021.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ɪᴍᴘᴇɴᴅɪɴɢ ꜰɪʀꜱᴛ ʙᴀᴛᴛʟᴇ
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ꜱᴏʙʀᴇ ʟᴀ ɪɴᴍɪɴᴇɴᴛᴇ ᴘʀɪᴍᴇʀᴀ ʙᴀᴛᴀʟʟᴀ
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LAS DISTANCIAS ERAS MÁS CORTAS EN EL LABERINTO. Aun así, cuando llegamos otra vez a Times Square, guiados por Rachel, me sentía como si hubiese hecho todo el camino a pie desde Nuevo México.
Salimos al sótano del hotel Marriot y emergimos hacia la pronta aurora de un día veraniego. Aún no salía el sol pero ya todo comenzaba a cobrar vida. No sabía qué resultaba más irreal: Nueva York o la cueva de cristal en que había visto morir a un dios.
Abrí la marcha hasta llegar a un callejón, donde podía obtener un buen eco.
Percy silbó con todas sus fuerzas cinco veces.
Un minuto más tarde, Rachel sofocó un grito.
—¡Son preciosos!
Un rebaño de pegasos bajó del cielo en picado entre los rascacielos. Blackjack iba delante; lo seguían otros cuatro colegas de color blanco.
—Sí —respondió Percy a algo que el caballo le dijo—. Soy un tipo con suerte. Escucha, necesito que nos lleves al campamento. Pero muy deprisa.
Uno de los pegasos a su lado gimió y protestó por algo, pero se inclinó frente a Tyson. Supongo que tenía que ver con su tamaño.
Todos nos montamos, menos Rachel.
Ella se acercó a Percy y comenzaron a hablar en susurros, Annabeth se hizo la que no estaba prestando atención, pero era obvio que estaba molesta.
—Maldita sea.
Me giré hacia Nico que estaba teniendo serios problemas para subirse a su pegaso, el cual retrocedía una y otra vez, y no se dejaba montar.
—¡Marchanse sin mí! —dijo Nico—. No quiero volver a ese campamento, de todos modos.
—Cállate, no voy a dejarte atrás —Le extendí la mano y él la miró dubitativo—. Por favor, necesitamos tu ayuda.
Él soltó un suspiro resignado y aceptó mi mano.
—Está bien —dijo de mala gana—. Lo hago por ti. Pero no voy a quedarme.
Se subió detrás de mí, y me abrazó fuertemente. Mi pegaso se acercó a Percy que terminaba de intercambiar unas palabras con Rachel.
—Bueno... Si alguna vez te apetece dar una vuelta con una mortal... puedes llamarme y eso.
Lo miré con curiosidad, realmente estaba confundido. Sus emociones eran una bomba bastante extraña de muchas cosas al mismo tiempo.
—Ah, sí. Claro.
—Quiero decir...me gustaría —añadió algo nervioso.
—Mi número no está en la guía —dijo ella.
—Lo tengo.
—¿Aún no se ha borrado? Imposible.
—No. Eh... me lo aprendí de memoria.
Su sonrisa reapareció lentamente, ahora más luminosa.
—Nos vemos, Percy Jackson. Ve a salvar el mundo por mí, ¿bien?
Me adelanté hacia ellos, y le sonreí a la pelirroja.
—Gracias por todo, Rachel. Me gustó conocerte, deberíamos quedar algún día —dije guiñandole un ojo.
—D-De...n-nada —dijo sonrojándose.
Y echó a andar por la Séptima Avenida y desapareció entre la multitud.
Muy pronto sobrevolábamos el East River mientras toda la panorámica de Long Island se extendía a nuestros pies.
Aterrizamos en mitad de la zona de las cabañas justo con el amanecer y enseguida salieron a recibirnos Quirón y Sileno, el sátiro barrigón, junto con un par de arqueros de Apolo.
En cuanto me bajé del pegaso, casi me tiran al piso del abrazo.
Quirón arqueó una ceja cuando vio a Nico, pero si esperábamos sorprenderlo con nuestras últimas noticias, o sea, al contarle que Quintus era Dédalo y que Cronos se había alzado, nos llevamos un buen chasco.
—Me lo temía —dijo—. Debemos apresurarnos. Esperemos que hayan logrado retrasar un poco al señor de los titanes, pero la vanguardia de su ejército ya debe de estar en camino. Y llegará sedienta de sangre. La mayor parte de nuestros defensores se halla en sus puestos. ¡Vengan!
—Un momento —intervino Sileno—. ¿Qué hay de la búsqueda de Pan? ¡Llegas con casi tres semanas de retraso, Grover Underwood! ¡Tu permiso de buscador ha sido revocado!
—Justo cuando una piensa que no pueden ser más irritantes, la cabra esta se supera —mascullé.
Grover respiró hondo. Se enderezó y miró a Sileno a los ojos.
—Los permisos de buscador ya no importan. El gran dios Pan ha muerto. Ha fallecido y nos ha dejado su espíritu.
—¿Qué? —Sileno se había puesto rojo como la grana—. ¡Sacrilegios y mentiras! ¡Grover Underwood, serás exiliado por hablar así!
—Es la verdad —dijo Percy—. Nosotros estábamos presentes cuando murió. Todos nosotros.
—¡Imposible! ¡Son unos mentirosos! ¡Destructores de la naturaleza!
Quirón miró a Grover fijamente.
—Hablaremos de eso más tarde.
—¡Hablaremos ahora! —exigió Sileno—. ¡Tenemos que ocuparnos...!
—Sileno —lo cortó Quirón—. Mi campamento está siendo atacado. El asunto de Pan ha podido esperar dos mil años. Me temo que deberá esperar un poquito más. Siempre y cuando sigamos aquí esta noche.
Y con esta nota de optimismo, preparó su arco y echó a galopar hacia el bosque. Los demás nos apresuramos a seguirlo.
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Aquella era la mayor operación militar que había visto en el campamento.
Todo el mundo estaba en el claro del bosque, con la armadura de combate completa, pero esta vez no era para jugar a capturar la bandera.
La cabaña de Hefesto había colocado trampas alrededor de la entrada del laberinto: alambre de espino, fosos llenos de frascos de fuego griego e hileras de estacas aguzadas capaces de repeler una carga. Beckendorf se ocupaba de dos catapultas grandes como un camión, que ya estaban cargadas y orientadas hacia el Puño de Zeus.
La cabaña de Ares se había situado en primera línea y ensayaba una formación de falange a las órdenes de Clarisse.
Sabía por Kayla que la cabaña de Apolo se había dividido en dos, los médicos que estaban ubicados al fondo y los arqueros que se habían reunido con los de Hermes, dispersado por el bosque con los arcos preparados. Muchos habían tomado posiciones en los árboles. Incluso las dríadas estaban armadas con arcos y flechas, y los sátiros trotaban de acá para allá con porras de madera y escudos hechos de corteza basta y sin pulir.
Annabeth corrió a unirse a sus compañeras de la cabaña de Atenea, que habían instalado una tienda de mando y dirigían las operaciones. Una gran pancarta con una lechuza parpadeaba en el exterior de la carpa. Nuestro jefe de seguridad, Argos, hacía guardia en la puerta.
Las hijas de Afrodita se afanaban ayudando a todo el mundo a colocarse la armadura y ofreciéndose a desenredar los nudos de nuestros penachos de crin. Corrí hacia ellas para ponerme mi armadura, Silena sonrió aliviada cuando me vio.
—¡Estás bien! —exclamó—. Vamos, tengo tus cosas a mano.
Ella y Valentina me ayudaron a colocarme la armadura y un casco, también me extendieron un cinturón para colgar mi espada y me dieron mi arco y carcaj lleno.
Tenía que marcharme con los arqueros, todos tenían algo que hacer en aquel momento.
Incluso los chicos de Dioniso habían encontrado algo que hacer. Al dios en persona no se le veía aún por ninguna parte, pero sus dos rubios hijos gemelos andaban repartiendo botellas de agua y cajas de jugo entre los sudorosos guerreros.
Corrí hacia la unidad de arqueros, donde me encontré a Lee y Michael terminando de acomodar a todos. Ambos me abrazaron fuertemente en cuanto me vieron.
—Me alegra tanto que estés bien —dijo Lee.
—¿No estás con los médicos?
—Hoy no —respondió—, aquí seré más útil. Will está a cargo, será un médico maravilloso —agregó orgulloso.
Vio a lo lejos a Kayla discutiendo con Austin y se marchó para separarlos.
—¿Qué tal la aventura? —me preguntó Michael.
—Una odisea —respondí.
Nos miramos a los ojos, y sentí como si a pesar de que todo se estaba desmoronando a nuestro alrededor, nada más importaba.
—¿Crees que tenemos alguna oportunidad de ganar?
Pensé en lo que había visto en el laberinto: en los monstruos de la pista de combate de Anteo, en el poder de Cronos que yo había sentido en persona en el monte Tamalpais. Miré a todos, éramos un gran ejército dispuestos a morir con honor.
Ojalá hubiera estado aquí DIioniso, pero sabía que no serviría de nada. Cuando se desataba la guerra, los dioses tenían prohibido intervenir directamente. Por lo visto, los titanes no creían en esa clase de restricciones.
—No lo sé —admití—, pero espero que sí. Aún me debes una conversación.
Él me miró fijamente, dudando un poco y luego dio un firme paso hacia mí. Por un instante, el aire a nuestro alrededor parecía cargado de electricidad. Con un gesto suave pero decidido, acarició mi mejilla y sus labios rozaron los míos en un beso fugaz.
Apenas un instante tan breve, como un toque de pluma, pero me hizo sentir como si el universo entero se alineara a nuestro favor. En aquel instante, todos mis miedos y dudas se disiparon. Solo quedó una única certeza: la confirmación de que lo que había estado sintiendo desde esa noche hace semanas era real.
Era como si todo encajara en su lugar, como si finalmente hubiera encontrado el pedazo perdido de mi existencia. Una ráfaga de emociones me invadió, desde la felicidad hasta el miedo. Despertó emociones que habían estado latentes dentro de mí.
Me aparté ligeramente, sintiendo cómo mi respiración se agitaba y mi corazón latía con fuerza.
—Supongo que entonces tengo una guerra que ganar —susurró.
—¡Todos a sus posiciones! —gritó Lee desde lejos.
—Mantente vivo —murmuré.
—¿Por quién me tomas, Backer? —dijo con una sonrisa que me dejó sintiendo un nido de mariposas—. No me dejo vencer tan fácil.
Se alejó hacia el otro extremo del campamento, y aunque sentía mis piernas como gelatina, corrí hacia mi puesto.
El suelo había empezado a temblar bajo nuestros pies. Todo el mundo se quedó inmóvil. Clarisse gritó una única orden:
—¡Junten los escudos!
Entonces el ejército del señor de los titanes surgió como una explosión de la boca del laberinto.
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Había asistido a muchos combates en mi vida, pero aquello era una batalla a gran escala.
Lo primero que vi fue una docena de gigantes lestrigones que brotaban del subsuelo como un volcán, gritando con tal fuerza que creí que iban a estallarme los tímpanos. Llevaban escudos hechos con coches aplastados y porras que eran troncos de árboles rematados con pinchos oxidados.
Uno de los gigantes se dirigió con un rugido hacia la falange de Ares, le asestó un golpe con su porra y la cabaña entera salió despedida: una docena de guerreros volando por los aires como muñecos de trapo.
—¡Fuego! —gritó Beckendorf.
Las catapultas entraron en acción. Dos grandes rocas volaron hacia los gigantes. Una rebotó en un coche-escudo sin apenas hacerle daño, pero la otra le dio en el pecho a un lestrigón y el gigante se vino abajo.
Tensé mi arco y disparé. Junto con ella, una docena de flechas cargaron contra las armaduras de los gigantes, como si fueran púas de erizo. La unidad de arqueros siguió disparando sin descanso, algunas se abrieron paso entre las junturas de las piezas de metal y varios gigantes se volatilizaron al ser heridos por el bronce celestial.
Pero, cuando ya parecía que los lestrigones estaban a punto de ser arrollados, surgió la siguiente oleada del laberinto: treinta, tal vez cuarenta dracaenae con armadura griega completa, que empuñaban lanzas y redes y se dispersaron en todas direcciones.
Algunas cayeron en las trampas que habían tendido los de la cabaña de Hefesto. Una de ellas se quedó atascada entre las estacas y se convirtió en un blanco fácil para los arqueros. Otra accionó un alambre tendido a ras del suelo y, en el acto, estallaron los tarros de fuego griego y las llamas se tragaron a varias mujeres serpiente, aunque seguían llegando muchas más.
Argos y los guerreros de Atenea se apresuraron a hacerles frente. Vi que Annabeth desenvainaba su espada y empezaba a luchar con ellas. Tyson, por su parte, cabalgaba sobre un gigante. Se las había ingeniado para trepar a su espalda y le arreaba en la cabeza con un escudo de bronce.
Quirón apuntaba con calma y disparaba una flecha tras otra, derribando a un monstruo cada vez, pero seguían surgiendo más enemigos del laberinto. Y finalmente, salió un perro del infierno que no era la Señorita O'Leary y arremetió contra los sátiros.
—¡Allí! —gritó Quirón.
Percy sacó a contracorriente y se salió corriendo.
Tensé el arco para seguir disparando y un mareo repentino me desestabilizó. Miré a mi alrededor sintiendo náuseas y aguantando el mareo. Todo parecía borroso, fue un segundo y mi vista regresó a la normalidad.
Tuve meses para prepararme y las visiones realmente no habían sido de mucha ayuda. Sabía que algunos morirían este verano, pero no quienes serían las víctimas.
Había tantas variables que no sabía y que podían significar nada y todo a la vez en el momento de salvarle la vida a alguien. Quizá salvar a alguien desencadenaría matar a otro, o intentar cambiar algo quizá no serviría de nada.
Las visiones habían aumentando poco a poco y me asustaba que alguna me sorprendiera en el campo de batalla, justo cuando estuviera en medio de una pelea o salvando a alguien.
Tal como acababa de pasar, pero no podía detenerme. No ahora cuándo tantas vidas dependían de mis decisiones.
—Maldita sea —mascullé. No recordaba qué era lo que había visto, pero no podía quedarme en eso, tenía que concentrarme en la batalla o iban a matarme por distraída.
Seguí disparando hasta que las flechas se me acabaron, guardé mi arco y desenfundé a Resplandor. De un salto bajé de la roca donde estaba subida y otra visión me golpeó.
Vi a un semidiós desconocido del otro bando peleando en un combate desigual con Castor, uno de los gemelos de Dioniso.
Meneé la cabeza, y busqué a mi alrededor. Lo vi a lo lejos y corrí hacia ellos.
Mi corazón latiendo desbocado en mi pecho. Cada paso que daba resonaba en mis oídos mientras mi mente se llenaba de una determinación feroz. Mis piernas parecían moverse por inercia, sin pensar, impulsadas únicamente por la urgencia de salvarlo.
Los árboles se incendiaron, y los arqueros y dríadas entraban en pánico alejándose.
El enemigo le dio un tajo en el brazo y luego un golpe en la cabeza con el pomo de la espada. Castor se desmoronó en el suelo, pero levantó su espada para atajar el corte, luchando con valentía, pero clara desventaja.
Mi mano se aferró con firmeza a la empuñadura de Resplandor, mi espada de confianza. El arma parecía vibrar con una energía propia, lista para la batalla.
El ruido ensordecedor de las espadas chocando y los gritos de los sátiros y enemigos llenaban el aire.
Sin vacilar, me lancé hacia adelante, blandiendo Resplandor con elegancia y destreza. El sonido metálico de la espada encontrando su objetivo resonó en el aire cuando bloqueé un golpe dirigido hacia Castor. Mi cuerpo se movió en perfecta armonía con el filo de la espada, anticipando cada movimiento del enemigo desconocido.
Mis pies se deslizaban sobre el terreno con agilidad, anticipando cada cambio de dirección. La luz del sol se reflejaba en el filo de Resplandor, creando destellos que cortaban el aire en cada estocada.
El enemigo atacaba con ferocidad, pero mi espada era un escudo impenetrable. Bloqueaba sus golpes con una mezcla de fuerza y gracia, contrarrestándolos con contraataques calculados. Cada vez que nuestras espadas se encontraban, se desataba una tormenta de chispas y un retumbar metálico que resonaba en mis oídos.
Mis movimientos eran fluidos y precisos, aprovechando cada oportunidad que se presentaba. Realicé una rápida finta, desviando su atención por un instante, y luego me lancé hacia adelante con una estocada veloz. La hoja de Resplandor se deslizó con maestría entre las defensas del enemigo, encontrando su objetivo en su costado y el semidiós cayó con estrépito.
Me giré hacia Castor, cuyo rostro mostraba una mezcla de dolor y gratitud. Me acerqué a él con cautela y extendí mi mano para ayudarlo a ponerse en pie.
—Gracias, Darlene —dijo agitado.
—No fue nada —respondí.
Solté un jadeo horrorizada al ver sobre su hombro.
Una docena de dracaenae abandonó el combate y se deslizó por el camino que conducía al campamento, como si supieran muy bien adonde se dirigían. Si llegaban allí, podrían incendiar el lugar entero. No encontrarían la menor resistencia, solo los más pequeños del campamento se encontraban ahí.
El único que se hallaba cerca era Nico, que acababa de clavarle su espada a un telekhine. La hoja negra de hierro estigio absorbió la esencia del monstruo y chupó su energía hasta convertirlo en un montón de polvo.
—¡Nico! —grité.
Miró hacia donde yo señalaba, vio a las mujeres serpiente y comprendió en el acto.
Inspiró hondo y extendió su negra espada.
—¡Obedéceme! —ordenó.
La tierra tembló. Frente a las dracaenae se abrió una grieta de la que surgió una docena de guerreros muertos. Eran cadáveres espeluznantes con uniformes militares de distintos períodos históricos: revolucionarios norteamericanos de la guerra de Independencia, centuriones romanos, oficiales de la caballería de Napoleón con esqueletos de caballo... Todos a una, sacaron sus espadas y se abalanzaron sobre las dracaenae.
Nico cayó de rodillas; no tuve tiempo de comprobar si se encontraba bien, porque otra visión me golpeó.
Fue un destello que me dejó sin aire, Castor me sostuvo cuando las piernas se me doblaron. Levanté la mirada en la dirección que había visto, sintiendo las lágrimas bajarme por las mejillas.
—Lee —susurré.
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La única forma de que pudiera llegar a tiempo, era volando.
Se había desatado un incendio en el bosque. Seguí adelante, esquivando flechas y espadas enemigas, acertando patas y algunos tajos a mi paso en un intento de ayudar a los que estaban un poco en desventaja.
Mis alas se batían con fuerza, impulsándome hacia donde había visto a Lee antes de que todo estallara, y sentía la adrenalina correr por mis venas mientras me acercaba al claro de los arqueros.
Mis ojos escudriñaban el caos debajo de mí, buscando desesperadamente a Lee. El humo y las llamas dificultaban la visión, pero no podía permitirme perder ni un segundo. La vida de mi mejor amigo estaba en peligro y tenía que llegar a tiempo.
Finalmente, divisé la figura imponente de un gigante en medio del claro. Su garrote se alzaba sobre su cabeza, listo para aplastar a Lee, que estaba acorralado y luchando con todas sus fuerzas para defenderse.
Sin dudarlo, descendí en picada, con las alas extendidas a su máximo alcance.
Volé a su alrededor con rapidez, llamando su atención sobre mí. El gigante giró en círculos, ignorando la presencia de Lee. Soltando manotazos con las manos y el garrote al mismo tiempo como si estuviera intentando apartar un mosquito molesto.
Me lancé hacia adelante, zigzagueando en el aire para evitar los golpes del gigante. Mis alas batían con fuerza, generando ráfagas de viento que azotaban su rostro y lo hacían tambalearse.
El gigante intentaba alcanzarme, pero mi agilidad y velocidad eran superiores. Mientras me aferraba a su pelo como a una cuerda, golpeé su cabeza con el pomo de Resplandor, tratando de desorientarlo aún más.
El gigante soltó un rugido de rabia y dolor, pero seguía sin poder alcanzarme. Volé un poco más alto, tratando de mantenerme apartada cuando otro mareo me golpeó.
Ajusté la vista y vi horrorizada como un semidiós se acercaba por la espalda de Lee con una lanza.
—¡Lee! —grité.
El impacto fue devastador.
Fue como sentir cada hueso de mi cuerpo rompiéndose, y fui lanzada hacia atrás con una fuerza descomunal. El aire abandonó mis pulmones en un grito ahogado mientras mi cuerpo se estrellaba violentamente contra el tronco de un árbol cercano.
Un dolor punzante recorrió mi espalda y todo mi ser se llenó de una agonía intensa. Sentía mi cuerpo húmedo y no podía escuchar nada a mi alrededor, salvo el pitido en los oídos que me dejaba aturdida. Me costaba respirar y mi cuerpo no respondía, era como si hubieran cortado las cuerdas de una marioneta.
A medida que mi visión se volvía borrosa y el dolor se intensificaba, supe que mi tiempo se estaba agotando. El mundo a mi alrededor se desvanecía lentamente, las llamas y los sonidos de la batalla se desvanecían en un eco lejano. En medio de la oscuridad que se apoderaba de mí, una sensación de paz comenzó a envolver mi ser.
Cerré los ojos con resignación, aceptando mi destino. Aunque mi cuerpo estaba roto y mi alma se desvanecía, encontré consuelo en el hecho de que había luchado hasta el final para proteger a Lee.
Había dado todo lo que tenía, incluso mi propia vida, para asegurar la suya.
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PERCY
La batalla había llegado a su fin.
El claro se quedó de repente en silencio, salvo por el crepitar del fuego en el bosque y los lamentos de los heridos. Ayudé a Annabeth a ponerse de pie y corrimos hacia Quirón.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté.
Estaba tendido de lado, tratando en vano de levantarse.
—¡Qué embarazoso! —masculló—. Creo que me recuperaré. Por suerte, nosotros no les pegamos un tiro a los centauros cuando tienen... ¡aj!, una pata rota.
—Necesitas ayuda —dijo Annabeth—. Voy a buscar a un médico de la cabaña de Apolo.
—No —insistió Quirón—. Hay heridas más importantes que atender. ¡Déjenme! Estoy bien. Grover... luego tenemos que hablar de cómo has hecho eso.
—Ha sido increíble —asentí.
Grover se ruborizó.
—No sé de dónde me ha salido.
Enebro lo abrazó con fuerza.
—¡Yo sí lo sé!
Antes de que pudiera añadir más, Tyson me llamó:
—¡Percy, deprisa! ¡Es Nico!
En algún momento de la batalla, lo había visto cerca de las cabañas, Dari le había gritado algo y él había hecho salir muertos de la tierra. Sabía que eso lo agotaba, pero esta vez, usar sus poderes lo había dejado como galleta chamuscada.
Su ropa negra despedía humo. Tenía los dedos agarrotados y la hierba alrededor de su cuerpo se había vuelto amarilla y se había secado. Le di la vuelta con todo cuidado y le puse la mano en el pecho. El corazón le latía débilmente.
—¡Traigan néctar! —grité.
Uno de los campistas de Ares se acercó cojeando y me tendió una cantimplora. Le eché a Nico en la boca un chorro de la bebida mágica. Empezó a toser y farfullar, pero sus párpados temblaron y se acabaron abriendo.
—¿Qué te ha pasado, Nico? —pregunté—. ¿Puedes hablar?
Asintió débilmente.
—Nunca había intentado convocar a tantos a la vez. Me pondré bien.
Lo ayudamos a sentarse y le di un poco más de néctar. Nos miró parpadeando, como si tratara de recordar quiénes éramos.
Una expresión de pánico y angustia lo embargó, me dio un empujón y con dificultad, intentó ponerse de pie.
—¡Eh, Nico, con cuidado! —dije sujetándolo.
—¡Déjame ir! —gritó llorando.
Annabeth se apresuró a ayudarme, pero él seguía forcejeando con fuerza.
La mirada desesperada y los sollozos de Nico me desconcertaron por completo. No podía entender por qué estaba tan decidido a escapar hacia el bosque, a pesar de su evidente debilidad. Me aferré a él con más fuerza, intentando contenerlo y comprender lo que estaba ocurriendo.
—¡Nico, por favor, cálmate! —suplicó Annabeth, luchando contra sus esfuerzos por liberarse.
—No puedes irte así, estás herido, necesitas descansar.
Pero Nico parecía estar perdido en una tormenta interna. Su voz temblorosa se elevó en un grito ahogado mientras lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
—¡No perderé otra hermana! —dijo entre sollozos, sus palabras resonando en mi mente con un eco de dolor y miedo.
Aquellas palabras hicieron que mi corazón se detuviera por un instante.
A lo lejos, escuché el grito de horror de las hijas de Afrodita, pero nada se pareció al llanto desgarrador de Michael Yew que llenó todo el bosque.
Sí, Darlene se murió.
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