Una de las cosas que más amaba de Nath, era como buscaba tocarla en cada ocasión que tuvieran. Podía ser algo tan simple como acariciar el dorso de su mano o la cara interna de su muñeca; o acomodar su cabello cuando éste caía sobre su rostro molestándola. A veces, solo se sentaba tan cerca de ella que sus piernas y brazos se rozaban ante cualquier movimiento.

Pero sin duda, la mejor de todas, era cuando dormido buscaba su mano.

Nathaniel normalmente tenía el sueño tan ligero que el más mínimo movimiento anormal lo despertaba, Ania pensaba que era un efecto colateral de su trabajo. Lo peor, eran las pesadillas, cuando tenía una pesadilla, despertaba agitado y todo sudado.

De tantas horas que pasaba leyendo expediente tras expediente de diferentes casos, uno más terrorífico que el otro, le provocaba pánico que les pasara algo a ellos. Más de una vez lo había encontrado en el sillón de la sala, con los documentos frente a él y la mirada perdida en el vacío. Solo la primera vez le había preguntado qué le ocurría y su respuesta fue todo lo que necesito para saber que no todo era tan maravilloso como siempre contaba al volver del trabajo.

—La vida real es muy diferente de la ficción —había murmurado.

Y ella supo que se refería a esos libros y series policíacas que tanto amaba. Una cosa era saber que eran historias inventadas –muchas veces verídicas, pero generalmente uno no le presta atención a ese detalle– y otra, muy diferente, es leer casos de víctimas o testigos reales, sabiendo que muy probablemente al día siguiente tendrás que enfrentar a la persona o a sus familiares desesperados pidiendo justicia.

Una noche, cuando Ania lo sintió comenzar a removerse dormido, producto de otra pesadilla; esa vez, ella optó por simplemente tomar su mano. El rubio se relajó casi como un acto reflejo al percibir el cálido contacto de su novia.

Después de eso, todas las demás noches, fue él quien buscaba su tacto, incluso cuando estaba en el más profundo de los sueños.