030.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴘᴇʀᴄʏ'ꜱ ᴅᴇꜱᴘᴇʀᴀᴛᴇ ᴘʟᴀɴ

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ꜱᴏʙʀᴇ ᴇʟ ᴘʟᴀɴ ᴅᴇꜱᴇꜱᴘᴇʀᴀᴅᴏ ᴅᴇ ᴘᴇʀᴄʏ

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CLARISSE IBA A MATAR A ALGUIEN.

—¿Qué pretendías, insensata? —Clarisse se inclinó sobre Silena, quién descansaba su cabeza en mi regazo.

Ella intentó tragar, pero tenía los labios resecos y resquebrajados.

—No me... habrías... escuchado. La cabaña sólo te... seguiría a ti.

—Así que me robaste la armadura —comprendió Clarisse, aún incrédula—. Esperaste a que Chris y yo saliéramos a patrullar, te apropiaste de la armadura y te hiciste pasar por mí. —Miró furiosa a sus hermanos—. ¿Y ninguno se dio cuenta?

Los campistas de Ares experimentaron un repentino interés por sus propias botas.

—No los culpes —dijo Silena—. Ellos querían... creer que eras tú.

—Estúpida hija de Afrodita —gimió Clarisse—. ¿Y por qué te has enfrentado al drakon?

—Todo ha sido por mi culpa —admitió Silena, mientras una lágrima resbalaba por su rostro—. El drakon, la muerte de Charlie... el campamento amenazado...

—¡Basta! —exclamé sollozando—. ¡Ya nadie te culpa por eso!

A nuestra espalda, la batalla proseguía.

Clarisse miró ceñuda a sus compañeros de cabaña.

—Rápido, ayuden a los centauros. Defiendan las puertas. ¡Deprisa!

Echaron a correr para sumarse a la lucha.

Silena inspiró honda y dolorosamente.

—Perdón.

—No vas a morir —insistió Clarisse.

Ahogué el llanto. Silena se sentía fría en mis brazos.

—Charlie... —Sus ojos miraban muy lejos, a millones de kilómetros—. Veo a Charlie...

Ya no volvió a hablar.

Clarisse y yo la sostuvimos, sollozando. Chris le puso la mano en el hombro. Sentí el abrazo de Percy sobre los míos.

Annabeth le cerró los ojos a Silena.

—Tenemos que luchar —dijo con voz quebrada—. Ha dado su vida para ayudarnos. Debemos hacerlo en su honor.

Estaba cansada.

¿Cuántos más morirían en mis brazos?

Clarisse se sorbió la nariz y se secó las lágrimas.

—Era una gran heroína, ¿entendido? Una heroína. —Nadie se atrevió a discutir. Tomó una espada de uno de sus hermanos caídos—. Cronos lo va a pagar caro.

Me gustaría poder decir que expulsé al enemigo de los alrededores del Empire State. Pero la verdad es que Clarisse hizo todo el trabajo. Incluso sin su armadura y su lanza, aquella chica era un verdadero demonio. Lanzó su carro directo hacia el ejército del titán y aplastó todo lo que fue encontrando a su paso.

Su energía era tan contagiosa que hasta los centauros despavoridos empezaron a reagruparse. Las cazadoras quitaban flechas a los caídos y lanzaban una salva tras otra al enemigo. La cabaña de Ares repartía golpes y estocadas a mansalva, lo cual no dejaba de ser su ocupación favorita. Los monstruos optaron por retirarse hacia la Treinta y cinco Este.

Clarisse regresó junto a la carcasa del drakon y la enganchó al carro pasando un garfio por sus cuencas vacías. Luego fustigó a los caballos y salió disparada, arrastrando al drakon detrás como si fuera un dragón del Año Nuevo chino. Así cargó contra los enemigos en fuga, insultándolos y retándolos a enfrentarse a ella. Mientras proseguía su avance, advertí que resplandecía literalmente, rodeada de un aura de fuego rojo.

—La bendición de Ares —dijo Thalia—. Nunca la había visto.

En aquel momento, Clarisse era tan invencible como Percy. Le arrojaban lanzas y flechas, pero ninguna la alcanzaba.

—¡Soy Clarisse, la asesina del drakon! —gritaba enardecida—. ¡Los mataré a todos! ¿Dónde está Cronos? ¡Saquenlo de su escondrijo! ¿Acaso es un cobarde?

—¡Clarisse! Para ya. ¡Vuelve!

—Dejala —murmuré sin ganas—. Necesita hacer esto.

—Sí, pero...

—¿Qué te pasa, señor de los titanes? —seguia gritando—. ¡Da la cara!

Los enemigos no respondían. Empezaron a retroceder poco a poco tras una barrera de escudos de las dracaenae, mientras ella describía círculos con su carro por la Quinta Avenida, desafiándolos a interponerse en su camino. El chasis de sesenta metros del drakon chirriaba sobre la calzada como un millar de cuchillos.

Entretanto, atendimos a los heridos y los trasladamos al vestíbulo del edificio. Mucho después de que el enemigo se hubiera perdido de vista, Clarisse continuaba recorriendo la avenida con su espantoso trofeo y exigiéndole a Cronos que saliera y le plantase cara.

—Yo la vigilo —dijo Chris—. Se acabará cansando. Ya me encargaré de que entre a descansar.

—¿Y el campamento? —preguntó Percy—. ¿Ha quedado alguien allí?

Chris negó con la cabeza.

—Sólo Argos y los espíritus de la naturaleza. Y el dragón Peleo, que custodia el árbol.

—No aguantarán mucho. Pero me alegro de que hayan venido.

Chris asintió tristemente.

—Siento que haya sido tan tarde. Intenté hacerla entrar en razón. Le dije que no tenía sentido defender el campamento si vosotros moríais. Todos nuestros amigos están aquí. Lo que lamento es que haya sido necesario que Silena...

—Mis cazadoras te ayudarán a montar guardia —dijo Thalia—. Ustedes, Dari, Annabeth y Percy, deberían ir al Olimpo. Me da la sensación de que los necesitan allá arriba. Para organizar la última línea defensiva.

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El portero había desaparecido del vestíbulo. Su libro yacía boca abajo sobre el mostrador y su silla estaba vacía. El resto del vestíbulo, sin embargo, se encontraba abarrotado de campistas, cazadoras y sátiros heridos.

Connor y Travis se nos acercaron junto a los ascensores.

—¿Es cierto lo de Silena? —preguntó Connor.

Asentí.

—Ha tenido una muerte heroica.

Ambos bajaron la vista, murmurando una oración rápida en su honor.

Luego, Travis nos miró.

—Escuchen, suponemos que el ejército del titán tendrá problemas para subir en ascensor. Tendrán que hacerlo por turnos. Y los gigantes no cabrán ni en broma.

—Ahí está nuestra mayor ventaja —dijo Percy—. ¿Hay alguna manera de inutilizar el ascensor?

—Es mágico —respondió—. Normalmente, hace falta una tarjeta magnética, pero el portero se ha esfumado. Lo cual significa que nuestras defensas se desmoronan. Ahora cualquiera puede meterse en el ascensor y subir directamente.

—Tenemos que mantenerlos alejados de las puertas —dije—. Y en todo caso, estrangularemos su avance en el vestíbulo.

—Necesitamos refuerzos —repuso Travis—. Ellos no pararán de enviar fuerzas. Y al final terminarán arrollándonos.

—No tenemos refuerzos —se quejó Connor.

Miré a la Señorita O'Leary, que me esperaba fuera, pegada a las puertas de cristal, empañándolas con su aliento y llenándolas de babas.

—Eso tal vez no sea del todo cierto.

Percy salió de nuevo y le acarició el hocico. Quirón le había vendado la pezuña, pero ella seguía cojeando. Tenía el pelaje salpicado de barro, hojas, porciones de pizza y sangre reseca de monstruo.

Se inclinó cerca de su oreja y susurró algo.

Una vez que la Señorita O'Leary emprendió su viaje por las sombras, volvió dentro a reunirse con nosotras. Cuando nos dirigíamos a los ascensores, vimos a Grover arrodillado junto a un grueso sátiro malherido.

—¡Leneo! —exclamó Percy.

El viejo sátiro ofrecía un aspecto deplorable. Tenía una lanza rota clavada en la barriga y sus peludas patas de cabra, retorcidas en un ángulo increíble. Se le habían amoratado los labios y, aunque trataba de enfocarnos con ojos vidriosos, creo que ya no nos veía.

—¿Grover? —murmuró.

—Estoy aquí, Leneo.

A pesar de todas las cosas horribles que el anciano había dicho de él, Grover parpadeaba para contener las lágrimas.

—¿Hemos... vencido?

—Hum, sí —mintió Grover—. Gracias a ti, Leneo. Hemos rechazado al enemigo.

—Te lo dije —masculló el sátiro—. Un líder de verdad...

Entonces sus ojos se cerraron definitivamente.

Tragando saliva, Grover le puso una mano en la frente y pronunció una antigua bendición. El cuerpo del viejo sátiro se fue disolviendo hasta que sólo quedó un arbolito minúsculo en un montoncito de tierra fresca.

—Un laurel —comentó Grover, sobrecogido—. Ah, qué buena suerte la de ese viejo sátiro. —Recogió el arbolito con sumo cuidado—. He de plantarlo en los jardines del Olimpo.

—Nosotros vamos para allá —dijo Percy—. Ven con nosotros.

En el ascensor sonaba música ligera. Me froté los ojos. Estaba cansada, hacía horas que no dormía, tenía hambre y ya no podía más de tanto de llorar.

—Chicos —dijo Annabeth en voz baja—, tenían razón sobre Luke.

Eran sus primeras palabras desde que había muerto Silena y las pronunció con los ojos fijos en el panel del ascensor, donde había empezado a parpadear la numeración mágica de las plantas superiores: 400,450, 500.

—Annabeth —murmuró Percy—, lo siento...

—Intentaste decírmelo. —La voz le temblaba—. Luke es malvado. No quería creerte. Pero... Ahora lo sé...ver cómo acabó Silena, lo que hizo a Alessandra. Espero que estén contentos.

—No, eso no me pone nada contento.

Apoyó la cabeza en el tabique del ascensor, rehuyendo la mirada.

Grover sostenía en sus manos el minúsculo laurel.

—Hubiera sido bueno que no hubiera tenido que morir tantas personas para que finalmente lo comprendieras —dije entre dientes.

—Dari...

Me negué a mirarlos. Sentía la mirada de Percy sobre mí, y un leve sollozo de Annabeth a unos pasos.

Cerré los ojos y respiré profundo.

—Lo siento...no sé qué me pasa —admití en voz baja.

—En fin... es bueno estar otra vez juntos —comentó Grover—. Discutiendo. A punto de morir. Sintiendo un terror atroz. Miren, ya hemos llegado.

Sonó la campanilla, se abrieron las puertas y salimos al sendero aéreo que ascendía entre las nubes.

"Deprimente" no suele ser un adjetivo muy adecuado para describir el monte Olimpo, pero así era el aspecto que presentaba ahora. No se veía fuego en los braseros ni luz en las ventanas. Las calles estaban desiertas; las puertas, atrancadas. Sólo se percibía movimiento en los parques, que habían sido habilitados como hospitales de campaña.

Will y los demás chicos de la siete se afanaban de un lado para otro, ocupándose de los heridos. Las náyades y las dríadas procuraban ayudar, utilizando canciones mágicas naturales para curar las quemaduras y los efectos del veneno.

Mientras Grover plantaba el laurel, Annabeth y Percy dieron una vuelta, tratando de animar a los heridos. Yo me acerqué a la tienda de médicos.

En cuanto me vieron, me dedicaron una sonrisa triste que fui incapaz de regresar.  Era como si los músculos de mi cara se negaran a realizar tal acción. Will se acercó a mí, mirando mis manos ampolladas y quemadas. Negó con la cabeza y me entregó una cantimplora de néctar.

Le di un trago profundo y se la regresé.

—Lo hemos traído aquí —murmuró señalando una litera al fondo, donde descansaba un cuerpo cubierto con un sudario de la cabaña de Apolo.

Se me cerró la garganta, así que solo asentí.

Will no me dijo nada más, solo se me quedó mirando mientras me alejé de allí lo más rápido que pude.

Decidí buscar a Annabeth, Grover y Percy. Me los encontré a medio camino hacia el palacio. Era allí adonde se dirigiría Cronos.

En cuanto descubriera cómo subir por el ascensor, y no me cabía duda de que lo lograría, se apresuraría a destruir la sala del trono: el centro del poder de los dioses.

Las puertas de bronce rechinaron al abrirse. Nuestras pisadas en el suelo de mármol resonaron con fuerza. En el techo, las constelaciones destellaban fríamente. En el centro de la vasta estancia, la hoguera había quedado reducida a un débil resplandor. Hestia, con su apariencia de niña vestida con una túnica marrón, se acurrucaba temblando junto a las brasas. El taurofidio nadaba tristemente por su esfera de agua y al verme dejó escapar un mugido no demasiado entusiasta.

A la luz de la lumbre, los tronos arrojaban sombras de aspecto maligno, como de garras retorcidas.

Al pie del trono de Zeus, levantando la vista hacia las estrellas, se encontraba Rachel Elizabeth Dare con una vasija griega de cerámica en las manos.

—¿Rachel? —dije—. Hum, ¿qué haces con eso?

Ella me miró como si despertase de un sueño.

—La he encontrado. Es la jarra de Pandora, ¿no?

Sus ojos brillaban más de lo normal, y me vino un mal recuerdo de sándwiches mohosos y galletas carbonizadas.

—Deja la jarra, por favor —dijo Percy con la voz tensa.

—Veo a la Esperanza dentro —musitó, recorriendo con los dedos los dibujos de su superficie—. Tan frágil...

—¡Rachel!

Mi voz pareció devolverla a la realidad. Le tendió la jarra y Percy la sujetó.

—Grover —murmuró Annabeth entre dientes—. Vamos a registrar el palacio. Quizá haya reservas de fuego griego o de trampas de Hefesto.

—Pero...

Ella le dio un codazo.

—¡Bien! —chilló—. ¡Me encantan las trampas!

—Dari, tú...

—Me quedó.

Annabeth no quiso discutir conmigo. Tomó a Grover del brazo y lo arrastró fuera de la sala del trono.

Junto al fuego, Hestia se arropaba con su túnica y se mecía sin cesar adelante y atrás.

—Ven —dijo Percy a Rachel—. Quiero presentarte a alguien.

Nos sentamos junto a la diosa.

—Señora Hestia —saludé.

—Hola, Darlene Backer, Percy Jackson —murmuró—. Cada vez hace más frío y resulta más difícil mantener el fuego encendido.

—Lo sé. Los titanes se acercan.

Hestia se fijó en Rachel.

—Hola, querida. Por fin has venido a nuestro Hogar.

Rachel pestañeó.

—¿Me estaba esperando?

Hestia extendió las manos y las brasas cobraron un repentino resplandor. Distinguí en el fuego una serie de imágenes: mi madre, mi abuelo, Nico y yo cenando juntos; mis amigos y yo, alrededor de la hoguera del Campamento Mestizo, cantando y asando malvaviscos; Apolo y yo en el bote de Venecia; Michael y yo apoyados uno junto al otro sobre el muelle del lago, hablando de nuestra primera vida juntos.

No sabía si ellos veían las mismas imágenes, pero toda la tensión desapareció de mis hombros.

—Para reclamar tu puesto en el Hogar —le dijo Hestia— debes abandonar todas tus distracciones. Es la única manera de que sobrevivas.

Rachel asintió.

—Comprendo.

Una chispa se encendió en mi cerebro. Miré a Rachel con una nueva luz.

—Así que finalmente pasará —susurré.

Ella asintió.

—Espera —dijo Percy—. ¿Tú sabes de qué está hablando?

Rachel inspiró entrecortadamente.

—Percy, cuando vine aquí... creía que venía por ti. Pero no era así. Tú y yo... —Meneó la cabeza.

—¿Cómo? ¿Ahora resulta que soy una "distracción"? ¿Es porque "no soy el héroe" o algo por el estilo?

Rodeé los ojos.

—Percy, ya suenas como Apolo. A tí no te queda.

Él me frunció el ceño y luego volvió a mirar a Rachel, esperando una respuesta.

—No sé si sería capaz de explicarlo con palabras. Me sentí atraída hacia ti porque... porque me abriste la puerta a todo esto. —Abarcó con un gesto la sala del trono—. Necesitaba comprender mi verdadera visión. Pero no era porque tú y yo... Nuestros destinos no están entrelazados. Y me parece que, en el fondo, tú lo has sabido siempre.

—O sea que... —musitó él—. "Muchas gracias por traerme al Olimpo y adiós muy buenas". ¿Es eso lo que me estás diciendo?

Rachel no apartaba la vista del fuego.

—Percy Jackson —intervino Hestia—. Rachel te ha dicho todo lo que podía decirte. Su momento se acerca, pero tu decisión se aproxima todavía con mayor rapidez. ¿Estás preparado?

Miró la jarra de Pandora. La esperanza me parecía bastante inútil ahora mismo. ¿Cómo mantener aún la esperanza después de todo lo que había pasado? Había perdido a Lee, a Michael, a Silena. No sabía qué pasaría con Nico. Mi familia seguía profundamente dormida en la calle mientras un ejército de monstruos cercaba el edificio. El Olimpo se hallaba al borde del abismo. Y había presenciado un montón de crueldades perpetradas por los dioses. Había visto a Zeus destruir a María di Angelo; a Hades maldecir al último Oráculo, a Niké entregar a su hija a Cronos para que al final ella fuera torturada a manos de su alma gemela, y a Hermes darle la espalda a Luke, pese a que sabía que su hijo se volvería un malvado.

Una parte de mí quería quitársela de las manos y abrirla. Sería tan fácil.

Pero los ojos de Michael seguían apareciendo frente a mí. Rendirme no era una opción. No dejaría que su muerte fuera en vano. Aunque ya no tuviera esperanzas, seguiría peleando hasta mi último aliento.

Esperaba que Percy se diera cuenta que no podíamos rendirnos todavía.

Oí pisadas. Annabeth y Grover volvieron a entrar en la sala del trono y se detuvieran al vernos. Yo tenía seguramente una mirada muy extraña.

—¿Chicos? —Annabeth ya no parecía enfadada: sólo preocupada—. ¿Tenemos que salir otra vez?

Percy miró a Rachel.

—No cometerás ninguna estupidez, ¿verdad? O sea... has hablado con Quirón, ¿verdad?

Ella sonrió débilmente.

—¿Te preocupa que cometa una estupidez?

—Bueno, quiero decir... ¿te mantendrás a salvo?

—No lo sé —reconoció—. Eso más bien dependerá de si tú salvas el mundo, héroe.

Percy tomó la jarra de Pandora.

—Hestia —dijo—. Te entrego esto como ofrenda.

La diosa ladeó la cabeza.

—Soy la menos importante de los dioses. ¿Por qué habrías de confiarme una cosa así?

—Eres la última de los olímpicos. Y la más importante.

—¿Y eso por qué, Percy Jackson?

—Porque la Esperanza sobrevive mejor con el calor del hogar. Guárdamela y nunca tendré la tentación de darme por vencido.

La diosa sonrió, tomó la jarra en sus manos y ésta cobró un ligero resplandor.

El fuego ardió con más intensidad.

—Bien hecho, Percy Jackson. Ojalá los dioses te bendigan.

—Estamos a punto de descubrirlo. —Nos miró a Annabeth, Grover y a mí—. Vamos, chicos.

Se dirigió hacia el trono de su padre.

El trono de Poseidón se alzaba a la derecha del de Zeus, pero no era ni mucho menos tan majestuoso. Era un asiento de cuero negro moldeado, adosado a un pedestal giratorio, con un par de anillas de hierro para sujetar una caña de pescar, o un tridente. Básicamente, se parecía al asiento de una barca de pesca en el que te acomodarías si quisieras atrapar un tiburón o un pez espada o un monstruo marino.

En su estado natural, los dioses miden unos seis metros, de manera que sólo llegábamos al borde del asiento si extendíamos los brazos.

—Ayudenme a subir —nos dijo Percy.

—¿Es que te has vuelto loco? —preguntó Annabeth.

—Es probable —reconocí.

—Percy —dijo Grover—, a los dioses no les gusta que la gente se siente en su trono. En el sentido de convertirte-en-un-montón-de-cenizas, ¿entiendes?

—Necesito que me preste atención —repuso—. Es la única manera.

Nos dimos una mirada inquieta.

—Bueno —dijo Annabeth—, así seguro que lo conseguirás.

Annabeth y Grover entrecruzaron los brazos formando un peldaño y lo impulsaron hacia el trono. Arriba, con los pies tan por encima del suelo, parecía un niño pequeño.

Mientras Percy llamaba la atención de Poseidón, me acerqué al trono de Apolo.

A simple vista era sencillo. Dorado. Nada más. Pero si te quedabas mirándolo demasiado, comenzaba a cegarte. Brillaba tanto como el sol y me daba la impresión que sería demasiado caliente para sentarse.

Apoyé mi mano en él. Sí, se sentía demasiado caliente, sobre todo considerando que tenía las manos quemadas, pero de alguna manera, no sentía que me estuviera quemando. Más bien se sentía como meter las manos en agua tibia, y el dolor disminuía poco a poco.

Aunque en ese momento todos estaban vacíos y sumidos en la penumbra, y me hice una idea de lo que debía de ser sentarse en el Consejo Olímpico: tantísimo poder en tus manos, pero tantos conflictos también. Siempre con otros once dioses tratando de salirse con la suya. No debía de ser difícil volverse paranoico y cuidar sólo de tus propios intereses, sobre todo si eras Apolo, con todo el poder del sol en sus manos, la estrella más brillante del universo, la que da vida y calor a todo el mundo.

¿Por qué habría de escuchar a alguien? ¿Cómo no considerarse a sí mismo el más importante, cuando el universo giraba alrededor de su poder? ¿Por qué no debería ser él, y nadie más que él, el más grande de los doce?

Y yo lo tenía a él en mis manos.

—Algún día te sentaré en mi trono —me había dicho aquella noche en Venecia—. Quiero verte en él, sentada como la diosa que quiero adorar.

Que lejano se sentía aquello ahora. Parecía otra vida. Yo parecía otra persona.

Aparté la mirada. Ya no se sentía bien soñar.

Regresé la vista a mis amigos, justo para ver a Percy saltar del trono de su padre con un aspecto medio chamuscado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Grover nervioso—. Te has puesto pálido... y has empezado a humear.

Se echó un vistazo, sin creérselo, pero sí. Le salían hilos de humo por las mangas y tenía todo el vello chamuscado.

—Si hubieras pasado más rato ahí sentado —dijo Annabeth—, habrías entrado espontáneamente en combustión. Espero que la conversación haya valido la pena.

—Muuuu —mugió el taurofidio en su esfera de agua.

—Pronto lo averiguaremos.

Justo entonces se abrieron las puertas de la sala del trono y apareció Thalia.

Tenía el arco partido en dos y el carcaj vacío.

—Deben bajar cuanto antes —nos dijo—. El enemigo está avanzando. Y Cronos marcha al frente de las tropas.

Lo que Apolo le dijo a Dari sobre su trono, saldrá en la versión extendida del capítulo 56 de Regalos que aún tengo pendiente.

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