010.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴀꜱᴛʀᴀʟ ᴛʀᴀᴠᴇʟ ᴛᴏ ᴛʜᴇ ᴄᴇɴᴛᴇʀ ᴏꜰ ᴛʜᴇ ᴜɴᴅᴇʀᴡᴏʀʟᴅ

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ꜱᴏʙʀᴇ ᴠɪᴀᴊᴇꜱ ᴀꜱᴛʀᴀʟᴇꜱ ᴀʟ ᴄᴇɴᴛʀᴏ ᴅᴇʟ ɪɴꜰʀᴀᴍᴜɴᴅᴏ

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LAS VISIONES SE DESCONTROLARON, Y SEGURO ERA CULPA DE LA MOMIA ESA.

Me encontraba en San Luis, en el centro de la ciudad, justo debajo del Gateway Arch.

Sobre la ciudad se cernía una gran tormenta eléctrica: una masa nubosa negra, densa como un muro, surcada de relámpagos. Unas manzanas más allá, veía un enjambre de ambulancias y vehículos de emergencia con las luces parpadeantes. Una columna de polvo se elevaba de una montaña de escombros. Un rascacielos desmoronado, deducía.

Una periodista gritaba en su micrófono:

—Las autoridades lo atribuyen a un fallo estructural, Dan, aunque nadie sabe si tiene alguna relación con el temporal. El viento azotaba su pelo. La temperatura descendía rápidamente: cinco o seis grados en el tiempo que llevaba allí. —Por fortuna, el edificio se encontraba vacío a la espera de ser demolido —añadía la periodista—. Pero la policía ha ordenado la evacuación de todos los inmuebles colindantes por temor a que el hundimiento pudiera provocar...

Se le quebraba la voz al resonar en el cielo un tremendo crujido. Un rayo estallaba en el centro de la oscuridad y la ciudad entera sufría una sacudida. Los pelos se me ponían de punta mientras se expandía por el aire un gran resplandor.

El estruendo había sido de tal magnitud que sólo podía tratarse de una cosa: el rayo maestro de Zeus. Tendría que haber pulverizado sin más a su objetivo, pero la nube oscura no se disolvía; sólo retrocedía bamboleándose. Entre la espesa masa negra surgía un puño de contornos difusos que le asestaba un golpe a otro rascacielos. El edificio entero se venía abajo como si fuese de juguete.

La periodista no paraba de dar gritos; la gente corría por las calles; pasaban ambulancias y coches de policía con sus luces parpadeantes. Veía un trazo plateado en el cielo: un carro tirado por renos. Pero no era Papá Noel quien lo conducía, sino Artemisa, que se abría paso entre la tormenta y lanzaba flechas de luz de luna hacia la oscuridad.

Un dorado cometa ardiente pasaba a toda velocidad por su lado...

«Apolo».

El corazón se me aceleró. No debería haber sido capaz de verlo, no a la velocidad a la que iba, pero lo hice.

Estaba tan guapo. El cabello rubio, los ojos dorados, la armadura de oro. Una expresión feroz en sus labios, mientras sostenía las cuerdas de los caballos.

Hacía días que no lo veía, días que se habían sentido como una eternidad.

El carro de Apolo volaba por el cielo como una flecha dorada. Él tiró con fuerza de las riendas, guiándolos en un giro cerrado, y subió alto, soltó las cuerdas y apuntó con su arco al monstruo.

Un rugido desgarrador sacudió el aire, un sonido que hacía vibrar los huesos y hacía que el cielo mismo temblara.

Una cosa estaba clara: Tifón había llegado a la altura del río Mississippi. Había cruzado ya la mitad de Estados Unidos, dejando una estela de destrucción, y los dioses apenas lograban retrasar su avance.

La montaña de oscuridad se alzaba entonces sobre mí y de su espesor surgía un pie del tamaño del estadio de los Yankees.

Una flecha de luz dorada surgió de sus dedos, una línea perfecta de energía que cruzó el cielo, directa y letal. Golpeó el cuerpo nebuloso de Tifón, que lanzó un rugido aún más fuerte, haciendo temblar los rascacielos. Pero no fue suficiente.

Una mano, supuse que era una mano, pasó demasiado cerca de Apolo, lo vi tambalearse por un segundo, perdiendo el control de las riendas de su carro. Mi corazón se detuvo, viendo cómo uno de sus caballos alados cayó en picado por un segundo antes de que él lo recuperara, tirando con fuerza de las cuerdas.

El cielo sobre San Luis era un caos de relámpagos y viento. Pero todo lo que podía ver era a él, mi Apolo, batallando por mantener el control en medio de esa tormenta infernal.

Por un momento, lo vi girar la cabeza, como si también sintiera mi presencia. Nuestros ojos se encontraron a través del caos. Estaba tenso, pero me sostuvo la mirada en medio de la batalla y sonrió con ese aire despreocupado.

De repente, estaba en una celda sin barrotes ni ventanas ni siquiera una puerta. Pensé que tal vez era una celda hermética, sin ninguna ventilación. Vi a Percy en el suelo, estaba dormido y se retorcía preso de una pesadilla.

Me acerqué a él, queriendo ayudarlo, cuando una puerta se abrió en la pared y Nico entró corriendo. Se abalanzó hacia Percy, intentando despertarlo.

Quería decirle que no era buena idea despertarlo así, era peligroso. Y como sabía que pasaría, sin que Percy se hubiera despertado del todo, había inmovilizado a Nico en el suelo de la celda y le había puesto en la garganta la punta de la espada.

—Yo... venía a... rescatarte —decía Nico con voz estrangulada.

La rabia se adueñó de sus rasgos.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué habría de fiarme de ti?

—¿A lo mejor porque... no tienes... otro remedio?

Quería gritarles por estar así. Iba a golpear a Percy por tratar así a mi hermano.

Lo solté. Nico se retorció hecho un ovillo emitiendo sonidos de arcadas. Cuando se recuperó, se puso de pie echando ojeadas recelosas a la espada. La suya seguía envainada.

—Debemos salir de aquí.

—¿Para qué? ¿Es que tu padre quiere hablar otra vez conmigo?

Él hizo una mueca.

—Te juro por el río Estigio que no sabía lo que planeaba.

—¡Ya sabes cómo es tu padre!

«¿Qué hiciste, Nico?»

—Me engañó. Me había prometido... —Alzó las manos—. Escucha... ahora tenemos que largarnos. He dejado dormidos a los guardias, pero el efecto no durará mucho.

Nico apuntó a la pared con un dedo y desapareció un tramo entero, mostrando un angosto pasillo.

—Vamos —susurró, abriendo la marcha.

La imagen se movió en cuanto salieron de la celda, y me vi de pie a un lado de ellos, con el río Estigio delante nuestro.

Nico bajó del lomo de la Señorita O'Leary y se desplomó como un saco sobre la arena negra.

No sabía que había pasado desde que salieron de la celda hasta ahora, pero el estado de Nico me preocupaba.

Percy sacó un trozo de ambrosía. Estaba un poco deformada, pero Nico la masticó igualmente.

—¡Uf! —masculló—. Ya estoy mejor.

—Tus poderes te consumen excesivamente.

Él asintió, soñoliento.

—Cuanto mayores son los poderes, mayor es la necesidad de dormir una siesta. Despiértame dentro de un rato.

«¡No es momento de dormir, Nico Di Angelo!».

—Eh, señor zombi. —Lo sujetó antes de que perdiera otra vez el conocimiento—. Estamos junto al río. Debes decirme qué tenemos que hacer.

Le dio el último pedazo de ambrosía, cosa que entrañaba cierto peligro, porque es una sustancia que cura a los semidioses, pero que también puede reducirnos a cenizas si abusamos de ella. Por suerte, pareció funcionar. Nico sacudió la cabeza varias veces y se puso trabajosamente en pie.

—Mi padre vendrá pronto —dijo—. Tenemos que darnos prisa.

«¿Qué van a hacer?».

La corriente del Estigio arrastraba objetos de lo más extraños: muñecas rotas, diplomas de universidad rasgados, ramilletes marchitos del baile de fin de curso... Todos los sueños que la gente había tirado por la borda al pasar de la vida a la muerte.

—Entonces... ¿qué? ¿Me zambullo y ya está?

—Debes prepararte primero —explicó—. Si no, el río te destruirá. Abrasará tanto tu cuerpo como tu alma.

«¡¿Qué cosa?!». Los vi horrizada.

—Suena divertido —murmuró entre dientes.

—No estamos para bromas —advirtió Nico—. Sólo hay un modo de permanecer anclado a tu vida mortal. Tienes que...

Miró a mi espalda y abrió los ojos como platos. Me volví en redondo y me encontré frente a frente con un guerrero griego.

Por un segundo lo tomé por Ares, porque el tipo tenía exactamente el mismo aspecto que el dios de la guerra: alto y fornido, con el rostro lleno de cicatrices y el pelo oscuro rapado. Llevaba una túnica blanca y armadura de bronce. Bajo el brazo sujetaba un casco de guerra con un penacho de plumas. Sus ojos, sin embargo, eran humanos, de un verde tan claro como un mar poco profundo.

Debajo de la pantorrilla izquierda, a la altura del tobillo, tenía clavada una flecha ensangrentada.

Era imposible no reconocer al guerrero más grande de todos los tiempos, que había sucumbido por una herida en el talón.

—Aquiles —dijo Percy.

El fantasma asintió.

—Le advertí al otro que no siguiese mi camino. Y ahora te lo advierto a ti.

—¿A Luke? ¿Hablaste con Luke?

—No lo hagas —insistió—. Te volverá muy poderoso, pero también te hará más débil. Tu destreza en el combate superará la de cualquier mortal, pero tus debilidades y defectos se acrecentarán también.

—¿Quieres decir que tendré un problema en el talón? ¿Y no podría, no sé, llevar otra cosa en vez de sandalias? Sin ánimo de ofender.

Él se miró el pie ensangrentado.

—El talón es sólo mi debilidad física, semidiós. Mi madre, Tetis, me sostuvo por él cuando me sumergió en el Estigio. Pero lo que realmente me mató fue mi propia arrogancia. ¡Te lo advierto! ¡Vuelve sobre tus pasos!

Hablaba en serio. Percibí la amargura y el arrepentimiento en su voz.

Realmente trataba de salvarlo de un terrible destino. Pero Luke también había estado allí, y él no se había echado atrás.

«Por eso pudo albergar el espíritu de Cronos sin que su cuerpo se desintegrara».

Así era como se había preparado, y de ahí que pareciera imposible derrotarlo. Se había bañado en el río Estigio y había incorporado los poderes del mayor héroe mortal, Aquiles. Era invencible.

—Debo hacerlo —dijo Percy—, o no tendré ninguna posibilidad.

Aquiles bajó la cabeza.

—Los dioses son testigos de que lo he intentado. Escucha, héroe, si debes hacerlo, concéntrate en tu punto mortal. Imagina un punto de tu cuerpo que seguirá siendo vulnerable. Será por ese punto por donde tu alma anclará tu cuerpo al mundo. Ésa será tu mayor debilidad, pero también tu única esperanza. Ningún hombre puede ser del todo invulnerable. Si pierdes de vista lo que te sigue haciendo mortal, el río Estigio te abrasará y te hará cenizas. Cesarás de existir.

Ahora entendía porque ninguno de los dos quería contarme. Sabían que no los habría dejado.

—Supongo que no puedes revelarme cuál es el punto mortal de Luke.

Lo miró ceñudo.

—Prepárate, necio muchacho. Tanto si sobrevives como si no, acabas de sellar tu perdición.

Y con esa alegre declaración, se desvaneció.

—Percy, quizá tenga razón.

—Esto ha sido idea tuya.

—Ya. Pero ahora que hemos llegado...

—Tú aguarda en la orilla. Si me sucede algo... Bueno, entonces tal vez Hades vea satisfecho su deseo y tú te conviertas en la criatura de la profecía.

Quería poder pedirle que no lo hiciera, que pensara mejor y buscáramos otras opciones, pero si era verdad que Luke también había hecho esto para darle su cuerpo a Cronos, Percy no tendría oportunidad contra el Titan sin este plan.

Percy se paró delante del río, pensativo y luego saltó en él.

Pasaron unos minutos antes de que volviera. Salió como despedido del río y se derrumbó en la arena. Nico, y yo también, retrocedimos, sobresaltado.

—¿Estás bien? —preguntó Nico—. Tu piel... ¡Oh, dioses! ¡Estás herido!

Tenía los brazos de un rojo intenso, como si su cuerpo hubiera sido asado a fuego lento.

—Estoy bien... Creo. —Su piel iba recobrando el aspecto normal. La Señorita O'Leary se acercó y husmeó, inquieta. Al parecer, era un olor muy interesante.

—¿Te sientes más fuerte? —preguntó Nico.

Antes de que pudiera responder, una voz bramó:

—¡¡Allí!!

Se acercaba un ejército de muertos. Abrían la marcha un centenar de esqueletos con aspecto de legionarios romanos armados con lanzas y escudos.

Le seguía un número idéntico de casacas rojas con las bayonetas caladas. En medio, Hades en persona conducía un carro negro y dorado tirado por unos caballos de pesadilla con crines y ojos de fuego.

—¡Esta vez no escaparás, Percy Jackson! ¡Destruyanlo!

—¡No, padre! —gritó Nico, pero ya era tarde. La primera línea de zombis romanos avanzó con sus lanzas en ristre.

Cada fibra de mi ser gritaba que debía hacer algo, intervenir, ayudarlo. Pero, estaba atrapada en esta pesadilla, condenada a observar sin poder interferir. La impotencia me invadía como un veneno, corriendo por mis venas y encendiendo una ira que hacía temblar mis manos.

«¡Maldita sea!» No podía moverme, no podía hacer nada.

La Señorita O'Leary dio un gruñido y se dispuso a saltar. Percy soltó un alarido y el río Estigio explotó repentinamente. Una oleada negra se abatió sobre los legionarios. Las lanzas y los escudos volaban por todas partes mientras los zombis empezaban a disolverse, echando humo por sus cascos de bronce.

Los casacas rojas bajaron sus bayonetas, pero no esperó a que vinieran a su encuentro y arremetió contra ellos. Fue la cosa más estúpida que le he visto hacer desde que lo conozco.

Un centenar de mosquetes le dispararon a bocajarro. Todos fallaron. Desbarató sus líneas y empezó a repartir mandobles con Contracorriente. Se lanzaban estocadas de espadas y bayonetas, los mosquetes volvían a hacer fuego, pero nada me hería ni lo tocaba.

Se revolvió como un torbellino entre las filas, dando tajos a los casacas rojas, que se deshacían uno a uno en un montón de polvo.

Atravesó la línea enemiga y subió de un salto al carro negro. Hades alzó su vara de mando, de la cual salió disparado un rayo de energía negra, pero lo desvió con la espada y se abalanzó sobre el dios. Cayeron los dos del carro.

Antes de que pudiera darme cuenta, Percy estaba con una rodilla plantada en el pecho de Hades. Con una mano lo agarraba por el cuello de la túnica real y con la otra mantenía la punta de la espada suspendida sobre su rostro.

Se hizo un completo silencio. Los miembros de su ejército no movían un dedo para defender a su señor. Miré de soslayo y comprendí por qué. No quedaba ni rastro de ellos: sólo armas tiradas en la arena, montones de polvo humeante y uniformes vacíos. Los había destruido a todos.

Hades tragó saliva.

—Bueno, Jackson, escucha...

Era inmortal, no podía matarlo de ningún modo. Pero los dioses pueden resultar heridos, eso lo sabía, y supuse que una espada en la cara no le haría mucha gracia.

—Sólo porque soy buena persona, voy a dejar que te vayas. Pero primero háblame de esa trampa...

No pudo terminar la frase, porque Hades se esfumó en silencio, dejándolo con su negra túnica en las manos.

Soltó una maldición y se puso de pie, jadeante. Tenía la ropa desgarrada, hecha jirones y llena de agujeros de bala. Pero, en general, estaba bien. No se había llevado ni un rasguño.

Estaba impactada. Seguro que la boca me llegaba al suelo. Nico, a mi lado, estaba igual de atónito.

—Tú... con una espada... tú...

—Me parece que esto del río funciona.

—Vaya —respondió, sarcástico—. No me digas...

La Señorita O'Leary ladraba con alegría, meneaba la cola y saltaba de un lado para otro, husmeando uniformes y buscando huesos. Percy alzó la túnica de Hades. Se veían rostros atormentados que temblaban en su tela irisada.

Se acercó a la orilla del río.

—Sean libres.

Arrojó la túnica al agua y miré cómo giraba sobre sí misma, arrastrada por la corriente, para disolverse y desaparecer.

—Vuelve con tu padre —le pidió a Nico—. Dile que está en deuda conmigo por haber dejado que se marchara. Averigua qué va a ocurrir en el monte Olimpo y convéncelo para que nos ayude.

Él lo miró fijamente.

—No... no puedo. Ahora me odiará. Quiero decir... todavía más.

—Tienes que hacerlo. Tú también me lo debes. Además, no creo que quieras que Darlene se entere.

Se sonrojó hasta las orejas.

—Ya te he pedido perdón, Percy. Por favor... déjame ir contigo. Quiero luchar.

—Serás más útil aquí abajo.

—Quieres decir que ya no te fías de mí —repuso, compungido.

No respondió de inmediato.

—Vuelve con tu padre —dijo en su lugar, procurando no sonar muy duro—. Trata de convencerlo. Eres la única persona que tal vez pueda lograr que escuche.

—Una idea más bien deprimente. —Suspiró—. De acuerdo. Haré todo lo que pueda. Además, todavía me oculta algo sobre mi madre. Quizá consiga averiguarlo.

—Buena suerte. Ahora la Señorita O'Leary y yo tenemos que marcharnos.

—¿A dónde? —preguntó.

—A dar comienzo a esta guerra —repuso mirando la entrada—. Ya es hora de que encuentre a Luke.

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