024.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴀ ɴᴇᴡ ᴄᴏɴꜱᴛᴇʟʟᴀᴛɪᴏɴ ɪɴ ᴛʜᴇ ꜱᴛᴀʀꜱ

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ꜱᴏʙʀᴇ ᴜɴᴀ ɴᴜᴇᴠᴀ ᴄᴏɴꜱᴛᴇʟᴀᴄɪÓɴ ᴇɴ ʟᴀꜱ ᴇꜱᴛʀᴇʟʟᴀꜱ

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ATERRIZAMOS EN CRISSY FIELD cuando ya era noche cerrada.

En cuanto el doctor Chase bajó de su Sopwith Camel, Annabeth corrió hacia él y le dio un gran abrazo.

—¡Papá! Has volado... has disparado... ¡Por los dioses! ¡Ha sido lo más asombroso que he visto en mi vida!

Su padre se sonrojó.

—Bueno, supongo que no está mal para un mortal de mi edad.

—¡Y las balas de bronce celestial! ¿Cómo las has conseguido?

—Ah, eso. Te dejaste varias armas mestizas en tu habitación de Virginia la última vez que... te marchaste.

Annabeth bajó la vista, avergonzada. El doctor Chase había evitado decir: «te fugaste».

—Decidí fundir algunas para fabricar casquillos de bala —prosiguió—. Un pequeño experimento.

Lo dijo como si no tuviese importancia, pero con un brillo especial en los ojos. Ahora entendía qué había visto la señora Atenea, diosa de los oficios y la sabiduría, en él. En el fondo de su corazón era un notable científico loco.

—Papá... —murmuró Annabeth con voz entrecortada.

—Chicos —nos interrumpió Thalia. Ella y Artemisa se habían arrodillado junto a Zoë y vendaban sus heridas.

Nos apresuramos a ayudarlas, aunque tampoco había mucho que hacer. No teníamos néctar ni ambrosía. Y ninguna medicina normal habría servido. Incluso en la oscuridad, percibía que Zoë no tenía buen aspecto. Tiritaba, y el leve resplandor que siempre la acompañaba se iba desvaneciendo.

—Michael —supliqué. Lo había visto practicando poemas curativos con Lee, pero él negó, afligido. Zoë estaba demasiado lastimada y él no era tan poderoso en esta destreza.

Contuve un sollozo porque comprendí que la parte faltante de la profecía se estaba cumpliendo: "Uno por mano paterna perecerá."

—¿No puedes curarla con algún recurso mágico? —le preguntó Percy a Artemisa—. O sea... tú eres una diosa.

Ella parecía muy agitada.

—La vida es algo frágil, Percy. Si las Moiras quieren cortar el hilo, poco podré hacer. Aunque puedo intentarlo.

Fue a ponerle la mano en el flanco, pero Zoë la agarró por la muñeca. Miró a la diosa a los ojos y entre ambas se produjo una especie de entendimiento.

—¿No os he... servido bien? —susurró Zoë.

—Con gran honor —respondió Artemisa en voz baja—. La más sobresaliente de mis campeonas.

La expresión de Zoë se relajó.

—Descansar. Por fin.

—Puedo intentar curarte el veneno, mi valerosa amiga —dijo la diosa.

Zoë me miró y luego a Thalia, tomando su mano.

—Lamento que discutiéramos tanto —dijo—. Recuerda lo que te dije Darlene, no dejes que otros dicten tú futuro, busca tú propia felicidad por encima del dolor —Al mirar a Thalia pude ver como una lágrima bajaba por la mejilla de Zoë—. Habríamos podido ser hermanas.

—Ha sido culpa mía —respondió Thalia, al borde de las lágrimas—. Tenías razón sobre Luke. Sobre los héroes, sobre los hombres y todo lo demás.

—Quizá no todos —murmuró Zoë, y le dirigió a Michael y a Percy una débil sonrisa—. Eres un buen guerrero, Michael Yew. Feroz y leal, cuidate que tu boca no te meta en problemas —Él soltó una risita, pero sus ojos llenos de lágrimas que trataba de contener lo delataban.

»¿Todavía tienes la espada, Percy? —Él sacó a Contracorriente. Ella sostuvo el bolígrafo con satisfacción—. Dijiste la verdad, Percy Jackson —prosiguió Zoë—. No te pareces en nada a... Hércules. Es para mí un honor que lleves esta espada.

Me recorrió un estremecimiento.

—Zoë...

—Estrellas —murmuró—. Las veo otra vez, mi señora.

Una lágrima resbaló por la mejilla de Artemisa.

—Sí, mi valerosa amiga. Están preciosas esta noche.

—Estrellas —repitió Zoë. Sus ojos se quedaron fijos en el cielo y ya no se movió más.

Thalia bajó la cabeza. Annabeth se tragó un sollozo y su padre le puso las manos en los hombros. Artemisa hizo un cuenco con la mano y cubrió la boca de Zoë, al tiempo que decía unas palabras en griego antiguo. Una voluta de humo plateado salió de los labios de la cazadora y quedó atrapada en la mano de la diosa. El cuerpo de Zoë tembló un instante y desapareció en el aire.

Artemisa se incorporó, pronunció una especie de bendición, sopló en su mano y dejó que el polvo plateado volara hacia el cielo. Se fue elevando, centelleó y se desvaneció por fin.

Durante un momento no ocurrió nada. Entonces Annabeth ahogó un grito. Levanté la vista y vi que las estrellas se habían vuelto más brillantes y formaban un dibujo en el que nunca había reparado: una constelación rutilante que recordaba la figura de una chica... de una chica con un arco corriendo por el cielo.

—Que el mundo aprenda a honrarte, mi cazadora —dijo Artemisa—. Vive para siempre en las estrellas.

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No fue tarea fácil despedirse. Los relámpagos seguían surcando el cielo hacia el norte, sobre el monte Tamalpais. Artemisa estaba tan afectada que su cuerpo despedía destellos de luz plateada. Lo cual me ponía nervioso, porque si perdía los estribos de repente y adoptaba su forma divina completa, quedaríamos desintegrados con sólo mirarla.

—Debo partir hacia el Olimpo de inmediato —dijo—. No puedo llevarlos, pero les enviaré ayuda.

Apoyó la mano en el hombro a Annabeth.

—Tienes un valor excepcional, querida muchacha. Sé que harás lo correcto.

Luego miró a Thalia con aire inquisitivo, como si no supiera del todo a qué atenerse respecto a aquella joven hija de Zeus. Thalia parecía reacia a levantar la vista, pero lo hizo por fin y le sostuvo la mirada a la diosa. Yo no podía saber qué se habían dicho en silencio, pero la expresión de Artemisa se suavizó con un matiz de simpatía.

Nos miró a Michael y a mí, y pude notar el respeto en su mirada.

—Hicieron un buen equipo, no esperaba menos de tí, Darlene; aunque reconozco que me has sorprendido gratamente, Michael...para ser un hijo de mi hermano.

Luego se volvió hacia Percy.

—Lo has hecho muy bien, ambos lo hicieron bien.

Montó en su carro y éste empezó a resplandecer, obligándonos a apartar la vista. Se produjo un fogonazo de plata y la diosa desapareció.

—Bueno —dijo el doctor Chase con un suspiro—. Es impresionante. Aunque debo decir que sigo prefiriendo a Atenea.

Sonreí conteniendome de soltar algún grito fangirl. «Doctor Chase x Atenea, tremendo shipp».

Annabeth se volvió hacia él.

—Papá, yo... Siento que...

—Chist. —Él la abrazó—. Haz lo que tengas que hacer, querida. Sé que no es fácil para ti. —Le temblaba la voz, pero le dirigió una sonrisa valiente.

Entonces oí un vigoroso aleteo. Cinco pegasos descendían entre la niebla. Cuatro caballos alados blancos y uno completamente negro.

—¡Blackjack! —exclamó Percy. El caballo soltó un resoplido—. Ha sido duro —reconoció. Blackjack hizo un gesto de arriba abajo mirando a Percy y volvió a hacer un resoplido—. No. Son amigos míos. Tenemos que llegar al Olimpo lo más aprisa posible.

El profesor observaba boquiabierto a los pegasos.

—Fascinante —dijo—. ¡Qué capacidad de maniobra! Me pregunto cómo se compensa el peso del cuerpo con la envergadura de las alas...

Blackjack ladeó la cabeza.

—Si los británicos hubieran contado con estos pegasos en las cargas de caballería de Crimea —prosiguió el doctor—, el ataque de la brigada ligera...

—¡Papá! —lo cortó Annabeth.

Él parpadeó, miró a su hija y sonrió.

—Lo siento, querida. Sé que debes irte. —Le dio con torpeza un último abrazo y, cuando ella se disponía a montar a su caballo le dijo—. Annabeth, ya sé... que San Francisco es un lugar peligroso para ti. Pero recuerda que siempre tendrás un hogar en casa. Nosotros te mantendremos a salvo.

Ella no respondió, pero tenía los ojos enrojecidos cuando se volvió. El doctor Chase iba a añadir algo más, pero se lo pensó mejor. Alzó una mano con tristeza y se perdió en la oscuridad.

Los cinco subimos a nuestros pegasos. Remontamos por los aires sobre la bahía y volamos hacia el este. Muy pronto San Francisco se convirtió en una medialuna reluciente a nuestras espaldas, con algún que otro relámpago destellando por el norte.

Thalia estaba tan exhausta que se quedó dormida sobre el lomo de Porkpie.

Considerando su miedo a las alturas, debía de estar muy cansada para dormirse en pleno vuelo. Pero tampoco tenía de qué preocuparse. Su pegaso volaba sin dificultades y, de vez en cuando, se reacomodaba el peso sobre el lomo para mantenerla bien sujeta.

—Gracias —murmuré mirando a Michael que estaba a mi lado, tenía un ligero mechón gris que se había formado en su cabello castaño—. No tenías que hacerlo...

—Claro que sí —respondió como si haberme ayudado a sostener el cielo hubiera sido algo sencillo—. Eso decía la profecía, eran dos quienes debían hacerlo y estabas haciéndolo sola.

—Sí, pero...se suponía que era mi deber.

—¿Quién lo dice?

—¡La profecía! —respondí con obviedad—. Liberar a Artemisa era mi deber para compensar a Apolo por lo que le hizo mi padre.

Él rodó los ojos.

—Ok, y lo hiciste. La liberaste, tomaste su lugar y mi papá ya se puede dar por satisfecho, pero a la maldición del titán eran dos quienes debían sostenerla.

»Además, lo que pasó aquella vez fue culpa tanto de Apolo como de Eros —dijo—. Ambos fueron unos idiotas, y si una hija de Eros debía cargar la culpa y eximir a su padre, entonces sería igual con Apolo. Uno de sus hijos también le debía unas disculpas a tu padre por las estupideces del nuestro.

No sabía que más decirle, aún cuando sentía que había una infinidad de cosas que decir.

Sobrevolamos una ciudad, una isla de luces en medio de la oscuridad. Pasó tan deprisa como si fuéramos en avión.

—Lamento lo que te dije en el Jeep —dijo de repente—. No debí gritarte.

Negué con la cabeza—. Supongo que era algo que necesitaba escuchar.

—Sí, pero no era la forma. Te hice llorar otra vez.

—Que no se te haga costumbre, tonto.

Él se rió, antes de volver a mirarme con seriedad.

—En serio lo lamento.

—No importa, Mike —dije haciendo una mueca—; ya no importa. Lo que siento por Percy es un imposible, es hora de dejarlo ir. No es mi destino, y tampoco voy a robarselo a alguien más.

Miré a Annabeth y Percy volaban uno al lado del otro.

Las ciudades se deslizaban cada vez más deprisa; sus manchas de luz se sucedían una tras otra a toda velocidad, hasta que llegó un momento en que el paisaje entero se convirtió en una alfombra reluciente que corría a nuestros pies.

Se aproximaba el amanecer. El cielo se volvía gris hacia el este. Y al fondo se extendía ante nosotros un resplandor blanco y amarillo de proporciones colosales. Eran las luces de Nueva York.

—Allí está. —Era la voz de Thalia; se había despertado y señalaba la isla de Manhattan, que aumentaba de tamaño a toda velocidad—. Ya ha empezado.

—¿El qué?

Miré hacia donde ella me indicaba. Muy por encima del Empire State, el Olimpo desplegaba su propia isla de luz: una montaña flotante y resplandeciente, con sus palacios de mármol destellando en el aire de la mañana.

—El solsticio de invierno —dijo Thalia—. La Asamblea de los Dioses.

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Doce grandes tronos formaban una U alrededor de la hoguera central, igual que las cabañas en el campamento. En el techo relucían todas las constelaciones, incluso la más reciente: Zoë la cazadora, avanzando por los cielos con su arco.

Todos los asientos se hallaban ocupados. Los dioses y diosas medían unos cuatro metros de altura. Y te aseguro una cosa: si alguna vez vieses a una docena de seres todopoderosos e imponentes volviendo sus ojos hacia ti... Bueno, en ese caso, enfrentarte a una pandilla de monstruos te parecería un picnic.

—Bienvenidos, héroes —dijo Artemisa.

—¡Muuuu!

Sólo entonces vi a Grover, Lee y Bessie.

Había una esfera de agua suspendida en el centro de la estancia, junto a la zona de la hoguera. Bessie nadaba alegremente en su interior, agitando su cola de serpiente y asomando la cabeza por los lados y la base de la esfera. Parecía disfrutar aquella novedad de nadar en una burbuja mágica.

Lee parecía algo tenso aunque intentaba mostrar esa actitud relajada que siempre poseía. Grover permanecía de rodillas ante el trono de Zeus, como si acabase de rendir cuentas. Pero nada más vernos, exclamó:

—¡Bravo! ¡Lo han conseguido!

Iba a correr a nuestro encuentro cuando recordó que le estaba dando la espalda a Zeus y levantó la vista para solicitar su permiso.

—Anda, ve —le dijo Zeus sin prestarle atención. El señor de los cielos miraba fijamente a Thalia.

Ambos se acercaron trotando. Ninguno de los dioses decía nada. El redoble de sus pezuñas en el suelo de mármol resonaba por toda la sala. Bessie chapoteó en su burbuja de agua y la hoguera chisporroteó. Grover les dio aparatosos abrazos a Annabeth, Thalia y a mi.

Lee miró a los demás con una sonrisa, pero luego se giró hacia su hermano y hacía mí dándonos un fuerte abrazo.

—¡Me alegra tanto que ambos estén bien! —exclamó, se apartó brevemente para darnos una mirada rápida que ya me conocía: buscaba heridas visibles cual mamá gallina— ¿Qué les pasó en el pelo? —nos preguntó mirando el mechón gris que a ambos se nos había hecho.

Michael y yo nos miramos y nos encogimos de hombros.

—Nacer mestizos.

Grover agarró a Percy por los hombros.

—¡Bessie y yo lo conseguimos, Percy! Pero has de convencerlos. ¡No pueden hacerlo!

—Héroes —empezó Artemisa.

La diosa bajó de su trono y, adoptando estatura humana, se convirtió en una chica de pelo castaño rojizo que se movía con desenvoltura entre los grandiosos olímpicos. Cuando se nos acercó con su reluciente túnica plateada, vi que su cara no delataba ninguna emoción. Parecía moverse en un halo de luz de luna.

—La asamblea ha sido informada de vuestras hazañas —nos dijo Artemisa—. Saben que el monte Othrys se está alzando en el oeste. Conocen el intento de Atlas de liberarse y el tamaño del ejército de Cronos. Hemos decidido por votación actuar.

Hubo algunos murmullos entre los dioses, como si no estuvieran muy conformes con el plan, pero nadie protestó.

—A las órdenes de mi señor Zeus —prosiguió Artemisa—, mi hermano Apolo y yo cazaremos a los monstruos más poderosos, para abatirlos antes de que puedan unirse a la causa de los titanes.

»La señora Atenea se encargará personalmente de que los demás titanes no escapen de sus diversas prisiones. El señor Poseidón ha obtenido permiso para desencadenar toda su furia contra el crucero Princesa Andrómeda y enviarlo al fondo del mar. Y en cuanto a vosotros, mis queridos héroes...

Se volvió hacia los otros inmortales.

—Estos mestizos han hecho un gran servicio al Olimpo. ¿Alguien de los presentes se atrevería a negarlo?

Miró en derredor a los asambleístas, examinando sus rostros uno por uno. Zeus llevaba su traje de raya diplomática. Tenía su barba negra perfectamente recortada y los ojos le chispeaban de energía. A su lado se sentaba una mujer muy guapa de pelo plateado trenzado sobre el hombro y un vestido multicolor como un plumaje de pavo real: la señora Hera.

A la derecha de Zeus estaba el padre de Percy, Poseidón, tan parecido a su hijo de una forma que resultaba impresionante. Junto a él había un hombre enorme con una abrazadera de acero en la pierna, la cabeza deformada y la barba castaña y enmarañada, al que le salían llamas por los bigotes: el señor de las fraguas, Hefesto.

Hermes me guiñó un ojo. Iba con traje y no paraba de revisar los mensajes de su caduceo, que era también un teléfono móvil.

Apolo se sentó en su trono de oro con sus gafas de sol. Tenía puestos los auriculares de su iPod, así que no sé si estaba escuchando siquiera, o al menos así fue hasta que pude ver el destello de sus ojos dorados sobre mí y la leve sonrisa que se le hizo en la comisura del labio.

«Lo voy a admitir, bien hecho, niña» me dijo mentalmente.

Dioniso parecía aburrido y jugueteaba con una ramita de vid. Y Ares estaba en su trono de cuero y metal cromado, mirando a Apolo con rostro ceñudo mientras afilaba su cuchillo.

A pesar del tipo de relación que Percy tenía con él y lo que hizo hace dos años con el rayo, yo siempre estaría eternamente agradecida por salvarme.

Por el lado de las damas, junto a Hera había una diosa de pelo oscuro y túnica verde sentada en un trono de ramas de manzano entrelazadas: Deméter, la diosa de las cosechas. Luego venía una mujer muy hermosa de ojos grises con un elegante vestido blanco: sólo podía ser la madre de Annabeth, Atenea. A continuación estaba Afrodita, que me sonrió con aire de complicidad y logró que me diera escalofríos.

«Así que así es tener a todos los olímpicos reunidos» pensé. «Parece milagro que el lugar no explote con tanto poder acumulado en un solo lugar».

—He de decir —intervino Apolo, rompiendo el silencio— que estos chicos se han portado de maravilla. —Se aclaró la garganta y empezó a recitar—: «Héroes que ganan laureles...»

—Sí, de primera clase —lo interrumpió Hermes, al parecer deseoso de ahorrarse la poesía de Apolo—. ¿Todos a favor de que no los desintegremos?

Algunas cuantas manos se alzaron tímidamente: Deméter, Afrodita...

—Espera un segundo —gruñó Ares, y señaló a Thalia y a Percy—. Esos dos son peligrosos. Sería mucho más seguro, ya que los tenemos aquí...

—Ares —lo cortó Poseidón—, son dignos héroes. Y no vamos a volar en pedazos a mi hijo.

—Ni a mi hija —rezongó Zeus—. Lo ha hecho muy bien.

La diosa Atenea se aclaró la garganta.

—También estoy orgullosa de mi hija. Sin embargo, en el caso de los otros dos hay un riesgo de seguridad evidente.

—¡Madre! —exclamó Annabeth—. ¡Cómo puedes...!

Atenea la cortó con una mirada serena pero firme.

—Es una desgracia que mi padre Zeus y mi tío Poseidón rompieran su juramento de no tener más hijos. Sólo Hades mantuvo su palabra, cosa que encuentro irónica. Como sabemos por la Gran Profecía, los hijos de los tres dioses mayores, como Thalia y Percy, son peligrosos. Por muy cretino que sea, Ares tiene razón.

—¡Exacto! —dijo él—. Eh, un momento. ¿Cómo me has llamado?

Iba a incorporarse, pero una enredadera se le enrolló a la cintura como un cinturón de seguridad y lo obligó a sentarse de nuevo.

—¡Por favor, Ares! —resopló Dioniso—. Guárdate esos arrestos para más tarde.

Ares soltó una maldición y se arrancó la enredadera.

—¿Y tú quién eres para hablar, viejo borracho? ¿En serio deseas proteger a esos mocosos?

Dioniso nos miró con cansancio desde la altura de su trono.

—No es que sienta afecto por ellos. ¿Realmente consideras, Atenea, que lo más seguro es destruirlos?

—Yo no me pronuncio —dijo Atenea—. Sólo señalo el peligro. Lo que haya que hacer, debe decidirlo la asamblea.

—Yo no les aplicaría ningún castigo —dijo Artemisa—, sino una recompensa. Si destruimos a unos héroes que nos han hecho un gran servicio, entonces no somos mejores que los titanes. Si ésta es la justicia del Olimpo, prefiero pasar sin ella.

—Cálmate, hermanita —dijo Apolo—. Te vendría bien ser más relajada.

—¡No me llames hermanita! Yo los recompensaría.

—Bueno —rezongó Zeus—. Tal vez. Pero al monstruo hay que destruirlo. ¿Estamos de acuerdo en eso?

Gestos de asentimiento.

Me costó unos segundos entender lo que estaban diciendo.

—¿Bessie? ¿Queréis destruir a Bessie? —preguntó Percy angustiado.

Poseidon frunció el entrecejo—. ¿Has llamado Bessie al taurofidio?

—Sí, yo pensé lo mismo —murmuré. No sabía que Percy tenía tan mal gusto para elegir nombres.

—Padre —dijo—, es sólo una criatura del mar. Una criatura realmente hermosa. No pueden destruirla.

—Percy, el poder de ese monstruo es considerable. Si los titanes llegaran a capturarlo...

—No pueden, dioses. Querer controlar las profecías nunca funciona, ¿no es cierto? Además, Bess... digo, el taurofidio es inocente. Matar a alguien así está mal. Tan mal... como que Cronos devorando a sus hijos sólo por algo que tal vez pudieran hacer. ¡Está mal!

Zeus pareció considerar mis palabras. Sus ojos se posaron en su hija Thalia.

—¿Y qué hay del riesgo? —dijo—. Cronos sabe que si uno de vosotros dos sacrificase las entrañas de la bestia, tendría el poder de destruirnos. ¿Crees que podemos permitir que subsista semejante posibilidad? Tú, hija mía, cumplirás dieciséis mañana, tal como augura la profecía.

—Tiene que confiar en ellos, señor —suplicó Annabeth alzando la voz—. Confíe en ellos.

Zeus torció el gesto y nos dirigió una mirada severa.

—¿Confiar en un héroe?

—¿No es ese el motivo de nuestra existencia? —cuestioné con tono sarcástico, atrayendo toda la atención sobre mí—. ¿No es para eso que los héroes estamos, para que los dioses nos confíen aquellas tareas que, por las leyes antiguas, no pueden cumplir por sí mismos?

El silencio envolvió la sala, interrumpido por la risa estruendosa de Ares.

—Amo a esa niña, lo lleva en la sangre.

—Ambas tienen razón —dijo Artemisa, ignorando el comentario de Ares—. Y ése es el motivo de que deba otorgarle mi recompensa a uno de ellos. Mi leal compañera Zoë Belladona se ha incorporado a las estrellas. Necesito una nueva lugarteniente. Y tengo intención de elegirla ahora. Pero antes, padre Zeus, debo hablarte en privado.

Zeus le hizo una seña para que se acercara. Se inclinó y escuchó lo que le decía al oído.

Percy se giró hacia Annabeth, con la cara pálida y a punto de tener un colapso.

—Annabeth —dijo entre susurros—. No lo hagas.

Ella frunció el entrecejo.

—¿El qué?

Aparté la mirada, no quería escuchar esto. Pero sentí las manos de Michael y Lee sujetando las mías a mi lado.

—Escucha, he de decirte una cosa. —Los latidos de mi corazón resonaban en mis oídos, Percy tenía sus emociones en conflicto, pero el tono de voz era decidido. Sentí como si alguien retorciera mi corazón en un puño, porque esto me daba aires de una confesión.—. No podría soportarlo si... No quiero que tú...

—Percy —dijo ella—, pareces a punto de marearte.

Entonces Artemisa se volvió.

—Voy a nombrar a una nueva lugarteniente —anunció—. Si ella accede. Thalia, hija de Zeus ¿Te unirás a la Cacería? —preguntó tendiendole la mano.

Un silencio sobrecogedor inundó la estancia. Miré a Thalia sin dar crédito a lo que oía. Annabeth sonrió y le apretó la mano, como si lo hubiera esperado desde hacía mucho.

—Sí —respondió Thalia con firmeza.

Zeus se levantó con expresión preocupada.

—Hija mía, considéralo bien...

—Padre —dijo ella—. No cumpliré los dieciséis mañana. Nunca los cumpliré. No permitiré que la profecía se cumpla conmigo. Permaneceré con mi hermana Artemisa. Cronos no volverá a tentarme de nuevo.

Se arrodilló ante la diosa y empezó a pronunciar las palabras que yo recordaba del juramento de Bianca.

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