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Gangnam Severance Hospital, Seúl, Corea del Sur.

Silencio en la habitacion. El señor Oh miraba alrededor, tratando de rebajar la tensión. Entraba poca luz por la ventana, probablemente a causa de las cortinas, que al ser muy oscuras, impedían el paso de los rayos de luz. 

Los muebles eran de caoba, de talla muy recargada, seguramente de época. En las paredes habia cuadros muy grandes, de diferentes estilos, colocados al azar, alguno un poco torcido; se diría que se llevaban mal. 

En su mesita de un rincón, junto a un pequeño Buda de madera, habia una estatuilla de la Virgen con agua bendita. Por último en el suelo, una pesada alfombra persa daba a la habitacion un aspecto todavia mas sombrio y recargado. 

"Es raro ―penso―que un médico tenga tan poco gusto en la decoración" 

Pero en el fondo no era cosa suya ocuparse de los muebles. Un leve tic tac rompió el silencio: un viejo reloj en un rincón del escritorio, quizás tambien comprado por azar.  

Observó durante un instante al hombre que estaba sentado delante de él. Tenía la frente arrugada y examinaba con atención unas hojas. Casi parecía no prestarle atención.  

En el intento de calmarse se puso de pie, se acercó a la ventana y con una mano retiró la cortina, casi como si quisiera descubrir un nuevo mundo. Mientras se frotaba los músculos rígidos del hombro miró  afuera, hacia la calle. Los coches pasaban por el asfalto, con la prisa de ir quién sabe dónde, a hacer quien sabe que. En la acera los peatones esperaban pacientemente a que el semáforo se pusiese verde para cruzar. Una madre estaba consolando a un niño que lloraba, a lo mejor queria un juguete nuevo. Unas chicas reían y bromeaban delante del escaparate de una tienda de ropa. Llevaban a la espalda la mochila del colegio, quizá se aprestaban  a regresar a casa despues de muchas horas de clases aburridas, o quizá quedaban con una amiga para estudiar juntas. 

Destellos de vida lejanos, acunados por la música del tiempo, vidas que no nos pertenecen, pero que, por un motivo u otro, se cruzan con la nuestra. Si, la nuestra. 

El señor Oh se dio cuenta de que su aliento habia empañado la fina lámina de cristal, lo que le impedía seguir observando, bajo la cortina como si fuera un telón. Se pregunto que hora era y miro el reloj: las 16:47. 

Habian pasado mas de diez minutos desde que habia entrado en esa habitacion. Quien sabe cuanto tendria aun que esperar. Al volverse, advirtió que el doctor Kwak Tae Gun lo estaba mirando con gesto mas bien preocupado. 

Suspiro el tambien; luego se dio ánimos y exclamo: 

―¿Y bien, doctor? 

Y volvió a sentarse en la silla. 

―Por desgracia, lo que me dispongo a decirle no va a gustarle. He examinado atentamente los resultados de las últimas pruebas y...

Siguieron los minutos de silencio. El señor Oh comprendió que el médico estaba buscando las palabras apropiadas para afrontar el tema y comenzo a jugar nerviosamente con los botones de la chaqueta. 

Observó con atención a aquel hombre de barba y pelo entrecanas, buscando entre las arrugas de su rostro un destello de esperanza. Pero no lo encontró.  

―Lo siento―continuó el doctor―,pero ya no hay nada que hacer. Seré sincero, no le queda mucho tiempo de vida. 

El señor Oh palideció de pronto, sintió que el suelo se desmorona bajo sus pies, trato de mantener la calma, pero por mucho que se esforzaba no pudo evitar que la voz le temblase mientras preguntaba: 

―¿Cuanto...cuanto tiempo?

―Cinco...,seis meses a lo sumo. No mas. La enfermedad avanza velozmente y, aunque parezca que no hay síntomas, las pruebas en realidad son elocuentes. La situacion se ha agravado, el corazón esta visiblemente dañado. ya lo hemos hecho todo lo posible, de verdad no quedan mas opciones. A menos que...

 El doctor Kwak Tae Gun se interrumpió titubeante. No sabia si continuar hablando. El aire de la habitacion se hacia cada vez mas pesado, casi irrespirable, y la tensión no le permitía al señor Oh mantener su habitual compostura. 

―¿A menos que...?―estalló nervioso por tanta vacilación―.Continúe, doctor, se lo ruego a menos que...¿que?. 

El doctor, que comprendía bien el estado de ánimo del hombre decidió proseguir. 

―Bien, verá, a decir verdad si que habria una posibilidad, pero no quisiera darle falsas esperanzas; en realidad  es muy difícil encontrar un corazón en tan poco tiempo, y ademas hay que tener en cuenta que...

 El doctor Kwak Tae Gun callo de nuevo y empezó a buscar nerviosamente algo en el cajón del escritorio. 

Esa enésima interrupción puso todavia mas a prueba los nervios del señor Oh. Incapaz de permanecer sentado, se levantó de golpe y volvió a la ventana. Intuía que no iba a gustarle nada a lo que se disponía a decirle. Por eso, casi como si quisiera evitar una respuesta que se anunciaba definitiva, apartó de nuevo la cortina y con voz temblorosa dijo: 

―En fin, doctor no consigo seguirlo, ¿que esta tratando de decirme, hay una esperanza?

―Por favor, cálmese y escúcheme...―respondió el especialista mientras cerraba el cajón afligido por no haber encontrado lo que estaba buscando. ―Realmente sí, aunque remota, si que habria una posibilidad : se podría intentar un transplante. Sin embargo, como le decía, hay que tener en cuenta el hecho de que desgraciadamente en nuestro país hay muy pocos donantes de modo que ya resulta difícil encontrar un corazón cuando se tiene tiempo. ¡Imagínese en su caso, cuando es cuestión de pocos meses! La única esperanza seria la de ir a otro lugar, pero aquí se sumaria el problema de su nacionalidad. 

―¿El problema de la nacionalidad?―repitió el señor Oh.―¿A que se refiere? 

―Me explicare mejor. Aunque se trasladara a un pais con un mayor numero de donantes, siempre gozan de preferencia los ciudadanos del país; eso significa que usted tendría mas posibilidades que aquí, pero no tantas como para albergar auténticas esperanzas. En definitiva, lo que estoy tratando de decirle es que a estas alturas solo lo puede salvar de un milagro. Me apena mucho, pero esta es la situacion. 

En silencio el señor Oh se volvió y miró de nuevo por la ventana. Una brisa fría hacia vibrar el cristal, sin penetrar en la habitacion. Elevo los ojos hacia el cielo, un cielo gris que amenazaba lluvia, adornando con nubes negras orladas por la luz rojiza del sol que se acercaba al ocaso. 

Mientas en su mente seguían sonando y repitiendo como un remolino imparable, las palabras del doctor, un escalofrio le recorrio todo el cuerpo, como si se negase a colaborar. Haciendo esfuerzos para mantener una aparente lucidez, sin volverse, decidió dar a esa idea que le rondaba en la cabeza porque no se atrevía a expresar, tal vez miedo a perder tambien la ultima esperanza. 

―¿Cual es la situacion en Italia?―pregunto apretando los puños. 

―¿Perdón?―contestó el doctor que no comprendía a donde queria llegar el señor Oh. 

―Quiero decir, ¿cual es la situacion en Italia en relacion a la donacion de organos?―insistió. 

―Bueno, verá si no me equivoco, Italia se cuenta entre los países con mayor numero de donantes. Pero, ¿porque me lo pregunta? 

El señor Oh no respondió. 

Miró su débil en el cristal de la ventana. Un hombre como tantos otros, de unos cuarenta años, un honesto trabajo que tenía una familia que lo estaba esperando en casa, una esposa y un hijo maravilloso a los cuales queria mas que nada en el mundo. 

La vida, a fin de cuentas, hasta entonces solo le habia dado alegrias. Añoraba ahora momentos que parecían lejanos e irrepetibles. Sabía perfectamente que esa serenidad por la que el y su familia habían luchado tanto habia desaparecido para siempre. 

El ruido de las gotas de lluvia que tamborileaban con insistencia sobre el cristal lo sacó de sus pensamientos. Un sonido que para el solía ser relajante y placentero ahora le  parecía triste y amenazador. 

Sin levantar la vista del suelo volvió al escritorio y recogió sus cosas de la silla, el abrigo y el maletín, del que sacó el paraguas. 

Cuando ya estaba en la puerta, su hijo lo habia seguido por las escaleras de la casa para dárselo, temiendo que la lloviera y que se mojara. 

 ―¡Papa! No querrás resfriarte...―habia exclamado con los brazos en la cintura y con una cara como la que ponía su madre cuando lo regañaba. 

El le habia dado una palmada de despedida y le habia abrazado con fuerza para darle las gracias. 

Una pequeña e imperceptible sonrisa se dibujó en el rostro del señor Oh cuando, mirando al especialista a los ojos, le pregunto: 

―¿Usted cree en los milagros? 

El doctor no respondió a la pregunta y se encogió los hombros, como diciendo que no lo sabia. El señor Oh, ya en el umbral, sencillamente dijo: 

―Yo si. Mi familia y yo tenemos un poco de nacionalidad italiana. 

Cerro la puerta tras de sí, bajo los pocos escalones que conducían a la calle y se encaminó a su casa. 

Gotas de lagrimas amargas se mezclaban con la lluvia de aquella triste tarde de enero. 






















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