━━━Extra VII
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ꜱᴏʙʀᴇ ᴇʟ ꜱɪɴɪᴇꜱᴛʀᴏ ɢɪʀᴏ ᴅᴇ ᴍɪ ꜰɪᴇꜱᴛᴀ ᴅᴇ ᴄᴜᴍᴘʟᴇᴀÑᴏꜱ
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PERCY
DOS DÍAS MÁS TARDE DE LA SALIDA DEL CAMPAMENTO ERA MI CUMPLEAÑOS.
Nunca hacía mucha propaganda porque caía justo después del campamento, de modo que ninguno de mis compañeros de allí podía venir a celebrarlo y, por otro lado, tampoco tenía muchos amigos mortales.
Y era el primer año desde que Darlene y yo éramos amigos que no lo pasaría con ella, aunque dicho sea que tampoco pasamos juntos el suyo por su escapadita repentina a quién sabía dónde.
Además, hacerme mayor no me parecía un acontecimiento digno de celebrarse desde que conocía la gran profecía según la cual debía destruir o salvar el mundo al cumplir los dieciséis.
Ese año cumplía quince. Se me agotaba el tiempo.
Mi madre organizó una pequeña fiesta en nuestro apartamento. Asistió Paul Blofis, aunque ya no había problema, porque Quirón había manipulado la Niebla para convencer a todos los de la Escuela Secundaria Goode de que yo no había tenido nada que ver con la explosión de la sala de música.
Paul y los demás testigos creían que Kelli, la animadora, era una loca incendiaria y yo, un chico inocente que pasaba por allí y que había huido presa del pánico. O sea, que me permitirían empezar primero en Goode al mes siguiente. Si pretendía mantenerme a la altura de mi historial y conseguir que me expulsaran de un colegio cada año, tendría que esforzarme más.
Estaba a punto de soplar las velas cuando sonó el timbre.
Mi madre frunció el ceño.
—¿Quién será?
Parecía raro, porque en nuestro edificio había portero, pero no nos había avisado. Mi madre abrió la puerta y ahogó un grito.
Era mi padre. Iba con bermudas, con una camisa hawaiana y unas sandalias, como siempre. Llevaba la barba perfectamente recortada y sus ojos verde mar centelleaban. Se había puesto también una gorra muy maltrecha, decorada con anzuelos, que decía: «LA GORRA DE LA SUERTE DE NEPTUNO.»
—Posei... —Mi madre se calló en seco. Se había sonrojado hasta la raíz de los cabellos—. Humm, hola.
—Hola, Sally —la saludó Poseidón—. Estás tan guapa como siempre. ¿Puedo pasar?
Mi madre soltó una especie de gritito que igualmente podía significar "sí" o "no". Poseidón lo interpretó como un sí y entró.
Paul iba mirándonos a todos, tratando de descifrar la expresión que teníamos en la cara. Al final, se presentó él mismo.
—Hola, soy Paul Blofis.
Poseidón arqueó las cejas mientras se estrechaban la mano.
—¿Besugoflis, ha dicho?
—Eh, no, Blofis.
—Ah, vaya —replicó mi padre—. Lástima. A mí el besugo me gusta bastante. Yo soy Poseidón.
—¿Poseidón? Un nombre interesante.
—Sí, no está mal. He tenido otros nombres, pero prefiero Poseidón.
—Como el dios del mar.
—Justamente, sí.
—¡Bueno! —intervino mi madre—. Humm, nos encanta que hayas podido pasarte. Paul, éste es el padre de Percy.
—Ah. —Paul asintió, aunque no parecía muy complacido—. Ya veo.
Poseidón me sonrió.
—Aquí está mi chico. Y Tyson. ¡Hola, hijo!
—¡Papá! —Tyson cruzó el salón dando saltos y le dio a Poseidón un gran abrazo. A punto estuvo de tirarle la gorra.
Paul se quedó boquiabierto. Miró a mi madre.
—Tyson es...
—No es mío —le aseguró ella—. Es una larga historia.
—No podía perderme el decimoquinto cumpleaños de Percy —dijo Poseidón —. ¡Si esto fuera Esparta, Percy se convertiría hoy en un hombre!
—Cierto —convino Paul—. Yo antes enseñaba historia antigua.
Los ojos de Poseidón centellearon de nuevo.
—Eso es lo que yo soy. Historia antigua. Sally, Paul, Tyson... ¿ importaría si me llevo un momentito a Percy?
Me rodeó con un brazo y me arrastró a la cocina.
Hablamos un largo rato, sobre la guerra en Océano, sobre Tifón y la erupción que causé, sobre Anteo, y luego se marchó.
Resultó un poco difícil convencer a Paul de que Poseidón había bajado por la escalera de incendios, pero como es imposible que la gente se desvanezca en el aire, no le quedó más remedio que creérselo.
Comimos pastel azul y helado hasta hartarnos. Luego jugamos a un montón de juegos tontorrones, tipo Monopoly, acertijos y tal. Tyson no captaba los juegos de mímica. No paraba de gritar la palabra que debía representar con gestos. En cambio, el Monopoly se le daba muy bien. A mí me tumbó en las primeras cinco vueltas y luego empezó a dejar en bancarrota a mamá y a Paul.
Los dejé jugando y me fui a mi habitación.
Puse sobre la cómoda un pedazo de pastel azul intacto.
Me saqué mi collar del Campamento Mestizo y lo coloqué en el alféizar de la ventana. Tenía tres cuentas que representaban mis tres veranos en el campamento: un tridente, el Vellocino de Oro y el último, un intrincado laberinto, símbolo de la Batalla del Laberinto, como los campistas habían empezado a llamarla. Me pregunté cuál sería la cuenta del año siguiente, si es que todavía estaba en condiciones de conseguirla. Y si el campamento sobrevivía tanto tiempo.
Me palpé los bolsillos y los vacié: Contracorriente, un pañuelo de papel, la llave del apartamento. Luego me palpé el bolsillo de la camisa y noté un bulto.
No me había dado cuenta, pero llevaba la camisa blanca de algodón que me había dado Calipso en Ogigia. Saqué un paquete de tela, lo desenvolví y hallé el ramito de lazo de luna. Era diminuto y se había marchitado después de dos meses, pero todavía percibí el leve aroma del jardín encantado. Aquello me entristeció.
Recordé la última petición que me había hecho Calipso:
—Planta por mí un jardín en Manhattan, ¿de acuerdo?
Abrí la ventana y salí a la escalera de incendios.
Mi madre tenía allí una maceta. En primavera sembraba flores, pero ahora sólo contenía tierra. La noche estaba despejada. La luna llena iluminaba la calle Ochenta y dos. Planté la ramita seca de lazo de luna en la tierra y la rocié con un poco de néctar de mi cantimplora.
Al principio, no pasó nada.
Luego, mientras seguía mirando, brotó una plantita plateada: un retoño de lazo de luna que fulguraba en la cálida noche de verano.
—Bonita planta —comentó una voz.
Di un respingo. Nico di Angelo estaba a mi lado, en la escalera de incendios, como salido de la nada.
—Perdona —se disculpó—. No pretendía asustarte.
—No... está bien. O sea... ¿qué haces aquí?
Había crecido un par de centímetros en los dos últimos meses y llevaba el pelo oscuro completamente desgreñado. Iba con una camiseta negra, vaqueros negros y se había puesto un anillo de plata nuevo en forma de calavera. La espada de hierro estigio le colgaba del cinto.
—He estado investigando un poco —dijo—, y he pensado que te gustaría saberlo: Dédalo ha recibido su castigo.
—¿Lo has visto?
Nico asintió.
—Minos quería hervirlo durante toda la eternidad en una olla de queso fundido, pero mi padre tenía una idea distinta. Dédalo se dedicará hasta el fin de los tiempos a construir pasos elevados y rampas de salida en los Campos de Asfódelos. Servirá para descongestionar un poco el tráfico. En realidad, me parece que el viejo se ha quedado bastante contento. Podrá seguir construyendo y creando. Y puede ver a su hijo y a Perdix durante los fines de semana.
—Está muy bien.
Nico dio unos golpecitos a su anillo de plata.
—Pero no he venido por eso, a decir verdad. He descubierto algunas cosas. Quiero hacerte una oferta.
—¿Cuál?
—El método para derrotar a Luke —me dijo—. Si no me equivoco, es la única manera de que tengas alguna posibilidad.
Inspiré hondo.
—Bien. Te escucho.
Nico echó un vistazo al interior de mi habitación y frunció el ceño.
—¿Eso no es... pastel azul de cumpleaños?
Parecía hambriento, tal vez algo triste. Me pregunté si el pobre chico habría celebrado alguna vez una fiesta de cumpleaños, o si lo habrían invitado a alguna.
—Entra. Hay pastel y helado —le invité—. Me parece que tenemos mucho de que hablar.
Él asintió, bastante serio, confundido y preocupado.
—Sí —masculló—, por ejemplo, no te creerás de quién conseguí la información.
—¿Quién?
Nico parecía contrariado de decirmelo, pero al final murmuró un nombre.
—Alessandra Olimpia.
Bueno, oficialmente
.
.
.
SE TERMINÓ EL LIBRO CUATRO.
Recuerden que la siguiente actualización se dará en el libro de Regalos.
Voy a tomarme una temporada de receso porque estoy por empezar finales en la universidad. Quizá dos o tres semanas.
Me gustaría ver teorías que tengan de lo que se viene para el final de este libro.
MEME TIME
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