016.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ꜱᴏɴꜱ ᴏꜰ ᴛʜᴇ ꜱᴇᴀ ɢᴏᴅ
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ꜱᴏʙʀᴇ ʟᴏꜱ ʜɪᴊᴏꜱ ᴅᴇʟ ᴅɪᴏꜱ ᴅᴇʟ ᴍᴀʀ
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NOS HICIERON DESFILAR POR EL TÚNEL FLANQUEADOS POR LAS DRACAENAES. La empusa y el gigante iban detrás, por si tratábamos de escapar. A nadie parecía preocuparle que echáramos a correr hacia delante: era la dirección que querían que siguiéramos.
Al fondo distinguí unas puertas de bronce que tendrían tres metros de altura y se hallaban decoradas con un par de espadas cruzadas. Desde el otro lado nos llegó un rugido amortiguado, como el de una gran multitud.
—Ah, sssssí —susurró la mujer serpiente de mi izquierda—. Le gustaréisss mucho a nuestro anfitrión.
Nunca había visto a una dracaena tan de cerca y, la verdad, no me emocionaba demasiado esa oportunidad única. Tenía una cara que tal vez habría resultado hermosa de no ser por su lengua bífida y por aquellos ojos amarillos con ranuras negras en lugar de pupilas.
—¿Quién es su anfitrión? —preguntó Percy.
—Ah, ya lo verásss. Os llevaréisss divinamente. Al fin y al cabo, es tu hermano.
—¿Mi qué?
Pensé inmediatamente en Tyson, pero no era posible. ¿A quién podría referirse?
El gigante se adelantó y abrió las puertas.
—Ustedes se quedan aquí —nos dijo a Annabeth a mi sujetándonos de la camisa.
—¡Eh! —protestó mi amiga, pero el tipo era el doble de grande que nosotras y nos había confiscado su cuchillo y las espadas.
La empusa se echó a reír. Todavía sujetaba a Rachel del cuello con sus garras.
—Vamos, Percy. Diviértenos. Te esperamos aquí con tus amigas para asegurarnos de que te portas bien.
Miró a Rachel.
—Lo siento. Te sacaré de ésta.
Ella asintió en la medida de lo posible, porque apenas podía moverse con aquellas garras en la garganta.
—Sería estupendo.
Las dracaenae lo hostigaron con la punta de las jabalinas para que cruzara el umbral.
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Sabía que tenía que estudiar más, aquello venía a ser mi peor pesadilla. Y te aseguro que había tenido ya unas cuantas.
Pero en ese momento, todo era bastante malo.
Para empezar, Annabeth, Rachel y yo éramos rehenes...de nuevo. Segundo, estabamos en la arena de mi sueño, la que tanto había intentando buscar para prevenir y no había servido de nada porque fui una estúpida que no buscó bien.
Nos sentaron en un palco abajo del principal, donde había un tipo gigante, como de unos cinco metros y tan corpulento que ocupaba él solo tres asientos, vestido solo con un taparrabos, igual que un luchador de sumo. Su piel de color rojo oscuro estaba tatuada con dibujos de olas azules.
Y por supuesto, a su lado estaban Luke y Alessandra.
Llevaba unos pantalones de camuflaje, una camiseta blanca y una coraza de bronce, pero no vi por ningún lado a su espada, lo cual era raro.
Ella en cambio, llevaba un pantalón negro ajustado y un top negro, apenas cubierto con una pechera de bronce, y cargaba cientos de cuchillas por todas partes, incluso vi un latigo colgado de su cinturón.
—¡Luke! —exclamó Percy en cuanto lo vio.
Observé horrorizada como el centauro que había visto en mi visión saltó a un lado de Percy, mirándolo con ojos suplicantes.
—¡Socorro!
El centauro se debatía en el suelo y trataba de incorporarse, mientras el gigante se acercaba con la jabalina en ristre.
Percy quería ayudarlo, podía verlo en su expresión desesperada. Una mano férrea lo agarró del hombro y le susurró algo que lo detuvo.
El centauro no podía levantarse. Se había roto una pata. El gigante le puso su enorme pie en el pecho y alzó la jabalina. Levantó la vista para mirar a Luke. La muchedumbre gritó:
—¡Muerte! ¡muerte!
No podía girarme para ver lo que Luke hacía, tenía un monstruo sujetándome firmemente para que no pudiera apartar el rostro de la arena.
—¡No! ¡Por favor! —suplicó el centauro.
Cerré los ojos cuando el gladiador levantó el arma sobre su víctima. Al volver a abrirlos, el centauro se había desintegrado y convertido en ceniza. Lo único que quedaba era una pezuña, que el gigante recogió del suelo y mostró a la multitud como si fuese un trofeo. Se alzó un rugido de aprobación.
En el extremo opuesto de la pista se abrió una puerta y el gigante desfiló con aire triunfal.
—¡Una buena diversión! —bramó el tipo por encima de nuestras cabezas mientras la arena se quedaba en silencio—. Pero nada que no hubiera visto antes. ¿Qué más tenéis, Luke, hijo de Hermes?
—Señor Anteo —dijo, con un tono que delataba su buen humor, levantando la voz para que todos los espectadores lo oyeran—. ¡Ha sido un excelente anfitrión! ¡Nos encantaría divertirlo para pagarle el favor de dejarnos cruzar su territorio!
Contuve un jadeo. Anteo. Ahora sabía porque me sonaba un poco este lugar y lo que dijo la empusa sobre un hermano de Percy tenía sentido. Anteo era hijo de Poseidón.
Esto era muy muy muy malo.
—¡Un favor que no he concedido todavía! —refunfuñó Anteo—. ¡Quiero diversión!
—Creo que tengo algo mejor que un centauro para combatir en su estadio. Se trata de un hermano suyo —dijo con tono conciliador—. Percy Jackson, hijo de Poseidón.
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PERCY
La multitud empezó a abuchearme y a lanzarme piedras. Esquivé la mayoría, pero una me dio de lleno en la mejilla y me hizo un corte bastante grande.
Los ojos de Anteo se iluminaron.
—¿Un hijo de Poseidón? ¡Entonces sabrá luchar bien! ¡O morir bien!
—Si su muerte lo complace, —dijo Alessandra inclinándose hacia el monstruo—, ¿dejará que nuestros ejércitos crucen su territorio?
—Tal vez —respondió Anteo.
A Luke no pareció convencerle aquella respuesta. Me lanzó una mirada asesina, como advirtiéndome que procurara morir de un modo espectacular... o me vería metido en un buen lío.
—¡Luke! —chilló Annabeth—. ¡Termina con esto! ¡Suéltanos!
Sólo entonces Luke pareció reparar en ella. Por un momento se quedó atónito.
—¿Annabeth? —Alessandra le dio un codazo y él la miró avergonzado.
—Ya habrá tiempo para que luchen las mujeres —lo interrumpió Anteo—. Primero, Percy Jackson. ¿Qué armas piensas elegir?
La dracaenae me empujó hacia el centro de la pista, desde donde miré a Anteo.
—¿Cómo es posible que seas hijo de Poseidón?
Anteo se rió y la muchedumbre estalló en carcajadas.
—¡Soy su hijo favorito! —declaró con voz tonante—. ¡Mira el templo que he erigido al Agitador de la Tierra con los cráneos de todos los que he matado en su nombre! ¡El tuyo se unirá a mi colección!
Miré horrorizado los centenares de calaveras y la pancarta de Poseidón.
¿Cómo iba a ser aquello un templo dedicado a mi padre? Él era un buen tipo. Nunca me había exigido que le enviara una postal el Día del Padre, mucho menos la calavera de alguien.
—¡Percy! —me gritó Darlene—. ¡Su madre es Gea! ¡Gea...!
El lestrigón que la custodiaba le tapó la boca con la mano.
«Su madre es Gea. La diosa de la Tierra».
A su lado, Annabeth también trataba de indicarme que eso era importante, pero no entendía por qué. Quizá porque el tipo tenía dos padres divinos. Con lo cual sería aún más difícil matarlo.
—Estás loco, Anteo —le dije—. Si crees que ésa es una buena manera de rendir honores a Poseidón, es que no lo conoces.
Los espectadores me insultaban a gritos, pero Anteo levantó la mano para imponer silencio.
—Armas —insistió—. Así veremos cómo mueres. ¿Quieres un par de hachas? ¿Escudos? ¿Redes? ¿Lanzallamas?
—Sólo mi espada —repliqué.
Una gran carcajada se elevó de las gradas, pero de inmediato apareció Contracorriente en mis manos y algunas voces de la multitud vacilaron, inquietas. La hoja de bronce relucía con un leve fulgor.
La primera pelea fue contra una dracaenae, no me costó nada vencerla, solo un movimiento de espada y ¡Adiós, monstruo!
Pero a Anteo no le gustó nada.
—¡No! —bramó Anteo—. ¡Demasiado deprisa! Has de esperar para matarla. ¡Sólo yo puedo dar esa orden!
Miré a las chicas por encima del hombro. Tenía que hallar el modo de liberarlas, quizá distrayendo a sus guardias.
—¡Buen trabajo, Percy! —dijo Luke sonriendo—. Has mejorado con la espada, lo reconozco.
—¡Segundo asalto! —bramó Anteo—. ¡Y esta vez más despacio! ¡Más entretenido! ¡Aguarda mi señal antes de matar a alguien, o sabrás lo que es bueno!
Se abrieron otra vez las puertas y esta vez apareció un joven guerrero algo mayor que yo, de unos dieciséis años. Tenía el pelo negro y reluciente, y llevaba un parche en el ojo izquierdo. Era flaco y nervudo, de manera que la armadura griega le venía holgada. Clavó su espada en el suelo, se ajustó las correas del escudo y se puso un casco con un penacho de crin.
—¿Quién eres? —le pregunté.
—Ethan Nakamura —dijo—. Debo matarte.
—¿Por qué haces esto?
—¡Eh! —nos abucheó un monstruo desde las gradas—. ¡Basta de charla y luchen! —Los demás se pusieron a corear lo mismo.
—Tengo que probarme a mí mismo —explicó Ethan—. ¡Es la única manera de alistarse!
Dicho lo cual, arremetió contra mí. Nuestras espadas entrechocaron y la multitud rugió entusiasmada. No me parecía justo. No quería combatir para distraer a una pandilla de monstruos, pero Ethan Nakamura no me dejaba alternativa.
Me presionaba. Era bueno. Nunca había estado en el Campamento Mestizo, que yo supiera, pero se le notaba bien entrenado. Paró mi estocada y casi me arrolló con un golpe de su escudo, pero yo retrocedí de un salto.
Me lanzó un tajo y rodé hacia un lado. Intercambiamos mandobles y paradas mientras estudiábamos nuestros respectivos estilos. Yo procuraba mantenerme en el lado ciego de Ethan, pero no me servía demasiado. Por lo visto, llevaba mucho tiempo luchando con un solo ojo, porque defendía su lado izquierdo con excelente destreza.
—¡Sangre! —gritaban los monstruos.
Mi contrincante levantó la vista hacia las gradas. Ése era su punto flaco, pensé. Necesitaba impresionarlos. Yo no.
Lanzó un iracundo grito de guerra y arremetió otra vez con su espada. Paré el golpe y retrocedí, dejando que me siguiera.
—¡Buuuu! —gritó Anteo—. ¡Aguanta y lucha!
Ethan me acosaba, pero, aun sin escudo, yo no tenía problemas para defenderme. El iba vestido de un modo defensivo, con escudo y una pesada armadura, y pasar a la ofensiva le resultaba muy fatigoso. Yo era un blanco más vulnerable, pero también más ligero y rápido. La multitud había enloquecido, protestaba a gritos y nos lanzaba piedras. Llevábamos casi cinco minutos luchando y aún no había sangre a la vista.
Finalmente, Ethan cometió un error. Intentó clavarme la espada en el estómago, le bloqueé la empuñadura con la mía y giré bruscamente la muñeca.
Su arma cayó al suelo. Antes de que él atinara a recuperarla, le golpeé el casco con el mango de Contracorriente y le propiné un buen empujón. Su pesada armadura me ayudó lo suyo. Aturdido y exhausto, se vino abajo. Le puse la punta de la espada en el pecho.
—Acaba ya —gimió Ethan.
Alcé la vista hacia Anteo. Su cara rubicunda se había quedado de piedra de pura contrariedad, pero extendió la mano y colocó el pulgar hacia abajo.
—Ni hablar. —Envainé la espada.
—No seas idiota —gimió Ethan—. Nos matarán a los dos.
Le tendí la mano. Él la agarró de mala gana y lo ayudé a levantarse.
—¡Nadie osa deshonrar los juegos! —bramó Anteo—. ¡Sus dos cabezas se convertirán en tributo al dios Poseidón!
Miré a Ethan.
—Cuando tengas la oportunidad, corre.
Luego me volví hacia Anteo.
—¿Por qué no luchas conmigo tú mismo? ¡Si es cierto que gozas del favor de papá, baja aquí y demuéstralo!
Los monstruos volvieron a rugir en las gradas. Anteo miró alrededor y comprendió que no tenía alternativa. No podía negarse sin parecer un cobarde.
—Soy el mejor luchador del mundo, chico —me advirtió—. ¡Llevo combatiendo desde el primer pankration!
—¿Pankration? —pregunté.
—Quiere decir "lucha a muerte" —explicó Ethan—. Sin reglas, sin llaves prohibidas. En la Antigüedad era un deporte olímpico.
—Gracias por la información.
—No hay de qué.
Rachel me miraba con los ojos como platos. Annabeth movió la cabeza enérgicamente una y otra vez, pese a que el lestrigón seguía tapándole la boca con una mano.
Pero todo lo que necesitaba para saber que tenía una oportunidad, era la sonrisa de Darlene. Ella asintió disimuladamente, tenía los ojos un poco nublados y acuosos.
Apunté a Anteo con mi espada.
—¡El vencedor se lo queda todo! Si gano yo, nos liberas a todos. Si ganas tú, moriremos todos. Júralo por el río Estigio.
Anteo se echó a reír.
—Esto va a ser rápido. ¡Lo juro con tus condiciones!
Saltó la valla y aterrizó en la pista.
—Buena suerte —me deseó Ethan—. La necesitarás. —Y se retiró a toda prisa.
Anteo hizo crujir los nudillos y sonrió. Entonces me fijé en que incluso sus dientes tenían grabado un diseño de olas. Debía de ser un suplicio cepillárselos después de las comidas.
—¿Armas? —preguntó.
—Me quedo con mi espada. ¿Y tú?
Él alzó sus grandiosas manazas y flexionó los dedos.
—¡No necesito nada más! Maestro Luke, usted será el arbitro del combate.
—Con mucho gusto —respondió éste dirigiéndome una sonrisa desde lo alto.
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DARLENE
Percy iba a ganar. Si las cosas se desarrollaban tal como acababa de ver, ganaría sin duda.
Fue una sorpresa como la visión me golpeó repentinamente justo en el momento correcto. Era todo lo que necesitaba para darle ánimos a Percy con el plan que se le acababa de ocurrir.
Anteo se lanzó sobre él, pero Percy rodó por debajo de sus piernas y le dio una estocada en la parte trasera del muslo.
—¡Aj! —aulló. Pero no salió sangre, sino un chorro de arena que se derramó en el suelo. La tierra de la pista se alzó en el acto y se acumuló en tornó a su pierna, casi como un molde. Cuando volvió a caer, la herida había desaparecido.
«Tiene que sacarlo de la arena» pensaba pellizcando mis uñas.
Cargó otra vez contra él. Por suerte, Percy tenía experiencia en el combate con gigantes. Hizo un quiebro, le dio una estocada por debajo del brazo y la hoja de Contracorriente se le hundió hasta la empuñadura entre las costillas. Esa era la buena noticia.
La mala era que cuando el gigante se volvió, se le escapó la espada y salió disparado hasta el centro de la pista, donde aterrizó totalmente desarmado.
—¡Percy! —grité tratando de ponerme de pie para verlo, pero el lestrigón que me sujetaba me apretó los hombros con fuerza para mantenerme quieta.
Anteo bramaba de dolor. Sabía que por más que lo deseara, el monstruo ese no desaparecía. Aunque la hoja de bronce celestial debía de estar destruyéndolo por completo, él no moriría mientras pisara arena.
Percy lo miraba quizá esperando que se desintegrara, pero su contrincante buscó la empuñadura a tientas, se arrancó la espada y la lanzó hacia atrás con fuerza. Una vez más cayó arena de la brecha y una vez más la tierra se alzó para cubrirlo, rodeándole todo el cuerpo hasta los hombros. Cuando Anteo quedó de nuevo a la vista, se había recobrado.
—¿Comprendes ahora por qué nunca pierdo, semidiós? —dijo, regodeándose—. Ven aquí para que te aplaste. ¡Será rápido!
Percy miró desesperado por todas partes, buscando una manera de destruirlo. Y cuando me miró al rostro, gestículé "la tierra".
Él pareció confundido unos segundos, pero luego la comprensión brilló en sus ojos.
Levantó la vista hacia las cadenas que colgaban del techo con los cráneos de sus enemigos sujetos con ganchos e hizo una finta hacia el otro lado. Anteo le impidió el paso. La multitud lo abucheaba y le pedía a gritos al gigante que acabara él.
—Vaya un enclenque —dijo Anteo—. ¡No eres digno de ser hijo del dios de mar!
Percy arremetió de frente, agazaparse. Anteo se agachó mientras para atraparlo atraparme, pero él saltó con todas sus fuerzas, le apartó el brazo de una patada, se encaramó sobre su hombro como si se tratara de una escalera y le apoyó un pie en la cabeza.
Anteo se enderezó indignado y gritó—: ¡Eh!
Percy se agarró de lo alto de una cadena. Las calaveras y los ganchos tintinearon debajo. Rodeó la cadena con las piernas, como hacía en los ejercicios con cuerdas de la clase de gimnasia. Sacó a Contracorriente y cortó la cadena más cercana.
—¡Baja, cobarde! —bramaba Anteo. Intentó agarrarlo desde el suelo, pero estaba fuera de su alcance.
—¡Sube aquí y atrápame! —gritó Percy—. ¿O acaso eres demasiado lento y gordinflón?
Anteo soltó un aullido e intentó agarrarlo de nuevo. No lo consiguió, pero sí atrapó una cadena y trató de izarse. Mientras él forcejeaba, Percy bajó la cadena que había cortado, como si fuese una caña de pescar, con el gancho colgando en la punta.
Poco a poco, fue enredando entre las cadenas, y en unos segundos, el gigante estaba completamente envuelto y suspendido encima del suelo.
—¡Bájame de aquí! —berreó Anteo.
—¡Libéralo! —exigió Luke—. ¡Es nuestro anfitrión!
Destapó otra vez a Contracorriente.
—Muy bien. Voy a liberarlo.
—Está acabado —susurré sonriendo.
Y le atravesó el estómago al gigante. Él bramó y aulló mientras derramaba arena por la herida, pero esta vez estaba demasiado alto y no tenía contacto con la tierra, de manera que la arena no se alzó para ayudarlo.
Anteo se fue vaciando poco a poco hasta que no quedó más que un montón de cadenas balanceándose, un taparrabos gigantesco colgado de un gancho y un montón de calaveras sonrientes que bailaban como si tuvieran por fin algo que celebrar.
A Luke le iba a dar un ACV si seguía gritando enfurecido de esa manera.
—¡Jackson! ¡Tendría que haberte matado hace tiempo!
—Ya lo intentaste —dijo Percy—. Ahora déjanos marchar. He hecho un trato con Anteo bajo juramento. Soy el ganador.
Él reaccionó como me esperaba.
—Anteo está muerto —replicó—. Su juramento muere con él. Pero, como hoy me siento clemente, haré que te maten deprisa.
Señaló a Annabeth.
—Perdónenle la vida a la chica. —La voz le tembló un poco.
—Luke —siseó Alessandra entre dientes.
Él se giró a mirarla con firmeza.
—Quiero hablar con ella... antes de nuestro gran triunfo.
Alessandra le sostuvo la mirada, y con ira en su expresión, se dio la vuelta saliendo a zancadas del palco. Luke la miró como si estuviera sufriendo por su manera de actuar, pero luego se volvió hacia nosotros.
Todos los monstruos de la audiencia sacaron un arma o extendieron sus garras. Estábamos atrapados. Nos superaban de un modo abrumador.
Entonces, Percy sacó algo de su bolsillo, y se lo llevó a la boca. Parecía una especie de silbato, pero no pasó nada.
—¿Para qué se supone que servía eso? —se burló Luke.
Desde detrás de donde estaba parado Percy llegó un gañido de sorpresa. El gigante lestrigón que nos custodiaba pasó por mi lado corriendo y se estrelló contra la pared.
—¡Aj!
La empusa soltó un chillido. Un mastín negro de doscientos kilos la había agarrado con los dientes como si fuera un pelele y la lanzó por los aires, directa al regazo de Luke.
La Señorita O'Leary gruñó amenazadora y las dos dracaenae retrocedieron. Durante un instante, los monstruos de las gradas quedaron sobrecogidos por la sorpresa.
—¡Vamos! —nos gritó Percy—. ¡Aquí, Señorita O'Leary!
No hizo falta que nos lo dijera dos veces, las tres corrimos hacia él.
—¡Por el otro lado! —dijo Rachel—. ¡Ése es el camino!
Ethan Nakamura nos siguió sin pensárselo dos veces. Cruzamos el ruedo corriendo todos juntos y salimos por el extremo opuesto, seguidos por la Señorita O'Leary. Mientras corríamos, oí el tremendo tumulto de un ejército entero que saltaba desordenadamente de las gradas, dispuesto a perseguirnos.
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