017.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴅᴇᴅᴀʟᴏ'ꜱ ᴡᴏʀᴋꜱʜᴏᴘ

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ꜱᴏʙʀᴇ ᴇʟ ᴛᴀʟʟᴇʀ ᴅᴇ ᴅᴇᴅᴀʟᴏ

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CORRER DESPAVORIDOS POR UN TÚNEL OSCURO SIENDO SEGUIDOS POR UNA MANADA DE MONSTRUOS ERA ALGO QUE SABÍA QUE PASARÍAlo había visto. Vivirlo, era completamente diferente.

—¡Por aquí! —gritó Rachel.

—¿Por qué te seguiríamos? —preguntó Annabeth—. ¡Nos has llevado a una trampa mortal!

—Annabeth, ahora no —supliqué cansada.

—Era el camino que teníais que seguir —dijo Rachel—. Igual que éste. ¡Vamos!

Annabeth no parecía muy contenta, pero siguió corriendo con todos los demás. Rachel parecía saber exactamente a dónde se dirigía. Doblaba los recodos a toda prisa y ni siquiera vacilaba en los cruces.

En una ocasión dijo—: ¡Agachense!

Y todos nos agazapamos justo cuando un hacha descomunal se deslizaba por encima de nuestras cabezas. Luego seguimos como si nada.

Perdí la cuenta de las vueltas que dimos. No nos detuvimos a descansar hasta que llegamos a una estancia del tamaño de un gimnasio con antiguas columnas de mármol. Me paré un instante en el umbral y agucé el oído para comprobar si nos seguían, pero no percibí nada.

Al parecer, habíamos despistado a Luke y sus secuaces por el laberinto.

Entonces me di cuenta de otra cosa: la Señorita O'Leary no venía detrás. No sabía cuándo había desaparecido, ni tampoco si se había perdido o la habían alcanzado los monstruos. Se me encogió el corazón. Nos había salvado la vida y ni siquiera la habíamos esperado para asegurarnos de que nos seguía.

Ethan se desmoronó en el suelo.

—¡Están todos locos!

Se quitó el casco. Tenía la cara cubierta de sudor.

Annabeth sofocó un grito.

—¡Ahora me acuerdo de ti! ¡Estabas en la cabaña de Hermes hace unos años!, ¡eras uno de los chicos que aún no habían sido reconocidos!

Él le dirigió una mirada hostil.

—Sí, y tú eres Annabeth. Ya me acuerdo.

—¿Qué te pasó en el ojo? —pregunté mirándolo haciendo una mueca de dolor.

Ethan miró para otro lado, supuse que no era algo de lo que quería hablar, así que no insistí.

—Tú debes de ser el mestizo de mi sueño —dijo Percy—. El que acorralaron los esbirros de Luke. No era Nico, a fin de cuentas.

—¿Quién es Nico?

—No importa —replicó Annabeth rápidamente—. ¿Por qué querías unirte al bando de los malos?

El tipo la miró con desdén.

—Porque el bando de los buenos no existe. Los dioses nunca se han preocupado de nosotros. ¿Por qué no iba...?

—Claro, ¿por qué no ibas a alistarte en un ejército que te hace combatir a muerte por pura diversión? —espeté rodando los ojos—. Jo, me preguntó por qué.

—No pienso discutir contigo —replicó mirándome con enojo—. No con una mocosa privilegiada hija de papi.

—¡¿Por qué a todos les jode que no sea otra ignorada más?! —grité enojada. Pero me ignoró.

«Ah, ok. Tengo qué sí o sí ser ignorada o no valgo para semidiosa».

—Gracias por la ayuda, pero me largo —dijo a Percy.

—Estamos buscando a Dédalo —dijo él—. Ven con nosotros. Una vez que lo consigamos, serás bienvenido en el campamento.

—No te esfuerces, Percy —mascullé—. Este no tiene intención de ayudar. Apesta a resentimiento.

—La niña de papi tiene razón —replicó—. Además, ¡están completamente locos si creéis que Dédalo va a ayudarlos!

—Tiene que hacerlo —apuntó Annabeth—. Lo obligaremos a escucharnos.

—Sí, bien —resopló—. Buena suerte.

Percy lo sujetó del brazo.

—¿Piensas largarte tú solo por el laberinto? Es un suicidio.

Él lo miró conteniendo apenas la ira. El parche negro que le tapaba el ojo tenía la tela descolorida y los bordes deshilachados, como si lo hubiera llevado durante mucho tiempo.

—No deberías haberme perdonado la vida, Jackson. No hay lugar para la clemencia en esta guerra.

Luego echó a correr y desapareció en la oscuridad por la que habíamos venido.

—Que gran sujeto —comenté.

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Los cuatro estábamos tan exhaustos que decidimos acampar allí mismo.

Encontramos unos trozos de madera y encendimos fuego. Las sombras bailaban entre las columnas y se alzaban a nuestro alrededor como árboles gigantescos.

—Algo le pasaba a Luke —murmuró Annabeth, mientras atizaba el fuego con el cuchillo—. ¿Has visto cómo se comportaba?

—A mí me ha parecido muy satisfecho —señalé con ironía—. Como si hubiese pasado un día estupendo torturando a un héroe tras otro.

—¡No es verdad! Algo le pasaba. Parecía... nervioso. Ha ordenado a sus monstruos que me perdonaran la vida. Quería decirme algo.

—Seguramente: "¡Hola, Annabeth! Siéntate aquí conmigo y mira cómo destrozo a tus amigos —masculló Percy—. ¡Va a ser divertido!"

—Ambos son insufribles —rezongó ella. Envainó su cuchillo y miró a Rachel—. Bueno, ¿y ahora por dónde?

Rachel no respondió enseguida. Estaba muy silenciosa desde que habíamos pasado por la pista de combate.

Ahora, cada vez que Annabeth hacía un comentario sarcástico, apenas se molestaba en responder. Había quemado en la hoguera la punta de un palito y, con la ceniza, iba dibujando en el suelo imágenes de los monstruos que habíamos visto. Le bastaron unos trazos para captar a la perfección la forma de una dracaenae.

—Seguiremos el camino —dijo—. El brillo del suelo.

—¿Te refieres al brillo que nos ha metido directamente en una trampa? — preguntó Annabeth.

—Déjala en paz —dijo Percy irritado—. Hace lo que puede.

Annabeth se puso de pie.

—El fuego se está apagando. Voy a buscar un poco más de madera mientras ustedes hablan de estrategia. —Y desapareció entre las sombras.

Rachel dibujó otra figura con su palito: un Anteo de ceniza colgado de sus cadenas.

—Normalmente no se comporta así —dijo él—. No sé qué le pasa.

—No es así contigo —murmuré pensando en cómo a veces tenía esos arrebatos conmigo.

Rachel arqueó las cejas.

—¿Seguro que no lo sabes?

—¿A qué te refieres?

—¿De verdad no lo sabe? —me preguntó incrédula. 

Me encogí de hombros, Percy tardó casi tres años en darse cuenta de lo que yo sentía y solo porque lo besé. Pero ahora parecía que ni besándolo, se daba cuenta de lo que Annabeth sentía.

En su defensa ella a veces mandaba señales confusas, como cuando defendía a Luke por encima de nosotros incluso cuando nos había tratado de matar.

—Chicos... —murmuró Rachel entre dientes—. Totalmente ciegos.

—¡Oye, ahora no te metas tú también conmigo! Mira, siento mucho haberte involucrado en esto.

—No, tú tenías razón. Veo el camino. No podría explicarlo, pero está muy claro. —Señaló el otro extremo de la estancia, ahora sumido en la oscuridad—. El taller está por allí. En el corazón del laberinto. Ya nos encontramos muy cerca.  Lo que no sé es por qué tenía que pasar el camino por la pista de combate. Eso sí lo lamento. Creía que ibas a morir.

Me pareció que estaba al borde de las lágrimas.

—Bueno, hemos estado a punto de morir muchas veces —aseguré—. No vayas a sentirte mal por eso.

Ella nos miró fijamente.

—¿Así que esto es lo que hacen cada verano?, ¿luchar contra monstruos y salvar el mundo? ¿Nunca tienen la oportunidad de hacer... no sé, ya me entienden, cosas normales?

Nunca lo había pensado de esa manera. La última vez que había disfrutado de algo parecido a una vida normal había sido... Bueno, nunca.

—Si eres mestizo al final acabas acostumbrándote. O quizá no exactamente... —Me removí incómoda.

—¿Qué me dices de ti? ¿Qué haces en circunstancias normales? —indagó Percy.

Rachel se encogió de hombros.

—Pinto. Leo un montón.

Ya. Tenía razón, ella sería el tipo que al artista intenso de Apolo le gustaría.

—¿Y tu familia?

Noté que se alzaban sus barreras mentales. Era un tema de conversación delicado, por lo visto.

—Ah... Son, bueno, ya sabes... una familia.

—Sí, por si aún no lo notaste —dije riéndome un poco—, la mitad de nuestras familias son dioses y como siempre, estamos metidos en medio de una guerra que podría destruir al mundo por su culpa.

Rachel hizo una mueca dándome la razón.

—Antes has dicho que si desaparecieras no se darían cuenta —comentó Percy sin tacto.

Ella dejó a un lado su palito.

—¡Uf! Estoy muy cansada. Me parece que voy a dormir un poco, ¿bien?

—Claro. Perdona si...

Pero ella ya estaba acurrucándose y colocando su mochila a modo de almohada. Cerró los ojos y se quedó inmóvil, aunque me dio la impresión de que no estaba dormida.

Me encogí de hombros y él se arrastró hacia mí lado, pasando un brazo por encima de mí hombro y nos acomodamos un ratito. Igual que cuando nos quedamos dormidos en casa.

Unos minutos más tarde, regresó Annabeth, y cuando nos vio así, soltó bruscamente unos trozos de madera al fuego.

—Yo hago la primera guardia —dijo—. Ustedes ya se ven muy cómodos, deberían dormir.

Solté un suspiro, agotada.

—No hace falta que te comportes así.

—¿Cómo?

—No voy a tener esta conversación de nuevo —espeté apartándose de Percy y alejándome de ambos.

Me recosté contra la pared, sola y con frío, pero estaba tan cansada que me quedé dormida nada más cerrar los ojos.

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Lo primero que vi en cuanto me di cuenta de que estaba soñando, fue su sonrisa cálida.

—Sunshine —murmuré sin poder contener mi propia sonrisa.

—Ángel.

Estábamos en un claro repleto de flores por todas partes, bajo un sol de la tarde y con la brisa de verano.

—¿Mucho trabajo en lo que sea que estés haciendo?

—Bastante, no he podido prestarte la atención que me gustaría.

—Entiendo —dije inclinando la cabeza hacia el sol para disfrutar sus rayos—. No es como si yo estuviera disfrutando mi verano.

—¿Te gustó mi regalo?

Sonreí—. ¿La espada o la flor?

—Ambas.

—Me encantaron —respondí—, muchas gracias por Resplandor, nunca había tenido una espada que se adaptara tan bien a mí.

—Me alegro que te guste, pensé que podrías necesitarla.

—Y la flor...gracias, realmente me hizo sentir mejor en el momento correcto.

Su sonrisa iluminó todo mi mundo y sus ojos reflejaban el brillo de dos soles. Me perdí en su mirada, en esa conexión profunda que parecía trascender cualquier barrera imaginable.

La suave brisa acariciaba mi rostro mientras me sumergía en los ojos de Apolo. Sabía que estaba soñando, pero el realismo del momento me hacía olvidar por completo cualquier otra realidad.

—Oye... —dije con tono divertido—. ¿Tú ayudaste a Percy? ¿En el rancho?

Apolo rodó los ojos hastiado, sabía que Percy le caía mal.

—No creas que por buena intención con él, pero necesitaba que matara a ese maldito monstruo que molestaba a mis vaquitas.

—Ajá.

—Y aunque ese mocoso me caiga mal —agregó con tono desdeñoso—, no iba a dejar que te vendieran.

La risa escapó de mis labios mientras escuchaba las palabras de Apolo. Sus comentarios sobre Percy y su actitud despectiva me recordaban lo peculiar y complejo que podía ser el mundo de los dioses.

Observé a Apolo, su figura radiante destacando en medio del claro lleno de flores. El sol parecía rendirse ante su presencia, bañándolo con un brillo dorado que resaltaba su aspecto divino. Cada movimiento suyo parecía una danza grácil y fluida, como si el universo mismo se moviera al compás de su ser.

—Gracias, Apolo —dije sinceramente—. No quiero despertar. Quisiera quedarme en este lugar lleno de flores y brisa suave. Quisiera que este sueño durara para siempre.

Apolo acarició el borde de mi cabello.

—Pronto será tu cumpleaños.

—¿Ah sí? Aquí abajo estoy tan perdida con el tiempo que no sé cuándo es qué.

—Faltan seis días. Quince años —dijo sonriendo—. En la Antigua Grecia ya serías toda una mujer. Lista para el altar.

Solté un bufido.

—Sí, menos mal que no es la Antigua Grecia.

Apolo se rió—. Antes la gente se moría antes de los cuarenta, es normal que se casaran tan jóvenes.

Me mordí el labio conteniendo una carcajada, era tan fácil reírme con él. Si alguien me dijera que seríamos así hace un año seguramente pensaría que estaba loco o que era una broma estúpida.

Ahí, me sentía tan viva, tan plena en aquel instante, solo existíamos Apolo y yo.

Miré a Apolo, sus ojos brillaban con un brillo etéreo, como si llevaran consigo el fulgor del propio sol. Era difícil no perderme en ese resplandor, en la profundidad de su ser. Cada vez que nuestras miradas se encontraban, el tiempo parecía detenerse, dejándonos atrapados en un momento suspendido en el infinito.

—¿Qué harás este año? —preguntó—. Deberías festejarlo en grande.

Meneé la cabeza.

—Creo que este año será un poco amargo —dije sonriendo, pero en realidad era más una mueca.

Él me miró, quizá entendiendo el problema.

—Aún así deberías festejar estar viva un año más, considerando como son las cosas para los humanos, sobre todo mestizos, es todo un milagro —respondió—, siempre habrá pérdidas, no puedes dejar de disfrutar los momentos de felicidad por más pequeños que sean.

El sol se ocultaba lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. Sus palabras resonaban en mi mente mientras contemplaba el paisaje frente a nosotros.

Había algo de verdad en lo que decía, pero también había una tristeza latente en mi corazón que no podía ignorar.

El viento susurraba suavemente a mi alrededor, como si intentara consolarme, pero mis pensamientos seguían enredados en la incertidumbre.

Aún faltaba más de un año para que Percy cumpliera los dieciséis y para entonces la guerra contra los titanes sería inminente, en el camino se perderían muchas vidas y ni siquiera sabía cuáles o cuándo.

—Apolo...tu cabaña...

Él bajó la mirada, sosteniendo mi mano con la suya cálida.

—Lo sé —murmuró con tristeza—. Se acerca una gran batalla, intentaremos estar al pendiente, pero bajo la vigilancia de Zeus y sus normas de "no debemos interferir en conflictos de mortales" no hay mucho que podremos hacer.

—¿Ya te dije que me cae muy mal?

Apolo sonrió, pero no llegó a sus ojos.

—Sé que quieres salvar a todos los que puedas, pero eso no podrá ser posible, no puedes estar en todos lados —dijo con tono resignado—, solo puedes dar lo mejor de tí.

—Eso no es muy optimista.

—Se llama ser realista, Darlene. De otro modo te volverás loca con tanto peso, ya estás abarcando más de lo que puedes sostener —expresó tomando mis manos, observando con seriedad mis uñas—. ¿Has considerado mascar chicle?

Me quedé perpleja ante su comentario sobre el chicle. Por un momento, pensé que estaba bromeando, pero su expresión seria me hizo dudar. Fruncí el ceño y lo miré fijamente.

—¿En serio?

Apolo apoyó su mano sobre mis dedos, un brillo resplandeció y luego mis uñas estaban como nuevas.

—Masticar chicle puede distraerte y ayudarte a liberar un poco de estrés.

Sus palabras resonaron en mi mente y, de alguna manera, tenían sentido. Tal vez necesitaba una distracción, algo que me permitiera desconectar por un momento de la inmensidad de mis preocupaciones. Asentí lentamente, dejando escapar un suspiro.

—Supongo que puedo intentarlo —dije encogiéndome de hombros—. ¿Tienes chicle por casualidad? —pregunté con burla.

Apolo sonrió ampliamente y sacó de su bolsillo un paquete de chicles de varios colores.

«Ok...no me esperaba eso».

—Siempre estoy preparado para cualquier eventualidad —dijo, ofreciéndome el paquete—. Elige el que más te guste.

Tomé uno de los chicles y lo desenvolví con cuidado. El aroma dulce se liberó en el aire, y lo metí en mi boca. Comencé a masticar lentamente, permitiendo que el sabor se extendiera por mi lengua. Mientras lo hacía, sentí cómo la tensión en mis hombros empezaba a disiparse, como si el acto de masticar me llevara a un estado de tranquilidad.

Miré a Apolo, que me observaba con una mezcla de diversión y ternura.

—¿Ves? A veces, las soluciones más simples pueden marcar la diferencia. 

—Gracias —murmuré.

—Pronto amanecerá y deberás volver a la misión. Por favor ten mucho cuidado, las cosas ahora solo van a empeorar.

No hacía falta que me lo dijera, eso era algo que no podía evitarse.

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Annabeth me despertó, sacudiéndome el hombro.

—¡Vamos, Dari! —me gritó mientras Percy despertaba a Rachel—. ¡Hay un terremoto!

Tomamos nuestros bolsos y echamos a correr.

Casi habíamos llegado al túnel del fondo cuando la columna más cercana crujió y se partió. Seguimos a toda marcha mientras un centenar de toneladas de mármol se desmoronaba a nuestras espaldas.

Llegamos al pasadizo y nos volvimos un instante, cuando ya se desplomaban las demás columnas. Una nube de polvo se nos vino encima y continuamos corriendo.

—¿Sabes? —dijo Annabeth—. Empieza a gustarme este camino.

No había pasado mucho tiempo cuando divisamos luz al fondo: una iluminación eléctrica normal.

—Allí —señaló Rachel.

La seguimos hasta un vestíbulo hecho totalmente de acero inoxidable, como los que debían de tener en las estaciones espaciales. Había tubos fluorescentes en el techo. El suelo era una rejilla metálica.

Estaba tan acostumbrada a la oscuridad que me vi obligada a guiñar los ojos. Annabeth, Percy y Rachel parecían muy pálidas bajo aquella luz tan cruda.

—Por aquí —indicó Rachel, quien echó a correr de nuevo—. ¡Ya casi hemos llegado!

—¡No puede ser! —objetó Annabeth—. El taller debería estar en la parte más antigua del laberinto. Esto no...

Titubeó porque habíamos llegado a una doble puerta de metal. Grabada en la superficie de acero, destacaba una gran A griega de color azul.

—¡Es aquí! —anunció Rachel—. El taller de Dédalo.

Annabeth pulsó el símbolo y las puertas se abrieron con un chirrido.

—De poco nos ha servido la arquitectura antigua —dije.

Mi amiga me miró ceñuda y entramos los cuatro.

Lo primero que me impresionó fue la luz del día: un sol deslumbrante que entraba por unos gigantescos ventanales.

El taller venía a ser como el estudio de un artista, con techos de nueve metros de alto, lámparas industriales, suelos de piedra pulida y bancos de trabajo junto a los ventanales. Una escalera de caracol conducía a un altillo. Media docena de caballetes mostraban esquemas de edificios y máquinas que se parecían a los esbozos de Leonardo da Vinci.

Había varias computadoras en las mesas. En un estante se alineaba una hilera de jarras de un aceite verde: fuego griego. También se veían inventos: extrañas máquinas de metal que no tenían el menor sentido para mí. Había un reloj de péndulo que parecía completamente de cristal, de manera que se veían los engranajes girando en su interior. Y en una de las paredes habían colgado numerosas alas de bronce y de plata.

—¡Dioses del cielo! —musitó Annabeth. Corrió hacia el primer caballete y examinó el esquema—. Es un genio. ¡Mira las curvas de este edificio!

—Y un artista —dijo Rachel, maravillada—. ¡Esas alas son increíbles!

Las alas parecían más avanzadas que las que había visto en sueños. Las plumas estaban entrelazadas más estrechamente. En lugar de estar pegadas con cera, tenían tiras autoadhesivas que seguían los bordes.

Contuve la respiración, iba a haber un incendio, y usaríamos esas alas para tirarnos por la ventana.

Miré a mi alrededor, al parecer, Dédalo no estaba allí, pero daba la impresión de que el taller había sido utilizado hasta hacía un momento. Los portátiles seguían encendidos, con sus respectivos salvapantallas.

En un banco había una magdalena de arándanos mordida y una taza de café.

Me acerqué al ventanal, la vista era lo que esperaba: las Montañas Rocosas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Percy.

—En Colorado Springs —respondí.

—En el Jardín de los Dioses —agregó una voz a nuestra espalda.

De pie en lo alto de la escalera de caracol, con el arma desenvainada, vimos a nuestro desaparecido instructor de combate a espada. Quintus.

—¡Tú! —exclamó Annabeth—. ¿Qué has hecho con Dédalo?

Él sonrió levemente.

—Créeme, querida: no te conviene conocerlo.

—A ver si nos entendemos, señor Traidor —gruñó ella—, no he luchado con una mujer dragón, con un hombre de tres cuerpos y una esfinge psicótica para verte a ti. Así que... ¿dónde está Dédalo?

Quintus bajó las escaleras, sosteniendo la espada desenvainada en un costado. Llevaba vaqueros, botas y una camiseta de instructor del Campamento Mestizo, que parecía un insulto ahora que sabíamos que era un espía.

—Creéis que soy un agente de Cronos —dijo con un acento antiguo que antes no usaba—. Que trabajo para Luke.

Había algo extraño aquí. Más allá de este tipo siendo el traidor que tanto sospechábamos.

—Vaya novedad —soltó Annabeth.

—Eres una chica inteligente, pero te equivocas. Yo sólo trabajo para mí.

—Luke habló de ti —dije—. Y Gerión también te conocía. Estuviste en su rancho.

—Claro —admitió—. He estado en casi todas partes. Incluso aquí.

Pasó por mi lado, como si yo no representara ninguna amenaza, y se situó junto a la ventana.

—La vista cambia todos los días —musitó—. Siempre un lugar alto. Ayer era un rascacielos desde el que se dominaba todo Manhattan. Anteayer, una preciosa vista del lago Michigan. Pero siempre reaparece el Jardín de los Dioses. Supongo que al laberinto le gusta este lugar. Un nombre apropiado, imagino.

—O sea, que ya habías estado aquí antes —apunté.

—Desde luego.

—¿La vista es un espejismo? —preguntó Percy—. ¿Una proyección?

—No —murmuró Rachel—. Es auténtica. Estamos realmente en Colorado.

Quintus la observó.

—Tienes una visión muy clara, ¿no es cierto? Me recuerdas a otra mortal que conocí. Otra princesa que sufrió un accidente.

—Basta de juegos —dijo Percy sosteniendo a Contracorriente—. ¿Qué has hecho con Dédalo?

Quintus lo miró fijamente.

—Muchacho, necesitas unas lecciones de tu amiga para ver con más claridad. Yo soy Dédalo.

MEME TIME

Y acá unos dados por una de las lectoras con mucho amor


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