007.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴋɪʟʟᴇʀ ᴘɪɢᴇᴏɴꜱ
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ꜱᴏʙʀᴇ ᴘᴀʟᴏᴍᴀꜱ ᴀꜱᴇꜱɪɴᴀꜱ
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LA MAÑANA DE LA CARRERA hacía calor y mucha humedad. Una niebla baja se deslizaba pegada al suelo como vapor de sauna. En los árboles se habían posado miles de pájaros: gruesas palomas blancas y grises, aunque no emitían el arrullo típico de su especie, sino una especie de chirrido metálico bastante desagradable.
La pista de la carrera había sido trazada en un prado de hierba situado entre el campo de tiro y los bosques.
La cabaña de Hefesto había utilizado los toros de bronce, domesticados por completo desde que les habían machacado la cabeza, para aplanar una pista oval en cuestión de minutos.
Había gradas de piedra para los espectadores: Tántalo, los sátiros, algunas ninfas y todos los campistas que no participaban. El señor D no apareció.
Nuestro carro, al final fue blanco con detalles dorados, y pintamos un corazón muy rojo detrás una lira.
¿La parte más bonita? Los chicos me dejaron ponerle mucho brillo rojo.
Estaba discutiendo con Michael sobre quién conduciría mientras Lee miraba el cielo con cansancio, cuando vi llegar a Percy y Tyson con su carro. Era azul y blanco, con un dibujo de olas a ambos lados y un tridente pintado en la parte delantera.
—¡Hola, chicos! —saludé acercándome a ellos.
—¡¿Backer a dónde vas?! ¡No me dejes hablando solo! —gritó Michael, pero lo ignoré.
—Hola, Dari —saludó Tyson emocionado.
—Les quedó increíble —comenté.
—Tyson hizo las partes de metal en la forja de la armería, y yo lijé las maderas y lo armé todo. Y después de todo el trabajo, me pareció justo que Tyson corra conmigo.
—Creo que es muy dulce —respondí apoyando mi mano sobre su brazo—, estoy orgullosa de ti.
—Gracias, Dari —dijo sonriendo.
—¡Backer, deja de confraternizar con el enemigo! —gritó Michael desde arriba del carro.
—¡Cierra la boca, imbécil! —le grité de vuelta.
—¡Mueve el culo, la carrera ya va a empezar!
Percy parecía hacer esfuerzos para no reírse.
—Será mejor que me vaya, o ese ridículo no dejará de chillar —dije rodando los ojos.
Él asintió, y se puso serio antes de mirar a ver si había alguien cerca.
—Cuando acabe la carrera necesito hablar contigo, soñé con Grover.
—¿Con Grover? —repetí como lela, pero la verdad me tomó por sorpresa.
—Sí, me dijo que necesita ayuda.
—¡Backer!
—¡Ya voy! —le grité al tonto que tengo por amigo, y luego miré a Percy—. Haremos un plan, iremos a buscarlo.
—Sabía que dirías eso.
—¡Backer si no vienes aquí ahora mismo...!
—¡Si no cierras el pico voy tirarte al lago!
Me despedí de los dos hijos de Poseidón deseándoles suerte y que ganara el mejor. No les dije que mi equipo tenía las intenciones de aniquilar a todos.
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—¡Muy bien! —anunció Tántalo cuando los equipos empezaron a congregarse en la pista—. Ya conocen las reglas: una pista de cuatrocientos metros, dos vueltas para ganar y dos caballos por carro. Cada equipo consta de un conductor y un guerrero. Las armas están permitidas y es de esperar que haya juego sucio. ¡Pero traten de no matar a nadie! —Tántalo nos sonrió como si fuéramos unos chicos traviesos—. Cualquier muerte tendrá un severo castigo. ¡Una semana sin malvaviscos con chocolate en la hoguera del campamento! ¡Y ahora, a los carros!
Primeros estaban los de Hefestos, con Beckendorf como auriga, tirado por caballos autómatas mágicos. No tenía dudas de que le hubieran puesto toda clase de trampas mortales. Le seguían los de Ares, tirado por dos horripilantes esqueletos de caballo.
Clarisse subió con jabalinas, bolas con púas, abrojos metálicos y un montón más de cacharros muy desagradables.
El carro de Apolo, era todo de oro y lo tiraban dos hermosos palominos de pelaje dorado, cola y crin blanca. Su guerrero estaba armado con un arco, y al igual que nosotros, no pensaban usar flechas normales contra los conductores rivales.
Luego venía el de Hermes, era verde y tenía un aire anticuado, como si no hubiese salido del garaje en años. No parecía tener nada de especial, pero lo manejaban los hermanos Stoll y era seguro que esos dos iban a hacer de lo peor.
El nuestro les seguía. A los de la cabaña siete no les había gustado nada que su capitán y segundo al mando hicieran equipo conmigo, pero ellos les dijeron que si ganábamos, pedirían el premio para la cabaña siete y diez.
Entonces aceptaron por la doble oportunidad de ganar.
Luego seguían los de Atenea, Annabeth era una de las participantes. Percy y Tyson los últimos.
Percy se acercó a hablar con ella, pero parecía que volvieron a discutir.
—¡Competidores! —gritó Tántalo—. ¡A sus puestos!
Lee había decidido quedarse en las gradas, dijo que independientemente de quién manejara y quién defendiera, Michael y yo éramos un equipo de temer. Ambos éramos muy competitivos, así que cuando trabajabamos juntos, arrazabamos con todo.
—Yo manejaré —dije subiéndome—. Mis flechas no necesitan de mis poderes para ser disparadas, las tuyas sí.
Él asintió, y se colgó el carcaj lleno de las flechas de los dos.
«Papá y Apolo se arrancarían el cabello si nos vieran».
Tomé las riendas y llevé el carro hasta la línea de salida.
Mientras los carros se alineaban, en el bosque se iban reuniendo más palomas de ojos relucientes. Chillaban tanto que los campistas de la tribuna empezaron a mirar nerviosamente los árboles, que temblaban bajo el peso de tantos pájaros.
Tántalo no parecía preocupado, pero tuvo que levantar la voz para hacerse oír entre aquel bullicio.
—¡Aurigas! —gritó—. ¡A sus marcas!
Hizo un movimiento con la mano y dio la señal de partida. Los carros cobraron vida con estruendo.
Los cascos retumbaron sobre la tierra y la multitud estalló en gritos y vítores.
Casi de inmediato se oyó un estrépito muy feo. Miré atrás justo a tiempo de ver cómo volcaba el carro de Apolo; el de Hermes lo había embestido; tal vez sin querer, o tal vez no. Sus ocupantes habían saltado, pero los caballos aterrorizados, siguieron arrastrando el carro de oro y cruzando la pista diagonal. Travis y Connor Stoll, los del Hermes, se regocijaron de su buena suerte.
—Hijos de puta —gruñó Michael mirándolos enojado.
—¡Eh, esa boca!
Los Stoll siguieron riendo, hasta que los caballos de Apolo chocaron con los suyos y su carro voló también, dejando en medio del polvo un montón de madera astillada y cuatro caballos encabritados.
Dos carros fuera de combate en los primeros metros.
—¡Ja! Karma —dijo mi acompañante ahora divertido.
Volví a centrarme en la cabeza de la carrera. Íbamos a buen ritmo, por delante de Ares, estabamos por dar la primera vuelta, detrás Annabeth nos pisaba los talones y un poco más atrás, Percy.
Avanzábamos tan deprisa que apenas oíamos ni veíamos nada. Hicimos el primer giro con las ruedas chirriando y el carro a punto de volcar, Annabeth se acercaba a toda velocidad y Michael tensó el arco para dispararles cuando se produjo un gran griterío.
Miles de palomas se lanzaban en tromba contra los espectadores de las gradas y los demás carros. Beckendorf estaba completamente rodeado. Su guerrero intentaba ahuyentarlas a manotazos, pero no veía nada. El carro viró, se salió de la pista y corrió por los campos de fresas con sus caballos mecánicos echando humo.
En el carro de Ares, Clarisse dio órdenes a gritos a su guerrero, que cubrió de inmediato la canastilla con una malla de camuflaje. Los pájaros se arremolinaron alrededor, picoteando y arañando las manos del tipo, que trataba de mantener la malla en su sitio. Clarisse se limitó a apretar los dientes y siguió conduciendo.
—¡Disparales! —le grité a Michael mientras pegaba manotazos intentando apartarlas de mi vista.
—¡Eso intento! —me gritó imitándome.
Nuestro carro se sacudió violentamente, si no nos deteníamos íbamos a volcar.
Tensé las correas y los caballos redujeron la velocidad hasta detenerse.
Los espectadores no tenían tanta suerte. Los pájaros atacaban contra cualquier trozo de carne que hubiese a la vista y sembraban el pánico por todas partes. Ahora que estaban más cerca, resultaba evidente que no eran palomas normales; sus ojos pequeños y redondos brillaban de un modo maligno, sus picos eran de bronce y, a juzgar por los gritos de los campistas, afiladisimos.
—¡Pájaros del Estínfalo! —gritó Annabeth corriendo al lado de Percy—. ¡Si no logramos ahuyentarlos, picotearán a todo el mundo hasta los huesos!
No supe qué le respondió, pero giraron hacia las tribunas.
—¡Héroes, a las armas! —soltó la hija de Atenea. Pero no creo que muchos la oyeran entre los rechinantes graznidos y el caos general.
Transformé mi brazalete en mi precioso arco, y Michael puso el carcaj en el suelo. Ambos tomamos una flecha, y cubriéndonos las espaldas, comenzamos a disparar a las palomas. Lee corrió hacia nosotros, seguido por sus hermanos, siendo severamente picados.
Algunas palomas que recibían los impactos, se disolvían en una explosión de polvo y plumas. Pero quedaban miles aún y era difícil darles a todas cuando volaban alocadas sin rumbo fijo.
—¿Salen huyendo? ¡La lucha está aquí, cobardes! —escuché gritar a Clarisse desde la línea de meta. Desenvainó su espada y se fue hacia las tribunas.
En la pista se veían carros en llamas y campistas heridos corriendo en todas direcciones, mientras los pájaros destrozaban la ropa y arrancaban el pelo. Entretanto, Tántalo perseguía pasteles de hojaldre por las tribunas gritando de vez en cuando:
—¡Todo está bajo control! ¡No hay de qué preocuparse!
Vi a Percy y Annabeth deteniéndose en la línea de meta. Cargaban un enorme equipo de música, que Annabeth preparó. Percy apretó PLAY y se puso en marcha el disco favorito de Quirón: Grandes éxitos de Dean Martín.
El aire se llenó de pronto de violines y una pandilla de tipos gimiendo en italiano.
Las palomas demonio se volvieron completamente locas. Empezaron a volar en círculo y a chocar entre ellas como si quisieran aplastarse sus propios sesos. Enseguida abandonaron la pista y se elevaron hacia el cielo, convertidas en una enorme nube oscura.
—¡Ahora! —gritó Annabeth—. ¡Arqueros!
Con un blanco bien definido, la unidad de arqueros teníamos una puntería impecable. La mayoría sabíamos disparar cinco o seis flechas al mismo tiempo. En unos minutos, el suelo estaba cubierto de palomas con pico de bronce muertas, y las supervivientes ya no eran más que una lejana columna de humo en el horizonte.
El campamento estaba salvado, pero los daños eran muy serios; la mayoría de los carros habían sido totalmente destruidos. Casi todo el mundo estaba herido y sangraba a causa de los múltiples picotazos, y las chicas de la cabaña de Afrodita chillaban histéricas porque les habían arruinado sus peinados y rajados sus vestidos.
Solté un fuerte suspiro, amaba a mis compañeras de cabaña, pero a veces eran estresantes.
—¡Bravo! —exclamó Tántalo, pero sin mirar a Annabeth y a Percy—. ¡Ya tenemos al primer ganador!—. Caminó hasta la línea de meta y le entregó los laureles dorados a Clarisse, que lo miraba estupefacta. Luego se volvió hacia Percy con una sonrisa—. Y ahora, vamos a castigar a los alborotadores que han interrumpido la carrera.
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