004.ᴀʙᴏᴜᴛ ɢᴏᴅꜱ ᴡʜᴏ ꜱᴛɪʟʟ ʜᴀᴛᴇ ᴍᴇ ꜰᴏʀ ᴇxɪꜱᴛɪɴɢ

╔╦══• •✠•❀ - ❀•✠ • •══╦╗

ꜱᴏʙʀᴇ ᴅɪᴏꜱᴇꜱ Qᴜᴇ ꜱɪɢᴜᴇɴ ᴏᴅɪÁɴᴅᴏᴍᴇ ᴘᴏʀ ᴇxɪꜱᴛɪʀ

╚╩══• •✠•❀ - ❀•✠ • •══╩╝

ARTEMISA HABÍA ASEGURADO que se acercaba el alba, pero nadie lo habría dicho. Estaba todo más oscuro, más frío y nevado que nunca.

En Westover Hall las ventanas seguían a oscuras. Me preguntaba cuando los profesores se darían cuenta de que nos habíamos escapado, pero prefería estar en el Campamento para cuando llamaran a mamá.

Iba a estar furiosa cuando se enterara que me escapé, aunque quizá el título "asunto de semidioses" la haría mitigar su enojo puesto que es más allá de lo que ella puede controlar por más que intente sobreprotegerme.

Las cazadoras levantaron el campamento tan deprisa como lo habían montado. Ellas parecían tan tranquilas en medio de la nieve, pero yo aguardaba tiritando mientras Artemisa escudriñaba el horizonte por el este.

Thalia y Grover se me acercaron, deseosos de saber lo que había ocurrido durante nuestra audiencia con la diosa.

Bianca se había sentado más allá con su hermano. Ya se veía por la expresión sombría de Nico que estaba explicándole su decisión de unirse a la Cacería. Me sentía muy mal por su hermano, así que cuando ví a Bianca apartarse de su lado y dejándolo solo, decidí que Percy podía hacerse cargo de explicar la audiencia.

Di unos pasos en su dirección cuando la señora Artemisa me cortó el paso.

—Quiero pedirte disculpas por lo incómodo que será para tí —dijo con seriedad—. Lo último que quiero es exponer a una doncella a un hombre que solo le hace daño cada vez que la ve. Lamentablemente, es el medio más rápido y seguro para transportarlos a todos al campamento.

—No se preocupe, mi señora —respondí.

Yo mejor que nadie sabía de las cosas de las que era capaz.

Y aún así, ya no le temía.

No me preocupaba mucho, dudaba que Apolo intentara matarme con tantas personas aquí, pero por otro lado, siempre podía intentar tirarle otra cosa a la cabeza.

—Lamento lo que te hizo. Esto es algo que ya ocurrió hace tanto tiempo y que no tiene nada que ver contigo. Algo que empezó por su propia estupidez y egocentrismo. —Expresó seria—. Por eso te ofrecí unirte a mi cacería, estando bajo mi protección él nunca podrá hacerte daño otra vez.

Bajé la vista, y sonreí con pena.

—Se lo agradezco enormemente, señora —expresé—. Pero tal como le dije a mi padre, no puedo ocultarme por siempre bajo el manto de los dioses, quiero poder vivir mi vida mortal de forma plena, hasta dónde sea que las moiras planeen.

Artemisa asintió, inconforme.

«Seguro piensa que estoy loca».

—Aún así, le diré que estás bajo mi protección —sentenció—, al menos podrás tener un viaje tranquilo hasta el campamento sin tener que soportar sus tonterías.

—No tiene que hacerlo, yo...

—Por supuesto que sí, nunca dejaré desamparada a una doncella si puedo evitarle sufrimiento.

Decidí que era inútil seguir discutiendo. Le sonreí—. Muchas gracias, señora.

Ella asintió, complacida y luego miró el cielo que comenzaba a clarear.

—Ya era hora. —Murmuró—. ¡Es tan perezoso en invierno!

—¿Estás esperando, eh... la salida del sol? —le preguntó Percy acercándose a nosotras.

—Sí, a mi hermano. —Percy parecía confundido, escéptico; y podía entenderlo, yo tampoco tenía idea de cómo se las arreglaba Apolo para conducir el sol—. No es exactamente lo que tú crees.

—Ah, bueno. Entonces no es que vaya a llegar...

Hubo un destello repentino en el horizonte y enseguida una gran ráfaga de calor.

—No miren —advirtió Artemisa—. Hasta que haya aparcado.

Tragué saliva, sintiéndome ansiosa.

Desvié la vista justo a tiempo. La luz y el calor se intensificaron hasta que me dio la sensación de que mi abrigo iba a derretirse. Y entonces la luz se apagó.

Al mirar hacia el lugar de donde venía el intenso calor, lo vi: El maserati descapotable rojo. Sumamente impresionante, resplandeciente al rojo vivo.

El coche favorito de mi mejor amigo. Si no fuera porque Apolo me odia, le pediría una foto para Percy.

La nieve se había derretido alrededor del Maserati en un círculo perfecto, lo cual explicaba que yo notara los zapatos mojados y que de repente pisara hierba verde.

El conductor bajó sonriendo, y yo quería borrarle esa estúpida sonrisa del rostro.

Me metí las manos en el abrigo y levanté la barbilla, a la espera de que se diera cuenta que estaba ahí.

—Wow —se asombró Thalia entre dientes—. Qué calor irradia este tipo.

«Sí...quiero verte decirlo cuando está enojado».

Tampoco la culpaba. Apolo era atractivo...como...muy atractivo.

Pero tenía un carácter de mierda.

—Es el dios del sol.

—No se refiere a eso, Percy —murmuré entre dientes.

—¡Hermanita! —gritó Apolo. Si hubiera tenido los dientes un pelín más blancos nos habría cegado a todos—. ¿Qué tal? Nunca llamas ni me escribes. Ya empezaba a preocuparme.

Artemisa suspiró.

—Estoy bien, Apolo. Y no soy tu hermanita.

—¡Eh, que yo nací primero!

«Mentiroso, ella te ayudó a nacer».

—¡Somos gemelos! ¿Cuántos milenios habremos de seguir discutiendo...?

—Bueno, ¿qué pasa? —la interrumpió—. Tienes a todas las chicas contigo, por lo que veo. ¿Necesitan unas clases de arco?

Artemisa apretó los dientes.

—Necesito un favor. He de salir de cacería. Sola. Y quiero que lleves a mis compañeras al Campamento Mestizo.

—¡Claro, cielo...! Un momento. —Levantó una mano, en plan «todo el mundo quieto»—. Siento que me llega un haiku.

Las cazadoras refunfuñaron. Por lo visto, ya conocían a Apolo. Él se aclaró la garganta y recitó con grandes aspavientos:

Hierba en la nieve.
Me necesita Artemisa.
Yo soy muy cool.

Nos sonrió de oreja a oreja. Sin duda, esperaba un aplauso.

No voy a mentir, la verdad es que si no fuera por nuestra historia juntos, me hubiera reído. Si hay algo que amo son las cosas que dan risa por lo malas que son.

«Para ser el dios de la poesía...da pena como poeta» pensé aguantándome las ganas de sonreír.

—El último verso sólo tiene cuatro sílabas —observó su hermana.

Él frunció el ceño.

—¿De veras?

—Sí. ¿Qué tal: «Soy muy engreído»?

—No, no. Tiene seis. Hmm... —Empezó a murmurar en voz baja.

Zoë se volvió hacia nosotros.

—El señor Apolo lleva metido en esta etapa haiku desde que estuvo en Japón. Peor fue cuando le dio por escribir poemas épicos. ¡Al menos un haiku sólo tiene tres versos!

—¡Ya lo tengo! —anunció Apolo—. «Soy fe-no-me-nal». ¡Cinco sílabas! —Hizo una reverencia, muy satisfecho de sí mismo—. Y ahora, querida ¿un transporte para las cazadoras, dices? Muy oportuno. Iba a salir a dar una vuelta.

—También tendrías que llevar a estos semidioses —precisó Artemisa, señalándonos—. Son campistas de Quirón.

—No hay problema. —Nos echó un vistazo—. Veamos... Tú eres Thalia, ¿verdad? Lo sé todo sobre ti.

Ella se ruborizó.

—Hola, señor Apolo.

—Hija de Zeus, ¿no? Entonces somos medio hermanos. Eras un árbol, ¿cierto? Me alegra que ya no. No soporto ver a las chicas guapas convertidas en árboles. Recuerdo una vez...

«¡No por favor, justo ahora Dafne no!» rogué mentalmente.

—Hermano —lo atajó Artemisa—. Habrías de ponerte en marcha.

—Ah, sí. —Y me miró a mí, entornando los ojos, observandome con esa ira que siempre me dirigía—. Darlene Backer.

—Buenos días, señor Apolo —murmuré. Le di una sonrisa enorme y estuve tentada a saludarlo con la mano solo para molestarlo.

Se me quedó mirando, y todos debieron sentir la tensión, porque incluso las cazadoras parecian cautelosas.

—¿Percy Jackson? —preguntó de repente mirando a mi amigo.

—Aja. Digo... sí, señor.

—¡Bueno! —exclamó sin agregar nada más —. Será mejor que subamos. Este cacharro sólo viaja en una dirección, hacia el oeste. Si se te escapa, te quedas en tierra.

Yo miré el Maserati. Allí cabían dos personas como máximo. Y éramos veinte.

—Un coche impresionante —dijo Nico.

—Gracias, chico —respondió Apolo.

—Lastima que es pequeño —murmuré con tono obvio.

Apolo me miró, tenía la mandíbula apretada, como si estuviera conteniendo el enojo.

—¿Cómo vamos a entrar todos? —agregó Nico.

—Ah, bueno. —dijo después de unos segundos, parecía que acabara de advertir el problema del que yo me refería—. Está bien. No me gusta cambiarlo del modo «deportivo», pero si no hay más remedio...

Sacó las llaves y presionó el botón de la alarma.

Por un momento, el coche resplandeció otra vez. Cuando se desvaneció el resplandor, el Maserati había sido reemplazado por un autobús escolar.

—Vamos —dijo—. Todos, arriba.

Zoë ordenó a las cazadoras que subieran. Iba a tomar su mochila, cuando Apolo le dijo:

—Dame, cariño. Déjamela a mí.

«Por supuesto, mujeriego, solo conmigo es tan despreciable» pensé frunciendo el ceño.

Zoë dio un paso atrás; una mirada asesina le relampagueaba en los ojos.

—Hermanito —lo reprendió Artemisa—. No pretendas echarles una mano a mis cazadoras. No las mires, no les hables, no coquetees con ellas. Y sobre todo, no las llames «cariño».

Apolo extendió las palmas.

—Perdón. Se me había olvidado. Oye... ¿y tú adónde vas?

—De cacería —dijo Artemisa—. No es cosa tuya.

—Ya me enteraré. Yo lo veo todo y lo sé todo.

Artemisa soltó un resoplido.

—Tú encárgate de llevarlos. ¡Sin perder el tiempo por ahí!

—Pero si nunca me entretengo por el camino...

Artemisa puso los ojos en blanco; luego me miró.

—No quiero inconvenientes —le dijo—, está bajo mi cuidado.

Los ojos azules de Apolo cambiaron a dorado y luego a azules nuevamente. Su mirada amable pasó a una desdeñosa por unos segundos. Se encogió de hombros quitándole importancia.

—Nos veremos para el solsticio de invierno. Zoë, te quedas al frente de las cazadoras. Actúa como yo lo haría.

Ella se irguió.

—Sí, mi señora.

Artemisa se arrodilló y examinó el suelo, como si buscase huellas. Cuando se incorporó, parecía intranquila.

—El peligro es enorme. Hay que dar con esa bestia.

Echó a correr hacia el bosque y se disolvió entre la nieve y las sombras.

Apolo nos sonrió, haciendo tintinear las llaves.

—Bueno —dijo—. ¿Quién quiere conducir?

━━━━━━━━♪♡♪━━━━━━━━

Las cazadoras subieron en tropel al autobús y se apelotonaron en la parte trasera para estar lo más lejos posible de Apolo y los demás varones.

«Como si tuvieran lepra» pensé rodando los ojos. Me parecía tan ridículo que llevaran su rechazo por el género másculino a ese extremo.

Bianca se sentó con ellas y dejó a su hermano con nosotros, en las filas de delante, cosa que yo encontré feo de su parte, aunque a Nico no parecía importarle.

—¡Es impresionante! —decía él, dando saltos en el asiento del conductor—. ¿Esto es el sol de verdad? Yo creía que Helios y Selene eran los dioses del sol y la luna. ¿Cómo se explica que unas veces sean ellos y otras veces, tú y Artemisa?

—Reducción de personal —dijo Apolo—. Fueron los romanos quienes empezaron. No podían permitirse tantos templos de sacrificio, de manera que despidieron a Helios y Selene y atribuyeron a nuestros puestos todas sus funciones. Mi hermana se quedó con la luna y yo con el sol. Al principio fue una lata, pero al menos me dieron este coche impresionante.

—¿Y cómo funciona? —preguntó Nico—. Yo creía que el sol era una gran esfera de gas ardiente.

Apolo se echó a reír entre dientes y le alborotó el pelo.

—Ese rumor seguramente se difundió porque Artemisa tenía la manía de decir que yo era un globo enorme de humo o algo así.

—Y con justas razones —espeté entre dientes, dejando escapar un bufido. Pero me callé cuando noté la mirada del dios sobre mí.

Luego regresó la atención a Nico.

—Hablando en serio, chico, todo depende de si quieres hablar de astronomía o de filosofía. ¿Quieres que hablemos de astronomía? Bah... ¿dónde está la gracia? ¿Quieres que hablemos de lo que los humanos piensan del sol? Ah, eso ya es más interesante.

Le hizo una explicación breve sobre cómo se suponía que funcionaba todo.

—¿Entiendes?

Nico meneó la cabeza.

—Pues no.

—Bueno, entonces considéralo como un coche solar muy potente y bastante peligroso.

—¿Puedo conducirlo?

—No. Eres demasiado joven —dije tomándolo del brazo y sentándolo. Nico hizo un puchero, pero no dijo nada más.

—¡Yo, yo! —se ofreció Grover, levantando la mano.

—Humm... mejor no —decidió Apolo—. Demasiado peludo. —Miró más allá, pasándome a mí de largo, y se fijó en Thalia.

—¡La hija de Zeus! —exclamó—. El señor de los cielos. Perfecto.

—Uy, no. —Thalia meneó la cabeza—. Muchas gracias.

—Vamos —dijo Apolo—. ¿Qué edad tienes?

Ella vaciló.

—No lo sé.

Era triste pero cierto. Thalia se había transformado en un árbol a los doce, y de eso hacía siete años. Es decir, ahora tendría diecinueve, si se contaba año por año. Pero ella se sentía aún como si tuviera doce y, si la observabas, llegabas a la conclusión de que estaba a medio camino entre los doce y los diecinueve. 

Según deducía Quirón, ella había seguido creciendo cuando era un árbol, pero mucho más despacio.

Apolo se dio unos golpecitos en el labio.

—Tienes quince, casi dieciséis.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno, soy el dios de la profecía. Tengo mis trucos. Cumplirás dieciséis en una semana, más o menos.

—¡Es verdad!, ¡es mi cumpleaños! El veintidós de diciembre.

—Lo cual significa que ya tienes edad suficiente para conducir con un permiso provisional.

Thalia se removió en su asiento, nerviosa.

—Eh...

—Ya sé lo que vas a decir —la interrumpió Apolo—. Que no mereces el honor de conducir el carro del sol.

—No, no iba a decir eso.

—¡No te agobies! El trayecto desde Maine hasta Long Island es muy corto. Y no te preocupes por lo que le pasó a mi último alumno. Tú eres hija de Zeus. A ti no te sacará del cielo a cañonazos.

Se echó a reír con ganas. Los demás no nos unimos a su regocijo.

Thalia intentó protestar, pero Apolo no estaba dispuesto a aceptar un «no» por respuesta. El dios pulsó un botón del salpicadero y en lo alto del parabrisas apareció un rótulo. Tuve que leerlo invertido, cosa que, para un disléxico, tampoco es mucho más complicada que leer al derecho.

Ponía: «Atención: Conductor en prácticas.»

—¡Adelante! —le dijo Apolo—. ¡Seguro que eres una conductora nata!

━━━━━━━━♪♡♪━━━━━━━━

Voy a reconocerlo. Estaba celosa.

Yo quería conducir.

Y también quería que Apolo dejara de tratarme con tanto desprecio. O al menos que dejara de coquetear con Thalia.

«¡Por todos los dioses, que es su hermana!» pensé irritada mientras me paraba a un costado detrás del asiento del conductor con los brazos cruzados.

Las ganas que me estaba conteniendo de pegarle con mi bolso para que dejara de molestarla, la pobre Thalia ya estaba bastante nerviosa con que la pusiera al volante como para también tener que soportar sus tonterías.

—La velocidad y el calor van a la par —le explicó Apolo—. Osea, empieza despacio y asegúrate de que has alcanzado una buena altitud antes de pisar a fondo.

Thalia agarraba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Daba la impresión de que se iba a marear de un momento a otro.

—¿Qué pasa? —le preguntó Percy.

—Nada —dijo temblando—. N-no pasa nada.

Tiró del volante y el autobús dio una sacudida tan brusca que me fui hacia atrás y me estrellé contra alguien.

Lo primero que sentí fue el calor. Las manos duras sujetándome por los brazos, los dedos que se clavaban en mi piel. Miré hacia arriba, encontrándome con la mirada dorada del dios.

Tenía los ojos entrecerrados, mirándome como si la sola idea de que lo hubiera chocado fuera mi culpa. No dijo nada, pero tampoco me soltó. Solo me sujetó con fuerza y miró a Thalia.

Y por supuesto, cuando la miró, lo hizo con simpatía.

—Más despacio —le recomendó.

—Perdón —dijo Thalia—. ¡Lo tengo controlado!

Por la ventana vi un círculo humeante de árboles en el claro desde el que habíamos despegado.

—Thalia —le dije—, afloja un poco.

—Ya lo he entendido, Darlene —me respondió con los dientes apretados. Pero ella seguía pisando a fondo.

—Relájate.

—¡Estoy relajada, Percy! —Se la veía tan rígida como si se hubiese convertido otra vez en un trozo de madera.

—Tenemos que virar al sur para ir a Long Island, gira a la izquierda —dijo Apolo. Thalia dio un volantazo y si no fuera porque el dios me estaba sujetando, me habría caído de cara al suelo—. La otra izquierda.

Cometí el error de mirar de nuevo por la ventana. Ya habíamos alcanzado la altitud de un avión, e incluso más porque el cielo empezaba a verse negro.

—Esto... —empezó Apolo. Se esforzaba por parecer tranquilo, pero yo mejor que nadie sabía cómo se sentía. Este tipo desprendía nervios como un campeón, sus emociones me estaban mareando, y los brazos, donde aún me estaba apretando, me dolían demasiado—. No tan arriba, cariño. En Cape Cod se están congelando.

Thalia accionó el volante. Tenía la cara blanca como el papel y la frente perlada de sudor. Algo le sucedía, sin duda. Yo nunca la había visto así.

El autobús se lanzó en picado y alguien dio un grito. Quizá fui yo. Ahora bajábamos directos hacia el Atlántico a unos mil kilómetros por hora, con el litoral de Nueva Inglaterra a mano derecha. Empezaba a hacer calor en el autobús.

—¡Toma tú el volante! —le suplicó Grover.

—No se preocupen —dijo Apolo, aunque él mismo parecía más que preocupado—. Sólo le falta aprender a...

—¡Qué tomes el maldito volante! —le grité empujándolo hacia Thalia.

Lástima para él que justo ella dio una sacudida del autobús y salió despedido hasta el fondo.

—Uy...¡Lo siento! —Pero ya avanzaba de nuevo entre los asientos, dándome una mirada irritada.

A nuestros pies había un pueblecito de Nueva Inglaterra cubierto de nieve. Mejor dicho, había estado allí hasta hacía unos minutos, porque ahora la nieve se estaba fundiendo a ojos vistas en los árboles, en los tejados y los prados. La torre de la iglesia, completamente blanca un momento antes, se volvió marrón y empezó a humear. Por todo el pueblo surgían delgadas columnas de humo, que parecían velas de cumpleaños.

—¡Frena! —gritó Percy.

Thalia tenía en los ojos un brillo enloquecido.

No sé en qué momento Apolo logró acercarse de nuevo, pero me sujetó justo cuando Thalia tiró del volante bruscamente.

Por el pánico que sentía, decidí no ser quisquillosa. Le temía más a Thalia manejando que a él, así que me aferré a su brazo.

Mientras ascendíamos a toda velocidad, por la ventanilla trasera vi que el súbito regreso del frío sofocaba los incendios.

—¡Allí está Long Island! —dijo Apolo, señalando al frente—. Todo derecho. Vamos a disminuir un poco la velocidad, querida. No estaría bien arrasar el campamento.

Nos dirigíamos a toda velocidad hacia la costa norte de Long Island. Allí estaba el Campamento Mestizo: el valle, los bosques, la playa. Ya se divisaban el pabellón del comedor, las cabañas y el anfiteatro.

—Lo tengo controlado —murmuraba Thalia—. Lo tengo...

Estábamos a sólo unos centenares de metros.

—Frena —dijo Apolo.

—Lo voy a conseguir.

—¡Frena! —gritamos todos.

Thalia pisó el freno a fondo y el autobús describió un ángulo de cuarenta y cinco grados y fue a empotrarse en el lago de las canoas con un estruendoso chapuzón. Se alzó una nube de vapor y enseguida surgieron aterrorizadas las náyades, que huyeron con sus cestas de mimbre a medio trenzar.

El autobús salió a la superficie junto con un par de canoas volcadas y medio derretidas.

—Bueno —dijo Apolo con una sonrisa—. Era verdad, cariño. Lo tenías todo controlado. Vamos a comprobar si hemos chamuscado a alguien importante, ¿te parece?

Por si quedó la duda, Artemisa le ofreció a Darlene ser parte de su cacería porque no sabe que ella es la mestiza de la profecía de su hermano.

Apolo en medio de su rabieta y negación no ha querido hablar del tema porque siente que contarselo a su hermana es aceptarlo por completo, aun está trabajando en lidiar con sus emociones contradictorias sobre el tema. 

Por lo que Artemisa lo único que sabe es que Apolo intentó matar a una niña inocente por una rivalidad con otro dios con el que tiene una pelea de egos, por lo que está intentando darle una oportunidad de vivir.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top