022.ᴀʙᴏᴜᴛ ʜᴏᴡ ɪ ꜰᴏᴜɢʜᴛ ᴡɪᴛʜ ᴀ ᴅɪꜱᴄᴏ ʙᴀʟʟ

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ꜱᴏʙʀᴇ ᴄᴏᴍᴏ ᴍᴇ ᴘᴇʟᴇᴏ ᴄᴏɴ ᴜɴᴀ ʙᴏʟᴀ ᴅɪꜱᴄᴏ

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ME SENTÉ EN LA CAMA, TRANTANDO DE ASIMILAR LO QUE SABÍA.

Ahora encajaban un montón de cosas: May Castellan había pretendido convertirse en el Oráculo. Ella no conocía la maldición de Hades que impedía que el espíritu del Oráculo tomara otro receptáculo mortal. Tampoco la conocían Quirón y Hermes. No podían prever que May se volvería loca al tratar de ocupar el puesto, ni que sufriría ataques durante los cuales los ojos se le llenarían de un brillo verdoso y tendría atisbos fragmentarios del futuro de su hijo.

El Oráculo llevaba décadas en ese estado, pronto desaparecería si no se hacía algo para arreglarlo y yo, que una parte suya estaba en mí, como una medida desesperada, había intentado tomarme.

Lo que a ella le pasó, pudo haberme pasado a mí si me hubiera dejado poseer. Un escalofrío me recorrió el cuerpo.

«Pobre May. Y pobre Luke chiquito» pensé sintiendo compasión por ellos. 

No debió haber sido fácil crecer así, pero luego tuvo la oportunidad de ser feliz y la desperdició dejándose llenar de odio y resentimiento.

Y si Hermes quería evitar ese destino, en lugar de alentarlo a pelear en misiones qué pondría su vida en peligro y aumentaría su enojo, pudo haber evitado aquello presentándole a Lessa antes de todo. Mi padre y Antheros sabían quién eran el alma gemela de cada persona, solo preguntarles habría supuesto un cambio enorme en el destino de Luke.

Alessandra habría sido su salvación.  Con su amor, ella habría impedido que Luke se corrompiera. 

Pero ya era demasiado tarde.

«Pobre Lessa».

«Una vez que me desaga de ella, ya no tendrás fuerzas para resistir». Repetí mentalmente las últimas palabras de Cronos.

—¡Mierda!

Me puse de pie para salir corriendo a buscar a Percy. Necesitábamos a Lessa con vida si queríamos tener una última oportunidad de evitar que Cronos tomara todo el poder de Luke.

Abrí la puerta de golpe y casi me choco con Thalia.

—Woo, cuidado, Darlene —dijo tomándome de los hombros.

—¡Lo siento, estoy apurada, necesito…!

—Creo que lo que sea, tendrá que esperar. Annabeth acaba de mirar en el escudo. Hay un ejército...

—En dirección sur hacia Central Park —repuse de manera mecánica —. Sí, lo sé.

—Bueno —dijo—, será mejor que te pongas una armadura y vayamos a ver lo que nos manda mi querido abuelo.

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Percy y los demás líderes de las cabañas nos esperaban en el Réservoir. Las luces de la ciudad parpadeaban a la media luz. Supongo que la mayoría funcionaba con temporizadores automáticos. Las farolas destellaban alrededor del lago y les conferían al agua y a los árboles un aspecto todavía más misterioso.

—Ya se acercan —confirmó Thalia, señalando al norte con una flecha de plata—. Una de mis exploradoras me acaba de informar que ya han cruzado el río Harlem. Ha sido del todo imposible mantenerlos a raya. Su ejército... —añadió, encogiéndose de hombros— es enorme.

—Los detendremos en el parque —dijo Percy—. ¿Preparado, Grover?

Él asintió.

—Más preparados que nunca. Si mis espíritus de la naturaleza pueden pararlos en alguna parte, es aquí.

—¡Sí, les pararemos los pies! —dijo otra voz. Un sátiro grueso y muy viejo se abrió paso entre la multitud, tropezando con su propia lanza. Iba con una armadura de corteza de árbol que solamente le tapaba la mitad de la barriga.

—¿Leneo? —musité.

En cuanto me vio se paralizó, intentó mostrarse valiente, pero le temblaban las patas.

—N-No se sorprenda. Soy el líder del Consejo y me pidió que encontrara a Grover. Muy bien, pues lo he encontrado, ¡y no voy a permitir que un simple desterrado dirija a los sátiros sin mi ayuda!

A su espalda, Grover hacía muecas de repugnancia, pero el viejo sonreía satisfecho como si fuera el héroe de la jornada.

—¡No teman! ¡Vamos a darles una lección a esos titanes!

No sabía si reírme o enfadarme, pero conseguí mantenerme imperturbable.

—Hum... sí, bueno. Grover, no vas a estar solo —dijo Percy—. Annabeth, con la cabaña de Atenea, se apostará aquí. Y Dari  yo y... ¿Thalia?

Ella le dio una palmadita en el hombro.

—No digas más. Las cazadoras estamos listas.

Miré a los demás líderes.

—A nosotros nos corresponde una misión igual de importante. Tenemos que vigilar las otras entradas a Manhattan. Ya saben lo taimado que es Cronos. Espera distraernos con este gran ejército para introducir un regimiento por un punto distinto. De nosotros depende que eso no suceda. ¿Ha escogido cada cabaña un túnel o un puente? —Los líderes asintieron, muy serios—. ¡Pues en marcha! ¡Buena caza a todos! 

Me acerqué a mi cabaña.

—Me quedaré a pelear aquí. —Miré a Dylan—. Estás a cargo. Denle una paliza.

Él asintió con firmeza y se marcharon a su posición. 

Oímos al ejército antes de verlo.

El ruido era como un estrépito de cañones combinado con el griterío de la multitud en un estadio de fútbol, o sea, como si cada seguidor de los New England Patriots arremetiera contra nosotros armado con una bazuca.

La vanguardia enemiga asomó al fin por el extremo norte del estanque: un guerrero de armadura dorada encabezando un batallón de gigantes lestrigones con descomunales hachas de bronce. Detrás, surgieron en tropel centenares de monstruos de distinto pelaje.

—¡A sus puestos! —gritó Annabeth.

Sus compañeros de cabaña se situaron estratégicamente. La idea era obligar al enemigo a dividirse alrededor del estanque. Para llegar a nuestras posiciones tendrían que seguir los senderos, avanzando en fila india a uno y otro lado del agua.

Al principio, el plan pareció funcionar. El enemigo se dividió y corrió a nuestro encuentro bordeando la orilla. A medio camino, nuestras defensas entraron en acción. El sendero se llenó de fuego griego, que incineró en el acto a muchos monstruos; otros se agitaban enloquecidos, envueltos en llamaradas verdes. Los campistas de Atenea les arrojaban garfios a los gigantes más grandes y los derribaban al suelo.

En el bosque de la derecha, las cazadoras lanzaron una salva de flechas de plata sobre las líneas enemigas, destruyendo a veinte o treinta dracaenae, aunque venían muchas más detrás. Un rayo chisporroteó en el aire, dejando frito a un gigante lestrigón, lo que me indicó que Thalia estaba haciendo su truco favorito de hija de Zeus.

Grover se llevó sus flautas a los labios y tocó una tonada rápida. Se alzó un bramido en ambas orillas y empezaron a brotar los espíritus de cada árbol, de cada roca y cada matorral. Las dríadas y los sátiros blandían sus porras y se lanzaban a la carga. Los árboles envolvían a los monstruos hasta estrangularlos. La hierba crecía alrededor de las piernas de los arqueros del titán. Las piedras volaban en todas direcciones y acribillaban a las dracaenae.

Aun así, aunque fuese a duras penas, el ejército avanzaba. Los gigantes aplastaban árboles enteros a su paso y las náyades se desvanecían al quedar destruida su fuente de vida. Los perros del infierno se abalanzaban sobre los lobos y los dejaban fuera de combate de un zarpazo. Los arqueros enemigos contraatacaron con una salva de flechas y una cazadora cayó fulminada desde lo alto de una rama.

—¡Oinnnc!

El eco del chillido rebotó por toda la zona alta de Manhattan. Todos nos quedamos helados de terror.

Grover lanzó una mirada de pánico.

—Suena como... ¡No puede ser!

Sabía lo que estaba pensando. Dos años atrás, habíamos recibido un “regalo” de Pan: un jabalí gigante que nos transportó a lo largo del sudoeste del país, después de intentar liquidarnos. Aquel jabalí soltaba un chillido muy parecido, pero el que acabamos de oír era más agudo, más estridente, como si... como si el jabalí tuviera una novia furiosa.

—¡Oinnnc! —Una enorme criatura rosada sobrevoló el estanque: una especie de globo de pesadilla con alas, como los que pasean en el desfile del día de Acción de Gracias.

—¡Una cerda! —grité—. ¡A cubierto!

Los semidioses se dispersaron al ver que la alada dama porcina descendía en picado. Sus alas eran rosadas como las de los flamencos y armonizaban de maravilla con su tono de piel, aunque resultaba difícil considerarla una monada, la verdad, sobre todo cuando aterrizó en el suelo con un retumbo, poco faltó para que aplastara a un hermano de Annabeth. La criatura se puso a corretear pesadamente, sacudiendo el suelo a cada paso, derribando montones de árboles y eructando una nube de gases tóxicos. Luego despegó de nuevo y voló en círculo, preparándose para otra acometida.

—No me digas que esto sale de la mitología griega —dijo Percy.

—Me temo que sí —confirmé—. La cerda de Clazmonia. Tenía aterrorizadas todas las ciudades griegas de la época.

—Déjame adivinarlo. Hércules la derrotó.

—Nones —respondió Annabeth—. Que yo sepa, ningún héroe ha logrado vencerla nunca.

—En realidad, el poco hombre de Teseo la derrotó. —Ambos me miraron—. Supongo que es un buen presagio. Un hijo de Poseidón la mató.

—Perfecto.

El ejército del titán se estaba recobrando del susto. Supongo que habían comprendido que la cerda no los perseguía a ellos.

Sólo nos quedaban unos segundos antes de que estuvieran listos, y nuestras fuerzas aún eran presas del pánico. Cada vez que la cerda eructaba, los espíritus de la naturaleza de Grover se desvanecían dando gañidos para refugiarse en sus árboles.

—¡Chicos! —Annabeth nos agarró del brazo y señaló el estanque. El titán de la armadura dorada no había aguardado a que sus fuerzas avanzaran por lo  flancos. Se había lanzado a la carga caminando directamente por la superficie del lago.

Una bomba de fuego griego le explotó justo encima, pero alzó la palma de la mano y absorbió todas las llamas.

—Así que esta es la sorpresa, mandarnos todo el arsenal de golpe —dije entre dientes.

—¿Quién es? —preguntó Percy.

—Hiperión —dijo Annabeth, consternada—. El señor de la luz. El titán del este.

—¿Peligroso? 

—Junto con Atlas, es el mayor guerrero de los titanes. En los tiempos antiguos había cuatro titanes que controlaban las cuatro esquinas del mundo. Hiperión era el este: el más poderoso. Fue el padre de Helios, el primer dios del sol.

—Yo me encargo de la bola disco —prometí colocando una tanda de flechas y colocándolas en mi ballesta, y a esta, en mi espalda.

—¡Darlene, te volviste loca?! —chilló Annabeth—. Hiperión era uno de los más crueles, y tú ni siquiera tienes la maldición de Aquiles para protegerte.

—Alguien tiene que hacerlo, y ese tipo le está robando protagonismo a mi novio. Solo puede haber una marquesina andante y no será él.

—Y esa cerda tiene que desaparecer —agregó Percy. Tomó el garfio que llevaba uno de los hermanos de Annabeth—. Yo me encargo. Ustedes mantengan a raya al enemigo. Oblíguenlo a retroceder.

—¡Ustedes dos enloquecieron!

—Dime algo que no sepa. —Rodé los ojos—. Encárgate de mantener agrupadas nuestras fuerzas.

Obviamente, no nos habíamos situado ante el estanque porque sí. Percy se concentró en el agua, y de repente, parecía un dios del mar o algo así. El agua sí que lo hacía bien poderoso.

Sujetó el cable del garfio y lo volteó como si fuese el lazo de un vaquero. Cuando la cerda descendió para hacer su siguiente pasada, se lo arrojó con todas sus fuerzas. El garfio se enrolló alrededor de la base de una de sus alas. La criatura chilló furiosa, hizo un brusco viraje y tiró del cable, y Percy salió volando con ella.

Miré a Annabeth.

—Retirense un poco si es necesario, limítese a dificultar su avance.

—¡Pero, Darlene…!

Sin escucharla más, desplegué mis alas y volé sobre la superficie del lago hacia Hiperión.

—Muy bien, Darlene —me dije—. Es un titán, uno muy poderoso. No es imposible, solo…solo lo es si pienso que lo es. Ok. Como Alicia. Piensa en seis cosas imposibles como mortal. Enuméralas. Uno: una flecha de oro te hace amar y una de plomo te hace odiar.

Cuando ya lo tenía a cinco metros, Hiperión alzó la espada. Sus ojos eran tal como los había visto en mi sueño: tan dorados como los de Cronos, pero más brillantes incluso, como dos soles en miniatura. Y gigante, muy enorme, yo me veía como un alfiler a su lado.

—Esperaba al mocoso del dios del mar —masculló.

—Lo siento, soy su asistente, Darlene Backer, el señor Jackson está ocupado con un monstruo más poderoso. Pero si quiere, saque número y espere.

Hiperión soltó un gruñido.

—¿Quieres ver lo poderoso que soy?

Su cuerpo se inflamó en una columna de luz y calor. Desvié la mirada, pero aun así quedé deslumbrada.

Alcé por instinto a Resplandor: justo a tiempo, porque la hoja de Hiperión se estrelló contra la mía. El impacto desató una enorme oleada concéntrica por todo el lago. Los ojos aún me escocían. Tenía que ahogar su luz.

—Dos: un maserati es el sol. Tres: los caballos tienen alas.

Volé hacia atrás para ganar espacio, mis alas batiendo con fuerza sobre la superficie del lago. Su figura irradiaba un poder que no solo provenía del fuego, sino de la misma esencia del sol. 

—¿Te rindes ya, niña? —La voz de Hiperión retumbó, haciendo vibrar el aire.

—Cuatro: los monstruos sí existen. 

Levanté rápidamente mi ballesta, disparando una flecha que esquivó sin problemas. Volé sobre él, sin dejar de disparar. Hiperión se lanzó hacia mí de nuevo, y antes de que pudiera reaccionar, lo sentí. Su espada cortó el aire a centímetros de mi rostro. Mi corazón dio un vuelco, y con un impulso desesperado, me elevé hacia el cielo, con las alas extendidas al máximo. Las corrientes de aire me levantaron, pero él me siguió, su luz casi tocando mis talones.

Cerré los ojos por un instante mientras mis alas batían con fuerza, y dejé que el poder fluyera, el mismo poder que Eros había compartido conmigo. Me concentré en sus emociones, en esa ira incandescente que lo consumía. 

—Cinco: mi padre es un dios temido.

Podía sentirlo en lo profundo: la rabia de Hiperión, su deseo de poder, su necesidad de demostrar su supremacía. Me concentré en liberar un poco de mi poder, el mismo que había usado en el Santuario, tiré de esas emociones, llevándolas al límite, transformándolas en duda, en inseguridad, en... miedo; y una pequeña onda expansiva rosa lo golpeó, haciéndolo retroceder. 

—¡Agggg! —Hiperión se pasó la mano por la cara, como si solo le hubiera tirado tierra a la cara.

Sus movimientos, rápidos y poderosos, se detuvieron por un momento, apenas una fracción de segundo, pero lo suficiente. La luz alrededor de su cuerpo parpadeó.

Sobrevolé la superficie del lago mientras el titán se incorporaba con esfuerzo.  Sus ojos ya no llameaban, aunque seguían clavados en mí con expresión asesina.

—¡Arderás! —rugió.

Nuestras espadas chocaron de nuevo y el aire se cargó de ozono.

La batalla proseguía con furia a nuestro alrededor. No tenía idea para dónde se había ido Percy, pero en el flanco derecho, Annabeth dirigía un asalto con sus hermanos. En el izquierdo, Grover y sus espíritus de la naturaleza se habían reagrupado y enmarañaban al enemigo con arbustos y malas hierbas.

—Basta de juegos —me dijo Hiperión—. Luchemos en tierra.

No me dio tiempo a decir nada, soltando un alarido, el titán soltó un alarido. Un muro de fuerza vino a golpearme por el aire, volé trescientos metros hacia atrás y me estampé en la orilla. De suerte tenía la armadura, aún así se me cortó la respiración. Estaba segura de que debía tener una costilla rota.

Me puse de pie, gimiendo.

—Seis: puedo vencer a Hiperión.

Hiperión se me acercaba a una velocidad de vértigo. Volé hacia arriba, lanzándome hacia el cielo para evitar su carga directa, y disparé una flecha explosiva, que explotó cerca de su rostro, desatando una nube de humo denso.

Sin darle tiempo a nada, guardé mis alas y me dejé caer sobre él, con las manos sosteniendo en alto a Resplandor, atravesando su ojo.

El titán bramó, encolerizado y herido, buscando quitarme de encima. Me aferré como pude a la empuñadura. Mi cuerpo se movía igual que un muñeco de trapo siendo sacudido, me dolía todo y apenas me quedaban fuerzas.

Su calor aumentaba, casi igual que una hoguera. Las manos se me llenaron de ampollas, haciéndome gritar.

—¡Conmigo no se juega!

—¡Ahora!

Alcancé a divisar a Grover y Leneo, rodeados de un montón de sátiros que tocaron sus flautas: una melodía misteriosa, como el rumor de un arroyo sobre los guijarros.

El suelo a los pies de Hiperión se convulsionó y una multitud de raíces retorcidas le envolvió las piernas. Apoyé los pies sobre la armadura, tirando con fuerza mi espada y dándole una patada para empujarlo contra las raíces.

—¿Qué es esto? —protestó a gritos. Intentaba zafarse, pero aún no había recobrado sus fuerzas. Las raíces se espesaron hasta que dio la impresión de que llevaba unas botas de madera—. ¡Basta!. ¡Su magia de los bosques no tiene nada que hacer frente a un titán!

Pero, cuanto más se debatía, más rápidamente crecían las raíces, retorciéndose por su cuerpo, multiplicándose y endureciéndose con una recia capa de corteza. Su armadura dorada quedó sepultada bajo aquella erupción de madera y pasó a formar parte de un grueso tronco.

La música prosiguió. El ejército de Hiperión retrocedía atónito al ver a su líder absorbido y deglutido. Los brazos extendidos del titán se convirtieron en ramas, de las cuales brotaron otras más pequeñas, que enseguida se cubrieron de hojas. El árbol ganó en altura y grosor, hasta que sólo quedó a la vista la cara de

Hiperión en mitad del tronco.

—¡No pueden apresarme! —bramó—. ¡Soy Hiperión! ¡Soy...!

La corteza selló su boca y le cubrió la cara.

Grover se quitó las flautas de los labios.

—Eres un precioso arce.

Muchos sátiros se desmayaron de agotamiento, pero habían cumplido su tarea. El titán había quedado empotrado en el interior de un arce enorme. El tronco tendría al menos seis metros de diámetro y sus ramas eran de las más altas de todo el parque. Aquel árbol permanecería allí durante siglos.

El enemigo emprendió la retirada y los semidioses se alzaron con un grito de alegría.

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