneció sentada allí, en la fuente. El agua chorreaba a sus espaldas.
El hombre que sostenía el pergamino, lo bajó con cuidado. Su expresión era de decepción, un mohín en sus labios. Las personas alrededor seguían murmurando, muecas asustadas, otras asqueadas. Ojos brillantes en temor y anticipación por lo que se suponía era algo horrible. Incluso algunos Omegas lloraban con angustia.
Una vez el grupo se dispersó, dos señoras vestidas con elegantes y pomposos vestidos, una de ellas sosteniendo una sombrilla decorada con bonitos lazos. Claramente eran de clase alta. Caminaron hacia la fuente, así que Jennie escuchó todo lo que murmuraban entre ambas, preocupadas y ansiosas.
"Todavía no puedo creerlo."
"¿Y por qué no? Siempre fue una asesina. Se supo desde que tomó su lugar como reina."
"¡Dios mío, Berta! No puedes hablar así de la reina Manoban, te cortarían la cabeza y te empalarían sin dudarlo."
"Esa mujer no merece ni una pizca de mi respeto. Acostumbra a sembrar miedo y desgracias, y ahora inicia una guerra."
"¿De verdad piensas que la reina huyó? No hubo noticias de ella durante años, y ahora su partida desata el caos."
"Por supuesto que creo que huyó. Nadie querría permanecer al lado de esa bestia. Es lamentable que sólo ella mantenía la masacre de su Alfa dentro de las fronteras de Évrea, y ahora que no está, mi Alfa deberá partir al campo de batalla para protegernos."
"Mi esposo también. Ay, por la sagrada diosa Luna.. qué preocupada estoy."
"Debes estarlo. Y ambas tenemos que estar preparadas para quedar viudas. La reina Manoban es una salvaje, Heelin, derramará sangre hasta estar satisfecha. No espero que su reina vuelva."
En cuanto ellas rodearon los adoquines y siguieron su camino por el mercado, Jennie ya se encontraba derramando lágrimas que rebotaban contra el agua de la fuente. Tropezó al levantarse, y corrió hacia aquel carrito con el hombre barbudo que aún tenía entre sus manos aquel pergamino.
Derrapó en la tierra reseca, enterrando la yema de sus dedos en la madera del carrito como único soporte. Jadeaba, agitado. Las lágrimas rodando por su demacrado rostro causaron lástima en el hombre, que le observaba con sorpresa.
—¿U-Una guerra.. ? ¿Cómo que ha comenzando una guerra? ¿Cuándo? —Logró balbucear, atropellando sus propias palabras y tragando con dificultad la saliva acumulada en su boca debido al aire que todavía no lograba recuperar.
Aquel hombre suavizó su expresión tosca, y un largo suspiro salió de sus labios. Le mostró el pergamino abierto entre sus dedos largos y gruesos.
—Noticias del palacio real, muchacha. La reina Lisa Manoban, de Évrea, ha roto los acuerdos de las fronteras y acecha en nuestras tierras.
Jennie se petrificó. Las iris grises se perdieron en la impecable caligrafía impresa en el papel, las letras distorsionándose por las nuevas lágrimas amontonándose en las cuencas de sus ojos.
La estaba buscando a ella. Lisa hizo todo eso por encontrarla.
La culpa le carcomió silenciosamente por dentro, y sin notarlo llevó ambas manos a su vientre por arriba del cálido abrigo que JiHoon le había regalado. Leía y releía el pergamino, el pastelito amenazando con devolverse por su garganta.
—Sus acciones invasoras fueron tomadas como una falta de respeto. Nuestro rey NamJoon avisa que todos los Alfas en condiciones de salud estables deben prepararse para defender a nuestro reino —El amable hombre continuó explicándole, y su aroma se volvió un poco agrio al revelar su propio disgusto por la situación—. La reina Manoban ha perdido la cabeza.
Con eso, Jennie parpadea, el agua acumulada en sus ojos desbordándose por sus mofletes. Observa al hombre con la boca entreabierta, el corazón latiendo desenfrenado.
—¿P-Por qué lo dice.. ?
Un suspiro, incómodo y tenso.
—Rumores llegaron de los pueblerinos de Évrea. La plaza central del pueblo se ha convertido en un escenario sangriento y maloliente, podrido. La reina Manoban mandó a sus hombres a empalar dos cuerpos, ahí, en frente de todos. Les separó la cabeza del cuerpo —Alzó los brazos, dejando caer el pergamino, igual de aterrado que los enormes ojos vidriosos que oían sus palabras—, y las puso en lanzas a un lado de los cuerpos.
Respira. Respira, no le hace bien al cachorro que te agites tanto.
Jennie se abrazó a sí misma tras la oleada de frío que le inundó el alma. Temblaba, las náuseas empujaban su garganta y la cabeza comenzaba a darle vueltas.
Aunque en el fondo de su interior sabía la respuesta, aún así preguntó:
—¿Quiénes son? L-Los que em-empaló la reina Manoban.
El hombre volvió a suspirar, y se inclinó hacia ella, una mueca triste en su rostro. Le susurró.
—Dicen que son la dama principal de la reina, y uno de sus guardias. Le ayudaron a escapar y eso enfureció a la reina Manoban, a tal punto de cometer semejante pecado como advertencia para que nadie más ose hacerlo —Luego, se alejó, mirando al cielo y reverenciando con su cabeza en muestra de respeto—. Que la diosa Luna guíe sus almas al paraíso, y que reencarnen en una mejor vida.
Al bajar la cabeza, la Omega ya no estaba. No había rastro de ella cerca del carrito.
Había corrido, lejos de allí. Entre los puestos del mercado, chocando y empujando a las personas que paseaban cerca. El dolor calaba profundo, impregnándose en sus huesos, siendo parte de ella.
No se detuvo hasta que las casas se hicieron pequeñas, y hasta que no vio gente alrededor. Nuevamente el bosque le rodeaba, alejándose del pueblo. Cubrió su cabeza con el gorro del abrigo, abrazando fielmente su vientre.
Sabía que Nayeon y TaeHyung no la culpaban. Que justo ahora caminarían a su lado, Nayeon abrazada a su torso y TaeHyung cuidándolas desde atrás, sólo adelantando para guiar el camino. Ellos le darían caricias y con voz suave dirían que no tenía que estar triste, que ellos le perdonaban y que siempre estarían a su lado. Que siguiera adelante por los tres, por aquella vida preciosa y tranquila en la cabaña del campo que ya no podrían tener.
Todo por Lisa.
Quizá Nayeon y TaeHyung no sentirían rencor, pero Jennie sí lo hacía. Tanto y tan fuerte, que lloró de rabia por haber sido alejada de sus únicos dos amigos. De las dos personas que fueron su única familia.
Durante el camino, arrancó dos flores silvestres que rozaron sus pies. Las acercó a su nariz, olfateando el dulce y fresco aroma mientras sus lágrimas manchaban sus delicados pétalos. Las guardó en sus bolsillos, y rezó hasta que cayó la noche y tuvo que transmutar a su lobo y dormir en una profunda y húmeda cueva, desesperada por no sentir frío y mantener a su cachorro caliente.
Rezó para que en la próxima vida, Nayeon y TaeHyung fueran libres. Que no volvieran a encontrarse, y que ojalá jamás le conocieran. Que no trabajaran para nadie ni sirvieran a ningún rey. Que Nayeon disfrutara de montar a caballo entre risotadas por un enorme campo y que un Alfa cariñoso y fuerte, su pareja, le cocinara todos los postres que quisiera. Que TaeHyung se alejara lo más posible del campo de batalla y del ejército, que tuviera una enorme familia repleta de cachorros revoltosos y risueños y una Omega que le amara con el corazón entero.
Y que murieran con dignidad.
Jennie se culparía durante el resto de su vida, nada ni nadie lo cambiaría.
Si algo odiaba la gran reina Lisa Manoban, era perder su tiempo.
Normalmente le molestaban las responsabilidades que tenía como monarca, desde que las tuvo sobre sus hombros. Tomar decisiones difíciles, ordenar y mandar a todos esos inútiles que juraban servirle fielmente cuando hablaban mal a sus espaldas, tener que anticiparse a cada diminuta cosa antes de dar el siguiente paso, la tensión constante y la increíble hipocresía entre todos los nobles, las reuniones y eventos sociales completamente absurdos e innecesarios. Las sonrisas falsas, amenazas ácidas, veneno ambicioso. Desde que era una cachorra educándose para ser soberana en Évrea y se dio cuenta del estilo de vida que tendría, no pudo evitar repudiar a la corona en su cabeza.
Mientras crecía, de alguna forma se volvió más fácil. Aprendió a enfrentar todo eso con un semblante serio y tajante, y resulta que tenía bastante materia de política y monarca. Lo único que le mantenía con ánimo de esforzarse era la radiante sonrisa de Jennie cuando Évrea fue recuperándose paso a paso de las consecuencias de la guerra. Lisa quería ser buena, quería ser fuerte, y quería que Jennie continuara estando orgullosa de lo que estaba haciendo. Así que, se hacía el tiempo y paciencia para lo que, secretamente, odiaba.
Sin embargo, las cosas habían cambiado los últimos días. Pues, ahora la reina Manoban se negaba a tener tiempo y tacto para cualquier otra cosa que no estuviera enlazado con encontrar a su Jennie.
No tenía tiempo para su reino, para ser reina. Todo su ser, en alma y cuerpo, estaba entregado por completo a recuperar a su Omega, a su reina.
Era por esa razón que se negó a cualquier tipo de reunión con el Concejo Real. La política y la moral le habían importada bien poco durante gran parte de su vida, y ahora le importaba todavía menos. Sabía que estaban nerviosos por su arrebato de invadir los otros reinos, por haber comenzado una guerra.
Tan simple como era, no le importaba. Ni las tropas que se preparaban para defenderse, ni los políticos de los demás reinos tratando desesperadamente de obtener respuestas por parte de ella, del miedo y pánico que enfermaban a la gente de su pueblo. No le interesaba, su mente gritaba en cada rincón el nombre de su pequeño amor, recordándole sus preciosos gemidos, sus perfectas risas, sus dulces sonrisas, su embriagante aroma.
Cada segundo que vivía sin Jennie, estaba matándola. En silencio, lento y doloroso. No soportaba no tener el control sobre su Omega. No saber dónde estaba, cómo estaba, con quién estaba. Su lobo aullaba llamando a su pareja, tan débil que parecía ausente. Lisa sólo lo sentía cuando se removía entre gruñidos y quejidos por el dolor tanto en su cuerpo como en su corazón, el lazo roto siendo una gruesa cadena de metal que las estaba asfixiando a ambas.
Lisa encerró en sus aposentos. No comía, no dormía. Obligaba a sus soldados a trabajar noche y día en la búsqueda, e interrogaba a cada uno todos los días. Si creía que mentían, los mataba. Trajo a los más sabios de Évrea, la mayoría siendo ancianos Betas que eran allanados en su hogar y llevados al palacio en contra de su voluntad para pensar en posibles rutas de escape que haya seguido la Omega de la reina, en posibles paraderos. Si no lo lograban, eran asesinados.
Cualquiera que no resultara útil, que le cuestionara, que le diera una noticia que no le agradara; era torturado y empalado.
Luego de días en ese sangriento ciclo de ira y sufrimiento, Lisa no pudo continuar negándose a una asamblea. Entre gruñidos y feroces rugidos, sin siquiera cuidar de sí misma, con un aspecto moribundo y aterrador, aceptó a los ministros de los otros tres reinos y a los suyos en una reunión que estaba destinada a decidir si estallaría una guerra o no por los recientes actos de la reina de Évrea.
La imponente Alfa apareció en la sala, sus feromonas tan agrias y territoriales que hasta los más poderosos bajaron la cabeza ante su presencia. Con el pelo oscuro revuelto y maltratado, los colmillos asomándose en advertencia entre sus labios agrietados, la piel reseca y tan pálida que sus iris rojas parecían estar en llamas. Traía marcas de rasguños profundos producto de sus propias garras tanto en su rostro como en sus brazos, debido a su frustración palpable por no haber logrado nada en todo ese tiempo. El Hanbok negro con bordados dorados yacía arrugado y la tela rasgada en algunas partes. Iba descalzo y con las manos hechas puños a los lados, la mandíbula tensa con las venas hinchadas en su cuello.
Y en sus ojos, una profunda tristeza. Abandono, desesperación. El sentimiento puro de extrañar a otro ser, de esa preocupación que podría matar a alguien.
Caminó entre las sillas, por la extensa mesa de mármol pulido en la que se habían sentado a negociar generaciones y generaciones de nobles gobernadores, políticos y representantes de los cuatro grandes reino. En uno de los palacios más grandes, lujosos y aclamados; el palacio de Évrea.
La Évrea de Lisa Manoban, que ya no era tan hermosa sin su Jennie en ella.
Se dejó caer en la silla ostentosa, en la cabecera de la mesa, con aquella elegancia poderosa que le caracterizaba. Todos los miembros de su Concejo le miraban, expectantes, asustados, ansiosos. Al igual que los representantes de los otros reinos, que luchaban contra las ganas desesperantes de cubrir sus narices por las intensas feromonas territoriales de Alfa que exudaba la reina.
Con un perezoso ademán de su diestra repleta de anillos, Lisa dio inicio a la asamblea.
En un principio, ni siquiera se molestó en escuchar lo que aquellos ancianos, patriarcas de las familias más importantes en Évrea -lo que les daba el impulso de pertenecer al Concejo Real-, hablaban entre pergaminos arrugados, sellos de cera con su firma, y más pergaminos amarillentos de lo antiguo que eran.
La Alfa estaba exhausto, de mal humor, prácticamente tendida en su silla de plata y piedras preciosas. Los musculosos brazos cruzados a a altura de su pecho rígido y sus pies descalzos sobre la mesa, justo en el borde. Respiraba con dificultad y de vez en cuando gruñía, provocando que los presentes carraspearan con nerviosismo y bajaran el tono de voz.
Quejas y quejas respecto a sus acciones. Quiso reírse y escupirles en el rostro de lo predecibles que eran, llorando por sus simples muestras de superioridad.
"Ni Dynes, ni Bepsea, Ni Aztya, planean comenzar una guerra. Queremos respuestas ante estas faltas de respeto a nuestros acuerdos de paz, y a las leyes establecidas"
Luego, el ministro más importante de su Concejo, el ministro de territorio y fronteras, Cha YeSang, le lamía el culo a los representantes de los demás reinos. Tratando de calmarlos, adulándolos. Lisa sólo resoplaba desde su lugar, con el codo apoyado en el costado de su ostentosa silla y el rostro entre los dedos rígidos de su diestra.
Hasta que ciertas palabras le llamaron la atención. Su lobo fue el primero en reaccionar, abriendo sus iris escarlata del profundo sueño en el que estaba sumido, mostrando los colmillos y echando las orejas hacia atrás.
El ministro Cha habló, con aquel antiguo pergamino entre sus manos, el que tenía escrito el acuerdo de paz entre los reinos luego de la guerra.
—No hay de qué preocuparse, ministro Kyog. —Con una sonrisa tan falsa como su calma, se dirigió al representante de Aztya, reino del sur. Lisa apretó la mandíbula, detestando el tono de voz que usó el anciano—. Como Concejo Real de Évrea, queremos entregar una solución a este tremendo malentendido.
Lisa alzó sus cejas, acariciando su propio mentón entre los dedos. Ante su silencio, nadie pensó que había algo mal con el acuerdo que estaban haciendo.
—¿Y cuál sería esa solución, ministro Cha? —Kyog LeeHan habló, enfrentando al anciano.
Los miembros del Concejo de Évrea se observaron por breves segundos, con complicidad. Y el ministro Cha fue quien volvió a sonreír con seguridad, entrelazando sus arrugados dedos sobre la mesa.
—Nuestra reina tomará como consorte a sus dos concubinas favoritas, que además están en espera de príncipes. Aceptará en su nuevo Harém a los omegas de los distintos reinos afectados, y habrá esfuerzos para formar nuevas alianzas al engendrar la mayor cantidad de herederos posibles, mezclando así las diferentes sangres nobles. Para asegurar la tranquilidad de nuestros socios, también se contraerán nupcias oficiales con una nueva reina.
Un breve silencio en la habitación. Luego, un coro de respiraciones aliviadas, risas contentas, sonrisas esperanzadas y aplausos.
Lisa permaneció en silencio.
—¡Qué maravillosa noticia!
—¡Es un magnífico trato!
—No habrá guerra, ¡gracias a nuestra diosa Luna!
Los Alfas comenzaron a estrecharse las manos, palmearse las espaldas, y a sonreírse con verdadera felicidad.
Hasta que la grave, rasposa y sombría voz de la reina provocó el aterrador silencio.
—Nada de lo que he hecho, de lo que he ordenado a mis tropas hacer, ha sido un malentendido —Aclaró, sin abandonar su despreocupada pose sobre la silla. Suspiró al terminar de hablar, como si estuviera cansada, y al mismo tiempo riéndose silenciosamente de los presentes.
Tensión. Feromonas amargas ante la falta de respeto, ante la clara amenaza, ante el aviso del caos.
—¿Reina Manoban...? —El mismo ministro Cha fue quien se atrevió a romper aquel silencio, observando con sus ojos sorprendidos y asustados a su monarca.
Lisa sonrió hacia él, con la misma falsa tranquilidad que había usado el anciano antes de hablar por ella.
—Ministro Cha. ¿Qué le hace pensar... —Comenzó, su voz baja. Entonces, la sonrisa en sus labios se extinguió, y dio paso a la más cruda expresión de ira. Sus ojos tuvieron llamas de color carmín, con el núcleo oscuro y profundo como el mar más violento y peligroso—. ...que puede prometer semejantes blasfemias? ¿Cómo osa asegurar esas estupideces, en el rostro de su reina? ¿Cómo se atreve a siquiera pensar en tales atrocidades?
Nuevamente, silencio. La fama sanguinaria de Lisa dio paso a la mente de los presentes a temer por sus vidas. Todos se guardaron sus palabras, conociendo la regla no escrita de su majestad de no interrumpir, cuestionarle, o enfrentarla. Se había enojado, y todos pagarían por eso si nadie se atrevía a romper esa regla fantasma y negociar con la cegada Alfa.
No podía comenzar una guerra por esa razón. Moriría mucha gente. ¿Cómo lunas no le importaba eso al reina Manoban?
Tras el amargo silencio, Lisa se enderezó en todo su esplendor. El amplio pecho se infló en una pesada respiración que trató de calmarlo, fallando en el intento. Golpeó la mesa con sus manos venosas hechas puños, su cabello oscuro y grueso cayendo por sus ojos teñidos de la más sangrienta escarlata, junto a los gruñidos que vibraban en su garganta.
—No habrá un nuevo Harém —Sentenció, firme—. Luego del asesinato de mis concubinos, doy por finalizada la tradición del Harém Real. Desde este momento, en esta mesa, anulo la ley del concubinato.
Más tensión. Aquella decisión tan apresurada, traería grandes desgracias a Évrea. Nadie entendía la cabeza de la reina, y el terror y expectación se sembró en cada rincón de aquella sala.
El ministro de economía Shin, quien a pesar de temblar bajo la pesada mirada del rey, se atrevió a intentar alzar la voz.
—M-Majestad... —El resto de la oración murió en su garganta, cuando Lisa giró la cabeza violentamente en su dirección, el mensaje casi escrito en sus iris salvajes.
Cállate, o morirás.
La reina continuó hablando.
—Mi semilla no se repartirá a ningún otro sucio Omega. El único heredero que Évrea necesita es el que lleva mi Reina en su dulce vientre.
Mi cachorro. Pensó, terriblemente nostálgica. El deseo de tener a su Jennie en cinta en sus brazos, recostada en su pecho. Ella con sus manos en su redondo y saludable vientre, acariciando la zona y sintiendo al que sería la mayor alegría de su vida; su pequeño hijo. La familia que siempre deseó, en sus brazos.
Podía recordar vagamente el aroma de su bebé, mezclado con el dulzor de su Jennie, de esa noche cuando lo descubrió. Antes de perderlo todo.
Fue tanto el dolor, que casi consigue desarmarla allí mismo. Sin embargo, clavó las garras en la plata de la mesa, creando un horrible chirrido. Respiró hondo, sin poder estar más seguro de las palabras que diría a continuación.
—Que les quede bien claro, escorias nobles. No pienso casarme con nadie. La única esposa que tengo y tendré, es la octava hija del clan Kim, de padres soberanos en Bepsea y de sangre real. Su nombre es Jennie Kim, reina de Évrea y mi omega. Mi legítima esposa, mi familia. La única que merece mi total devoción, cada pizca de mi amor. La que es mi compañera en esta vida, y quien lo será en las siguientes reencarnaciones que mi alma reciba. Quien es dueña de mi existencia, de mi corazón. ¡Sólo ella es digna de mi mano! —Explotando, sin lograr contenerse más, la llama flameó furiosa en sus iris. Se levantó de su silla, tan fuerte que esta cayó hacia un lado y provocó un profundo temblor en la habitación. Las piedras preciosas y caras antes adheridas al material rodaron por el piso, creando pequeños tintineos. Todos los presentes se encogieron, observando a la reina perder el control una nueva vez—. ¿¡Cómo se atreven ustedes, desgraciados, a poner en duda aquello!?
Muchos comenzaron a disculparse, algunos saltaron de sus sillas para reverenciarle, arrodillados en el piso mientras balbuceaban excusas y rogaban por su perdón.
Excepto uno.
—¡Jennie Kim es una traidora, alteza! —Cha alzó la voz, levantándose también de su silla con firmeza. En un principio, sus ojos cansados por la edad no observaron a la reina, sino que estaban fijos en la ventana frente a él, a lo lejos en el extremo de la habitación, donde podía observar parte del techo de las casas del pueblo.
Años sirviendo en esa mesa, fiel a su reino, y ahora arriesgaba su vida por su nación.
Lisa, que respiraba con dificultad y pesadez, sus garras logrando marcar la plata bajo su piel. Giró la cabeza con lentitud hacia el anciano, y cuando este le regresó la mirada con supuesta determinación, la vena en su cuello palpitó ante el aumento de adrenalina en su sistema producto de la rabia que sintió por tales palabras. Su quijada se apretó, tensa, y por ende, sus palabras salieron en un tortuoso murmullo impotente.
—¿Qué has dicho?
Cha respiró hondo, ignorando deliberadamente la mirada de sus compañeros que le suplicaba que se callara, que no luchara por algo que ya estaba ganado por la Alfa Manoban.
—Rompió nuestras leyes, defraudó a la corona, traicionó a nuestra nación. Huyó de usted, de este palacio. Abandonó sus labores reales y cortó el lazo de pareja con nuestro monarca. ¡No merece conservar el título de reina! ¡Ni continuar casada con usted! —Con brusquedad, declaró—. Usted no sólo le juró lealtad a su reina, sino que también juró proteger Évrea. ¡Hágase cargo de sus promesas!
Para sorpresa de todos, Lisa dejó salir una profunda carcajada. Su párpado tembló cuando su expresión se quebró.
—¿Cómo osas...? ¿Traición? —Balbuceó, alejándose de la mesa. Tenía las manos empuñadas a los lados de su cadera, y una macabra sonrisa temblorosa en los labios—. ¿Has dicho que mi Omega es una...? ¿Una traidora? ¿¡Que huyó de mí!? —Furiosa, gritó. Su poderosa voz fue suficiente para que Cha cerrara sus ojos un momento, aceptando su destino. La reina, por su parte, ignoró los lamentos y disculpas de sus demás ministros, con la mirada fija en aquel anciano—. ¿Que no lo merece, dices? ¿Qué me haga cargo de mis malditas promesas?
Un feroz rugido abandonó su pecho, mientras declaraba con apasionante sadismo: —Desde hoy, Évrea ya no tiene Concejo Real, ni Harém, ¡Ni Reina! —Las garras en sus manos, al igual que sus colmillos, crecieron hasta ser más filosos, más aterradores. Sus fauces causaron pavor—. ¡Sólo existo yo! Yo, y sólo yo, mando en este reino. No habrá nadie que cuestione mis acciones, nadie podrá detenerme. Ni una sola alma se atreverá a cruzarse en mi camino sin temer a mi juicio. Esa es mi promesa, y tal como me han pedido, la cumpliré.
Los huesos de la reina crujieron, sus costosas ropas de seda se rasgaron en un sonido crudo que provocó gritos y lamentos cuando la feroz bestia azabache se abrió paso por la enorme mesa de plata. El gran lobo, con su pelaje despeinado, el lomo engrifado, las garras afiladas y las fauces goteando saliva caliente mezclada con la sangre de sus victimas. Todo el dolor del animal por su lazo roto, por su compañera perdida, por el rechazo de su Omega, fue descargado en cada miembro del Concejo. Desgarró, mordió y asesinó, entre gruñidos y rugidos.
Los tres pobres Alfas ancianos representantes de los demás reinos fueron acorralados en una esquina del salón, temblando bajo el hocico de aquella bestia chorreante en líquidos desagradables. Otro crujido de huesos y al gloriosa figura musculosa y desnuda de Lisa apareció frente a ellos, bañada en sangre y con los ojos tan negros como toda la oscuridad y crueldad en su alma.
De cuclillas frente a los tres hombres, mostró una sádica sonrisa que expresaba de todo menos felicidad.
—Lleven este mensaje a sus tierras —Comenzó, aparentemente tranquila, aún cuando su voz temblaba de impotencia al igual que sus manos ensangrentadas y de entre sus dientes se asomaban pedazos de carne y piel—. Voy a buscar en cada uno de los reinos, no interesa si no obtengo el permiso, me haré paso de la forma que sea necesaria. Quemaré cada rincón hasta no dejar ni un solo árbol en pie que sirva para ocultar a mi Omega. ¿Quieren que la guerra se detenga? ¡Entonces encuentren a mi Jennie y no se atrevan a siquiera ayudarla en este capricho, o juro por mi apellido que mataré a cada individuo de este asqueroso mundo por traición! —Rugió, provocando que sus espectadores se encogieran contra aquel muro—. Cualquiera que esté en contra de mi decisión, pagará las consecuencias. Ya han visto de lo que soy capaz. No pienso detenerme. ¡Ahora salgan de mi vista!
Como si no estuvieran rezando por esas palabras durante los últimos minutos, se levantaron entre tropezones y se abrieron paso entre los cadáveres desfigurados para huir de ese palacio.
Lisa se sentó en el frío piso, escupiendo a su lado casi con asco la sangre de sus víctimas. En ese momento, odió tanto su vida, que de su garganta salió un grito de agonía, de rabia, de dolor. Sus propias lágrimas limpiaron la sangre de su rostro, y sus garras lastimaron su cabeza cuando agarró sus cabellos con brusquedad, golpeándose contra la pared mientras gritaba y gruñía con todas sus fuerzas.
Necesitaba a Jennie. Siempre lo hizo.
Lo que ella era, lo que Lisa llevaba en su interior. Aquella bestia que le acechó desde niña, tanto a ella como a sus padres. Que nació junto a ella y se impregnó en su piel para destruir su inocencia y pureza. Sólo era acallado por Jennie. Si su pequeño amor no estaba, ¿Cómo podría seguir conteniéndose?
Junto a la libertad de Jennie, nació la miseria y esclavitud de millones de personas.
Una guerra había comenzado, y no daría fin hasta que la Omega de la reina volviera a sus brazos.
Después de mil años. (TT)
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