013.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ꜰᴜʀʏ ᴏꜰ ᴛʜᴇ ᴍᴇꜱꜱᴇɴɢᴇʀ ɢᴏᴅ
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ꜱᴏʙʀᴇ ʟᴀ ꜰᴜʀɪᴀ ᴅᴇʟ ᴅɪᴏꜱ ᴍᴇɴꜱᴀᴊᴇʀᴏ
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HERMES MIRÓ A PERCY COMO SI ÉL FUERA EL CULPABLE DEL CALENTAMIENTO GLOBAL.
¿Qué había hecho Percy para enojar a un dios? Es decir, no le costaba mucho, pero qué había hecho ahora en particular.
—Señor Hermes —dijo Percy inclinándose.
—Ah, claro —Oí decir a una de las serpientes en el interior de mi mente—. A nosotras no nos saludes. Sólo somos reptiles.
—George —la regañó la otra—. Compórtate.
—Hola, George —dije—. Eh, Martha.
—¿Nos has traído una rata? —preguntó George.
—¡Para ya! —lo reprendió Martha—. ¿No ves que está ocupado?
—¿Demasiado ocupado para encontrar una rata? —contestó George—. Qué lástima.
Decidí que sería mejor no discutir con él.
—Hum, Hermes —dijo Percy—. Tenemos que hablar con Zeus. Es importante.
Hermes lo observaba con expresión glacial.
—Yo soy su mensajero —repuso—. ¿Quieres darme un mensaje?
A mi espalda, los demás semidioses se removían inquietos. Aquello no estaba saliendo según lo previsto. Tal vez si intentábamos hablar con Hermes a solas...
—A ver, chicos —dije girándome hacia el resto—. ¿Por qué no exploran la ciudad? Revisen las defensas. Miren quién queda en el Olimpo. Percy, Annabeth y yo nos reuniremos aquí otra vez con ustedes en media hora.
Michael frunció el entrecejo.
—Pero...
—Buena idea —dijo Annabeth—. Connor y Travis, tomen el mando.
A los Stoll les gustó que se les otorgara una responsabilidad tan importante justo delante de su padre. Ellos no solían dirigir ninguna operación, salvo los robos de papel de váter.
—Vamos —dijo Travis, y se los llevó a todos del salón del trono, dejándonos con Hermes.
—Señor —añadió Annabeth—, Cronos va a atacar Nueva York. Ustedes ya deben sospecharlo. Mi madre lo habrá previsto.
—Tu madre —gruñó Hermes. Se rascó la espalda con el caduceo; George y Martha protestaron—. No me hagas hablar de tu madre, jovencita. Estoy aquí por culpa de ella. Zeus no quería que ninguno de nosotros dejara el frente de batalla. Pero tu madre no ha parado de ser una pesada: "Es una trampa, una maniobra de distracción, bla, bla, bla". Quería venir ella misma, pero Zeus no iba a permitir que su estratega principal se alejara de su lado en pleno combate con Tifón. Y claro, ha tenido que enviarme a mí para hablar con ustedes.
—¡Es que... es una trampa! —insistió Annabeth—. ¿Zeus está ciego?
Un trueno resonó en los cielos.
—Cuidado con lo que dices, chica —advirtió Hermes—. Zeus no está ciego. Ni sordo. Y no ha dejado el Olimpo del todo indefenso.
Una imagen ridícula de Zeus peleando contra Tifón y de repente pensando "¡Alguien está hablando mal de mí!" me atravesó la mente. Y lo peor, es que conociendo a Don Rayitos era capaz de actuar así.
Mi suegro es el rey de los payasos.
—Pero hay unas luces azules...
—Sí, sí. Ya las he visto. Apostaría a que es una travesura de Hécate, esa insoportable diosa de la magia. Pero ya habrán advertido que no causan ningún daño. El Olimpo posee barreras mágicas muy sólidas. Además, Eolo, el rey de los vientos, ha enviado a sus secuaces más poderosos para vigilar la ciudadela. Nadie salvo los dioses puede acercarse al Olimpo por el aire. Quien lo intentara sería barrido y derribado del cielo.
Levanté la mano.
—¿Y qué me dice de ese modo de materializarse o teletransportarse que utilizan las divinidades?
—También es un modo de viajar por el aire, Backer. Muy rápida, sí, pero los dioses del viento aún lo son más. Si Cronos quiere el Olimpo, tendrá que cruzar la ciudad con su ejército, ¡y subir en ascensor! ¿Te lo imaginas haciendo una cosa así?
La verdad sí. Lo había visto. Pero nadie escucha a la chica con visiones. Comienzo a entender a la pobre Cassandra, y eso que yo no estoy maldita como ella.
—Quizá podrían volver algunos dioses.
Hermes movió la cabeza con impaciencia.
—No lo comprendes, Percy Jackson. Tifón es nuestro mayor enemigo.
—Creía que era Cronos.
Sus ojos relampaguearon.
—No, Percy. En los viejos tiempos, el Olimpo casi fue derrocado por Tifón. Es el marido de Equidna...
—La conocí en el Gateway Arch. No muy simpática.
—... y el padre de todos los monstruos. Nunca podremos olvidar lo cerca que estuvo de destruirnos a todos. ¡Y cómo nos humilló! Nosotros éramos más poderosos en aquellos tiempos. Ahora no podemos contar con la ayuda de Poseidón, porque él está librando su propia guerra. Hades se ha quedado en su reino de brazos cruzados, y Deméter y Perséfone siguen su ejemplo. Serán necesarios todos los poderes que aún nos quedan para resistir al gigante-tormenta. No podemos dividir nuestras fuerzas ni aguardar a que llegue a Nueva York. Debemos hacerle frente ahora. Y lo cierto es que estamos progresando.
—¿Progresando? —dije incrédula—. Casi ha destruido todo San Luis.
—Sí —admitió Hermes—. Pero sólo ha destruido la mitad de Kentucky. Está aflojando el ritmo, perdiendo fuerza.
No quería discutir, pero daba la impresión de que Hermes intentaba convencerse a sí mismo.
El taurofidio mugió tristemente en su rincón.
—Por favor, Hermes —dijo Annabeth—. Ha dicho antes que mi madre quería venir. ¿No le dio ningún mensaje para nosotros?
—Mensajes, mensajes —masculló—. "Un oficio estupendo", me dijeron. "Poco trabajo. Montones de devotos". Bah. A nadie le importa un bledo lo que yo tenga que decir. Siempre se trata de los mensajes de los demás.
Quería rodar los ojos. Sí, en este momento a nadie le importa, porque hay cosas más importantes. Claramente el ser dramático lo llevan en la sangre.
—Roedores —dijo George, pensativo—. Yo lo hago por los roedores.
—Chitón —lo regañó Martha—. A nosotros sí que nos importa lo que Hermes quiera decir. ¿Verdad, George?.
—Desde luego. ¿Ya podemos volver a la batalla? Quiero que nos ponga otra vez en modo láser. Eso sí que es divertido.
—Cállense los dos —gruñó Hermes. El dios miró a Annabeth, que había adoptado aquella expresión suplicante suya, abriendo mucho sus ojos grises—. Bah. Tu madre me ha dicho que les advirtiera que están solos. Que deben defender Manhattan sin la ayuda de los dioses. Como si eso no lo supiera yo. No entiendo por qué cobra como diosa de la sabiduría...
—¿Algo más? —preguntó Annabeth.
—Me ha dicho que deberías probar el plan veintitrés. Que tú ya lo entenderías.
Annabeth palideció. Obviamente lo había entendido. Y no le hacía ninguna gracia.
—¿Sólo eso?
—Ah sí. —Hermes miró a Percy—. Me ha pedido que le diga a Percy: "Acuérdate de los ríos". Y... hum, algo así como que se mantenga alejado de su hija.
No sé cuál de los dos se puso más rojo, si Annabeth o Percy.
—Ah sí —agregó mirándome—. Y Apolo dice que te cuides, que piensa ponerte el anillo el próximo año y te necesita viva.
Ahora yo me sonrojé hasta las orejas.
—Uhm.... sí, claro.
—Gracias, Hermes —dijo Annabeth cuando se recobró del sofoco—. Yo... quería decirle... que siento lo de Luke.
La expresión del dios se endureció bruscamente, como si se hubiera vuelto de mármol.
—Eso deberías habértelo ahorrado —le espetó.
Ella retrocedió, asustada.
—Lo siento.
—¡Con decir "lo siento" no se arregla nada!
George y Martha se enroscaron alrededor del caduceo, cuya imagen vibró un instante y se transformó en un objeto sospechosamente parecido a las picanas eléctricas que se usan para aguijonear al ganado.
—Deberías haberlo salvado cuando tuviste ocasión —gruñó el dios—. Eres la única que podría haberlo hecho.
Percy intentó terciar entre ambos:
—¿Qué está diciendo? Annabeth no...
—¡No la defiendas, Jackson! —gritó Hermes, volviendo la picana hacia él—. Ella sabe de qué hablo.
—¡Quizá debería culparse a sí mismo! ¡Tal vez si usted no hubiera abandonado a Luke y a su madre...!
—¡Ella debía salvarlo! —bramó el dios sacudiendo el salón.
—¡Annabeth no tiene por qué ser la salvadora de nadie! —grité empujando a Percy y Annabeth detrás de mí—. ¡Ella era una niña, Luke un adulto y tenía a Alessandra! ¡Aún así, él tomó sus propias decisiones! ¡Y en todo caso, no le ponga sus responsabilidades a otros, padre negligente y desobligado!
Quizá tendría que haber mantenido la boca cerrada, Apolo se iba a enojar conmigo por esto, pero no me importaba, sólo pensaba en desviar su atención de Annabeth. El enfado que había exhibido todo el rato no era Percy, ahora lo veía, sino con ella.
Hermes alzó su picana y empezó a aumentar de tamaño hasta alcanzar tres metros de altura. Pero, cuando se disponía a descargar el golpe, George y Martha se inclinaron sobre él y le susurraron algo al oído.
Hermes apretó los dientes y bajó la picana, que se convirtió de nuevo en caduceo.
—Darlene Backer —dijo—, te perdono la vida porque matarte solo sumiría al mundo en el caos de una guerra civil entre los dioses, sin mencionar lo que solo tu padre y mi hermano me harían, creeme que ahora mismo te aniquilaría. Pero nunca vuelvas a hablarme de ese modo. No tienes ni idea de lo mucho que he sacrificado, de lo mucho... —Se le quebró la voz mientras se encogía hasta adoptar otra vez tamaño humano—. Mi hijo, mi mayor orgullo... mi pobre May...
Parecía tan destrozado que no supe qué decir. Hacía sólo un instante había estado a punto de volatilizarnos. Y ahora daba la impresión de necesitar un abrazo.
Y maldita sea mi incapacidad para ignorar a alguien que sufre. Me acerqué un poquito, apoyando mi mano en su hombro, tratando de consolarlo.
—Oiga, señor Hermes —dijo Percy—. Lo siento, pero necesito saberlo. ¿Qué le pasó a May? Ella dijo algo sobre el destino de Luke, y sus ojos...
Quise golpearlo por preguntar algo así de insensible cuando el dios estaba prácticamente llorando delante nuestro.
Hermes le lanzó una mirada furibunda que lo obligó a callar. Su expresión no era realmente de cólera. Era de dolor. De un dolor increíble.
—Los dejo —concluyó con voz tirante—. Debo volver a la lucha.
Empezó a emitir un resplandor. Me apresuré a darme media vuelta y Percy se aseguró de que Annabeth hiciera lo mismo, porque aún estaba paralizada por la conmoción.
Hermes resplandeció como una supernova y desapareció.
Annabeth se sentó al pie del trono de su madre y se echó a llorar.
—La culpa no es tuya, Annabeth —le dije pasando un brazo por sus hombros.
—La verdad es que nunca había visto a Hermes de ese modo. Supongo... no sé, que debe de sentirse culpable por lo de Luke —agregó Percy—. Busca a alguien a quien poder acusar. No entiendo por qué te ha atacado a ti. Tú no hiciste nada para merecerlo.
Ella se frotó los ojos y miró la hoguera como si fuese su propia pira funeraria.
Me removí inquieta.
—Hum... no hiciste nada, ¿verdad?
No respondió. Llevaba su cuchillo de bronce celestial atado con una correa en el brazo. Durante todos aquellos años no había sabido que era un regalo de Luke. Le había preguntado muchas veces por qué prefería luchar con cuchillo y no con espada, pero ella nunca respondía.
—Percy, ¿qué has dicho antes sobre la madre de Luke? ¿La has conocido?
—Nico, Dari y yo fuimos a verla. Era un poco... especial.
Le hice una descripción de May Castellan y de aquel momento tan extraño, cuando sus ojos habían empezado a resplandecer y ella se había puesto a hablar del destino de su hijo.
Annabeth frunció el entrecejo.
—Eso no tiene sentido. Pero ¿por qué fueron....? —De repente abrió mucho los ojos—. ¿Es que... te has bañado en el río Estigio?
—No cambies de tema.
—¡Percy! ¿Sí o no?
—Hum... quizá. Un poco.
—Yo mejor los dejo solos —dije poniéndome de pie y saliendo de la sala.
Las luces azules del cielo se habían extinguido, así que al principio no entendí cuál era el problema. Apenas salí en busca de los demás, los encontré reunidos en un pequeño parque situado al borde de la montaña. Estaban agolpados en la barandilla y observaban Manhattan a sus pies.
Había binoculares para turistas con los que contemplar la ciudad depositando un dracma de oro, y los campistas se habían adueñado de ellos.
—¿Qué pasa? —Miré hacia abajo. Oh mierda. Me giré hacia Connor—. Llama a Percy y Annabeth.
No tardaron en venir.
Percy se paró a mi lado, mirando lo mismo que los demás.
Desde allí, se veía casi todo: el río Este y el Hudson, recortando la silueta de Manhattan; la cuadrícula de calles, las luces de los rascacielos, el trecho oscuro de Central Park hacia el norte. Parecía todo normal, salvo por un detalle...
—No oigo... nada —dijo Annabeth.
—Ese es el problema.
Incluso desde aquella altura, debería haber oído los ruidos de la ciudad: millones de personas trajinando de aquí para allá, miles de coches y máquinas, en fin, el zumbido de una gran metrópolis. Ni siquiera eres consciente de él cuando vives en Nueva York, pero está siempre presente.
Incluso en mitad de la noche. Nueva York nunca permanece en silencio.
Pero ahora sí. Completamente.
—Pero ¿qué le han hecho? —A Percy le salió una voz tensa y furiosa—. ¿Qué le han hecho a mi ciudad?
Aparté a Michael de unos binoculares y eché un vistazo.
El tráfico se había detenido en las calles. Los peatones estaban tendidos en las aceras o acurrucados en los portales. No se veían signos de violencia: ningún destrozo ni nada parecido. Era como si todos los habitantes de Nueva York hubieran decidido dejar sus asuntos para desmayarse.
—¿Están muertos? —preguntó Silena, patidifusa.
Sentí una opresión repentina en el estómago.
—Y en un sueño sin fin el mundo verá —susurré recordando la profecía—. Muertos no. Morfeo ha puesto a toda la isla de Manhattan a dormir.
La invasión acababa de empezar.
Como conté en el canal de difusión, el próximo viernes 11 de octubre, Caprichos cumple dos años desde que empecé a subirlo, así que este es el último capítulo que subo hasta ese día y el viernes hay maratón de 4 capítulos juntos.
El viernes que viene, empieza la batalla con todo.
Meme time
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