004.ᴀʙᴏᴜᴛ ꜰɪʀᴇ-ʙʀᴇᴀᴛʜɪɴɢ ʙᴜʟʟꜱ
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ꜱᴏʙʀᴇ ᴛᴏʀᴏꜱ Qᴜᴇ ᴇꜱᴄᴜᴘᴇɴ ꜰᴜᴇɢᴏ
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SI HAY ALGO QUE NO ME GUSTA, son los monstruos y menos si echan fuego por el hocico.
En cuanto nos bajamos del taxi, las Hermanas Grises salieron corriendo en dirección a Nueva York. Ni siquiera esperaron a recibir los tres dracmas de propina. Se limitaron a dejarnos a un lado del camino.
—Oh, dioses —dijo Annabeth observando la batalla, que seguía con furia en la colina, donde dos toros de bronce y enormes como elefantes acataban el campamento.
Lo preocupante era que estaban atacando dentro del campamento, más allá de los límites de la Colina Mestiza, donde se supone que ningún monstruo puede entrar.
Uno de los campistas gritó—: ¡Patrulla de frontera, síganme!
—Es Clarisse —dije reconociendo su voz.
—Vamos, tenemos que ayudarla —respondió Annabeth.
Los guerreros que iban con ella se habían dispersado y corrían aterrorizados ante la embestida de los toros, y varias franjas de hierba alrededor del pino habían empezado a arder. Uno de ellos gritaba y agitaba los brazos mientras corría en círculo con el penacho de su casco en llamas.
La armadura de la propia Clarisse estaba muy chamuscada, y luchaba con el mango roto de una lanza: el otro extremo había quedado incrustado inútilmente en la articulación del hombro de un toro metálico.
De un brusco movimiento de muñeca, mi brazalete se convirtió en el arco, estiré la mano por encima del hombro, tomé una flecha de mi carcaj y me preparé para disparar en cuanto tuviera una oportunidad.
—Tyson, quédate aquí. No quiero que corras más riesgos —ordenó Percy con su espada en mano.
—¡No! —dijo Annabeth—. Lo necesitamos.
—Es un mortal. Tuvo suerte con las bolas de fuego, pero lo que no puede —contradijo él.
—Percy ¿sabes quiénes son ésos de ahí arriba? Son los toros de Cólquide, obra del mismísimo Hefesto; no podemos combatir con ellos sin el Filtro Solar FPS 50,000 de Medea, o acabaremos carbonizados.
—¿Qué cosa... de Medea?
—Es un filtro solar buenísimo, Annabeth me lo recomendó para mi alergia al sol —dije.
Annabeth hurgó en su mochila y soltó una maldición.
—Tenía un frasco de esencia de coco tropical en la mesilla de noche de mi casa. ¿Por qué no lo habré...?
—Ten, tengo uno aquí —Le tendí mi mochila y ella sacó la botella, nos aplicamos un poco rápidamente y le pusimos en el rostro y brazos a Percy que parecía haber chupado un limón.
—No voy a permitir que Tyson acabe frito.
—Percy...
—Tyson, mantente alejado, y ponte un poco de esto —dije yo cortando la discusión y dándole la botella—. Vamos.
Él intentó protestar, pero ya estábamos corriendo colina arriba, hacia Clarisse, que ordenaba a gritos a su patrulla que se colocara en formación de falange; era una buena idea. Los pocos que la escuchaban se alinearon hombro con hombro y juntaron sus escudos. Formaron un cerco de bronce erizado de lanzas que asomaban por encima como pinchos de puercoespín.
Por desgracia, Clarisse sólo había conseguido reunir a seis campistas; los otros cuatro seguían corriendo con el casco en llamas. Annabeth se apresuró a ayudarlos. Retó a uno de los toros para que la embistiera y luego se volvió invisible, lo cual dejó al monstruo completamente confundido.
El otro corría a embestir el cerco defensivo de Clarisse.
Apunté hacía él y disparé.
Pero la flecha dio contra el bronce y se desintegró sin hacerle nada. Solté una maldición en griego, eran criaturas animatrónicas, sin sentimientos que poder controlar ni piel a la cual dañar.
Apreté los dientes con furia, estaba enojada conmigo misma. Annabeth tenía razón, no podía siempre depender de mis flechas para todo. Necesitaba aprender a dominar una espada.
No podía hacer nada para ayudar en la pelea, así que decidí correr a intentar socorrer a los campistas que estaban heridos.
Tomé a uno que tenía la pierna totalmente quemada y lo ayudé a ponerse de pie, el chico soltó un quejido de dolor, apoyé todo el peso sobre mis hombros y lo guíe hacia la arboleda.
Había varios ahí, los chicos de la cabaña siete intentaban curarlos, pero era deficiente y bajo presión.
Vi a Lee envolviendo el brazo de una chica con una benda, a su lado había un niño de unos nueve o diez años, rubio y de ojos azules idéntico a él.
—¡Lee!
Él levantó la cabeza ante mi grito, y aunque intentó sonreír, se notaba que estaba preocupado.
—Hola, Dari —dijo terminando de vendar la herida de la chica—. Will, ayudala.
El niño asintió, con la seriedad de un adulto, se puso de pie y me ayudó a bajar al campista en el suelo. Rápidamente, tomó unas tijeras y cortó el pantalón del chico y se puso a limpiar la herida.
A lo lejos oía los gritos de batalla y destrozos que los toros provocaban.
—Dari, él es Will Solace, mi nuevo hermanito —murmuró Lee moviéndose a revisar a otro campista—. Will, ella es Darlene Backer, mi mejor amiga.
—Hola, Will —dije tomando ambrosía y dándole al chico que había traído. Él me sonrió y luego regresó su atención a la herida—. Iré a traer más heridos.
Ambos asintieron sin mirarme.
Me puse de pie y corrí hacia el valle, donde cada vez había más heridos y los toros seguían quemando todo a su paso.
—¡Detrás de ti!¡Cuidado!
El grito de Percy me heló la sangre.
Frente a mí, uno de los toros se estrelló contra el escudo de Clarisse, que salió despedida hacia atrás y aterrizó en una franja de terreno quemada y todavía llena de brasas. Después de tumbarla, el toro bombardeó a los demás héroes con su aliento ardiente y fundió sus escudos, dejándolos sin protección. Ellos arrojaron sus armas y echaron a correr, mientras el otro toro se dirigía hacia Clarisse para matarla.
Quería ayudarla, pero Percy corrió hacía ella primero.
Un chillido angustiado atrajo mi atención. Una niña pelirroja estaba escondida detrás de unos escombros, lloraba y tenía heridas por todo el rostro. Probablemente había quedado atrapada justo en medio cuando esos toros aparecieron.
Corrí hacia ella, esquivando el fuego que se extendía arrasando con todo.
Me agaché a su lado, y ella me miró con sus grandes ojos azules llenos de lágrimas. Estaba aterrada.
—Hey, tranquila —murmuré mirando por encima del hombro para ver que los toros estuvieran distraídos—. Vamos a sacarte de aquí. No dejaré que te pase nada.
—No puedo, me duele mucho —sollozó señalando el pie derecho. A pesar de estar cubierto por la media y las zapatillas, la zona se veía morada e hinchada.
Sentí el ruido de algo explotando a lo lejos y más gritos.
—Te llevaré —le dije ayudándola a ponerse de pie con dificultad. Me giré, y ella se trepó en mi espalda. Comencé a avanzar hacia la arboleda, esquivando el fuego, la niña seguía sollozando y temblando—. Soy Darlene, pero puedes decirme Dari. ¿Cómo te llamas? —pregunté tratando de distraerla.
—Kayla Knowels —respondió entre hipidos.
—¿Qué edad tienes, Kayla?
—Diez.
Estaba por seguir haciéndole preguntas tontas, cuando vi a uno de los toros arremetió violentamente contra Percy, que estaba arrodillado con un gesto de dolor en sus rasgos.
—¡Percy!
—¡Tyson, ayúdalo! —gritó Annabeth en alguna parte.
No muy lejos, cerca de la cima, Tyson gimió.
—¡No puedo... pasar!
—¡Yo, Annabeth Chase, te autorizo a entrar en el Campamento Mestizo!
Un trueno pareció sacudir la colina y, de repente, apareció Tyson como propulsado por un cañón.
—¡Percy necesita ayuda! —gritó.
Impactada, observé como Tyson se interponía entre el toro y Percy justo cuando el monstruo desataba una lluvia de fuego de proporciones nucleares.
—¡Tyson!
La explosión se arremolinó a su alrededor. Sólo se veía la silueta oscura de su cuerpo, y tuve la horrible certeza de que mi amigo acababa de convertirse en un montón de ceniza.
Sollocé, porque me sentía impotente por no poder ayudar más de lo que estaba haciendo. Pero cuando las llamas se extinguieron, Tyson seguía en pie, completamente ileso; ni siquiera sus ropas andrajosas se habían chamuscado.
Tyson cerró los puños y empezó a darle mamporros en el hocico.
—¡Vaca mala!
Sus puños abrieron un cráter en el morro de bronce y dos pequeñas columnas de fuego empezaron a salirle por las orejas. Tyson lo golpeó otra vez y el bronce se arrugó bajo su puño como si fuese chapa de aluminio. Ahora la cabeza del toro parecía una marioneta vuelta del revés como un guante.
—¡Abajo! —gritaba Tyson.
El toro se tambaleó y se derrumbó por fin sobre el lomo; sus patas se agitaron en el aire débilmente y su cabeza abollada empezó a humear.
En cuestión de minutos, Tyson había acabado con todo. Annabeth y yo nos acercamos corriendo a Percy para ver cómo estaba.
Tenía el tobillo herido, pero ella le dio de beber un poco de néctar olímpico de su cantimplora. En el aire se esparcía un olor a chamusquina que procedía de Percy. Se le habían chamuscado los vellos de los brazos.
—¿Y el otro toro? —preguntó.
Ella señaló hacia el pie de la colina. Clarisse se había ocupado de la Vaca Mala número dos. Le había atravesado la pata trasera con una lanza de bronce celestial. Ahora, con el hocico medio destrozado y un corte enorme en el flanco, intentaba moverse a cámara lenta y caminaba en círculo como un caballito de carrusel.
Clarisse se quitó el casco y vino a nuestro encuentro. Un mechón de su grasiento pelo castaño humeaba todavía, pero ella no parecía darse cuenta.
—¡Lo has estropeado todo! —le gritó—. ¡Lo tenía perfectamente controlado!
Yo no sabía qué decir, no entendía qué había pasado y todavía cargaba a una niña llorosa y herida en mi espalda.
—Yo también me alegro de verte, Clarisse.
—¡Argh! —gruñó ella—. ¡No vuelvas a intentar salvarme nunca más!
Kayla escondió el rostro en mi cabello, sollozando asustada por los gritos de la hija de Ares.
—Para ya —le dije molesta.
—Clarisse —dijo Annabeth—, tienes a varios campistas heridos.
Eso pareció devolverla a la realidad; incluso ella se preocupaba por los soldados bajo su mando.
—Vuelvo enseguida —masculló, y echó a caminar penosamente para evaluar los daños.
Miré a Tyson.
—No estás muerto.
Tyson bajó la mirada, como avergonzado.
—Lo siento. Quería ayudar. Les he desobedecido.
—Es culpa mía —dijo Annabeth—. No tenía alternativa, debía dejar que Tyson cruzara la línea para salvarte, si no, habrías acabado muerto.
—¿Dejarle cruzar la línea? Pero..
—¿Han observado a Tyson de cerca? Quiero decir, su cara; olvídense de la niebla y mírenlo de verdad.
Miré a Tyson a la cara; no era fácil. Me obligué a concentrarme en su enorme narizota bulbosa y luego, un poco más arriba, en sus ojos.
No, no en sus ojos.
En su ojo. Un enorme ojo marrón en mitad de la frente, con espesas pestañas y grandes lagrimones deslizándose por ambas mejillas.
—Tyson —tartamudeó Percy—, eres un...
Yo estaba boquiabierta.
—Un cíclope —confirmó Annabeth—. Casi un bebé, por su aspecto. Probablemente por esa razón no podía traspasar la línea mágica con tanta facilidad como los toros. Tyson es uno de los huérfanos sin techo.
—¿De los qué?
—Están en casi todas las grandes ciudades —dijo Annabeth con repugnancia—. Son... errores, hijos de los espíritus de la naturaleza y de los dioses; bueno, de un dios en particular, la mayor parte de las veces... Y no siempre salen bien. Nadie los quiere y acaban abandonados; enloquecen poco a poco en las calles. No sé cómo te habrás encontrado con éste, pero es evidente que le caes bien. Debemos llevarlo ante Quirón para que él decida qué hacer.
—Pero el fuego... ¿Cómo?
—Es un cíclope —dije recordando las historias. Annabeth a mi lado, hizo una mueca desagradable—. Trabajan en las fraguas de los dioses; son inmunes al fuego.
—¿Dari? —murmuró Kayla apoyado la cabeza en mi hombro.
Me di cuenta que esto podía esperar, tenía que llevar a Kayla con Lee para que la atendieran.
Además, la ladera de la colina seguía ardiendo y los heridos requerían atención. Y aún había dos toros de bronce escacharrados de los que había que deshacerse.
Clarisse regresó y se limpió el hollín de la frente.
—Jackson, si puedes sostenerte, ponte de pie. Tenemos que llevar a los heridos a la enfermería e informar a Tántalo de lo ocurrido.
—¿Tántalo?
—El director de actividades —aclaró Clarisse con impaciencia.
—El director de actividades es Quirón. Además, ¿dónde está Argos? Él es el jefe de seguridad. Debería estar aquí.
Clarisse puso cara avinagrada.
—Argos fue despedido. Ustedes tres han estado demasiado tiempo fuera. Las cosas han cambiado.
—Pero Quirón... Él lleva más de tres mil años enseñando a los chicos a combatir con monstruos; no puede haberse ido así, sin más. ¿Qué ha pasado?
—Eso ha pasado —espetó Clarisse.
Ella señaló el árbol de Thalia.
El árbol que antaño había sido una hija de Zeus y que ahora, tenía el papel de reforzar los límites mágicos del campamento, protegiéndolo contra los monstruos.
Un pino alto, verde y lleno de vida. Pero ahora sus agujas se habían vuelto amarillas; había un enorme montón esparcido en torno a la base del árbol. En el centro del tronco, a un metro de altura, se veía una marca del tamaño de un orificio de bala de donde rezumaba savia verde.
Fue como si un puñal de hielo me atravesara el pecho. Ahora comprendía por qué se hallaba en peligro el campamento: las fronteras mágicas habían empezado a fallar porque el árbol de Thalia se estaba muriendo.
Alguien lo había envenenado.
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