004.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ᴡᴇɪɢʜᴛ ᴏꜰ ᴡᴀʀ
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ꜱᴏʙʀᴇ ᴇʟ ᴘᴇꜱᴏ ᴅᴇ ʟᴀ ɢᴜᴇʀʀᴀ
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A VECES, NO HAY NADA QUE PUEDAS HACER O DECIR PARA MEJORAR LA SITUACIÓN.
—Lo siento, Lena —murmuré quitando la taza de sus manos frías.
Ella no respondió. Seguía con la mirada perdida en la pared, igual que las últimas tres horas, cuando su novio, Charlie Beckendorf se había marchado a la misión y aún no teníamos noticias suyas.
Le había contado a Clarisse lo que pasaría en esta misión, y ella me había dicho que todos sabíamos que podía pasar, la muerte es propia de los semidioses, aunque no queramos aceptarlo. Charlie era consciente de ello, y por cómo había besado a Silena antes de irse, él sabía que ese era su destino. Lo había aceptado con orgullo, y nosotras debíamos hacerlo.
El problema es que Silena nos había escuchado, y ahora no había forma de darle consuelo.
Miré a Clarisse, que estaba en silencio vigilando por la ventana.
Las cosas entre ellas habían estado un poco tensas desde que habíamos descubierto que Silena era la espía.
Ese día, solo los líderes de las cabañas habíamos estado presentes. Silena, incapaz de negar la verdad frente a Alessandra, había confesado todo llorando desconsolada.
Nadie dijo nada. Solo se oían sus sollozos. Para mí, fue como ver a una hermana desmoronarse ante mis ojos. La Silena que había conocido, la que me enseñaba cosas, la que siempre estaba ahí para darme consejos y abrazarme cuando tenía pesadillas en el campamento ahora parecía irreal, como si nunca hubiera existido realmente.
¿Cómo había podido hacerlo?
Clarisse estaba furiosa, pero no como uno esperaría. No había gritos ni insultos, solo una rabia contenida. Con los puños tan apretados que tenía los nudillos blancos, mientras miraba a Silena, conteniendose de arremeter contra ella como habría hecho si fuera otra persona y no su mejor amiga.
Quizá ella también quería creer que había alguna explicación, algo que justificara lo que Silena había hecho.
Pero lo peor era el rostro de Charlie. No había ira, sino una profunda decepción, como si una parte de él hubiera dejado de existir. Solo la miraba como si fuera una extraña con el mismo rostro de la chica que amaba.
Los demás estaban incapaces de reaccionar. Nadie sabía qué decir. ¿Qué se podía decir en un momento así?
Sorprendentemente, fue la misma Alessandra quién la defendió. Dijo que al menos escucháramos sus razones.
—Antes...antes de que me gustara Charlie, Luke me caía en gracia. Era...encantador. Apuesto. Más tarde quise dejar de ayudarlo, pero él me amenazó con contarlo todo. Me aseguró...que así salvaba vidas; que menos personas sufrirían daño. Me dijo que no le haría daño...a mi cabaña o a Charlie.
Y dolió. Porque no podíamos perdonarla, pero tampoco culparla, porque probablemente, todos habríamos hecho lo mismo de haber estado en su lugar.
—No es su culpa, Luke es muy bueno manipulando las personas —dijo Alessandra—. Conmigo no le funciona porque yo lo conocí sabiendo cómo era antes de hablar con él, pero para alguien que lo conoció en su faceta de héroe...bueno, es difícil resistirse a su encanto.
A regañadientes de más de uno, decidimos que nadie más necesitaba saber la verdad. Silena ya no sería la capitana, de todas maneras el próximo verano ya no volvería porque se iría a la universidad.
Así que alegando una "capitanía interina", ahora yo era la capitana de la cabaña diez, sobre todo porque nadie quería dársela a Drew, quien era la segunda mayor, pero yo tenía más misiones realizadas.
Silena no tenía permitido estar sola en ningún momento, siempre uno de los líderes debería estar con ella.
Nosotros tres éramos los que más la vigilaban, y había sido incómodo, pero con el paso de los días fuimos bajando un poco la guardia con ella al ver que de verdad estaba arrepentida. Muy arrepentida.
Sin embargo, al igual que con Chris Rodriguez y la cabaña once, persistía esa pequeña duda. Siempre estaba ahí, en el aire. Como una nube gris que no terminaba de disiparse.
Pero solo necesitábamos tiempo, estaba segura que al final todo mejoraría. Charlie intentaba hacerlo, amaba demasiado a Silena como para odiarla, solo se sentía triste. Clarisse estaba enojada, más con la situación que con Silena misma. Era fría y distante, pero no dejaba que ninguno de los otros líderes hablara mal de ella.
Yo la había perdonado quizá demasiado fácil, mi capacidad para leer los sentimientos me había hecho notar lo mucho que lo lamentaba, pero me resultaba un poco difícil volver a darle la confianza ciega que tenía antes.
Lo único, quizá, bueno de todo esto, era que ahora teníamos una ventaja. Aprovecharíamos que Cronos no sabía que Lessa la había delatado, para manipular la información que Silena les pasaba. Y de paso como una manera de poner a prueba a Lessa.
Su propia madre me lo había dicho:
—Aprenderás que deja más abierto a las posibilidades del destino si no permites que tus palabras te limiten. Alessandra lo sabe y así se maneja, por eso es tan difícil determinar sus lealtades. No hace promesas hasta no determinar el resultado más adecuado. Y con ella, debes leer entre líneas, y así mismo, hablarle de la misma manera. Incluso si crees que está de tu lado, no puedes dejar que vea todos tus planes, quizá no porque creas que te puede traicionar, sino porque siempre es necesario guardar un as bajo la manga.
Habíamos logrado con éxito todas las redadas, y hoy era el plan final.
Íbamos a volar por los aires el crucero de Luke, con todos los monstruos en él. Pero desde hace tres días no dejaba de soñar con lo mismo.
La muerte de Beckendorf.
¿Cómo hacía para evitarlo?
Me sentía como atrapada en un laberinto sin encontrar una salida, algo que pudiera hacer para cambiar el destino que parecía ya sellado. Las veces que había sido imprudente, había provocado un destino peor.
Miré a Silena otra vez, su rostro pálido y la mirada perdida. Odiaba verla así. Odiaba no poder hacer nada más que esperar. Quería prometerle que Charlie volvería, que estarían bien, que esta guerra terminaría con una victoria y no con más pérdidas, pero no podía.
Quería confiar en que al final todo saldría bien. Percy no dejaría que Charlie muriera.
—Quizá...no ocurra —dije intentando darle esperanzas—. Aún puede cambiar.
—Déjalo, Darlene —gruñó Clarisse, mirando por la ventana.
Una caracola resonó en el campamento y me di cuenta lo que debía estar pasando.
Me acerqué a la ventana, y lo ví.
Percy volvió solo de la misión, apareció saliendo del mar y rápidamente se corrió la voz por todo el campamento. Nuestra playa estaba situada al norte de Long Island y tenía un hechizo gracias al cual la mayoría de la gente no puede verla siquiera.
O sea, que no aparece nadie por las buenas en esa playa, a menos que se trate de semidioses, dioses o repartidores de pizza muy, muy despistados.
Ha ocurrido, en serio, una de las ideas locas de Apolo, pero esa es otra historia.
El caso es que aquella tarde el vigía de guardia era Connor y había hecho sonar la alarma en cuanto lo vio.
Clarisse tensó los hombros y apretó la mandíbula. No hizo falta decir nada; lo sabíamos, las dos lo sabíamos. Charlie no volvería. Silena levantó la cabeza, sus ojos brillaban por la tenue esperanza.
Sentí que mi corazón se hundía, igual que si me estuviera cayendo en un abismo del que no había escapatoria. Todo el optimismo que había tratado de mantener, toda la esperanza que quería creer que todavía existía, se evaporaba en el aire.
—¿Charlie...? —susurró Silena, casi inaudible.
—Lena... —comencé, pero las palabras murieron en mi garganta cuando la vi levantarse con una fuerza que no esperaba.
—¡NO! —gritó de repente. Salió corriendo hacia la puerta antes de que pudiéramos detenerla, moviéndose como si su vida dependiera de ello. Corrí detrás de ella, escuchando los pasos pesados de Clarisse detrás de mí.
Percy estaba en el comedor, cada vez más rodeado de campistas ansiosos. Hasta Quirón ya estaba ahí cuando llegamos. Tenía la barba cada vez más larga y enmarañada a medida que avanzaba el verano. Llevaba una camiseta con la leyenda «MI OTRO COCHE ES UN CENTAURO» y un arco colgado a la espalda.
Annabeth llegó apenas unos segundos antes que nosotras.
—¿Qué ha pasado? —Lo agarró del brazo—. ¿Luke está...?
—El barco voló por los aires. Pero él no ha sido destruido. No sé dónde...
Silena corrió hacia él, temí que fuera capaz de intentar sacarle la verdad a la fuerza, quizá pensando que si no las escuchaba, no serían realidad.
—¿Dónde está Charlie? —preguntó, mirando alrededor como si pudiera haberse escondido.
Percy miró a Quirón, impotente. El viejo centauro carraspeó.
—Silena, querida, vamos a hablar a la Casa Grande...
Era lo último que necesitaba para confirmarlo. Rompió a llorar y los demás nos quedamos alrededor paralizados, demasiado aturdidos para decir algo. Silena cayó de rodillas, sus manos cubriendo su rostro, mientras un sollozo desgarrador salía de su pecho.
Clarisse y yo nos adelantamos hacia ella. La tomó del brazo y le habló con suma delicadeza:
—Vamos, chica. Vamos a la Casa Grande. Te prepararé una taza de chocolate caliente.
Miré a nuestro alrededor, todos la observaban.
—Vamos, andando. No hay nada que ver aquí —grité.
Todos dieron media vuelta y empezaron a regresar hacia las cabañas en grupitos de dos o tres. Silena se secó una lágrima de la mejilla, mientras Clarisse la llevaba de regreso a la Casa Grande.
Sólo Annabeth, Quirón y yo nos quedamos al lado de Percy.
—Me alegra que no estés muerto, sesos de alga —dijo Annabeth
—Gracias. A mí también.
Quirón apoyó una mano en su hombro.
—Estoy seguro de que hiciste todo lo que pudiste, Percy. ¿Quieres contarnos lo que pasó?
No me parecía que tenía muchas ganas de hacerlo, pero aun así nos contó la historia completa. Eso sumado a mi sueño de hace unos días no nos daba un buen panorama.
Quirón contempló el valle que se extendía a nuestros pies.
—Tenemos que convocar de inmediato un consejo de guerra.
—Poseidón se refirió a otra amenaza —dijo Percy—. Una más importante que la del Princesa Andrómeda. Pensé que quizá se trataba del desafío al que se había referido el titán del sueño de Dari.
Quirón y yo cruzamos miradas. Sabíamos bien cuál era la amenaza.
—También hablaremos de ello —prometió el centauro.
—Una cosa más. —Inspiró hondo—. Cuando hablé con mi padre, me pidió que te dijera que el momento ha llegado. Que debo conocer la profecía entera.
Quirón bajó los hombros, pero no pareció sorprendido.
—Durante mucho tiempo he temido que llegara este día. Muy bien. Annabeth, vamos a mostrarle a Percy la verdad. Toda la verdad. Subamos al desván.
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Por alguna razón, subir al desván de la Casa Grande me provocó escalofríos horribles. Había una escalera de mano que ascendía desde el último rellano. Me pregunté cómo iba a arreglárselas Quirón para subir, siendo un centauro, pero ni siquiera hizo el intento.
—Ya sabes dónde está —le dijo a Annabeth—. Bájalo aquí, por favor.
Ella asintió.
—Vamos.
Fuera, el sol se había puesto, así que el desván resultaba más sombrío y espeluznante de lo que seguramente era. Esperaba que no apareciera ninguna rata. Por todas partes se veían montones de trofeos de antiguos héroes: escudos mellados, tarros con cabezas disecadas de monstruos diversos, un par de dados de peluche sobre una placa de bronce que rezaba: «BIRLADOS DEL HONDA ÚLTIMO MODELO DE CRISAOR POR GUS, HIJO DE HERMES, 1988.»
Percy tomó una espada curvada de bronce tan sumamente retorcida que parecía una M. Todavía se distinguían en la hoja las manchas verdes del veneno mágico con que había estado impregnada. La etiqueta tenía una fecha del verano anterior: «CIMITARRA DE CAMPE, DESTRUIDA EN LA BATALLA DEL LABERINTO».
—¿Te acuerdas de Briares lanzando todas aquellas rocas? —le preguntó a Annabeth.
Ella le dirigió una sonrisa reticente.
—¿Y de Grover desatando el pánico?
Ambos se quedaron mirando con mucha intensidad. En otro momento, me habría marchado con una broma en el aire, pero en ese momento, estar en el desván, no sabía por qué, me oprimía el pecho igual que tener una piedra aplastándome.
—La profecía —dije con tono seco.
Se sobresaltaron y Annabeth asintió.
—Exacto. La profecía.
Nos acercamos a la ventana. Solo verla me subió la bilis e hice esfuerzos por no vomitar.
Sobre un taburete de tres patas reposaba el Oráculo: una momia de mujer con un colorido vestido hippy. Todavía tenía algunos mechones de pelo oscuro pegados al cráneo, y sus ojos vidriosos sobresalían en la cara apergaminada.
Normalmente, si querías salir del campamento durante el verano era porque tenías que subir a escuchar al Oráculo antes de emprender una búsqueda. Pero este verano habíamos dejado de lado esa norma. Los campistas salíamos continuamente en misión de combate. No nos quedaba otro remedio si queríamos pararle los pies a Cronos.
Parecía sin vida ahora, pero cuando pronunciaba una profecía podía moverse. A veces salía humo de su boca, creando formas extrañas. Jamás había subido al desván a verla directamente, pero aún recordaba demasiado bien al espíritu del Oráculo que vivía dentro de la momia. Hace unos años había bajado del desván y dado un pequeño paseo por el bosque en plan zombi para entregar un mensaje.
Así que no estaba muy segura de lo que sería capaz de hacer para la Gran Profecía. Quizá se ponía a bailar claqué o algo por el estilo.
Sin embargo, la momia permaneció inmóvil y como muerta, y lo estaba, sin duda.
—Nunca lo he entendido —susurró Percy.
—¿El qué? —preguntó Annabeth.
—¿Por qué es una momia?
—En la Antigüedad no lo era. Durante miles de años, el espíritu del Oráculo vivió en el interior de una hermosa doncella. El espíritu pasaba de una generación a otra. Quirón me contó que ella era así hace cincuenta años — expliqué, señalándola—. Pero ésta fue la última.
—¿Qué sucedió?
—No lo sé. Apolo no ha querido decirme, aunque siendo honesta, creo que ni siquiera lo sabe.
Annabeth suspiró y negó con la cabeza.
—Hagamos lo que tenemos que hacer y salgamos de aquí.
—Por favor —murmuré mirando la cara marchita del Oráculo—. Este lugar me pone nerviosa.
—Bien —dijo Percy—, ¿y ahora qué?
Annabeth se volvió hacia la momia y extendió las palmas de las manos.
—Oh, Oráculo, se acerca la hora. Te pido la Gran Profecía.
Me armé de valor, pero la momia no se movió ni un milímetro. Annabeth se acercó un poco más y le desabrochó uno de sus collares. Nunca me había detenido a examinar sus baratijas. Me imaginaba que eran adornos de estilo hippy, en plan paz y amor y esas cosas. Pero cuando Annabeth se volvió hacia nosotros, tenía en las manos una bolsita de cuero, como la bolsa de la medicina de los nativos americanos, que colgaba de un cordón de plumas trenzadas. La abrió y extrajo un rollo de pergamino no más grande que su meñique.
—No me lo puedo creer —dijo Percy—. ¿Así que me he pasado todos estos años haciendo preguntas sobre esa estúpida profecía y ahora resulta que la tenía aquí, colgada del cuello?
—¡Qué estafa! —coincidí.
—No había llegado el momento —dijo ella encogiéndose de hombros—. Créanme. Yo la leí con sólo diez años y todavía tengo pesadillas.
No iba a contradecirla. Podía creer que era cierto.
—Fantástico. ¿Ya puedo leerla?
—Abajo, en el consejo de guerra —repuso—. No delante de... ya me entiendes.
Miré los ojos vidriosos del Oráculo. Mejor así.
Bajamos a reunirnos con los demás.
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