022.ᴀʙᴏᴜᴛ ꜰᴀᴍɪʟʏ ʀᴇᴜɴɪᴏɴꜱ ᴛʜᴀᴛ ɪᴛ ɪꜱ ʙᴇᴛᴛᴇʀ ɴᴏᴛ ᴛᴏ ʜᴀᴠᴇ

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ꜱᴏʙʀᴇ ʀᴇᴜɴɪᴏɴᴇꜱ ꜰᴀᴍɪʟɪᴀʀᴇꜱ Qᴜᴇ ᴇꜱ ᴍᴇᴊᴏʀ ɴᴏ ᴛᴇɴᴇʀ

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DE NO SER POR EL ENORME DRAGÓN, aquel jardín habría sido el lugar más hermoso que había visto en mi vida.

La hierba brillaba a la luz plateada del anochecer y las flores eran de colores tan intensos que casi relucían en la oscuridad. Unos escalones de mármol negro pulido ascendían a uno y otro lado de un manzano de diez pisos de alto. Cada rama cargada de manzanas doradas.

Me faltan palabras para explicar por qué resultaban tan fascinantes. Nada más oler su fragancia, tuve la seguridad de que un mordisco de aquellas manzanas habría de resultar lo más delicioso que pudiese probar jamás.

—Las manzanas de la inmortalidad —dijo Thalia—. El regalo de boda de Zeus a Hera.

—Míralo no más a Don Rayitos —murmuré fascinada—, ese sí que es un regalito.

—¿Te gustan ese tipo de cosas? —cuestionó Michael confundido.

—Pues que te regalen manzanas de oro que dan inmortalidad... —Respondí encogiéndome de hombros—. Aunque no sirve de nada tremendo regalo, si el tipo te mete los cachos con todo lo que se mueve, para eso mejor que regale su lealtad eterna y que de verdad lo cumpla.

Decidí dejar de andar mirando las manzanitas y mirar el cuadro completo, principalmente porque debajo del árbol había un dragón.

Su cuerpo de serpiente tenía el grosor de un cohete y lanzaba destellos con sus escamas cobrizas. Tenía más cabezas de las que yo era capaz de contar. Más o menos, como si se hubieran fusionado cien pitones mortíferas.

Parecía dormido. Las cabezas reposaban sobre la hierba enroscadas en un amasijo con aspecto de espagueti.

Entonces las sombras que teníamos delante empezaron a agitarse. Se oía un canto bello y misterioso: como voces surgidas del fondo de un pozo.

Por un segundo estuve tentada a aparecer mi arco, pero la mano de Michael seguía sosteniendo mi muñeca.

Cuatro figuras temblaron en el aire y cobraron consistencia: cuatro jóvenes que se parecían mucho a Zoë, todas con túnicas griegas blancas. Tenían piel de caramelo. El pelo, negro y sedoso, les caía suelto sobre los hombros.

Ya sabía que Zoë era guapísima, eso saltaba a la vista. Pero ver a sus hermanas todas juntas, notando la esencia divina y belleza eterna propia, no la obtenida de la bendición de Artemisa, sino la misma de su verdadero origen, era una verdadera maravilla.

A ver, sí. Me gustan mucho los chicos. Pero no voy a andar negando que las mujeres son preciosas, todas lo somos y que me caiga mal una, no va a dejar de ser una preciosidad. Una cosa no quita la otra.

He aquí la cuestión de las Hespérides.

Zoë era preciosa, y sus hermanas también. Zoë era peligrosa, por ende, ellas seguramente lo eran también.

Últimamente no dejaba de cruzarme con chicas bonitas y peligrosas. Era mejor andar bien atenta con todas porque un segundo te descuidas y ya te sacan un ojo.

—Hermanas —saludó Zoë.

—No vemos a ninguna hermana —replicó una de ellas con tono glacial—. Vemos a cuatro mestizos y una cazadora. Todos los cuales han de morir muy pronto.

—Que agradable sujeto —murmuré—. Nunca me sentí tan bien recibida en mi vida.

Michael me apretó suavemente la muñeca.

Ya sabía qué significaba eso: "Cierra la boca".

—Están equivocadas. —Dijo Percy dando un paso al frente—. Nadie va a morir.

Las tres lo examinaron de arriba abajo. Sus ojos parecían de roca volcánica: cristalinos y completamente negros.

—Perseus Jackson —dijo una de ellas.

—Sí —musitó otra—. No veo por qué es una amenaza.

—Yo me pregunto de qué sirven siglos de vida si no aprenden nada —murmuré a Michael—. ¿Qué no han aprendido que nunca debes subestimar a nadie si no sabes cómo pelea?

—Supongo que es la arrogancia de la inmortalidad —me respondió.

—¿Quién ha dicho que yo sea una amenaza? —cuestionó Percy.

La primera hespéride echó un vistazo atrás, hacia la cima de la montaña.

—Os temen, Perseus. Están descontentos porque ésa aún no os ha matado —dijo señalando a Thalia.

—Una verdadera tentación, a veces —reconoció Thalia—. Pero no, gracias. Es mi amigo.

—Aquí no hay amigos, hija de Zeus —dijo la hespéride secamente—. Sólo enemigos.

—Y es precisamente por eso que están bien solas —repliqué—. Si así tratan a las visitas, es obvio que nadie las va a querer como amigas.

La hespéride me dio una mirada venenosa—. Volved atrás.

—No sin Annabeth —dijo Thalia.

—Ni sin Artemisa —añadió Zoë—. Hemos de subir a la montaña.

—Sabes que te matará —dijo la chica—. No eres rival para él.

—Artemisa debe ser liberada —insistió Zoë—. Dejadnos paso.

La chica meneó la cabeza.

—Aquí ya no posees ningún derecho. Nos basta con alzar la voz para que despierte Ladón.

—A mí no me causará ningún daño —dijo Zoë.

—¿No? ¿Y qué les pasará a tus amigos?

Entonces Zoë hizo lo último que me esperaba.

—¡Ladón! —gritó—. ¡Despierta!

El dragón se removió, reluciente como una montaña de monedas de cobre, y las hespérides se dispersaron chillando mientras nosotros solo mirábamos a Ladón

«Y por esto es precisamente el por qué los mestizos somos siempre los primeros en morir» pensé sacando mi arco.

La que había llevado la voz cantante le gritó a Zoë:

—¿Te has vuelto loca?

—Nunca has tenido valor, hermana —respondió ella—. Ése es tu problema.

Ladón se retorció. Sus cien cabezas fustigaron el aire, con las lenguas trémulas y hambrientas. Zoë dio un paso adelante con los brazos en alto.

—¡No, Zoë! —gritó Thalia—. Ya no eres una hespéride. Te matará.

—Ladón está adiestrado para guardar el árbol —dijo Zoë—. Bordead el jardín y subid hacia la cima. Mientras yo represente para él una amenaza, seguramente no os prestará atención.

—Seguramente... —repetí—. No suena muy tranquilizador.

—Es la única manera —dijo ella—. Ni siquiera los cinco juntos podríamos con él.

Ladón abrió sus bocas. Un escalofrío me recorrió el espinazo al oír el silbido de sus cien cabezas. Y eso fue antes de que me llegara su aliento.

«Ufff alguien necesita un enjuague bucal de buena calidad»

Era como oler un ácido. Los ojos me ardieron al instante; se me puso piel de gallina y los pelos como escarpias. Me acordé de una vez que había muerto una rata en nuestro apartamento en pleno verano. El hedor era parecido, sólo que éste era cien veces más fuerte, y mezclado con un olor a eucalipto.

Thalia y Percy fueron los primeros en confiar en el criterio de Zoë, subieron por la izquierda y él por la derecha. Michael y yo les seguimos lo más rápido que pudimos, mientras Zoë fue directamente hacia el monstruo.

—Soy yo, mi pequeño dragón —dijo—. Zoë ha vuelto.

Ladón se desplazó hacia delante y enseguida retrocedió. Algunas bocas se cerraron; otras siguieron silbando. Se hizo un lío. Entretanto, las hespérides se disolvieron y retornaron a las sombras.

—Yo te alimentaba con mis propias manos —prosiguió Zoë con tono dulce, mientras se iba aproximando al árbol dorado—. ¿Todavía te gusta la carne de cordero?

Los ojos del dragón destellaron.

Nosotros habíamos bordeado ya la mitad del jardín. Un poco más adelante, una senda de roca ascendía a la negra cima de la montaña. La tormenta se arremolinaba y giraba a su alrededor como si aquella cumbre fuese el eje del mundo.

Habíamos salido casi del prado cuando algo falló.

Percibí un cambio de humor en el dragón. Quizá Zoë se había acercado demasiado. O tal vez la bestia había sentido hambre. En todo caso, se abalanzó sobre ella.

Dos mil años de adiestramiento la mantuvieron con vida. Esquivó una ristra de colmillos, se agachó para evitar la siguiente y empezó a serpentear entre las cabezas de la bestia, corriendo en nuestra dirección y aguantándose las arcadas que le provocaba aquel espantoso aliento.

Percy sacó a Contracorriente para ayudarla.

—¡No! —jadeó Zoë—. ¡Corred!

El dragón la golpeó en el flanco y ella dio un grito. Thalia alzó la Egida y el monstruo soltó un espeluznante silbido. En ese segundo de indecisión, Zoë se adelantó montaña arriba y nosotros la seguimos.

Ladón no intentó perseguirnos. Silbó enloquecido y golpeó el suelo, pero le habían enseñado a proteger el árbol por encima de todo y no iba a dejarse arrastrar tan fácilmente a una trampa, por muy suculenta que fuese la perspectiva de zamparse a varios héroes.

Subimos la cuesta corriendo mientras las hespérides reanudaban su canto en las sombras que habíamos dejado atrás. Su música ya no me pareció tan bonita, sino más bien como la banda sonora de un funeral.

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La cima de la montaña estaba sembrada de ruinas, llena de bloques de granito y de mármol negro tan grandes como una casa. Había columnas rotas y estatuas de bronce que daban la impresión de haber sido fundidas en buena parte.

—Las ruinas del monte Othrys —susurró Thalia con un temor reverencial.

—Sí —dijo Zoë—. Antes no estaban aquí. Es mala señal.

—¿Qué es el monte Othrys? —preguntó Percy.

—La fortaleza de los titanes —respondí.

—Durante la primera guerra, Olimpia y Othrys eran las dos capitales rivales —agregó Zoë—. Othrys era...

Hizo una mueca y se apretó el flanco.

—Estás herida —dije.

—Déjame ver —dijo Michael acercándose a ella. Él no era precisamente el mejor de los chicos de Apolo en temas de sanación, pero en éste momento, era el mejor en nuestro grupo.

—¡No! No es nada. Decía que... en la primera guerra, Othrys fue arrasada y destruida.

—Pero... ¿cómo es que sus restos están aquí?

Thalia miraba alrededor con cautela mientras sorteábamos los cascotes, los bloques de mármol y los arcos rotos.

—Se desplaza en la misma dirección que el Olimpo —dijo—. Siempre se halla en los márgenes de la civilización. El hecho de que esté aquí, en esta montaña, no indica nada bueno.

—¿Por qué?

—Porque ésta es la montaña de Atlas —intervino Zoë—. Desde donde él sostiene... —Su voz pareció quebrarse de pura desesperación y se quedó inmóvil—. Desde donde... sostenía el cielo.

Habíamos llegado a la cumbre. A unos metros apenas, los grises nubarrones giraban sobre nuestras cabezas en un violento torbellino, creando un embudo que casi parecía tocar la cima, pero que reposaba en realidad sobre los hombros de una chica de doce años de pelo castaño rojizo, cubierta con los andrajos de un vestido plateado.

Artemisa estaba allí, sujeta a la roca con cadenas de bronce celestial, tal como el sueño que Percy me había contado. Y mis dudas habían sido ciertas, era el techo del mundo.

—¡Mi señora!

Zoë corrió hacia ella. Pero Artemisa gritó:

—¡Detente! Es una trampa. Debes irte ahora mismo.

Parecía exhausta y estaba empapada de sudor. Yo nunca había visto a una diosa sufrir de aquella manera. El peso del cielo era a todas luces demasiado para ella.

Zoë sollozaba. Pese a las protestas de Artemisa, se adelantó y empezó a tironear de las cadenas.

Entonces retumbó una voz a nuestras espaldas.

—¡Ah, qué conmovedor!

Nos dimos media vuelta. Allí estaba el General, con su traje de seda marrón.

Tenía a Luke y a Alessandra a su lado, la cual parecía bastante recuperada después de haberla tirado por unas escaleras.

También a media docena de dracaenae que portaban el sarcófago de Cronos. Junto a Luke, una de las dracanenae sostenía a Annabeth con las manos a la espalda y una mordaza en la boca. Ella apoyaba la punta de la espada en su garganta.

—Luke —gruñó Thalia—, haz que la dejen ir.

Él esbozó una sonrisa endeble y pálida.

—Esa decisión está en manos del General, Thalia. Pero me alegra verte de nuevo.

Thalia le escupió.

El General rió entre dientes.

—Ya vemos en qué ha quedado esa vieja amistad. Y en cuanto a ti, Zoë, ha pasado mucho tiempo... ¿Cómo está mi pequeña traidora? Voy a disfrutar matándote.

—No le contestes —gimió Artemisa—. No lo desafíes.

—Un momento... —dijo Michael—. ¿Tú eres Atlas?

El General me echó un vistazo.

—¡Ah! Así que hasta el más estúpido de los héroes es capaz de hacer por fin una deducción. Sí, soy Atlas, general de los titanes y terror de los dioses. Felicidades. Acabaré con ustedes enseguida, tan pronto me haya ocupado de esta desgraciada muchacha.

—No vas a hacerle ningún daño a Zoë —dije—. No te lo permitiré.

El General sonrió desdeñoso.

—No tienes derecho a inmiscuirte, pequeña mestiza. Esto es un asunto de familia.

—¿De familia? —cuestionó Percy.

—Sí —dijo Zoë, desolada—. Atlas es mi padre.

Lo más horrible era que yo les encontraba un aire de familia.

Atlas tenía la misma expresión regia de Zoë; la misma mirada fría y orgullosa que brillaba en los ojos de la cazadora cuando se enfurecía. Aunque, en su caso, con un tono mil veces más malvado.

Él encarnaba todas las cosas que me habían disgustado de Zoë al principio y, en cambio, no poseía ninguna de las cualidades que había llegado a apreciar en ella.

—Suelta a Artemisa —exigió Zoë.

Atlas se acercó a la diosa encadenada.

—¿Acaso te gustaría tomar el peso del cielo de sus hombros...? Adelante.

Zoë abrió la boca para decir algo, pero Artemisa gritó:

—¡No! ¡No se te ocurra ofrecerte, Zoë! ¡Te lo prohíbo!

Atlas sonrió con sorna. Se arrodilló junto a Artemisa y trató de tocarle la cara, pero ella le lanzó un mordisco y a punto estuvo de arrancarle los dedos.

—Aja —rió Atlas—. ¿Lo ves, hija? A la señora Artemisa le gusta su nuevo trabajo. Creo que cuando Cronos vuelva a gobernar pondré a todos los olímpicos a sostener por turnos mi carga. Aquí, en el centro de nuestro palacio. Así aprenderán un poco de humildad esa pandilla de enclenques.

Miré a Annabeth. Ella intentaba decirnos algo, desesperada. Señalaba a Luke con la cabeza, pero yo no podía hacer otra cosa que mirarla fijamente. No me di cuenta hasta ese momento, pero algo había cambiado en ella: su pelo rubio estaba veteado de gris.

—Es por sostener el cielo —murmuró Thalia, como si me hubiese leído el pensamiento—. El peso debería haberla matado.

—No lo entiendo —dijo Percy—. ¿Por qué Artemisa no puede soltarlo, sencillamente?

Atlas se echó a reír.

—¡Qué poca inteligencia, jovenzuelo! —exclamó divertido—. Este es el punto donde el cielo y la tierra se encontraron por primera vez, donde Urano y Gaya dieron a luz a sus poderosos hijos, los titanes. El cielo aún anhela abrazar la tierra.

»Alguien ha de mantenerlo a raya; de no ser así, se desmoronaría y aplastaría en el acto la montaña y todo lo que hay en cien leguas a la redonda. Una vez que has tomado sobre ti esa carga, ya no hay escapatoria. —Atlas sonrió—. A menos que alguien la tome de tus hombros y ocupe tu lugar.

Se acercó y nos examinó a Thalia y a Percy con desdén.

—O sea que éstos son los mejores héroes de esta era... No parece que representen un gran desafío.

«Por supuesto que ni Michael ni yo seríamos siquiera una opción teniendo aquí a los hijos de los Tres Grandes» pensé entrecerrando los ojos.

Pero la verdad es que a mi me beneficiaba que no me tuviera en cuenta, porque lo único que tenía en mente, era encontrar una manera de liberar a Artemisa.

—Combate con nosotros —lo retó Percy— y lo veremos.

—¿No te han enseñado nada los dioses? Un inmortal no lucha con un simple mortal. Quedaría por debajo de nuestra dignidad. Dejaré que sea Luke quien te aplaste.

—O sea, que tú también eres un cobarde —le dije.

Sus ojos relucieron de odio. Haciendo un esfuerzo, me ignoró completamente, en cambio, centró su atención en Thalia.

—En cuanto a ti, hija de Zeus, parece que Luke se equivocó contigo.

—No me equivoqué —acertó a decir Luke. Se lo veía terriblemente débil y pronunciaba cada palabra con dificultad, como si le resultara doloroso, se apoyaba disimuladamente en el brazo de Alessandra, pero era fácil percibir para mí, incluso desde aquí, que era como si ella fuera su único sostén—. Thalia, aún estás a tiempo de unirte a nosotros. Llama al taurofidio. Él acudirá a ti. ¡Mira!

Agitó una mano y a nuestro lado surgió un estanque lleno de agua, bordeado de mármol negro, en el que había espacio suficiente para el taurofidio. Me imaginaba perfectamente a Bessie allí dentro.

—Thalia, llama al taurofidio —insistió Luke—. Y serás más poderosa que los dioses.

—Luke... —Su voz traslució un gran dolor—. ¿Qué te ha ocurrido?

—¿No recuerdas todas las veces que hablamos? ¿Todas las veces que llegamos a maldecir a los dioses? Nuestros padres no han hecho nada por nosotros. ¡No tienen derecho a gobernar el mundo!

Ella negó con la cabeza.

—Libera a Annabeth. Suéltala.

—Si te unes a mí —prometió Luke—, todo podría ser como antes. Los tres juntos de nuevo. Luchando por un mundo mejor. Por favor, Thalia. Si no accedes... —Su voz flaqueó.

—Es la última oportunidad —dijo Alessandra con seriedad terminando de explicar lo que Luke quería decir—. Si no accedes, él recurrirá a otros medios.

Me di cuenta de cómo la voz de la hija de Nike también temblaba por unos segundos, aunque su postura era dura. Ella temía por Luke, porque Luke corría peligro. Su vida dependía de la decisión de Thalia.

Noté los lazos entre ambos, había lealtad, y aunque ella no lo demostrara, podía ver el cariño entre ambos, más de Luke que de Alessandra, pero ahí estaba. Ambos tenían un nivel de conexión que me resultaba hasta incómodo de percibir por la intimidad que poseían.

Yo no me había equivocado entonces cuando bromeé sobre ella siendo su novia. Realmente había algo entre ellos.

Pero...también había algo más, del lado de Alessandra había algo que me resultaba perturbador de notar sobre sus sentimientos. Dolor, ira y vergüenza.

—No lo hagas, Thalia —dijo Zoë—. Hemos de luchar contra ellos.

Luke hizo otro gesto con la mano y apareció un fuego de la nada. Un brasero de bronce como el que había en el campamento. Una llama donde hacer un sacrificio.

—Thalia —dije tratando de poner en mi voz el don dr Peitos para hacerla reaccionar—. No.

Detrás de ellos, el sarcófago dorado empezó resplandecer. Y al hacerlo, vi una serie de imágenes en la niebla que nos rodeaba: muros de mármol negro alzándose, ruinas creciendo de nuevo para erigir un palacio hermoso y terrible a nuestro alrededor, un palacio hecho de miedo y sombras.

—Aquí erigiremos el monte Othrys —prometió Luke con una voz tan agarrotada que apenas parecía la suya—. Y de nuevo será más fuerte y más poderoso que el Olimpo. Mira, Thalia. No nos faltan fuerzas.

Señaló hacia el océano. Desde la playa donde había atracado el Princesa Andrómeda, subía por la ladera de la montaña un gran ejército en formación. Dracaenae y lestrigones, monstruos y mestizos, perros del infierno, arpías y otras criaturas que ni siquiera sabría nombrar.

Debían de haber vaciado el barco entero, porque eran centenares, muchísimos más de los que había visto a bordo el verano pasado. Y marchaban hacia nosotros. En unos minutos estarían allí arriba.

—Esto no es más que una muestra de lo que se avecina —continuó Luke—. Pronto estaremos preparados para entrar en el Campamento Mestizo. Y después, en el mismísimo Olimpo. Lo único que necesitamos es tu ayuda.

Por un instante terrible, Thalia titubeó. Miró a Luke fijamente, con aquellos ojos llenos de dolor, como si lo único que deseara en este mundo fuera creerlo.

Luego blandió su lanza.

—Tú no eres Luke. Ya no te reconozco.

—Por favor, Thalia —suplicó—. No me hagas... No hagas que él te destruya.

El tiempo se acababa. Si aquel ejército llegaba a la cima, nos iban a hacer papilla griega.

Miré a Thalia, a Zoë, a Percy y a Michael; y sentí que morir luchando con ellos no era lo peor que podía pasarme en este mundo.

—Ahora —dijo Percy.

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