006.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ꜰᴜɴᴇʀᴀʟ ᴏꜰ ʙᴇᴄᴋᴇɴᴅᴏʀꜰ
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ꜱᴏʙʀᴇ ᴇʟ ꜰᴜɴᴇʀᴀʟ ᴅᴇ ʙᴇᴄᴋᴇɴᴅᴏʀꜰ
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SOÑÉ CON RACHEL ELIZABETH DARE.
Se dedicaba a lanzar dardos a un retrato de Percy. Estaba de pie en su habitación... Un tema de rock alternativo rugía por un altavoz ultramoderno manchado de pintura. Por lo visto, la única norma de Rachel en materia musical era que no hubiese en su iPod dos canciones que sonaran igual. Y que todas fueran extrañísimas.
Ella iba con un quimono y tenía el pelo encrespado, como si acabara de levantarse. La cama estaba deshecha. Había una serie de caballetes de pintura tapados con sábanas, y por el suelo se veía ropa sucia tirada y envoltorios de barritas energéticas. Pero, bueno, cuando tienes una habitación así de grande, el desbarajuste no produce tan mala impresión.
Se parecía a la mía cuando tengo una crisis de moda.
El cuadro acribillado era un retrato en el que Percy aparecía de pie sobre el gigante Anteo. Había capturado a la perfección la expresión exacta de Percy después de una batalla. Feroz, casi inquietante, de manera que resultaba difícil saber si era el bueno o el malo.
—Semidioses —mascullaba con retintín mientras lanzaba un dardo al lienzo —. Ellos y sus estúpidas operaciones de búsqueda.
La mayoría de los dardos rebotaban, pero varios se clavaban. Uno colgaba del mentón como una perilla.
Alguien aporreó la puerta.
—¡Rachel! —Era la voz de un hombre—. ¿Se puede saber qué demonios haces? Baja esa...
Rachel apagó la música con el mando a distancia.
—¡Adelante!
Su padre, imagino que debía ser su padre, entró enfurruñado y parpadeó a causa de aquella luz tan cruda. Tenía el pelo rojizo, como Rachel, aunque un poco más oscuro y totalmente aplastado por un lado, como si acabara de perder una pelea con su almohada. Su pijama azul de seda llevaba bordadas en el bolsillo las iniciales «W.D.».
La verdad, ¿quién se borda las iniciales en el pijama?
—Pero ¿qué pasa aquí? —preguntó airado—. Son las tres de la mañana.
—No podía dormir.
En ese momento uno de los dardos clavados en el retrato caía al suelo. Ella trató de tapar el cuadro con el cuerpo, pero el señor Dare lo vio igualmente.
—Vaya... ¿Así que tu amigo no va a venir a Saint Tilomas?
«¿Que Percy iba a ir a dónde?»
Rachel arqueó las cejas.
—No lo sé.
—Salimos por la mañana. Si no se ha decidido ya...
—Seguramente no vendrá —replicó Rachel con tono sombrío—. ¿Contento?
El señor Dare se paseó muy serio por la habitación, con las manos cruzadas a la espalda. Supongo que eso era lo que hacía en la sala de reuniones de su promotora inmobiliaria y lo que ponía más nerviosos a sus subordinados.
—¿Aún tienes pesadillas? ¿Y dolores de cabeza?
Rachel tiró los dardos al suelo.
—No debería habértelo contado.
—Soy tu padre. Me preocupo por ti.
—Más bien por el buen nombre de la familia.
El hombre no reaccionó, quizá porque ya había oído ese comentario otras veces, o quizá porque era cierto.
—Podríamos llamar al doctor Arkwright. Él te ayudó a superar la muerte de tu hámster.
—Entonces tenía seis años. Y no, papá, no necesito un terapeuta. Sólo... —Movió la cabeza con impotencia.
Su padre se detuvo junto a los ventanales. Observó el horizonte de los rascacielos como si fueran suyos, lo que no era el caso: sólo poseía una parte.
—Te vendrá bien alejarte un poco. Has estado sometida a influencias poco saludables.
—No pienso ir a la Academia de Señoritas Clarion. Y mis amistades no son asunto tuyo.
Él sonrió, pero no con calidez, sino en plan: "Algún día comprenderás que eso son tonterías".
—Procura dormir un poco. Mañana por la noche estaremos en la playa. Ya verás qué divertido es.
—Muy divertido —resopló Rachel—. Divertidísimo.
Su padre salió de la habitación, dejando la puerta abierta.
Rachel contempló el retrato. Luego se acercó al caballete de al lado, cubierto con una sábana.
—Ojalá sean sueños.
Destapó el caballete para revelar un dibujo al carboncillo esbozado deprisa, aunque se notaba que Rachel era muy buena. Se trataba de un retrato de Luke de niño. Debía de tener unos nueve años y sonreía de oreja a oreja, todavía sin aquella cicatriz en la cara. No se me ocurría cómo podía saber Rachel qué aspecto tenía Luke entonces, pero el retrato era tan fiel que me daba la sensación de que no era inventado.
Por lo que yo sabía de la vida de Luke, que no era mucho, aquel retrato lo mostraba justo antes de descubrir que era mestizo y escapar de casa.
Rachel lo contempló largamente. Luego destapó el siguiente caballete.
Ese cuadro todavía era más inquietante: una imagen del Empire State sobre un cielo plagado de relámpagos. A lo lejos se preparaba una gran tormenta y una mano gigantesca se insinuaba entre las nubes negras. Al pie del edificio se había congregado una multitud, pero no de turistas y peatones. Lo que se veían eran lanzas, jabalinas y estandartes: los símbolos de un ejército.
La misma imagen que había visto en mis visiones.
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Después del desayuno, me tocó hacer la inspección de las cabañas. Empecé por la cabaña de Poseidón.
Percy era el único allí, había hecho la cama y colocado bien el cuerno de minotauro de la pared.
—Deberías darme un cuatro sobre cinco.
—Estás siendo muy generoso —le dije con una mueca, mientras recogía con la punta del lápiz unos pantalones sucios.
Me los arrebató de un tirón.
—Eh, dame un respiro. Este verano no cuento con Tyson para que ponga orden y arregle mis estropicios.
—Tres sobre cinco —sentenció.
No le convenía discutir, así que me acompañó a las demás cabañas.
Me dejó echar una ojeada al montón de informes de Quirón que él llevaba en las manos mientras caminábamos. Parecían muchos mensajes de semidioses, de sátiros y espíritus de la naturaleza procedentes de todo el país, que informaban sobre los últimos movimientos de los monstruos.
Eran bastante deprimentes. Había batallas menores por todas partes. El reclutamiento de efectivos para el campamento se había reducido a cero. A los sátiros les costaba muchísimo localizar a nuevos semidioses y traerlos a la colina Mestiza, debido a la cantidad de monstruos que pululaban por el país. No nos llegaban noticias de Thalia y las Cazadoras de Artemisa, y sabía que la diosa estaba combatiendo contra un loco titán feo.
Visitamos la cabaña de Afrodita, que, por supuesto, sacó un cinco sobre cinco. Las camas estaban hechas a la perfección y la ropa guardada en baúles y ordenada por colores. Había flores frescas en los alféizares de las ventanas.
Aunque Percy quería quitarle un punto porque todo apestaba a perfume de diseño. No le hice caso.
—Impecable como siempre —sentenció.
A Katie le tocaba vigilar a Silena ese día. Estaba sentada con ella en su cama, mientras mi tía apenas había levantado la mirada cuando nos vio entrar.
La pared detrás de su cama estaba empapelada con fotografías de Beckendorf. Tenía una caja de bombones en el regazo. Su padre tenía una tienda de chocolate en el Village, de ahí que Afrodita se hubiera fijado en él en su día.
—¿Quieren un bombón? —preguntó sin ganas—. Me los ha enviado mi padre. Ha pensado... que quizá sirvan para levantarme el ánimo.
—¿Son buenos? —preguntó Percy.
Ella negó con la cabeza.
—Saben a cartón.
Ni Percy ni yo teníamos problemas contra el cartón, de manera que probamos uno. Katie pasó.
Le prometimos a Silena que iríamos más tarde a verla y seguimos adelante.
Mientras cruzábamos la zona comunitaria, se desató una pelea entre las cabañas de Ares y Apolo. Varios campistas de Apolo provistos de bombas incendiarias sobrevolaron la cabaña de Ares con un carro tirado por dos pegasos.
El carro del infierno parecía cómodo y ligero. El tejado de Ares empezó a arder enseguida, y las náyades del lago de las canoas se apresuraron a echarle agua para apagarlo.
Entonces los de Ares les lanzaron una maldición y las flechas de los arqueros de Apolo se volvieron de goma. Éstos seguían disparando, pero las flechas rebotaban sin hacerles ningún daño.
Kayla y Austin pasaron corriendo por nuestro lado, perseguidos por Sherman, que furioso, les gritaba en verso:
—¿Maleficios contra mí lanzáis? ¡A pagar me las vais! ¡Días y noches os arrepentiréis! ¡Y a la rima despreciaréis!
Suspiré, hastiada.
—No, por favor. ¡Otra vez no! La última vez que Apolo le echó un maleficio a una cabaña, costó una semana que las víctimas dejaran de hablar en versos.
No tenía nada en contra de los poemas de Apolo ahora que sabía que lo hacía apropósito para molestar a otros y que sabía que si quería podía ser muy encantador con su poesía. Pero escuchar por una semana entera a los campistas hablar en versos por culpa de una maldición, era una maldición en sí misma.
—¿Por qué se están peleando? —preguntó Percy.
No le respondí de inmediato. Anoté en un rollo de papiro mi veredicto: uno sobre cinco para ambas cabañas.
Esto no iba a mejorar mi imagen con los chicos de la siete. Para colmo hacía unos días habían llegado el resto de los hijos mayores de Apolo, que de por sí nunca les había logrado caer bien, ahora muchísimo menos.
Melanie incluso había venido a mi cabaña a pegarme unos cuantos gritos cuando se enteró de lo que había pasado. Me había dicho de todo menos bonita, y luego Valentina se le había tirado encima y la había mordido.
—Por ese carro volador.
—¿Qué?
—Me has preguntado por qué se peleaban, ¿no?
—Ah, sí.
—Lo capturaron la semana pasada durante un ataque en Filadelfia. Unos mestizos de Luke se habían presentado allí con el carro volador y los de la cabaña de Apolo se apoderaron de él durante la batalla. Pero el ataque lo dirigía la cabaña de Ares, así que llevan discutiendo desde entonces a quién le corresponde quedárselo.
Nos agachamos bruscamente, porque Michael pasó lanzado con su carro para bombardear a un campista de Ares. Éste intentó clavarle la espada y le echó una maldición rimada.
—Estamos tratando de salvar nuestras vidas —dijo Percy frunciendo el ceño—, y lo único que se les ocurre es pelearse por un carro estúpido.
—Ya se les pasará. Clarisse acabará entrando en razón.
Ni yo me lo creía.
Entrar en razón no iba demasiado con la Clarisse que yo conocía.
Siguió ojeando informes mientras revisábamos unas cuantas cabañas más. Deméter sacó un cuatro. Hefesto un tres justo, y seguramente le correspondía una nota más baja, pero con lo de Beckendorf les perdonamos un poquito. Hermes se llevó un previsible dos. Todos los campistas que no conocían a su progenitor olímpico iban a parar a Hermes y, como los dioses son un poco olvidadizos, aquella cabaña estaba siempre repleta.
Llegamos por fin a la cabaña de Atenea, que se veía tan ordenada y pulcra como de costumbre. Los libros alineados en los anaqueles, las armaduras pulidas y relucientes, y las paredes decoradas con planos y mapas de batallas.
Annabeth, llevaba unos papeles y la laptop que Dédalo le había regalado en las manos, nos invitó a pasar con una sonrisa orgullosa.
—Perfecto, Annie —dije colocando un cinco sobre cinco.
Ella dejó las cosas en su escritorio. Bien acomodado, sobra decir.
Empecé a sentir nervios y amor. Levanté la vista de mis papeles para encontrarme a Percy mirándola con intensidad. El muy menso aun no asumía a el todo que se había enamorado de ella.
—Bueno —carraspeó—, ¿has sacado información interesante de ese trasto?
—Demasiada. Dédalo tenía tantas ideas que podría pasarme cincuenta años tratando de entenderlas.
—Ya —murmuró Percy—. Vaya diversión.
Se quedaron callados, sin dejar de mirarse. Me hacía sentir como la tercera rueda.
Iba a decir que mejor los dejaba solos, cuando hubieron más explosiones y gritos desde afuera.
Rodé los ojos.
—Voy a intentar hacer entrar en razón a ese idiota.
Annabeth frunció el ceño.
—¿Sigue enojado contigo?
Me encogí de hombros. Me dolía, pero me lo había buscado por no ser sincera.
Me despedí de ambos y salí de la cabaña seis, directo al fuego cruzado.
No sirvió de nada.
—No necesito que nos defiendas —espetó enojado.
—No te intento defender, idiota —dije comenzando a enojarme también—. ¡Solo digo que podrían dejar la pelea hasta después de la guerra!
—Quédate al margen, no te concierne. —Me miró unos instantes y luego se rió—. Ah no. Espera, claro. Apolo te mandó a cuidarlos —se burló.
Cerré los ojos, respirando profundo para contener mis emociones.
—Estás siendo mezquino.
Se quedó callado, mirándome con esos ojos oscuros que solían estar llenos de vida, pero que ahora solo reflejaban dolor. Finalmente, soltó un largo suspiro, e intentó alejarse.
—Michael, por favor —dije intentando tomar su mano, y él se apartó como si la sola idea de que lo tocara fuera meter las manos al fuego.
—No puedo con esto, Darlene. Solo...solo dame espacio —murmuró negando con la cabeza—. No quiero decir algo que te haga daño, pero en serio, no te quiero cerca aún. No estoy listo.
Sentí como si me hubieran arrancado algo dentro. Quería acercarme, tocarlo, lo extrañaba demasiado, pero no me dejó.
—Si te sirve —agregó a regañadientes—, detendré las peleas, pero no voy a ceder a los caprichos de Clarisse.
Bueno. No era perfecto, pero era algo.
Asentí y él me dio una última mirada antes de alejarse.
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Me encantaría poder decir que el día mejoró a partir de ese momento. Pero no fue así, desde luego.
A primera hora de la tarde nos congregamos junto a la hoguera del campamento para incinerar el sudario de Beckendorf y decirle adiós. Como Michael me prometió, las cabañas de Ares y Apolo acordaron una tregua provisional para asistir a la ceremonia.
El sudario de Beckendorf estaba hecho de eslabones metálicos, como una cota de malla. Yo no veía cómo podría arder, pero las Moiras debieron de echar una mano porque el metal se fundió sin problemas bajo el fuego, convirtiéndose en un humo dorado que se elevó hacia el cielo. Las llamas de la hoguera reflejaban siempre el estado de ánimo de los campistas, y esta vez ardían con un tono prácticamente negro.
Confié en que el espíritu de Beckendorf acabara en los Campos Elíseos.
Aunque quizá eligiera volver a nacer y llegar a los Campos en tres vidas distintas para poder acceder a las Islas Afortunadas.
Una vez terminada la ceremonia, Annabeth se alejó sin dirigirme la palabra.
La mayoría de los campistas se retiraron a sus respectivas tareas. Yo me quedé contemplando las llamas mortecinas. Silena permanecía sentada sollozando; Clarisse y su novio, Chris Rodríguez, procuraban consolarla.
Aparte la vista de las llamas cuando Percy se acercó a ella.
—Silena, lo siento muchísimo —le dijo.
Ella se sorbió la nariz mientras Clarisse le dirigía una mirada furibunda, aunque ella miraba así a todo el mundo. Chris no se atrevía ni a levantar la vista.
Había sido uno de los secuaces de Luke hasta que Clarisse lo rescató del Laberinto el verano pasado, y supongo que todavía se sentía culpable, y también se identificaba con Silena ahora que sabíamos la verdad.
Percy se aclaró la garganta.
—Ya sabes que Beckendorf llevaba encima una foto tuya. La miró justo antes de que entráramos en combate. Significabas mucho para él.
Silena sollozó.
—Bravo, Percy —masculló Clarisse.
—No; está bien —dijo Silena—. Gracias... gracias, Percy. Ahora tengo que irme.
—¿Quieres compañía? —preguntó Clarisse.
Ella negó con la cabeza y se alejó corriendo. Inmediatamente, la seguí de lejos, pero no intenté acercarme por completo. En este momento, nadie quería tener que hacerla sentirse peor al desconfiar, pero eran las normas que habíamos puesto como grupo.
—Es más fuerte de lo que parece —fue lo último que alcancé a escuchar de Clarisse—. Sobrevivirá.
Silena entró a la cabaña diez, me quedé en la puerta mientras ella lloraba sola.
Me dolía no poder hacerla sentir mejor, pero nada la haría sentir mejor. Solo podía esperar a que el tiempo aliviara un poco el dolor.
Me senté en el pórtico, mirando a mi alrededor.
En cierto modo, el campamento no había cambiado. No percibías ningún indicio de la guerra en los campos y edificios, sino en los rostros de los semidioses, los sátiros y las náyades que subían por la cuesta.
Ahora no había tantos como cuatro veranos atrás. Algunos se habían ido y no habían regresado. Algunos habían caído en combate. Y otros, procurábamos no hablar de ellos, se habían pasado al enemigo.
Los que continuaban allí eran guerreros curtidos, aunque se los veía cansados. Últimamente no se oían muchas risas en el campamento. Ni siquiera los de la cabaña de Hermes hacían tantas travesuras. No es fácil disfrutar de las bromas cuando toda tu vida parece una broma pesada.
Darlene.
Fruncí el ceño.
¿Qué había sido eso?
Darlene.
Mire buscando de dónde venía eso.
Mi nombre se sentía tan claro como si alguien estuviera justo a mi lado. Era una voz silbante, que me ponía los pelos de punta.
Darlene.
Levanté la vista hacia el desván de la Casa Grande.
El viento alrededor del campamento parecía haberse detenido. Ni un solo sonido de los bosques cercanos, ni risas lejanas, ni siquiera el crujir de la fogata que seguía ardiendo en honor a Beckendorf. Todo se había detenido.
Darlene.
Sentí un nudo en la garganta y un sudor frío cubriéndome la piel. Sin pensarlo, mis pies comenzaron a moverse hacia la Casa Grande.
—¡Darlene!
Me sobresalté.
Nico me miraba con preocupación. ¿En qué momento había llegado?
—¿Qué?
—Te estaba llamado. ¿No me oíste?
Me costó desviar mi mirada del desván y volver a centrarme en Nico.
—Lo siento. Estaba... distraída.
—Te ves pálida —comentó él, frunciendo el ceño—. ¿Estás segura de que estás bien?
—Sí, solo... no, no pasa nada. Gracias.
Nico me miró con un dejo de duda, pero finalmente asintió.
—Necesito que me acompañes, ¿vienes?
—Sí...sí...
Di una última mirada al desván antes de seguirlo.
No estaba segura, pero creo que el Oráculo me llamaba.
Sep, los hijos mayores de Apolo van a estar en la batalla de Manhtan. Quiro aclarar una cosita. Originalmente, a la hija le había puesto Helena, pero por motivos que verán MUCHO más adelante, ya no se puede llamar así, por eso, ahora se llama Melanie. Ya le cambié el nombre en el capítulo de La Batalla del Laberinto donde aparece.
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