021.ᴀʙᴏᴜᴛ ʜᴏᴡ ᴍɪᴄʜᴀᴇʟ ʙᴇᴄᴏᴍᴇꜱ ᴛʜᴇ ᴅᴇꜱɪɢɴᴀᴛᴇᴅ ᴅʀɪᴠᴇʀ
╔╦══• •✠•❀ - ❀•✠ • •══╦╗
ꜱᴏʙʀᴇ ᴄᴏᴍᴏ ᴍɪᴄʜᴀᴇʟ ᴀʜᴏʀᴀ ᴇꜱ ᴇʟ ᴄᴏɴᴅᴜᴄᴛᴏʀ ᴅᴇꜱɪɢɴᴀᴅᴏ
╚╩══• •✠•❀ - ❀•✠ • •══╩╝
A ESTA ALTURA DEL VIAJE tenía la certeza de que Zoë no solo no tenía tacto, sino que era una pesimista de primera.
—Nunca llegaremos —protestó—. Vamos demasiado despacio. Pero tampoco podemos dejar al taurofidio.
Zoë nos contó rápidamente cuál era su origen. Una de las ninfas del Jardín de las Hespérides.
Bessie seguía mufando mientras nadaba a nuestro lado. Habíamos dejado muy atrás el centro comercial y nos dirigíamos al Golden Gate, pero estaba mucho más lejos de lo que parecía.
El sol descendía ya hacia el oeste.
«Una ayudita más nos vendría bien, sunboy» pensé mirando el crepúsculo.
Nada. Me ignoró igual que a los panfletos de política.
—No lo entiendo —dijo Percy—. ¿Por qué tenemos que llegar a la puesta de sol?
—Las hespérides son las ninfas del crepúsculo —respondí—. Sólo podemos entrar en su jardín cuando el día da paso a la noche.
—¿Y si no llegamos?
—Mañana es el solsticio de invierno. Si no llegamos hoy a la puesta de sol, habremos de esperar hasta mañana por la tarde —dijo Michael.
—Y entonces la Asamblea de los Dioses habrá concluido —agregó Lee—. Tenemos que liberar a Artemisa esta noche.
«O Annabeth morirá», pensé.
—Necesitamos un coche —dijo Thalia.
—¿Y Bessie? —preguntó Percy.
Grover se detuvo en seco.
—¡Tengo una idea! El taurofidio puede nadar en aguas de todo tipo, ¿no?
—Bueno, sí —dijo Percy—. Estaba en Long Island Sound. Y de repente apareció en el lago de la presa Hoover. Y ahora aquí.
—Entonces podríamos convencerlo para que regrese a Long Island Sound —prosiguió Grover—. Quirón tal vez nos echaría una mano y lo trasladaría al Olimpo.
—Pero Bessie me estaba siguiendo a mí —replicó—. Si yo no estoy en Long Island, ¿crees que sabrá encontrar el camino?
—Yo puedo mostrarle el camino —se ofreció Grover—. Iré con él.
Lo miré fijamente. Grover no era lo que se dice un fanático del agua. El verano anterior no se había ahogado por los pelos en el Mar de los Monstruos.
No podía nadar bien con sus pezuñas de cabra.
—Soy el único capaz de hablar con él —continuó Grover—. Es lo lógico. —Se agachó y le dijo algo al oído a Bessie, que se estremeció y soltó un mugido de satisfacción—. La bendición del Salvaje debería contribuir a que hagamos el recorrido sin problemas —añadió.
—Pero esto es demasiado importante para que vayas solo, Grover —dijo Lee con el ceño fruncido—. Yo iré contigo.
Todos lo miramos con asombro.
—Esa criatura es literalmente un apocalipsis andante, y aún con todas las bendiciones nunca es suficiente —explicó calzándose mejor el carcaj al hombro—. Iré contigo, te serviré de escolta.
—¿Estás seguro? —pregunté mirándolo a los ojos. Me ponía muy nerviosa separarnos a mitad de camino después de todo lo que había pasado.
—Sí, no podemos correr el riesgo de no ser precavidos —dijo pasando su brazo por mi hombro—. Es mejor que dos escolten al taurofidio que arriesgarnos al fin del mundo.
Me dio un fuerte abrazo.
—Cuídate —murmuré contra su hombro.
—Lo haré, espero que tú también lo hagas.
Michael se acercó a él y compartieron una mirada, como si se estuvieran diciendo varias cosas en silencio. Y luego el menor pasó su brazo por mi hombro. Lo miré a los ojos y él me dio una sonrisa triste.
Sabía muy bien lo que quería decirme.
"Lo siento"
Le devolví la sonrisa. Y sabía que ahora todo estaba mejor entre ambos.
—Vamos —dijo Grover.
—Rézale a tu padre, Percy. Encárgate de que nos garantice un trayecto tranquilo a través de los mares —pidió Lee.
No tenía idea de cómo iban a llegar a nado a Long Island desde California. Aunque también era cierto que los monstruos no se desplazaban del mismo modo que los humanos. Había visto muchos ejemplos de ello.
—Padre —musitó—, ayúdanos. Haz que Lee, Grover y el taurofidio lleguen a salvo al campamento. Protégelos en el mar.
—Una oración como ésta requiere un sacrificio —dijo Thalia—. Algo importante.
Él lo pensó un poco y luego se quitó el abrigo.
—Percy —dijo Grover—, ¿estás seguro? Esa piel de león te resulta muy útil. ¡La usó Hércules!
Percy miró a Zoë, que lo observaba con atención. Había algo que ellos dos al parecer habían hablado, se notaba en el aire, como esas cosas que uno sabe del otro solo por verlo en sus ojos.
—Si he de sobrevivir no será por llevar un abrigo de piel de león —dijo—. Yo no soy Hércules.
Arrojó el abrigo a la bahía. Inmediatamente, se convirtió en una dorada piel de león que relucía en el agua. Luego, al empezar a hundirse, pareció disolverse en una mancha de sol.
En ese instante se levantó viento.
Grover respiró hondo.
—Bueno, no hay tiempo que perder —dijo, y se lanzó al agua de un salto. Nada más zambullirse, empezó a hundirse. Bessie se deslizó a su lado y dejó que se agarrara de su cuello.
Lee lo imitó, pero él lo hizo con más gracia que el pobre Grover.
—Tengan cuidado —les advertí.
—No se preocupen —contestó Grover—. Bueno, eh... ¿Bessie? Vamos a Long Island. Al este. Hacia allí.
Bessie mofó.
—Sí —respondió Grover—. Long Island. Esa isla... larga. Vamos.
Bessie se lanzó con una sacudida y empezó a sumergirse.
—¡Espera! ¡No podemos respirar bajo el agua! —gritó Grover—. Creí que ya lo había... ¡Glu!
Desaparecieron de la vista y confié en que la protección de Poseidón incluyera algunos detalles menores, como la respiración submarina.
—Un problema menos —dijo Zoë—. Y ahora, ¿cómo vamos a llegar al jardín de mis hermanas?
—Thalia tiene razón —dijo Percy—. Nos hace falta un coche. Pero aquí no tenemos a nadie para ayudarnos. A menos que tomemos uno prestado...
—Sí, y mejor no volvemos a seguir las ideas locas de Darlene —agregó Michael.
El muy bocón les contó que me robé un coche de policías, pero no les dijo lo que había pasado después.
—Un momento —reflexionó Thalia, y empezó a hurgar en su mochila—. Hay una persona en San Francisco que podría ayudarnos. Tengo la dirección en alguna parte.
—¿Quién? —pregunté.
Thalia sacó un trozo de papel arrugado.
—El profesor Chase. El padre de Annabeth.
━━━━━━━━♪♡♪━━━━━━━━
La verdad, había escuchado de Annabeth durante dos años las quejas sobre su padre. Casi que me esperaba un monstruo.
Pero el hombre era un señor con gorro de aviador y anteojos de culo de botella. Tenía una apariencia atractiva, pero también llevaba varios días sin afeitarse y la camisa mal puesta.
Primero, nos confundió con repartidores de aeroplanos. Pero cuando le dijimos que éramos amigos de Annabeth, el hombre parecía en verdad preocupado.
Supongo que la expresión en nuestros rostros le hizo darse cuenta que era algo grave, y nos hizo pasar a su casa.
Conocimos a los hermanos de Annabeth, y más raro, a su madrastra. Era una mujer asiática muy guapa, con reflejos rojizos en el pelo, que llevaba recogido en un moño.
Aunque era algo incómodo, la señora Chase parecía muy agradable. Nos preguntó si teníamos hambre. Reconocimos que sí, y ella dijo que nos traería sandwiches y refrescos. Y lo que era más importante, cuando supo que veníamos porque algo le había pasado a Annabeth, ella pareció muy preocupada.
No es que sea mi lugar meterme en esto, pero a mi parecer, todo el tema de Annabeth y sus padres era un malentendido o una cuestión de mala comunicación. Pero quién sabe, solo ellos saben cómo fueron realmente las cosas.
Segundos más tarde estábamos parados en medio del estudio del señor Chase.
Las cuatro paredes estaban cubiertas de libros, pero lo que me llamó la atención de verdad fueron los juguetes bélicos. Había una mesa enorme con tanques en miniatura y soldados combatiendo junto a un río pintado de azul y rodeado de colinas, arbolitos y cosas así. Colgados del techo, un montón de biplanos antiguos se ladeaban en ángulos imposibles, como en pleno combate aéreo.
Chase sonrió.
—La tercera batalla de Ypres —dijo orgulloso—. Estoy escribiendo un trabajo sobre la importancia de los Sopwith Camel en los bombardeos de las líneas enemigas. Creo que tuvieron un papel mucho más destacado del que se les ha reconocido.
Sacó un biplano de su soporte e hizo un barrido con él por el campo de batalla, emitiendo un rugido de motor y derribando soldaditos alemanes.
—Ah, claro —murmuró Percy. Michael a su lado le hizo un gesto como de loco.
A mi me parecía muy divertida su emoción por las batallas.
Zoë se acercó y estudió el campo de batalla.
—Las líneas alemanas estaban más alejadas del río.
El doctor Chase se la quedó mirando.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque estaba allí —dijo sin darle importancia—. Artemisa quería mostrarnos lo horribles que son las guerras y cómo pelean los mortales entre sí. También lo estúpidos que son. Esa batalla fue un desastre completo.
El doctor abrió la boca, atónito.
—Tú...
—Es una cazadora, señor —explicó Thalia—. Pero no estamos aquí por eso. Necesitamos...
—¿Viste los Sopwith Camel? —preguntó Chase con la voz temblorosa por la emoción—. ¿Cuántos había? ¿En qué tipo de formación volaban?
—Señor —lo interrumpí—, Annabeth está en peligro.
El reaccionó y dejó el biplano.
—Claro —dijo—. Cuéntenmelo todo.
No era fácil, pero lo intentamos. Entretanto, la luz de la tarde empezaba a decaer. Se nos acababa el tiempo.
Cuando terminamos, el doctor Chase se desmoronó en su butaca de cuero y se llevó una mano a la frente.
—Mi pobre y valiente Annabeth. Debemos darnos prisa.
—Señor, necesitamos un vehículo para llegar al monte Tamalpais —dijo Zoë—. De inmediato.
—Los llevaré en coche. Sería más rápido volar en mi Camel, pero sólo tiene dos plazas.
—Wow. ¿Tiene un biplano de verdad? —preguntó Percy.
—En el aeródromo de Crissy Field —contestó Chase muy orgulloso—. Por eso tuve que mudarme aquí. Mi patrocinador es un coleccionista privado y posee algunas de las mejores piezas de la Primera Guerra Mundial que se han conservado. Él me dejó restaurar el Sopwith Camel...
—Señor —lo interrumpió Thalia—, con el coche bastará. Y quizá será mejor que vayamos sin usted. Es demasiado peligroso.
El doctor arrugó el entrecejo, incómodo.
—Alto ahí, jovencita. Annabeth es mi hija. Con o sin peligro, yo... yo no puedo...
—¡Hora de merendar! —anunció la señora Chase, entrando con una bandeja llena de bocadillos de mantequilla de cacahuete, galletas recién sacadas del horno, pastillas de chocolate y vasos de Coca-Cola. Thalia, los chicos y yo no dudamos en engullimos unas cuantas galletas mientras Zoë explicaba:
—Yo sé conducir, señor. No soy tan joven como aparento. Y prometo no destrozarle el coche.
La anfitriona levantó las cejas.
—¿De qué va esto?
—Annabeth está en grave peligro —le explicó el doctor—. En el monte Tamalpais. Yo los llevaría, pero... no es apto para mortales, al parecer. —Dio la impresión de que le costaba pronunciar esta última parte.
Yo pensaba que la señora Chase se negaría. Vamos, ¿qué padres mortales permitirían que cinco menores se llevaran prestado su coche?
Para mi sorpresa, ella asintió:
—Será mejor que se pongan en marcha, entonces.
—¡Bien! —El doctor se levantó de un salto y empezó a palparse los bolsillos—. Mis llaves...
Su mujer dio un suspiro.
—¡Por favor, Frederick! Serías capaz de perder hasta los sesos si no los llevaras envueltos en esa gorra. Las llaves están en el colgador de la entrada.
—Eso es —dijo él.
Zoë agarró un sandwich.
—Gracias a los dos. Ahora hemos de irnos.
Salimos del estudio y bajamos las escaleras corriendo, con los Chase detrás.
Percy se quedó atrás cruzando unas palabras con ellos, antes de seguirnos finalmente.
Corrimos hacia un Volkswagen descapotable amarillo, aparcado en el sendero. El sol estaba ya muy bajo. Calculé que nos quedaba menos de una hora para salvar a Annabeth.
━━━━━━━━♪♡♪━━━━━━━━
Michael era sin duda el que mejor pulmones tenía de todos en el grupo.
Había habido una pequeña discusión entre Zoë, Thalia y yo sobre conducir; y él nos gritó a las tres.
—¡Cierren la maldita boca y entren al auto! ¡Como la mierda que alguna de ustedes va a conducir, son unas maniacas al volante y necesitamos llegar con vida! ¡Ahora, Zoë, dame esas llaves!
Y ahora íbamos las tres sentadas atrás, mientras Percy y él iban adelante.
—¿No corre más este cacharro? —preguntó Thalia.
—No puedo controlar el tráfico —espetó Michael.
—Suenan igual que mi madre —dijo Percy.
—¡Cierra el pico! —respondieron ambos al unísono.
Avanzábamos serpenteando entre los coches por el Golden Gate. El sol se hundía ya en el horizonte cuando llegamos por fin al condado de Marin y salimos de la autopista.
Ahora la carretera era estrechísima y avanzaba en zigzag rodeada de bosques, subiendo montañas y bordeando escarpados barrancos. Michael no disminuyó la velocidad.
—¿Por qué huele a pastillas para la tos? —pregunté.
—Son eucaliptos —repuso Zoë, señalando los enormes árboles que nos rodeaban.
—¿Es esa cosa que comen los koalas? —preguntó Percy.
—Y los monstruos —contestó—. Les encanta masticar las hojas. Sobre todo a los dragones.
—¿Los dragones mascan hojas de eucalipto?
—Créeme —dijo Zoë—, si tuvieras el aliento de un dragón, tú también las mascarías.
No se lo discutí, pero mantuve los ojos bien abiertos. Ante nosotros se alzaba el monte Tamalpais. Supongo que, para ser una montaña, era más bien pequeña, pero parecía inmensa a medida que nos acercábamos.
—O sea, que ésa es la Montaña de la Desesperación —dijo Michael.
—Sí —respondió Zoë con voz tensa.
—¿Por qué la llaman así?
Ella permaneció en silencio durante casi un kilómetro.
—Después de la guerra entre dioses y titanes, muchos titanes fueron castigados y encarcelados. A Cronos lo cortaron en pedazos y lo arrojaron al Tártaro. El general que comandaba sus fuerzas, su mano derecha, fue encerrado ahí, en la cima de la montaña, junto al Jardín de las Hespérides.
—El General —dije. Las nubes se iban arremolinando alrededor de la cumbre, como si la montaña las atrajera y las hiciera girar como peonzas.
—¿Qué es eso? ¿Una tormenta?
Zoë no respondió. Tuve la sensación de que sabía lo que significaban aquellas nubes. Y no le gustaba nada.
—Tenemos que concentrarnos —advirtió Thalia—. La Niebla aquí es muy intensa.
—¿La mágica o la natural?
—Ambas.
Las nubes grises seguían espesándose sobre la montaña. Y nosotros nos dirigíamos hacia allí. Habíamos dejado el bosque atrás para internarnos en un espacio abierto plagado de barrancos y rocas.
Miré el mar cuando pasábamos por una curva que se abría a una gran panorámica y vi algo que me hizo dar un bote en el asiento.
—¡Miren!
Pero justo entonces terminamos de doblar la curva y el mar desapareció tras la montaña.
—¿Qué era? —preguntó Thalia.
—Un barco blanco —dije—. Junto a la playa. Parecía un crucero.
Abrió mucho los ojos.
—¿El de Luke?
Me habría gustado decir que no estaba seguro. Podía tratarse de una coincidencia. Pero yo sabía que no lo era. El Princesa Andrómeda, el crucero demoníaco de Luke, estaba anclado en la playa. Por eso lo había enviado al canal de Panamá. Era el único modo de navegar hasta California desde la costa Este.
—Entonces vamos a tener compañía —discurrió Zoë con tono lúgubre—. El ejército de Cronos.
«¡Salgan del auto!» gritó Apolo de repente en mi mente.
Iba a responder que él saliera de mi cabeza cuando se me erizó el vello de la nuca.
Thalia dio un grito—: ¡Frena! ¡Rápido!
Michael pisó el freno a fondo sin hacer preguntas. El Volkswagen amarillo giró sobre sí mismo dos veces antes de detenerse al borde del barranco.
—¡Salten! —Thalia abrió la puerta, me empujó fuera y rodamos las dos por el suelo.
Y enseguida...
Fulguró un relámpago y el coche del doctor Chase estalló como una granada amarilla. Los pedazos como metralla me habrían destrozado de no ser por el escudo de Thalia, que apareció sobre mí de repente.
Oí un sonido a lluvia metálica, y cuando abrí los ojos estábamos rodeados de chatarra. Una parte del guardabarros del Volkswagen se había quedado clavada en la carretera. El capó humeante todavía daba vueltas en el suelo. Había trozos de metal amarillo por todos lados.
Noté el sabor del humo en la boca y miré a Thalia.
—Me has salvado la vida.
A un lado, los chicos se ponían de pie asombrados por lo cerca que habíamos estado de volar en pedazos.
—«Uno perecerá por mano paterna» —murmuró—. Maldito sea. ¿Es que piensa destruirme? ¿A mí?
Me costó un segundo comprender que hablaba de su padre.
—Eh, oye —dijo Percy—, no puede haber sido el rayo de Zeus. Ni hablar.
—¿De quién, entonces?
—No lo sé. Zoë ha pronunciado el nombre de Cronos... Tal vez ha sido...
Thalia sacudió la cabeza, furiosa.
—No. Ha sido él.
—Un momento —dije—. ¿Dónde está Zoë? ¡Zoë!
Corrimos de un lado para otro alrededor del Volkswagen destrozado. No había nadie dentro. Nada en la carretera. Miré por el precipicio, pero no vi ni rastro de ella.
—¡Zoë! —llamó Percy.
De pronto ella estaba a un lado, tirando del brazo de Percy.
—¡Silencio, idiota! ¿Quieres despertar a Ladón?
—¿Ya hemos llegado?
—Estamos muy cerca —dijo—. Seguidme.
Había sábanas de niebla deslizándose por la carretera. Zoë atravesó una de ellas y, cuando la niebla pasó de largo, había desaparecido.Nosotros cuatro nos miramos perplejos.
—Concéntrense en Zoë —nos recomendó Thalia—. La estamos siguiendo. Entren en la niebla con esa idea en la cabeza.
Michael asintió y se mandó de cabeza entre la niebla.
El tema es que me sujeto de la muñeca y me arrastró con él.
—Oye, puedo ir sola ¿sabes?
—Claro que no —espetó—, te pierdes todo el tiempo en el bosque del campamento, mira si te dejamos ir sola por aquí.
Quería decirle que se fuera al diablo, pero para cuando me di cuenta el aire se había despejado.
Continuábamos en la ladera, pero la carretera ahora era de tierra y estaba flanqueada por hierba mucho más tupida. El sol trazaba en el mar una cuchillada sangrienta. La cima de la montaña, envuelta en nubes de tormenta, parecía más cercana y más poderosa. Había un solo sendero que conducía a la cumbre a través de un prado exuberante de flores y sombras: el jardín del crepúsculo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top