━━━Extra IX

TW: Consumo de alcohol y cigarros en menores. 

No estoy avalando este tipo de conductas ante situaciones parecidas a las planteadas en el capítulo, pero es una realidad que ocurre y por motivos de la trama, decidí explorar.

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ꜱᴏʙʀᴇ ɴᴏ ᴄᴀᴇʀ ᴇɴ ᴇʟ ꜰᴏɴᴅᴏ

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APOLO

COMENZABA A OSCURECER CUANDO DIONISO DECIDIÓ QUE ERA BUENA IDEA DECIRME QUE MI NOVIA LLEVABA TODO EL DIA DESAPARECIDA.

—¡Era tu deber cuidarla! —bramé furioso, y azoté el cuerpo de mi hermano contra la pared, alzándolo por encima de sus pies.

—Es extraño ver a un adolescentes sacudiendo a un señor de mediana edad así.

—Percy...

—¿Qué? No me vas a negar que visualmente es raro, incluso si son Apolo y el señor D.

—¿Cómo pudiste no decirme nada? —grité, mi voz ecoando por la sala—. ¿Cómo pudiste dejar que pasara tanto tiempo sin hacer nada?

Dioniso se encogió de hombros, intentando liberarse de mi agarre.

—No pensé que fuera algo grave. Tú noviecita lleva días escapándose de noche.

Me tembló el párpado.

—¿Qué? —Miré al molusco con patas y su novia—. ¿Cuánto lleva sucediendo?

—Unos ocho días —admitió Quirón apenado.

—¡¿Y nadie se le ocurrió decírmelo?! ¡He esta viniendo casi todos los días!

—¿Y tú no has notado las ojeras? —replicó Percy cruzándose de brazos.

—Me dijo que no estaba durmiendo bien.

—Bueno, técnicamente es verdad. No está durmiendo.

Me sacudí el cabello, intentando calmarme, pero mi ira solo parecía crecer.

—¿Hay alguna pista de a dónde ha estado yendo? —pregunté tratando de contenerme de quemar todo hasta las cenizas.

—Creemos...creemos que se ha estado yendo con Alessandra —comentó la rubia.

—¿Quién?

—La hija de Niké —espetó Percy rodando los ojos.

El muchacho no dejaba de cruzarse de brazos como si estuviera en posición de sermonearme, algo que, francamente, no tenía derecho a hacer. Claro, había salvado el mundo un par de veces, pero ¿yo? ¡Soy un dios! Y, sin embargo, aquí estaba, tragándome mi orgullo porque había algo mucho más importante en juego.

Mi amor. Eso era lo único que importaba, encontrarla para poder volver a tenerla en mis brazos, donde estaría sana y salva. Y si eso significaba soportar al chico del mar y su constante actitud de héroe frustrado, lo haría... aunque cada fibra de mi ser me rogara que lo convirtiera en un charco de agua salada.

—Ah sí. Esa.

No era como si desconociera quién era, pero en realidad los nombres de personas que me eran insignificantes no eran algo que me interesa recordar. Por ejemplo, la rubia al lado del molusco con patas. No recordaba cómo se llamaba, solo que era amiga de Dari e hija de Atenea.

¿Cómo se llamaba? ¿Amanda? ¿Ariana? No. Esa es la esposa de Dioniso. En fin. Ven. Insignificante.

—Sé que te cuesta retener información cuando no te importa, Apolo, pero al menos haz el intento de prestar atención a algo más que tu campo de visión.

«Este puto niño» pensé aguantando las ganas de prenderlo fuego.

Apreté los puños con tanta fuerza que sentí las uñas clavándose en mis palmas. El dolor era un recordatorio de que no podía perder el control. No ahora. Respiré hondo, aunque el aire parecía arder mis pulmones.

—Percy —interrumpió la chica con voz tensa, posando una mano en su hombro como si fuera a sujetarlo para calmarlo. Como si ese crío pudiera siquiera alcanzarme.

—¿Te gustaría que te arranque la cabeza, pez payaso? —gruñí, dándole un paso amenazante.

—Me gustaría verte intentarlo, Campanita —espetó entre dientes, llevándose la mano al bolsillo, donde seguro tenía esa estúpida espada.

—¡Basta los dos! —interrumpió Quirón, golpeando el suelo con una pezuña—. Esto no nos lleva a ningún lado. Tanto Alessandra como Darlene saben cuidarse muy bien solas, ambas han pasado su vida siendo ignoradas por los monstruos y ahora han alcanzado un punto de entrenamiento dónde no necesitan ser protegidas cada minuto de su día a día. Ambas están dolidas por todo lo que ha pasado y probablemente estén juntas. Hay que encontrarlas, sí; pero no vamos a lograr nada si lo único que hacen es discutir hasta porque el otro respiró demasiado cerca.

Quirón nos miraba con esa mezcla de autoridad y paciencia eterna que solo él podía proyectar, mientras Percy y yo apenas logramos desviar nuestras miradas el uno del otro. El niño estaba tan insoportable como siempre, pero incluso yo sabía que tenía razón, aunque me costara admitirlo.

Respiré hondo, intentando calmar el fuego que me quemaba por dentro. Aunque fuera un dios, aunque tuviera poder suficiente para arrasar con todo el campamento si quisiera, no podía permitirme un arrebato de ira. No ahora.

Dari estaba desaparecida. Ella era lo único que me importaba.

—Bien. Cómo sea —gruñí dándoles la espalda.

—Hubiera apostado por tí, hermano —dijo Dioniso. El muy imbécil se había sentado en el sillón a comer palomitas.

—Cierra la puta boca, borracho —dije con una mirada gélida.

—Vaya, —Alzó las manos en señal de paz, aunque seguía mascando con esa expresión de completa indiferencia que tanto me irritaba—. ¿Tan mal es la situación para que insultes? Debe ser un problema de nivel internacional.

Bufé, cerrando los ojos con fuerza mientras me alejaba. Dioniso parecía disfrutar de la tensión en el ambiente, como si todo esto fuera un espectáculo montado para su entretenimiento.

Lo ignoré. Mi paciencia ya era escasa y, si me detenía a prestarle atención, probablemente perdería el poco control que me quedaba.

—¿Dónde la han estado buscando? —pregunté en su lugar.

—Los alrededores del bosque —dijo la chica—. Percy y yo hemos ido a Manhattan. No le hemos querido decir a su madre todavía, pero...si no aparece pronto...

Asentí.

No esperé más. Ya tenía la información suficiente.

Salí de aquella casa dando un portazo.

Peiné casi todos los alrededores de Nueva York sin encontrar rastros de Dari.

¿Dónde se había metido?

No era normal para un dios no poder encontrar un mortal, a no ser...que otro dios escondiera su rastro.

El cielo empezaba a nublarse, y una ráfaga especialmente fuerte me hizo detenerme en seco. No era un viento común, no. Había algo diferente. Miré a mi alrededor con la mandíbula apretada y los ojos entrecerrados, como si pudiera encontrar al responsable entre las sombras.

—¿Se te perdió algo, Apolo? —Una voz suave, casi burlona, resonó a mi espalda.

Me giré rápidamente, y ahí estaba él.

—No tengo tiempo para tus juegos, Céfiro —gruñí, dando un paso hacia él. Se recargaba despreocupadamente contra una pared, con esa actitud relajada y arrogante que siempre me ponía los nervios de punta. Su cabello ondeaba al ritmo de una brisa suave, y sus ojos me estudiaban con una mezcla de diversión y curiosidad.

Tenía un odio profundo en su contra, mucho más grande que el que solía sentir por Eros. El dios del amor me había condenado, pero Céfiro prácticamente me había arrancado el corazón cuando mató a mi precioso Jacinto. Y peor, nunca había podido conseguir venganza contra él al ponerse bajo la protección de Eros.

Esos dos eran mi espina clavada bajo el pie.

—Si has venido a molestar, mejor desaparece antes de que pierda la paciencia.

Céfiro se echó a reír, una risa ligera como el viento que llevaba su nombre. No se movió ni un milímetro.

—Oh, tranquilo, no he venido a jugar. Aunque debo admitir que verte tan alterado es un espectáculo que no quería perderme. —Sus ojos brillaron maliciosamente antes de añadir—: Escuché por ahí que la pequeña damita está desaparecida.

Entrecerré los ojos.

—Sabes dónde está —dije con certeza.

Hizo como si se estuviera quitando una pelusa de la ropa.

—Obvio sí.

No dijo nada más. Claramente jugando con mi paciencia.

Di un paso más hacia él, mi mano derecha, apareciendo mi arco en la mano. Si quería jugar, iba a aprender que conmigo no se jugaba.

—No tengo tiempo para tus malditos acertijos.

El dios del viento suspiró, llevándose una mano al pecho en una burla evidente.

—Que impaciente. No te preocupes, está sana y salva. Está en Blackout.

Fruncí el entrecejo.

—¿Qué está haciendo en el Bronx?

No era el tipo de lugar que ella frecuentaba. No era para nada su tipo.

Céfiro abandonó su expresión burlesca, dándose cuenta de mi línea de pensamiento.

—No es ella misma últimamente, ¿no? —dijo con pena.

Solté un suspiro y asentí.

—Gracias —dije por lo bajo. Se sintió igual que beber arsénico.

Él se encogió de hombros.

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Blackout era una especie de discoteca de mala muerte en el Bronx.

No tenía letreros luminosos ni filas esperando en la calle. Desde afuera, el lugar parece un edificio más en medio del caos urbano. La fachada gris y descuidada, con grafitis mal hechos que intentaban competir con los años de mugre acumulada en las paredes de ladrillo, apenas lograba destacar en el barrio.

Un único guardia apoyado descuidadamente contra la pared. No hay nada que indique que detrás de esas paredes hay un lugar de entretenimiento.

Me acerqué con paso firme y sin decir nada, el guardia me abrió la puerta a las prisas.

Por dentro había un enorme pasillo apenas iluminado por un par de bombillas parpadeantes. El aire olía a humedad rancia que a cualquiera le daría ganas de vomitar.

En la sala principal funcionaba un salón de apuestas. Música tenue y luces tranquilas. La razón de que la mayoría no supiera lo que era en realidad.

Fue cuando la vi.

Estaba sentada en una mesa de póker, con las cartas en la mano y una expresión que indicaba que estaba desplumando a sus víctimas sin reparo. Caminé hacia ella con furia.

—¡Ey, mirá quién está aquí! —dijo con aire risueño, claramente un poco ebria, pero no lo suficiente para no comprender qué pasaba a su alrededor—. ¡Hola, solecito!

—¡¿Dónde está?!

Ella frunció los labios, pensativa.

—¿Quién?

—Sabes muy bien quién, Alessandra Olimpia —gruñí quitándole las cartas y levántadola de su asiento con ira—. La chica que arrastraste a este lugar infernal.

Alessandra ladeó la cabeza, tratando de burlarse de mí.

—No. En serio. No sé quién. —Apreté con fuerza su brazo—. ¡Ay, eso duele, hijo de puta!

—¡¿Dónde está Darlene?! —bramé, haciendo sacudir el lugar.

Ninguno de los mortales hizo algún intento de entrometerse, prefiriendo mantener las narices en sus cartas. Gente inteligente. Estaba demasiado enojado como para que me importara ser piadoso con un grupo de inocentes sacos de carne.

La chica intentó zafarse de mi agarre sin éxito.

—¡Suéltame!

—¡Dime dónde está!

—¡Abajo, animal!

La solté bruscamente. Se llevó la mano al brazo. Por la mañana tendría un feo moretón. Me miró con odio. No me importaba.

Me dirigí a la escalera que daba al sótano. En la parte inferior del edificio estaba la discoteca. Insonorizado, un amplio sótano decorado con luces de todos colores y música electrónica.

Bajé los escalones de dos en dos, sin importarme que la madera crujió bajo mis pies. Cada paso hacía que el aire se volviera más denso, saturado de un hedor a sudor, alcohol barato y humo que no se parecía en nada al incienso y los perfumes que solían quemar en mi honor, mucho menos al maravilloso perfume caro que Dari solía usar. Esto era opresivo y asqueroso.

Un bajo pesado retumbaba en las paredes, en el suelo, en mi pecho, como si intentara sincronizarse con el latido de mi corazón. Las luces parpadeaban demasiado rápidas como para que los ojos mortales las siguieran, y demasiado agresivas como para ser otra cosa que una distracción.

Pero lo que me sorprendió fue que estaba demasiado saturado de deseo, como una nube que se arremolinaba sobre cada uno de los presentes. Se tocaban, se besaban, se perdían en un frenesí que iba mucho más allá del baile. No había lógica aquí, no había pensamiento. Solo necesidad e instinto primario.

No era normal. Si bien este lugar era desinhibido, nunca a este nivel.

Era una jauría de cuerpos que se movía al ritmo de la música, desbordando una energía animal que reconocí de inmediato.

Eros. Esto apestaba a Eros.

Él estaba aquí.

Por eso Céfiro sabía que Dari estaba aquí también.

Caminé entre ellos, chocando con hombros y brazos, notando las miradas rápidas, las sonrisas lascivas y los ojos vidriosos que me seguían. Mi aura, siempre un faro en cualquier lugar, parecía atraer demasiado la atención y contrario a mi habitual reacción a la atención, esta vez sentí asco.

Un chico tambaleante chocó conmigo, con la mirada perdida y una sonrisa idiota en el rostro. Olía a sudor y alcohol, y su piel estaba cubierta de un brillo que sólo podía describir como enfermizo.

—Lo siento, hermano —balbuceó, intentando enfocar la vista en mí.

Lo aparté de un empujón y seguí adelante.

A un costado, apoyado en una pequeña mesa redonda, con una cerveza en la mano, lo encontré. Miraba sin interés, ni siquiera reaccionó sorprendido cuando me vio.

—Ya te estabas tardando —dijo dando un sorbo a su vaso.

—¿Dónde está?

Señaló un punto a unos metros de nosotros.

Me rompió verla así.

Su cabello, usualmente brillante, parecía opaco bajo las luces. Bailaba sin vida. Moviéndose como un títere. Nadie se acercaba a ella, pero la miraban como buitres.

Me llené de ira silenciosa. Ver aquellas miradas sobre mi Darlene me ponía enfermo. Nadie debería mirarla así.

—¿Por qué has dejado que siga aquí? —gruñí entre dientes—. Este lugar podría pasar por un motel barato de mala muerte. ¡No es lugar para ella!

Eros se encogió de hombros.

—¿Te preocupa que pueda engañarte?

No. Nunca. Ella no lo haría. La creía capaz de muchas cosas. Infiel y traidora, nunca.

—¡Me preocupa que se aprovechen de ella!

—Conmigo aquí, ¿quién se atrevería a eso?

Tenía que darle la razón. Nadie la tocaba, nadie ni siquiera hacía el intento de acercarse a ella.

—Este lugar es un asco y tú solo presencia lo empeora.

Eros se rió, irónico.

—¿Yo? Yo lo estoy conteniendo.

—¿Qué? —Fruncí el ceño.

—Es obra suya. Alessandra me dijo que no es la primera vez que ocurre. Al parecer, las atmósfera desenfrenadas descontrolan sus poderes, y eso acababa potenciando aún más el entorno —explicó mirándola con orgullo mezclado con preocupación.

Miré nuevamente a Darlene, moviéndose sin alma, mientras la energía a su alrededor se arremolinaba, como una tormenta desatada. Eros continuó, bebiendo con calma, como si todo esto fuera lo más normal para él.

—¡¿Está borracha?! —cuestioné enojado.

—No sabe beber, apenas ha tomado un par de vasos. Yo mismo se los conseguí. Si no lo hacía, iba a conseguir alguien que se los diera, como ha estado haciendo últimamente, y aquí no me fío de lo que puedan darle.

Se me heló el cuerpo.

—¿Ha...estado bebiendo todos estos días?

Eros se miró las manos. Nunca, jamás había visto culpa en sus ojos. Verdadera culpa.

—Eso parece.

No podía apartar los ojos de ella. Sus movimientos mecánicos, esa mirada perdida, y el hecho de que ni siquiera parecía ser consciente de lo que sucedía a su alrededor me partían el alma.

Esta no era mi Darlene. Esto era una sombra, un reflejo distorsionado de la chica que amaba.

—Tenemos que cortar el lazo —mascullé, tan pronto como lo dije, me odié.

No podía pedírselo. Era Michael. Mi hijo. No podía pedirle que lo dejara ir.

Pero tenía que hacerlo, porque seguir enlazada la estaba matando en vida.

—También lo pensé, pero...apenas han pasado dos semanas, Apolo. Aún puede mejorar —lo dijo de tal manera que no estaba seguro si lo decía para convencerme a mí o a sí mismo.

No sabía qué otra opción teníamos.

—Por ahora la sacaré de aquí. Ya veremos qué hacer.

No esperé su respuesta.

Me moví para acercarme, pero me detuvo por el brazo.

—Me caes mal, Apolo. No te acepto del todo como su pareja, pero ella es mi corazón. Merece el mundo entero y no me gusta verla así de rota. No interferiré más en su relación, pero no permitas que se siga hundiendo hasta el fondo.

No hizo falta una respuesta. Los dos sabíamos que no lo permitiría.

Me abrí paso entre la multitud, estaba de espaldas a mí, no se había dado cuenta de mi repentina llegada. Cuando estuve lo suficientemente cerca, extendí una mano hacia ella.

—Darlene. —Ella no reaccionó al principio—. Darlene —repetí, esta vez colocando una mano en su brazo con suavidad, intentando llamarla de vuelta.

La música era estruendosa, pero una de las ventajas de ser un dios es que no importa que tan alto suena otro sonido, tú voz siempre será escuchada.

Finalmente, giró la cabeza hacia mí. Estaba llorando.

—Apolo... —susurró.

—Nos vamos —dije con autoridad, tratando de que no se me notara lo mucho que me dolía verla así.

Ella negó con la cabeza lentamente.

—No... no quiero irme —balbuceó arrastrando las palabras, señalándome con un dedo que no podía mantener recto—. Estoy...estoy bien. ¡Perfectamente bien!

—No, no estás bien —insistí, atrayéndola a mis brazos.

—No me... importa.

Miré por encima de mi hombro. Eros se había ido.

Volví a mirarla.

—Si no quieres volver al campamento, está bien. Podemos ir a otro lado, como el verano pasado. Podemos...podemos ir a Perú, o España, o dónde quieras.

Ella negó con la cabeza. Parecía querer decir algo, pero no le salían las palabras.

—Vamos —insistí.

Pero se zafó, apartándose de mí.

Caminó tambaleándose, abriéndose paso entre la multitud y la seguí mientras se apoyaba pesadamente en el mostrador de la barra, su cabello cayendo como un cortinaje desordenado sobre su rostro. La música seguía retumbando, y las luces parpadeaban en tonos vibrantes que parecían resaltar aún más su estado desorientado.

Levantó la mano como si fuera a llamar al bartender, pero su movimiento fue torpe, y terminó trastabillando hacia un lado. Alcancé a sostenerla antes de que cayera y aprovechó para gritar:

—¡Dame...!

—No le des nada más —le advertí al bartender, que asintió rápidamente al darse cuenta de la situación—. Es suficiente, nos vamos.

—¡Déjame! —Luchó por apartarse de mí—. ¡No soy una niña, Apolo! —exclamó, su voz alzándose por encima de la música. Sus palabras salieron arrastradas y algo incoherentes—. ¡Puedo cuidarme sola! —agregó sollozando, la voz se le rompió.

No podía. No podía dejarla.

La sostuve firmemente mientras ella forcejeaba, sus manos empujando débilmente mi pecho. Me odiaba por esto, lo sabía. Pero también sabía que mañana me odiaría más si la dejaba quedarse aquí.

—No estoy haciendo esto para controlarte, ni para... para lo que sea que creas. Estoy haciendo esto porque te amo. Porque no voy a dejar que te hagas daño.

Ella me miró con los ojos entrecerrados, como si intentara procesar mis palabras a través de la niebla de alcohol que nublaba su mente. Luego negó con la cabeza, dejando caer los hombros.

—No necesitas protegerme.

—No, no lo necesitas, pero quiero hacerlo.

Por un momento pensé que iba a decir algo, pero en lugar de eso, soltó un sollozo desgarrador y se desplomó contra mí. La envolví en mis brazos sin pensarlo, sintiendo cómo todo su peso descansaba sobre mí.

—Vamos a casa, Dari —susurré, acariciándole el cabello mientras ella temblaba contra mi pecho—. Podemos hablar, o no hablar. Lo que tú necesites. Pero no aquí.

Ella no respondió, pero tampoco se resistió cuando la guié fuera del club. Afuera, el aire fresco de la noche nos envolvió, y sus sollozos se fueron calmando poco a poco mientras la sostenía cerca.

—¿Por qué me buscaste? —murmuró finalmente.

—¿Por qué no lo haría? —cuestioné abrazándola cuando sentí su cuerpo temblar por el aire fresco del otoño que se acercaba—. No hay nada en este mundo, ni en ningún otro, que me importe más que tú —respondí con sinceridad.

Se quedó en silencio, apoyando su cabeza contra mi hombro. No dijo nada más mientras la llevaba a un lugar más seguro, lejos del ruido, las luces y todo lo que la había empujado al borde esa noche.

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