017.ᴀʙᴏᴜᴛ ꜰɪɴᴅɪɴɢ ᴇɴᴇᴍɪᴇꜱ ɪɴ ᴛᴏᴜʀɪꜱᴛ ꜱᴘᴏᴛꜱ
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ꜱᴏʙʀᴇ ᴇɴᴄᴏɴᴛʀᴀʀ ᴇɴᴇᴍɪɢᴏꜱ ᴇɴ ʟᴜɢᴀʀᴇꜱ ᴛᴜʀɪꜱᴛɪᴄᴏꜱ
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LA TEORÍA DEL EFECTO MARIPOSA siempre me había parecido interesante. La posibilidad de que una acción, por más insignificante que fuera, podía alterar toda la historia de algo me resultaba impresionante.
Un descuido, un error, un desliz y todo cambia, ya no se puede borrar lo hecho.
Es solo un pequeño detalle lo que cambia todo. Una palabra no dicha a tiempo, un gesto que se perdió en el camino, y lo que era la solución pasa a ser un problema.
Es el aleteo de la mariposa lo que desata el tsunami.
Y cuando ya es tarde uno quiere volver el tiempo atrás, a esa palabra no dicha, a ese gesto perdido.
Bianca estaba muerta. Y era mí culpa.
Mirando el caos frente a mí, me preguntaba qué decisiones o actos pude haber hecho que desembocaron en esto.
¿Qué pude hacer diferente para evitarlo?
Quizá podría haber discutido más cuando ella dijo que lo haría, o podría haberme ofrecido para hacerlo yo, o incluso podría haberla vigilado mejor cuando entramos a la chatarrería.
Podría haberle gritado a Zoë en el campamento por su estupida idea de poner a Bianca en la misión cuando era obvio que ella no se sentía del todo confiada para participar, o haberle exigido que eligiera a otra cazadora más experimentada para esto porque Bianca no tenía ningún entrenamiento.
Podría haber sido más consciente de sus sentimientos por mí y haberle hecho ver que no era algo malo. Quizá eso habría servido para que ella no se uniera a la cacería y así Zoë no le hubiera ordenado ser parte de la misión.
Quizá si me hubiera portado mejor, mi madre no me hubiera enviado como castigo a Westover Hall y Bianca no me habría conocido hasta que estuvieran en el campamento, y de nuevo, tampoco se hubiera unido a la cacería por mi culpa.
Artemisa tenía razón.
El amor solo lastimaba y todas sus cazadoras eran la prueba, incluso Bianca Di Angelo.
Pero no importa querer saber qué causó el aleteo, porque el daño del tsunami ya está hecho.
No importa saber qué provocó todo porque ya no podemos cambiarlo.
—Vamos, Dari —murmuró Lee sujetándome del brazo para ponerme de pie.
No estaba segura de cómo, pero me moví.
Mi cuerpo parecía ir en automático. Caminé detrás de ellos, siendo llevada por la mano de alguien, pero no sabía quién.
Poco a poco, sentía mis emociones irse acumulando como lava hirviendo bajo mi piel.
Estaba destrozada. Despedazada. Y muy furiosa.
Con todos en el grupo. Conmigo. Con las moiras y con el Oráculo.
Y sobre todo: Los dioses. Luke. Cronos.
Porque ellos eran las otras variables que afectaban todo el proceso de los hechos.
Si los dioses no fueran unos padres de mierda, Luke no se hubiera sentido abandonado y no hubiera iniciado una guerra contra ellos para verlos desaparecer.
Si Luke no fuera un hijo de puta lleno de rabia y venganza que no tiene corazón ni piedad, si él no se hubiera puesto en el hombro la estúpida idea de ser el que cambiaría la jerarquía divina, no habrían semidioses enfrentados camino a una guerra que solo nos masacraría a nosotros ni titanes despertando desde el Tartaro para destruir todo a su paso.
Si Cronos no fuera un ser despreciable y lleno de deseo de poder, de vengarse de los dioses por haberlo destronado, si desde un principio él no hubiera sido un mal padre desconfiado y paranoico que se tragó a sus propios hijos, no habría torturado y convencido a Luke de iniciar una guerra y nada de todo esto estaría pasando.
Había tantas cosas que podían haberse evitado, tantas cosas que podrían haberse cambiado.
Y eso me enojaba.
Bianca había muerto en medio de una guerra innecesaria. Otra más de las tantas víctimas que pronto la seguirían.
Y alguien iba a tener que pagar por ello.
A la salida del vertedero, tropezamos con un camión de remolque tan desvencijado que parecía que también lo hubiesen dejado allí como chatarra.
Pero el motor arrancó y tenía el depósito casi lleno, así que decidimos tomarlo prestado.
Thalia conducía, pues parecía menos aturdida que los demás.
—Los guerreros-esqueleto aún andan por ahí —nos recordó—. Hemos de seguir adelante.
Avanzamos por el desierto bajo un cielo demasiado azul, demasiado bonito para el dolor que sentía.
La arena brillaba de tal modo que no podías ni mirarla. Zoë iba en la cabina con Thalia; los chicos y yo íbamos en la caja, apoyados en el cabrestante. El aire era caliente y seco, pero el buen tiempo parecía un insulto después de perder a Bianca.
Las ganas que tenía de gritarle a Apolo que dejara de ser el centro de atención y tapara ese sol asqueroso porque ninguno tenía ganas de verlo brillar ahora.
—Me siento tranquila contigo, Dari —me confesó una tarde—, más segura, como si a tu lado nada malo pudiera pasar.
«Si que la protegiste, Darlene» pensé sintiendo como si mi boca estuviera repleta de veneno. «Oh mierda, cómo se lo contaré a Nico».
Cerré los ojos con fuerza para no llorar.
No tenía derecho a esto, era mi culpa que Bianca hubiera muerto y ahora tenía que decírselo a Nico.
Podía escuchar el murmullo de los chicos, pero no me importaba nada.
Sentí un brazo que pasó por mis hombros colocándome una chaqueta. Miré a quién se había sentado a mi lado, encontrándome a Michael. Él no me miraba, no dijo nada, solo se sentó a mi lado y sostuvo mi mano con firmeza.
—Tendría que haberme tocado a mí —dijo Percy—. Tendría que haberme metido yo en el gigante.
«No, Percy» pensé. «Bianca era mi responsabilidad, ella confiaba en mí para protegerla».
—¡No digas eso! —dijo Grover, alarmado—. Bastante terrible es que hayamos perdido a Annabeth. Y ahora a Bianca. ¿Crees que podría resistirlo? —Se sorbió la nariz—. ¿Crees que habría alguien dispuesto a ser mi mejor amigo?
Ojalá Grover cerrará la boca. No era el momento para decir algo así, pero entendía perfectamente lo que quería decir. Que hubiera sido Percy no mejoraba las cosas.
Tampoco habría soportado que hubiera sido Percy.
Lo de la trampilla había sido una mala idea, una pésima idea. Dejar que Bianca lo hiciera había sido un error, estaba segura.
Pero estaba aún más segura de que fuera Bianca o fuera alguien más, este sería el mismo resultado. Alguien tenía que morir, así lo había dicho la profecía.
Lo único que podía cambiarse era quién. Y de haberlo sabido, de haberme dado cuenta, lo habría hecho yo sin dudar.
Grover se secó los ojos con un pañuelo grasiento que le manchó la cara, como si llevara pinturas de guerra.
—Estoy... bien.
Pero no lo estaba. Desde lo sucedido en Nuevo México con aquel viento salvaje que había soplado de repente, se lo veía más frágil y sentimental que de costumbre. No me atrevía a hablar de ello, porque igual empezaba a sollozar.
Tener un amigo que pierde la calma más fácilmente que uno no deja de ofrecer una ventaja. Comprendí que no podía continuar deprimida.
Tenía que hacer que el sacrificio de Bianca valiera y no dejar que nadie más cayera. Tenía que ser fuerte por los demás, como hacía Thalia.
Me preguntaba de qué estarían hablando aquellas dos en la cabina.
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Se nos acabó el depósito a la entrada de un cañón. Tampoco importaba, porque la carretera terminaba allí.
Tuvimos que buscar una nueva manera de movernos y la solución fue el río.
Seguimos el curso del río durante un kilómetro y llegamos a una pendiente por la que era mucho más fácil bajar. En la orilla había un centro de alquiler de canoas, cerrado en aquella época del año. No obstante, dejamos un puñado de dracmas de oro en el mostrador con una nota que ponía: «Te debo tres canoas, amigo.»
—Tenemos que ir corriente arriba —me indicó Zoë. Era la primera vez que la oía desde la chatarrería y me inquietó lo mal que sonaba: casi como si tuviera gripe—. Los rápidos son muy violentos.
—Eso déjamelo a mí —dijo Percy mientras transportábamos las canoas al agua.
Gracias a él que las náyades del río nos ayudaron a ir más rápido y seguro.
Grover y Thalia fueron en una canoa, Percy y Zoë en la otra, y los chicos y yo en la tercera, por suerte que yo era bajita y compacta porque sino no hubiéramos entrado los tres.
Percy pasó un rato murmurando algo con Zoë, pero no alcanzaba a escucharlos. En su lugar, traté de concentrarme en las manos de Lee que trenzaba mi cabello para distraerme.
Los riscos del cañón eran cada vez más altos. Sus sombras alargadas cubrían el agua y la enfriaban aún más, aunque el día fuese luminoso.
Me mantuve en silencio todo el rato, pensando en las maneras de decirle a Nico lo que paso. Iba a estar tan enojado y triste.
Entonces, la velocidad de la canoa estaba disminuyendo rápidamente. Miré al frente y descubrí por qué.
No podíamos seguir. El río estaba bloqueado. Un dique tan grande como un estadio de fútbol se alzaba ante nosotros cerrándonos el paso.
—¡La presa Hoover! —exclamó Thalia—. ¡Qué maravilla!
Nos quedamos boquiabiertos contemplando aquel muro curvado de hormigón que surgía de pronto entre las dos paredes del cañón. Había personas en lo alto del dique; se veían tan diminutas como moscas.
Las náyades nos habían abandonado soltando gruñidos. No entendía qué decían, pero era obvio que odiaban aquel dique que bloqueaba su hermoso río. Nuestras canoas giraban sobre sí mismas y empezaban a moverse río abajo, impulsadas por el agua que dejaban escapar las esclusas.
—Doscientos metros de altura —dijo Percy—. Construida en los años treinta.
—Treinta y cinco mil kilómetros cúbicos de agua —añadió Thalia.
—6.6 millones de toneladas, 1.245 megavatios y puede producir 4.200 millones de kilovatios por hora —murmuré—. Costó 49 millones de dólares de la época.
Grover suspiró.
—El mayor proyecto constructivo de Estados Unidos.
Zoë y los chicos nos miraron perplejos.
—¿Cómo saben todo eso? —preguntó Lee.
—Annabeth —contestó Percy.
—A ella le gusta la arquitectura —mencioné.
—Se volvía loca con estas cosas —dijo Thalia.
—Se pasaba todo el rato recitando datos —agregó Grover, sorbiéndose la nariz—. Una verdadera pesada.
—Ojalá estuviese aquí —murmuré.
Los demás asintieron. Zoë seguía mirándonos extrañada, pero a mí me daba igual. Parecía una crueldad del destino que hubiéramos llegado a la presa Hoover, uno de sus monumentos favoritos, y que ella no estuviera allí para verla.
—Tenemos que subir —dijo Percy—. Aunque sólo sea por ella. Para poder decir que hemos estado.
—Tú estás loco —replicó Zoë—. Aunque... también es verdad que allí está la carretera —añadió señalando un enorme aparcamiento junto al dique—. Y las visitas guiadas.
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Tuvimos que caminar casi una hora para hallar un camino que llevase a la carretera. Salimos al este del río y luego retrocedimos hacia el dique. Hacía frío y soplaba mucho viento allá arriba. A un lado, se extendía un inmenso lago encajonado entre montañas desérticas. Al otro lado, el dique descendía doscientos metros hasta el río en lo que parecía la rampa de monopatín más peligrosa del mundo.
Thalia caminaba por el centro de la carretera, para permanecer lo más alejada posible de los bordes del dique. Grover husmeaba el aire, muy inquieto. Aunque no dijo nada, deduje que había percibido la presencia de monstruos.
—¿Están cerca? —le preguntó Michael.
Él meneó la cabeza.
—Quizá no tanto. Con el viento que hay aquí y el desierto alrededor, es probable que el olor se transmita desde muy lejos. Pero viene de varias direcciones, lo cual no me gusta.
A mí tampoco me gustaba. Ya era miércoles: sólo faltaban dos días para el solsticio de invierno y aún nos quedaba mucho camino por delante. No nos hacían falta más monstruos.
—Había un bar en el centro turístico —dijo Thalia.
—¿Tú ya has estado aquí? —le pregunté.
—Una vez. Para ver a los guardianes —respondió señalando a un lado del dique. Excavada en el flanco de la roca, había una pequeña plaza con dos grandes esculturas de bronce. Se parecían a la estatua de los Osear, pero con alas—. Consagraron esos guardianes a Zeus cuando fue construido el embalse —añadió—. Un regalo de Atenea.
Los turistas se agolpaban a su alrededor y parecía que todos contemplasen los pies de las estatuas.
—¿Qué hacen? —pregunté.
—Les frotan los dedos —explicó Thalia—. Dicen que trae suerte.
—¿Por qué? —cuestionó Michael.
Ella meneó la cabeza.
—Los mortales se inventan cosas absurdas. No saben que las estatuas están consagradas a Zeus, pero intuyen que hay en ellas algo especial.
—Cuando estuviste aquí, ¿te hablaron o algo así? —indagó Percy.
Su expresión se endureció. Yo estaba segura de que si había venido hasta aquí había sido precisamente para eso: para buscar algún signo de su padre. Una conexión.
—No —respondió—. En absoluto. Son dos estatuas de metal, nada más.
Pensé en la última gran estatua de metal con la que nos habíamos tropezado y en lo mal que nos había ido con ella, aunque preferí no comentarlo.
—Busquemos esa condenada taberna —concluyó Zoë, malhumorada— y echemos un bocado mientras podamos.
En ese momento, los chicos se pusieron a hacer bromas sobre la manera de hablar de Zoë. Tal vez sería porque estábamos tensos y cansados, y necesitaban poder sentirse mejor después de todo lo que pasamos.
Sin embargo, a mi la risa me sentó pésimo. No lo soportaba, quería acurrucarme en mi cama del apartamento de Nueva York, donde nadie me molestara ni hubiera misiones peligrosas
—Iré al baño —le dije a Lee en voz baja—. Los veré en la cafetería.
Ninguno de los demás notó que me fui, estaban demasiado distraídos para darse cuenta.
Necesitaba estar sola, no quería gritarles que me parecía insensible reírse tal como estaba todo, pero sabía que era lo que ellos necesitaban y solo era yo sintiéndome miserable en mi propia culpa.
Deambulé por entre los turistas un rato, disfrutando de la sensación cálida que me daba el sol.
—A Annabeth le hubiera encantado esto —dije admirando la construcción del lugar—. Y seguro que a Bianca también.
Se me llenaron los ojos de lágrimas al pensar en mis amigas. Esta misión era un desastre, y se suponía que uno más de nosotros iba a morir.
¿Cómo íbamos a salvar a la diosa y evitar que destruyan al Olimpo si tenemos que cargar con otra muerte para obtener el éxito? Parecía una broma asquerosa y para nada graciosa.
«Concéntrate, niña» dijo una voz en mi cabeza.
Me detuve abruptamente porque nunca antes la había escuchado, no en mi mente al menos.
—¿Qué carajo? —murmuré confundida.
«Permanece atenta» volvió a decir.
Fue cuando vi algo a lo lejos que me dejó helada: en el extremo oeste del dique, una furgoneta negra viró y se detuvo bruscamente en medio de la carretera, casi llevándose por delante a un grupo de ancianos.
Las puertas se abrieron de golpe y se apearon varios esqueletos más.
Estábamos rodeados.
Y entonces vi a Alessandra bajar acompañada por dos personas, un hombre y una mujer...
«No, son monstruos» pensé enfocando mejor la vista para no dejar que la Niebla nublara mi visión real.
Bajé unas escaleras que daban al sector donde la hija de Nike se había ido seguida de sus dos acompañantes, siguiendolos con cautela para no ser descubierta.
Entraron por una puerta de servicio y se movieron por un túnel excavado en la roca viva. Parecía interminable. Las paredes estaban húmedas y se percibía el zumbido de la electricidad y el retumbo del agua. Desembocamos en una galería en forma de U que dominaba una inmensa sala de máquinas. Unos treinta metros más abajo había grandes turbinas en marcha. La estancia era grandiosa, pero yo no veía ninguna salida, salvo que optara por lanzarme a las turbinas para que me convirtieran en electricidad.
Ellos subieron por unas escaleras que eran igual que laberintos hasta llegar a la parte más alta de toda la sala. Teníamos una vista perfecta desde aquí.
Miré hacia abajo, a dónde ellos tres miraban y me di cuenta que Percy estaba ahí, hablando con una guía turística.
—Tenemos que capturar con vida a Thalia Grace —dijo ella mirando a ambos—, pueden matar a los demás. Sobre todo desháganse de Percy Jackson.
«Oh como la mierda que lo harán» pensé con rabia mientras sacaba mi espada.
Escuchar aquello hizo que mi visión se volviera roja. Era como estar en un túnel donde lo único que podía ver a la salida era a Alessandra Olimpia, y de preferencia muerta.
Cuando los tres estaban por bajar la escalera que daba al pasillo principal por donde los turistas deambulaban y por donde Percy acababa de marcharse, me preparé y salté delante de ellos tapándoles el paso.
—¿Van a algún lado? —pregunté dándoles una sonrisa mientras apuntaba a Alessandra directo al cuello.
Hora de los memes:
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