016.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴘᴜʟʟɪɴɢ ᴅᴏᴡɴ ᴀ ʙʀɪᴅɢᴇ
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ꜱᴏʙʀᴇ ᴛɪʀᴀʀ ᴀʙᴀᴊᴏ ᴜɴ ᴘᴜᴇɴᴛᴇ
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PERCY
CUANDO EL MINOTAURO ME VIO, SUS OJOS LLAMEARON DE ODIO.
Soltó un gran bramido, que era una combinación de chillido, mugido y eructo brutal.
—Eh, Pedazo de Buey. ¿No te había matado ya?
Él arreó un puñetazo al capó de un Lexus, que se arrugó como si fuese papel de plata.
Varias dracaenae me lanzaron jabalinas en llamas que desvié con la espada. Un perro del infierno saltó sobre mí y lo esquivé. Podría haberlo atravesado sin más, pero vacilé.
«No es la Señorita O'Leary —me recordé—. Es un monstruo indómito que podría matarnos a mí y a mis amigos».
Volvió a saltar. Esta vez tracé un arco mortal con Contracorriente y el perro se desintegró en una nube de polvo y pelos.
Ya venía una nueva oleada de monstruos: serpientes, gigantes y telekhines, pero el Minotauro les soltó un rugido y retrocedieron de inmediato.
—¿Uno contra uno? —grité—. ¿Como en los viejos tiempos?
La nariz del Minotauro temblaba de rabia. Debería haber llevado un paquete de pañuelitos de aloe vera en el bolsillo de la armadura, porque tenía las napias rezumantes, enrojecidas y decididamente asquerosas. Desató la correa del hacha y la blandió por encima de su cabeza con ademanes furiosos.
Era un arma preciosa, no podía negarse, en un estilo bestial del tipo voy-a-destriparte-como-a-un-pescado. Cada una de sus hojas gemelas tenía forma de omega: W, la última letra del alfabeto griego, quizá porque esa hacha era lo último que veían sus víctimas. El mango, de bronce forrado de cuero, era casi tan alto como el Minotauro. Atados en torno a la base de cada hoja había montones de collares de cuentas. Comprendí con un escalofrío que eran cuentas del Campamento Mestizo: collares arrebatados a los semidioses vencidos.
Me puse tan furioso que mis ojos destellaron igual que los del bicharraco.
Alcé la espada. El ejército de monstruos vitoreó al Minotauro, pero sus gritos se acallaron en seco cuando eludí su primer golpe con un quiebro y partí en dos el hacha, justo entre las dos hojas.
—¿Muuuuu? —gruñó.
—¡Ja! —Me volví y le arreé una patada en el hocico.
Él retrocedió tambaleándose, procurando no perder terreno, y enseguida bajó la cabeza para embestir.
No le dio tiempo: mi espada destelló en el aire, seccionándole un cuerno y luego el otro. Intentó apresarme, pero rodé por el suelo y recogí la mitad de su hacha rota. Los otros monstruos retrocedieron atónitos, formando un círculo alrededor. El Minotauro aullaba rabioso. Nunca había sido muy avispado, pero ahora su cólera lo volvió todavía más imprudente. Arremetió contra mí a toda marcha y yo corrí hacia la barandilla del puente, abriéndome paso entre una hilera de dracaenae.
La bestia debió de oler la victoria. Creyó que trataba de escabullirme. Sus secuaces la aclamaron a gritos. Frené en el borde mismo del puente, me di media vuelta y apoyé el hacha en los barrotes de hierro para resistir mejor su embestida. El Minotauro ni siquiera redujo la marcha.
Bajó la vista, sin poder creerlo, hacia el mango del hacha que le sobresalía por la coraza.
—Gracias por participar.
Entonces lo levanté por las patas y lo arrojé por encima de la barandilla. Se fue desintegrando a medida que caía, para convertirse en polvo y regresar otra vez al Tártaro.
Me volví hacia su ejército. Éramos aproximadamente ciento noventa y nueve contra uno. Yo hice lo más natural: me lancé sobre ellos.
Notaba el respaldo de los campistas de Apolo, que disparaban flechas desde atrás, impidiendo que los monstruos se reagruparan. Y éstos, finalmente, dieron media vuelta y emprendieron la huida. Los que seguían vivos: unos veinte de doscientos.
Los perseguí corriendo, con los guerreros de Apolo pegados a mis talones.
Los empujamos por el puente hacia la orilla de Brooklyn. El cielo había empezado a clarear hacia el este y, al fondo, distinguí el peaje.
—¡Percy! —gritó Annabeth—. Ya los has puesto en fuga. ¡Vuelve atrás! ¡Nos estamos desperdigando!
En parte tenía razón, pero las cosas me estaban yendo tan bien que quería destruir hasta el último enemigo.
Entonces divisé a una multitud en la entrada del puente. Los monstruos en desbandada corrían directamente a reunirse con sus refuerzos. No parecía un grupo muy numeroso: unos treinta o cuarenta semidioses con armadura, montados en caballos-esqueleto. Uno de ellos llevaba un estandarte morado con la guadaña negra.
El jinete que iba delante avanzaba al trote. De improviso, se quitó el casco y reconocí en él al mismísimo Cronos, con aquellos ojos inconfundibles de oro fundido. Annabeth y los campistas de Apolo vacilaron. Los monstruos a los que habíamos perseguido alcanzaron las líneas del titán y fueron a engrosar sus filas.
Cronos miró en nuestra dirección. Estaba a unos quinientos metros, pero juraría que lo vi sonreír.
—Ahora sí vamos a retirarnos —dije.
Los hombres del señor de los titanes desenvainaron sus espadas y se lanzaron a la carga. Los cascos de sus caballos-esqueleto atronaban en el pavimento.
Nuestros arqueros lanzaron una salva de flechas, derribando a unos cuantos enemigos, pero los demás siguieron al galope.
—¡Retirense! ¡Yo los distraeré!
En cuestión de segundos los tuve encima. Michael y sus arqueros emprendieron la retirada, pero Annabeth se quedó a mi lado, combatiendo con su cuchillo y su escudo mágico mientras retrocedíamos poco a poco hacia el otro lado del puente.
La caballería de Cronos se arremolinó alrededor de nosotros, lanzando mandobles e insultándonos. El titán avanzó tranquilamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Cosa que no dejaba de ser cierta, dado que era el señor del tiempo.
Yo procuraba herir a sus hombres y no matarlos, lo cual me hacía ir más despacio, claro, pero aquéllos no eran monstruos, sino semidioses que habían sucumbido al hechizo de Cronos. Aunque no podía verles la cara, porque todos llevaban casco, seguramente algunos habían sido amigos míos. Lancé tajos a las patas de sus caballos para que se desintegraran. Y cuando unos cuantos semidioses cayeron de bruces, los demás optaron por desmontar y enfrentarse a pie conmigo.
Annabeth y yo luchábamos hombro con hombro, mirando en direcciones opuestas. Noté una sombra sobre mí y me atreví a levantar la vista. Eran Blackjack y Porkpie, que hacían rápidas pasadas, repartiendo coces a los cascos de nuestros enemigos, para alejarse enseguida como grandes palomas kamikaze.
Ya casi habíamos llegado a la mitad del puente cuando sucedió una cosa muy rara. Sentí un escalofrío en la espina dorsal: como si alguien caminara sobre mi tumba, según el viejo dicho. A mi espalda, Annabeth soltó un grito de dolor.
—¡Annabeth! —Me volví justo cuando se desplomaba y aún pude sujetarla del brazo. Junto a ella había un semidiós empuñando un cuchillo ensangrentado.
Comprendí lo sucedido en una fracción de segundo. Era a mí a quien había tratado de apuñalar y, a juzgar por su posición, me habría dado justo, tal vez por casualidad, en la base de la columna: en mi único punto débil.
Annabeth había parado el golpe con su propio cuerpo.
Pero ¿por qué? Ella no conocía mi punto débil. Ni ella ni nadie.
El guerrero y yo nos miramos. Sólo se le veía un ojo bajo el casco; el otro lo llevaba tapado con un parche. Ethan Nakamura, el hijo de Némesis. No sabía cómo, pero había sobrevivido a la explosión del Princesa Andrómeda. Con e puño de la espada, le di un golpe tan brutal en la cara que le abollé el casco.
—¡Atrás! —Blandí la espada a izquierda y derecha, obligando a los enemigos a apartarse de Annabeth—. ¡Que nadie la toque!
—Qué interesante —dijo Cronos.
Se alzaba sobre mí en su caballo-esqueleto, sosteniendo la guadaña con una mano. Estudiaba la escena con los ojos entornados, como si intuyera que yo había estado muy cerca de la muerte, igual que un lobo es capaz de oler el miedo.
—Un bravo combate, Percy Jackson —prosiguió—. Pero ha llegado el momento de rendirse... o la chica morirá.
—No, Percy —gimió Annabeth. Tenía la camiseta empapada de sangre.
Debía sacarla de allí cuanto antes.
—¡Blackjack! —grité.
Raudos como la luz, los pegasos bajaron disparados y sujetaron con los dientes las correas de la armadura de Annabeth. Antes de que el enemigo llegara a reaccionar, alzaron el vuelo y se remontaron por encima del río.
Cronos dio un gruñido.
—Un día de éstos voy a hacerme una sopa de pegaso. Mientras tanto... —Desmontó del caballo; la hoja de la guadaña centelleaba a la luz del alba—. Mientras tanto me conformaré con otro semidiós muerto.
Paré su primer golpe con Contracorriente. El impacto sacudió el puente entero, pero me mantuve firme. La sonrisa de Cronos se evaporó.
Con un alarido, le asesté una patada en las piernas y lo derribé. La hoja de la guadaña tintineó por el suelo. Lancé una estocada, pero él rodó hacia un lado y volvió a incorporarse de un salto. La guadaña voló a sus manos.
—Bueno... —Me miró con una expresión ligeramente irritada—. Tuviste el coraje de visitar el Estigio. Tuve que presionar a Luke de muchas maneras para convencerlo. Si hubieras sido tú quien me hubiera proporcionado un cuerpo... Pero no importa. Sigo siendo más poderoso de todos modos. ¡Soy un titán!
Golpeó el puente con la punta de la guadaña y salí despedido hacia atrás por una oleada de pura fuerza. Los coches se deslizaron por la calzada, escorándose peligrosamente, y varios semidioses, incluido alguno de Luke, fueron barridos de la superficie del puente. Los cables de suspensión daban latigazos mientras yo resbalaba hacia Manhattan.
Por fin, conseguí ponerme de pie. Los demás campistas casi habían llegado al final del puente. Todos salvo Michael, al que vi encaramado en uno de los cables de suspensión a pocos metros de mí. Tenía preparada en el arco su última flecha.
—¡Corre, Michael! —grité.
—¡Jackson, el puente! —me advirtió—. ¡Está flaqueando!
Al principio no lo entendí. Entonces bajé la vista y vi grietas en el pavimento. Había algunos trechos medio fundidos por el fuego griego. El puente había recibido una buena paliza entre el estallido de Cronos y las flechas explosivas.
—¡Rómpelo! —gritó Michael—. ¡Utiliza tus poderes!
Era una idea desesperada que no funcionaría, pero le hice caso y clavé a Contracorriente en el suelo. La hoja mágica se hundió hasta la empuñadura, como si el asfalto fuese de mantequilla, y de la rendija empezó a brotar agua salada a chorro, como de un géiser. Al sacar la hoja, la fisura se ensanchó rápidamente. El puente se estremeció y empezó a desmoronarse. Caían bloques del tamaño de una casa al río Este. Los hombres de Cronos gritaban alarmados y retrocedían a gatas. Algunos habían caído de bruces y no lograban levantarse.
El rugido del puente al desmoronarse fue ensordecedor. El pavimento bajo mis pies temblaba, y supe que el puente no aguantaría mucho más.
—¡Michael! —grité, pero mi voz se perdió en el estruendo de la batalla y los crujidos del puente. Estaba demasiado lejos, demasiado alto, y el caos a nuestro alrededor solo empeoraba.
Entonces una figura pasó corriendo por al lado mío. Mi mente tardó un segundo en procesarlo. Los rizos oscuros y la velocidad con la que se movía...
—¿Qué...? —Las palabras murieron en mi garganta mientras saltaba con la gracia de una flecha disparada desde un arco.
«Darlene».
Se movía errática, alcancé a vislumbrar sangre en su espalda, y me di cuenta que no llevaba la armadura puesta. Saltaba por entre las grietas, esquivando los cables y escombros que caían a su alrededor, no veía a Michael por ningún lado, pero me invadió el pánico cuando la vi arrojarse sin más por una de las barandillas destrozadas del puente.
—¡No!
Traté de correr detrás suyo para detenerla, pero un cable cayó demasiado cerca y tuve que arrojarme al suelo. Levanté la cabeza. Estaba solo.
—No, no, no, no...
Corrí a buscar entre los escombros de nuestro lado del puente y miré hacia el río.
Nada.
Solté un aullido de rabia y frustración. El eco se prolongó una eternidad en la mañana inmóvil. Me llevé las manos al cabello, sintiendo como los ojos se me llenaban de lágrimas.
¡Esto no podía estar pasando!
—No... No puede ser —susurré, mi voz quebrada por la desesperación. El corazón me latía con fuerza, como si intentara escapar de mi pecho. Miré al río, con las aguas agitadas reflejando el cielo que comenzaba a iluminarse con el nuevo día.
¡¿Cómo podía haber dejado que esto sucediera?!
«Ella sabía. Ella estaba a casi cuatro kilómetros de aquí, y aún así llegó justo en el momento en que...» pensé angustiado al darme cuenta que debió haber visto todo en una visión y había hecho lo necesario para llegar.
Iba a silbar para que Blackjack me ayudara a buscar cuando sonó el móvil de mi madre. Según decía en la pantalla, tenía una llamada de Finklestein y Asociados: probablemente un semidiós que me llamaba desde un teléfono prestado.
Respondí, rezando para que fueran buenas noticias. Pero, naturalmente, me equivocaba.
—¿Percy? —Silena Beauregard sonaba como si hubiera estado llorando—. Hotel Plaza. Será mejor que vengas deprisa y que traigas a un sanador de la cabaña de Apolo. Se trata de... Annabeth.
Cerré los ojos. Impotente y con el corazón destrozado, di una última mirada hacia el agua inmovil, antes de marcharme.
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