007.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ꜱᴜꜱᴘɪᴄɪᴏᴜꜱ ᴠɪꜱɪᴛ ᴏꜰ ᴛʜᴇ Qᴜᴇᴇɴ ᴏꜰ ᴛʜᴇ ɢᴏᴅꜱ

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ꜱᴏʙʀᴇ ʟᴀ ᴠɪꜱɪᴛᴀ ꜱᴏꜱᴘᴇᴄʜᴏꜱᴀ ᴅᴇ ʟᴀ ʀᴇɪɴᴀ ᴅᴇ ʟᴏꜱ ᴅɪᴏꜱᴇꜱ

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APENAS HABÍAMOS CAMINADO TREINTA METROS y ya estábamos totalmente perdidos.

El túnel era redondo como una alcantarilla, tenía paredes de ladrillo rojo y ojos de buey con barrotes de hierro cada tres metros. Por curiosidad, enfoqué uno con la linterna, pero no vi nada. Se abría a una oscuridad infinita.

Creí oír voces al otro lado, pero tal vez fuese sólo el viento. O quizá comenzaba a volverme loca.

Caminé casi detrás de todos, mordisqueando mis uñas. Aquel lugar me ponía piel de gallina. Annabeth hizo todo lo que pudo para guiarnos. Pensaba que debíamos pegarnos a la pared de la izquierda.

—Si ponemos todo el rato la mano en el muro de la izquierda y lo seguimos —dijo—, deberíamos encontrar la salida haciendo el trayecto inverso.

Por desgracia, apenas lo dijo, la pared izquierda desapareció y, sin saber cómo, nos encontramos en medio de una cámara circular de la que salían ocho túneles.

—Hummm... ¿por dónde hemos venido? —preguntó Grover, nervioso.

—Sólo hay que dar la vuelta —respondió Annabeth.

Cada uno se volvió hacia un túnel distinto. Era absurdo. Ninguno de nosotros era capaz de decir por dónde se regresaba al campamento.

—Las paredes de la izquierda son malas —dijo Tyson—. ¿Ahora por dónde?

Con el haz de luz de su linterna, Annabeth barrió los arcos de los ocho túneles.

Para mí eran idénticos, pero yo no sabía mucho de orientación. A veces, me seguía perdiendo en el bosque del campamento.

—Por allí —decidió.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté.

—Razonamiento deductivo.

—O sea...que lo eliges porque sí —comentó Percy.

—Tú sígueme —replicó ella.

«Para mí, hizo tateti y al que salió, salió».

El túnel que había elegido se estrechaba rápidamente. Los muros se volvieron de cemento gris y el techo se hizo tan bajo que enseguida tuvimos que avanzar encorvados. Tyson se vio obligado a arrastrarse.

Lo único que se oía era la respiración agitada de Grover.

—No lo soporto más —murmuró éste—. ¿Ya hemos llegado?

—Llevamos aquí cinco minutos —le dijo Annabeth.

—Ha sido más tiempo —insistió Grover—. ¿Y por qué habría de estar Pan aquí abajo? ¡Esto es justo lo contrario de la naturaleza silvestre!

—Si vas a empezar como niño pequeño a preguntar todo el tiempo cuánto falta, voy a clavarte una flecha en el trasero, Grover —espeté.

Seguimos arrastrándonos. Cuando ya creía que el túnel iba a volverse tan estrecho que acabaría aplastándonos, se abrió bruscamente a una sala enorme.

Percy enfocó las paredes con sui linterna y soltó una exclamación.

—¡Wow!

Toda la estancia estaba cubierta de mosaicos. Los dibujos se veían mugrientos y descoloridos, pero aún era posible identificar los colores: rojo, azul, verde, dorado. El friso mostraba a los dioses olímpicos en un festín.

Poseidón, con su tridente, le daba unas uvas a Dioniso para que las convirtiera en vino. Zeus se divertía con los sátiros y Hermes volaba por los aires con sus sandalias aladas. Eran imágenes bonitas, pero no demasiado fieles.

Ellos podían tomar la apariencia que quisieran, ninguna obra de arte hecha por humanos, jamás podría ser fiel a lo que de verdad eran los dioses.

Miré el diseño de Apolo y fruncí el ceño. Estaba sentado tocando la lira con una expresión seria, concentrada. Y estaba rodeado de las musas, todas mirándolo embobadas.

Típico.

En medio de la estancia se alzaba una fuente con tres gradas. Daba la impresión de que llevaba seca mucho tiempo.

—¿Qué es esto? —musitó Percy—. Parece...

—Romano —respondí—. Estos mosaicos deben de tener unos dos mil años de antigüedad.

—Pero ¿cómo pueden ser romanos?

—El laberinto es un conjunto de retazos —explicó Annabeth—. Ya te lo dije. Continuamente se expande e incorpora nuevas piezas. Es la única obra arquitectónica que crece por sí misma.

—Lo dices como si estuviera viva.

—Probablemente lo esté —murmuré—. Ya casi nada me sorprende de las locuras del mundo divino.

Por el túnel que teníamos delante nos llegó el eco de una especie de lamento.

—No hablemos de si está vivo —gimoteó Grover—. Por favor.

—Bien —accedió Annabeth—. Adelante.

—¿Por el pasadizo con ruidos feos? —dijo Tyson. Incluso él parecía nervioso.

—Sí —respondió ella—. El estilo arquitectónico se va volviendo más antiguo. Eso es buena señal. El taller de Dédalo debería estar en la zona más vieja.

Sonaba lógico.

Pero muy pronto el laberinto empezó a jugar con nosotros.

Avanzamos quince metros y el túnel volvió a ser de cemento, con las paredes llenas de tuberías y cubiertas de graffitis hechos con espray.

—Me parece que esto no es romano —dijo Percy con amabilidad.

Annabeth respiró hondo y siguió avanzando.

Cada pocos metros, los túneles se curvaban, giraban y se ramificaban. El suelo bajo nuestros pies pasaba del cemento al ladrillo y al barro desnudo, y vuelta a empezar. No había ninguna lógica.

Estábamos atrapados allá abajo sin ninguna salida. Entonces encontramos el primer esqueleto.

—Que bonito —comenté con sarcasmo.

Estaba vestido con ropas blancas, como una especie de uniforme. Al lado, había una caja de madera con botellas de vidrio.

—Un lechero —dijo Annabeth.

—¿Qué? —preguntó Percy.

—Repartían la leche de casa en casa.

—Ya, pero... eso debía de ser cuando mi madre era pequeña, hará un millón de años. ¿Qué hace éste aquí?

—Algunas personas entraron por error —dijo Annabeth—. Otras vinieron decididas a explorar y no lograron salir. Hace mucho, los cretenses incluso enviaban gente aquí abajo como si se tratara de un sacrificio humano.

Grover tragó saliva.

—Este lleva aquí mucho tiempo. —Señaló las botellas, cubiertas de polvo. Los dedos del esqueleto habían quedado aferrados a la pared de ladrillo, se diría que arañándola: como si el hombre hubiese muerto mientras trataba de hallar una salida.

—Sólo huesos —dijo Tyson—. No te preocupes, niño cabra. El lechero está muerto.

—El lechero me tiene sin cuidado —replicó Grover—. Es el olor. A monstruos. ¿No lo notas?

Tyson asintió.

—Montones de monstruos. Pero los subterráneos huelen así. A monstruo y a lechero muerto.

—Ah, genial —gimió Grover—. Creía que tal vez me equivocaba.

—Hemos de internarnos más en el laberinto —dijo Annabeth—. Tiene que haber un camino para llegar al centro.

Nos guió hacia la derecha y luego hacia la izquierda a través de un pasadizo de acero inoxidable, como una especie de respiradero, y llegamos otra vez a la estancia romana con el mosaico y la fuente.

Pero esta vez no estábamos solos.

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Lo primero que me llamó la atención de él fueron sus caras. Las dos.

Le sobresalían a uno y otro lado de la cabeza y cada una miraba por encima de un hombro. De frente, lo único que se veía eran dos orejas superpuestas y dos patillas que parecían un reflejo exacto la una de la otra.

Iba vestido como un conserje de Nueva York, es decir, con un largo abrigo negro, zapatos relucientes y un sombrero de copa negro que lograba sostenerse, no sé cómo encima de su ancha cabeza.

—¿Annabeth? —dijo su cara izquierda—. ¡Deprisa!

—No le haga caso —intervino la cara derecha—. Es muy grosero. Venga por este lado, señorita.

Annabeth se quedó boquiabierta.

—Eh... yo...

Tyson frunció el ceño.

—Ese tipejo tiene dos caras.

—El tipejo también tiene oídos, ¿sabes? —lo reprendió la cara izquierda—. Venga, señorita.

—No, no —insistió la cara derecha—. Por aquí, señorita. Hable conmigo, por favor.

Detrás de él, había dos salidas con grandes puertas de madera y gruesos cerrojos de hierro. El conserje de las dos caras sostenía una llave plateada que se iba pasando de la mano izquierda a la derecha, y viceversa.

—Las salidas están cerradas —observó Annabeth.

—¡Todo un descubrimiento! —dijo, burlona, la cara izquierda.

—¿A dónde conducen? —preguntó ella.

—Una lleva probablemente a donde usted quiere ir —dijo la cara derecha de forma alentadora—. La otra, a una muerte segura.

—Eso último no me convence mucho —comenté.

—Ya...ya sé quién es usted —balbuceó Annabeth.

—¡Ah, qué lista! —replicó con desdén la cara izquierda—. Pero ¿sabe qué puerta debe escoger? No tengo todo el día.

—¿Por qué tratan de confundirme? —preguntó Annabeth.

La cara derecha sonrió.

—Ahora usted está al mando, querida. Todas las decisiones recaen sobre sus hombros. Es lo que quería, ¿no?

—Yo...

—La conocemos, Annabeth —dijo la cara izquierda—. Sabemos con qué dilema se debate un día tras otro. Conocemos su indecisión. Tendrá que elegir tarde o temprano. Y la elección quizá acabe matándola.

Annabeth palideció.

—No...yo no...

—Déjenla tranquila —intervinó Percy—. ¿Quiénes son ustedes, al fin y al cabo?

—Soy su mejor amigo —respondió la cara derecha.

—Soy su peor enemigo —aseguró la izquierda.

—Soy Jano —dijeron las dos caras a la vez—. Dios de las puertas. De los comienzos, de los finales. De las elecciones.

—Pronto nos veremos las caras, Perseus Jackson —sentenció la cara derecha.

—Este tipo está mareándome.

—También ya nos veremos contigo, Darlene Backer —dijo el de la izquierda—. Tú elección se acerca, y estoy deseando ver si condenaras tú corazón o tu alma.

Me tensé ante sus palabras. Sabía qué elección me tocaría, pero no me hacía ninguna gracia que me lo recordaran.

—Pero ahora es el turno de Annabeth. —Se echó a reír con aire frívolo el de la derecha—. ¡Qué divertido!

—¡Cierra el pico! —exigió la cara izquierda—. Esto es muy serio. Una elección equivocada podría arruinar su vida entera. Puede matarla a usted y a todos sus amigos. Pero no se agobie, Annabeth. ¡Escoja!

—Ah, sin presiones.

—¡No lo hagas! —rogó Percy.

—Me temo que tiene que hacerlo —dijo alegremente la cara derecha.

Annabeth se humedeció los labios.

—Escojo...

Antes de que pudiera señalar una puerta, una luz deslumbrante iluminó la estancia.

Jano alzó las manos a uno y otro lado para protegerse los ojos. Cuando la luz se extinguió, había una mujer junto a la fuente.

Era alta y esbelta, con una cabellera de color chocolate recogida en trenzas y entrelazada con cintas doradas. Llevaba un sencillo vestido blanco, pero la tela temblaba y cambiaba de color al moverse, como la gasolina sobre el agua.

—Jano —dijo—, ¿ya estamos otra vez causando problemas?

—¡N-no, mi señora! —tartamudeó la cara derecha.

—¡Sí! —admitió la izquierda.

—¡Cierra el pico! —masculló la derecha.

—¿Cómo? —preguntó la mujer.

—¡No me refería a usted, mi señora! ¡Hablaba conmigo!

—Ya veo —dijo la dama—. Sabes que tu visita es prematura. La hora de la muchacha no ha llegado. Así que soy yo la que te plantea una elección: déjame estos héroes a mí o te convertiré en una puerta y luego te echaré abajo.

—¿Qué clase de puerta? —quiso saber la cara izquierda.

—¡Cierra el pico! —dijo la derecha.

—Porque las puertas acristaladas son bonitas —adujo la izquierda, pensativa—. Un montón de luz natural.

—¡Cierra el pico! —aulló la derecha—. ¡Usted no, mi señora! Claro que me iré. Sólo estaba divirtiéndome un poco. Es mi trabajo: plantear elecciones.

—Provocar indecisión —corrigió ella—. ¡Ahora, desaparece!

La cara izquierda murmuró "Aguafiestas", alzó la llave plateada, la insertó en el aire y desapareció.

La mujer se volvió hacia nosotros y sentí que se me encogía el corazón. Sus ojos relucían de poder. "Déjame estos héroes a mí."Aquello tenía muy mala pinta. Por un instante, pensé que casi habría sido preferible correr el riesgo con Jano.

Pero entonces la mujer sonrió.

—Debe de tener hambre —dijo—. Siéntense conmigo y hablemos.

Bastó un ademán suyo para que empezara a manar la fuente romana. Varios chorros de agua clara salieron disparados por el aire. Apareció una mesa de mármol repleta de bandejas de sandwiches y jarras de limonada.

—¿Quién... quién es? —pregunté.

—Soy Hera. —La mujer sonrió—. La reina de los cielos.

Genial, la misión solo parecía empeorar más y más.

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Hera tenía todo el aspecto de una perra empoderada, diva y poderosa, con el aire de una mamá de los años '50.

Nos sirvió sandwiches y limonada.

Normalmente, no tocaría nada dado por una diosa como ella. No es de confianza.

Pero tenía hambre, así que no dije nada y comí.

—Grover, querido —dijo—, utiliza la servilleta. No te la comas.

—Sí, señora —murmuró él.

—Tyson, te estás consumiendo. ¿No quieres otro sandwich de mantequilla de cacahuete?

—Sí, guapa señora —respondió reprimiendo un eructo.

—Reina Hera —dijo Annabeth—. No puedo creerlo. ¿Qué hace en el laberinto?

Hera sonrió. Dio un golpecito con un dedo y el pelo de Annabeth y el mío se peinó por sí solo. Toda la mugre y el polvo desaparecieron de su rostro.

Tengo que decir, que mi cabello se veía fabuloso. Como de comercial de shampoo.

—He venido a verlos, desde luego —dijo la diosa.

Eso no me daba buena espina.

Tyson se tragaba un sandwich de mantequilla de cacahuete tras otro y Grover estaba entusiasmado con la limonada y masticaba los vasos de plástico como si fuesen el cono de un helado.

—No creía... —Annabeth titubeó—. Eh, no creía que le gustaran los héroes.

Hera sonrió con indulgencia.

—¿Por aquella pequeña trifulca con Hércules? ¡Hay que ver la cantidad de mala prensa que he llegado a tener por un solo conflicto!

—Sí, porque ponerle una serpiente a un bebé en la cuna es muy mala prensa —murmuré mordisqueando mi sandwich.

—¿No intentó matarlo, eh... un montón de veces? —preguntó Annabeth.

Hera hizo un gesto desdeñoso.

—Eso ya es agua pasada, querida. Además, él era uno de los hijos que mi amantísimo esposo tuvo con otra mujer. Se me acabó la paciencia, lo reconozco. Pero desde entonces Zeus y yo hemos asistido a unas excelentes sesiones de orientación conyugal. Hemos aireado nuestros sentimientos y llegado a un acuerdo. Sobre todo, después de ese último incidente menor.

Me imaginé a Zeus y Hera sentándose en terapia discutiendo su matrimonio. Y pensé que muchas de las desgracias provocadas por los dioses, probablemente se habrían evitado si hubiera existido la terapia desde hace milenios.

—¿Habla de cuando tuvo a Thalia? —dijo Percy, los ojos de Hera se volvieron hacia él con una expresión glacial.

—Percy Jackson, ¿no es eso? Una de las... criaturas de Poseidón. —Tuve la sensación de que tenía otra palabra en la punta de la lengua en lugar de "criaturas"—. Por lo que yo recuerdo, en el solsticio de invierno voté a favor de dejarte vivir. Espero no haberme equivocado.

Se volvió de nuevo hacia nosotras con una sonrisa radiante.

—A ustedes, en todo caso, no les guardo ningún rencor, queridas muchachas. Comprendo las dificultades de tu búsqueda —dijo esto último mirando a Annabeth—. Sobre todo cuando tienes que vértelas con alborotadores como Jano.

Annabeth bajó la vista.

—¿Por qué habrá venido aquí? Me estaba volviendo loca.

—Lo intentaba. —Asintió Hera—. Debes comprenderlo, los dioses menores como él siempre se han sentido frustrados por el papel secundario que desempeñan. Algunos, me temo, no sienten un gran amor por el Olimpo y podrían dejarse influenciar fácilmente y apoyar el ascenso al poder de mi padre.

—¿Su padre? —dijo Percy—. Ah, sí.

Me reí un poquito. Seguramente se olvidó que Cronos es el padre de Hera, y también de Poseidón, lo cual lo hace el abuelito de Percy.

—Debemos vigilar a los dioses menores —prosiguió Hera—. Jano, Hécate, Morfeo. Todos ellos defienden el Olimpo de boquilla y no obstante...

—Por eso se ausentó Dioniso —dije recordando que Apolo me lo contó—. Para supervisar a los dioses menores.

—Así es —dijo ella mirándome con una sonrisa—, por suerte, otros son leales a los Olímpicos, por ejemplo, tu padre.

Ahí recordé que mi papá es nieto de Hera. Que mambo bien raro el árbol genealógico de los dioses.

Hera contempló los descoloridos mosaicos de los olímpicos y agregó—: En tiempos revueltos hasta los dioses pierden la fe. Y entonces empiezan a depositar su confianza en cosas insignificantes; pierden de vista el cuadro general y se comportan de un modo egoísta. Pero yo soy la diosa del matrimonio, ¿sabes?

»Conozco las virtudes de la perseverancia. Hay que alzarse por encima de las disputas y el caos, y seguir creyendo. Se tiene que tener siempre presentes los objetivos.

—¿Cuáles son sus objetivos? —preguntó Annabeth.

Ella sonrió.

—Conservar a mi familia unida, naturalmente. A los olímpicos, me refiero. Y por ahora, la mejor manera de hacerlo es ayudarlos a ustedes. Zeus no me permite interferir demasiado, la verdad. Pero una vez cada siglo más o menos siempre que sea en favor de una búsqueda que me importe especialmente, me permite conceder un deseo.

—¿Un deseo?

—Antes de que lo formules, déjame aconsejarte, eso puedo hacerlo gratis. Ya sé que buscas a Dédalo. Su laberinto me resulta tan misterioso a mí como a ti. Pero si quieres conocer su destino, yo en tu lugar iría a ver a mi hijo Hefesto a su fragua.

»Dédalo fue un gran inventor, un mortal del gusto de Hefesto. No ha habido ningún otro al que haya admirado más. Si alguien se ha mantenido en contacto con Dédalo y conoce su destino, ése tiene que ser Hefesto.

—Pero ¿cómo podemos llegar allí? —preguntó Annabeth—. Eso es lo que deseo. Quiero encontrar el modo de orientarme en el laberinto.

Hera pareció decepcionada.

—Sea. Sin embargo, deseas algo que ya te ha sido concedido.

—No entiendo.

—Ese medio de orientación lo tienes a tu alcance. Percy conoce la respuesta.

—¿Yo?

—Y Dari ya lo ha visto también.

—¿Cuándo?

—Pero eso no es justo —dijo Annabeth—. ¡No me está diciendo qué es!

Hera movió la cabeza.

—Conseguir algo y saber utilizarlo son cosas distintas. Estoy segura de que tu madre, Atenea, coincidiría conmigo.

Algo parecido a un trueno lejano retumbó en la sala. Hera se levantó.

—Debo irme. Zeus empieza a impacientarse. Piensa en lo que te he dicho, Annabeth. Busca a Hefesto. Tendrás que cruzar el rancho, imagino. Pero tú sigue adelante. Y utiliza todos los medios disponibles, por comunes que parezcan.

Señaló las puertas y ambas se disolvieron, mostrando la boca de dos oscuros corredores.

—Dos últimas cosas —dijo, me miró con pena—. Darlene, espero que elijas bien, porque lamentaría unirte a un espécimen desagradable como el que te tocó.

Fruncí el ceño, insegura de por qué me miró como si sintiera compasión por mí.

Luego miró a Annabeth—. Sólo he aplazado el día en que hayas de elegir, no anulado. Pronto, como ha dicho Jano, tendrás que tomar una decisión. ¡Adiós!

Agitó la mano y se transformó en humo blanco. Y tal como todo vino, todo se fue.

Annabeth pateó el suelo.

—¿Qué clase de ayuda es ésta? "Toma, cómete un sandwich. Pide un deseo. ¡Ah, no puedo ayudarte! ¡Puf!"

—¡Puf! —Asintió Tyson con tristeza, mirando su plato vacío.

—Bueno. —Grover respiró hondo—. Ha dicho que Percy conoce la respuesta. Ya es algo.

Todos lo miramos.

—Pero no lo sé. No tengo ni idea de qué quería decir —dijo lamentándose y me miró esperanzado—. También dijo que Dari lo vio.

Me encogí de hombros.

—Veo muchas cosas, algunas no las entiendo y otra ni me acuerdo. No soy la mejor para dar una respuesta ahora.

Annabeth suspiró.

—Muy bien. Entonces vamos a seguir.

—¿Por dónde? —preguntó Percy.

—Estamos más perdidos que yo con mi vida amorosa.

Percy y Annabeth me miraron incómodos.

Entonces Grover y Tyson se pusieron alerta y se levantaron a la vez, como si lo hubiesen ensayado.

—Por la izquierda —dijeron los dos.

Annabeth frunció el ceño.

—¿Cómo están tan seguros?

—Porque algo viene por la derecha —contestó Grover.

—Algo grande —asintió Tyson—. Y muy deprisa.

—La izquierda me parece muy bien —decidí.

Y nos zambullimos en el oscuro pasadizo.

Me re imagino Aslıhan Gürbüz en su papel de Sultana Halime como Hera.
Solo "Su" familia cuenta, a los demás que los ejecuten.
Super carismática hasta que te pueda clavar el puñal en la espalda.

Y hablando de Hera, ¿estamos de acuerdo en que sintió pena por Dari si se casa con Apolo porque  pues...es igual de bragueta suelta que Zeus?😂

Eso fue muy: HUYE QUE AUN ESTÁS A TIEMPO, NO COMETAS MIS ERRORES!!!

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